Apenas se ha cruzado la mitad del período de mandato y este gobierno sufre de envejecimiento prematuro. El gobierno del presidente Ollanta Humala sigue el recorrido de sus predecesores. Unos más, otros menos, pero todos desde Alejandro Toledo, pasando por Alan García, han desperdiciado un contexto de crecimiento económico pocas veces visto en la historia, sin lograr encarar los graves y acumulados problemas del país. Que cada gobierno tenga cifras que mostrar, obras que listar, índices que comparar, sin duda. Pero ya quisieran los mandatarios de la región haber tenido un período de crecimiento como el nuestro, para generar por lo menos apoyos a sus gobiernos. El nuestro es el único caso que la economía crece dando envidia y los gobernantes son desaprobados dando pena. La gente se puede equivocar, pero los gobernantes menos, pues las consecuencias son mayores. Lo que tenemos en el país no es el problema de la política, es que allí donde se debe hacer se hace mal.
Un factor que ha jugado en contra del gobierno del Partido Nacionalista Peruano (PNP) es justamente ser un gobierno sin partido. Los gobiernos con partidos no carecen de problemas, pero tienen más recursos para enfrentarlos. El llamado nacionalismo se constituyó a partir de un liderazgo personalista, con ideas difusas, una precaria maquinaria electoral y un deficitario cuerpo dirigencial, llenando el congreso de cuadros cuyo promedio de formación es bajo y sin experiencia política. Su mayor valor es el número, porque suma votos, a los que se agregan aliados cada vez más críticos o dispuestos a negociar más, con un gobierno de minoría que va perdiendo iniciativas debido, sobre todo, a sus propios problemas internos.
El presidente Humala es por lo tanto preso de sus propios límites. Al carecer de un partido que sea la fuente proveedora de cuadros partidarios para poder gobernar busca profesionales y tecnócratas, muchos de ellos de gran capacidad, pero la mayoría, carentes de experiencia política. Esto, sin una conducción política que el primer ministro debe generar, empeora las cosas. Es allí donde ha jugado un papel relevante la primera dama que, conjuntamente con el mandatario y el ministro de economía, no han permitido que prospere la figura de un primer ministro con capacidad política para dirigir, negociar, tomar decisiones. En buena cuenta hacer política. Así las cosas, cada ministro hace en su cartera lo que podía y se le permitía.
De esta manera, los gabinetes colisionaban con hechos políticos que los rebasaban y no podían enfrentar exitosamente, al que se le sumaba diferencias entre los propios ministros, que siendo cargos de confianza, no se han generado en relaciones previas sometidas por el tiempo. Así las cosas, el ingreso y salida de ministros fue tornándose no una oxigenación del gobierno, sino el signo de su precariedad.
La confianza se relaciona con la lealtad en un sistema de vínculos de poder. Por eso, Ana Jara y Ana María Solórzano son las llamadas no a aportar cuota de género, sino a cerrar las compuertas con palacio allí donde los ministros invitados han salido muchas veces tirando la puerta o aventados por actos reñidos con sus cargos. El problema es que eso es visto como subordinación por la oposición, que si ya se disgustó con la elección de la mesa directiva del Congreso y catalogó de insuficiente el mensaje presidencial, hará lo posible por no dar su voto de confianza ante la presentación del gabinete Jara o a un alto costo político. Allí es donde la capacidad de operadores políticos e iniciativas creíbles, cobran vital importancia. Pero todo parece indicar que el panorama político de agosto será tan gris, como el cielo limeño (La República, 31 de julio del 2014).