Casi semanalmente tenemos entregas sistemáticas de encuestas de opinión que, entre otras informaciones, muestran la intención de voto de los encuestados. Los sondeos de opinión fueron el gran descubrimiento de los años treinta y que impactaron de manera decidida en la comunicación política moderna. Sobre la base de un reducido número de personas y con márgenes de error pequeños se podía conocer las ideas, sentimientos y expectativas, de toda una población. Esto entusiasmo tanto al mundo académico como periodístico.
El problema se planteó cuando el reduccionismo académico y el periodismo deslumbrado por el nuevo instrumento, confundieron los estados de opinión con la opinión pública. De allí a llamar a las encuestas -que no son sino estados de opinión-, encuestas de opinión pública hubo solo un paso. Cuando esto ocurrió, no fue sorpresa que se definiera simplistamente a la opinión pública, como aquella que miden las encuestas de opinión. Esta identificación entre encuesta de opinión y opinión pública ignoraron las implicancias políticas y de comunicación política que involucra.
Asimismo, las encuestas de opinión electorales tienen características particulares por los problemas que incorporan. Estos los podemos diferenciar a varios niveles. El primero es el relativo al muestreo. Si para calcular y diseñar una muestra se debe conocer el universo, en el caso de las elecciones la situación suele ser dificultosa, pues pese a que se toma el universo a los electores aptos para votar, la realidad es otra. El universo sólo se conoce el mismo día de las elecciones, que lo conforman los electores que efectivamente van a votar. Por lo tanto, en los resultados de los sondeos electorales se debe señalar que se trata de la opinión del conjunto del electorado, más no los que efectivamente van a votar.
Un segundo elemento es la distinción que debe considerarse entre lo que significa la intención de votar y el voto efectivo. Esto significa que existen una serie de factores que hacen que la gente cambie de opinión en relación al voto. Todo ello sin considerar las respuestas no sinceras que ocurren por diversas razones.
Todo lo anterior, sin considerar que para ser riguroso el azar se debe aplicar efectivamente en todas y cada una de las etapas. Allí donde se trabaja con conglomerados, con muestras polietápicas, se debe seleccionar al azar en cada una de ellas. El problema es que no ocurre siempre así. Allí donde se sustituye el azar deja de funcionar la estadística inductiva y, por lo tanto, se evita que cada uno de los componentes del universo tenga la probabilidad conocida de quedar incluida en la muestra.
Otro problema se encuentra en la parte comunicativa, en especial de las encuestas de intención de voto. En una situación de encuesta el receptor de la encuesta -lo recuerda Luís Jaime Cisneros- es un interlocutor disminuido, pero en la situación de voto -que no es una situación comunicativa- se convierte en un emisor que decide su mensaje en forma anónima, en la dirección que su voluntad y su convicción de ese instante le dictan: todo ello implica la liberación de cualquier clase de prejuicio.
Sin embargo, más allá de lo anunciado por los encuestadores, a los sondeos de intención de voto se les exige predicciones. El problema reside en que éstas pueden predecir resultados de elecciones sólo bajo ciertas condiciones favorables. Es decir, cuando las coincidencias históricas no cambian. Una encuesta bien hecha se acerca a los resultados de las elecciones, pero cuando esto no sucede -en 1990 con Fujimori, por ejemplo- los sondeos servirán menos, pues están basados en una experiencia anterior cuyos elementos ya cambiaron.
Quizá este tipo de sondeos pre-electorales tienen la ventaja que de alguna manera son convalidados con la elección misma. Con ella, todos lo contrastan. Esto motiva una mayor exigencia en su trabajo. Encuestadora que se acerca al resultado, mejora su imagen y prestigio. Una distancia de los resultados finales la puede hundir en el desprestigio.
(Revista Club Empresarial, No.11. abril 2006)