Luego de los resultados de las elecciones regionales y municipales, el tema de la reforma ha sido nuevamente planteado para dar respuesta a una serie de problemas que tuvo que enfrentar este proceso: peligrosas candidaturas, financiamiento dudoso, mercantilización de la inscripción de listas, violencia electoral, voto golondrino, entre otros.
Evidentemente la elección ha producido efectos políticos e institucionales preocupantes. Ante eso, la reacción ha sido abocarse a realizar reformas para que esta situación no se repita, sobre todo, con miras a las elecciones del 2016.
Algunos consideran que hacer reformas nos protegería de enfrentar escenarios similares, por lo que en el Congreso ya se han presentado proyectos de ley respectivos. La ley se encargaría de enderezar las cosas. Fuera del Parlamento, otros dudan de su eficacia y hay quienes consideran incluso que podría ser hasta contraproducente. Mejor entonces, dejar las cosas como están. Lo cierto es que la discusión no termina, aun cuando se escribe mucho y se conoce poco sobre el tema.
Quizá lo primero que habría que señalar es que la sola reforma difícilmente cambia la realidad, sino está acompañada con voluntad política de las élites. Un arreglo de acuerdos institucionales, sí produce impactos en diverso nivel y grado. Es así que no es lo mismo un sistema con voto preferencial que uno sin él. No es lo mismo una elección presidencial con mayoría relativa, que otro con segunda vuelta. De la misma manera que no tiene el mismo efecto realizar elecciones concurrentes el mismo día, que separarlas en el tiempo.
El tema entonces es preguntarse qué es lo que se quiere reformar y para qué. Aquí es donde se suelen cometer los mayores errores.
El primero, atribuir los arreglos institucionales como autónomos en sus impactos, por lo que cuando no ocurren los efectos esperados en el corto plazo, se les atribuye todo el fracaso. De nada valen controles, por ejemplo, sobre fiscalización del dinero mal habido en la política, si la Policía, la Fiscalía, el poder Judicial y la Contraloría hacen también su trabajo.
Lo segundo es plantearse objetivos institucionales que no son correspondidos con las medidas planteadas. No se puede afirmar, por ejemplo, fortalecer partidos políticos en el Perú y mantener el voto preferencial. Tampoco se puede otorgar dinero público a los partidos, sin hacer los ajustes de mayor control y supervisión. Menos se puede combatir el golondrinaje si no se establece más tiempo para supervisión de domicilio y penalidades efectivas.
Un tercer problema viene de la mano del conocimiento y la coherencia de las propuestas. Con el conocimiento no solo nos referimos propiamente a las leyes que se busca reformar, sino a los impactos que producen ciertas medidas. Por eso se observa con preocupación cómo se plantean medidas que ya están en las leyes u otras que no corresponden. Ciertamente, en materia de reforma política y electoral hay cerca de una docena de normas, pero para discutir y colaborar con la reforma, por lo menos hay que conocerlas.
Pero lo que quizá es más peligroso es hacer propuestas que no parten de un mínimo diagnóstico, sean parciales y carezcan de prevención de impactos. Esto es frecuente leerlo a través de los medios o a través de algunas propuestas legislativas.
De esta manera, mirando el proceso del 2016, solo hay plazo para hacer reformas hasta el primer semestre del próximo año. Si se tiene que discutir algún documento que tenga un diagnóstico y propuesta integral, es el presentado por los organismos electorales. Siendo el tiempo corto y las dificultades para ponerse de acuerdo altas, solo queda discutir un paquete mínimo que involucre un acuerdo político de los principales partidos. Caso contrario, lo que se apruebe puede ser la contrarreforma, que es tan peligrosa, como no hacer nada (La República, 23 de octubre del 2014).