Pero, entre uno y otro existen tantas diferencias como el Perú de 1992 y 1999. Mientras que el primero era un teórico del grupo terrorista, Feliciano era un hombre de acción. Si Gonzalo era el líder indiscutible y arbitro de las facciones en pugna al interior de Sendero, Feliciano lo era sólo de una de ellas. Mientras Abimael Guzmán aglutinó a un contingente de miles de armados fanáticos seguidores, Feliciano agrupó a una decena de perseguidos con armas. A Guzmán lo capturan en el momento más alto de su lucha letal, a Feliciano en el momento más bajo de su aventura. Guzmán proclama la paz después de la derrota, Feliciano la guerra después de la misma derrota. Por ello, si algunos llamaron la captura de Guzmán, como la del siglo, la de Feliciano no pasará de ser el apresamiento de la semana.
Es que las organizaciones políticas de claro perfil fundamentalista, sin apoyo de masas, son derrotadas con la caída del líder. Es también el caso de Sendero Luminoso y Abimael Guzmán. Feliciano, es sólo el epílogo tardío de aquel episodio. El Sendero de Feliciano no representaba a nadie, ni menos un peligro a la seguridad nacional. Pero todo gobierno debe mostrar logros. Eso es lo que ha estado haciendo el presidente Fujimori con la captura de Feliciano. Sin embargo, la desproporción entre lo que significa este líder senderista y la propaganda sobre su captura, motiva algunas preguntas ¿Es o no cierto que esta captura ayuda al gobierno a colocar el tema del terrorismo como punto central de la agenda, en momentos de dificultades mayores y reales? ¿Se aprovechará este clima exaltado, para que en el próximo pleno del Congreso apruebe una ley discutida, como ocurrió la semana pasada?. Esperemos que no.
(Canal N, Miércoles 14 de julio de 1999)
los senderistas fueron politicos no terroristas su politica es asi por culpa dela corrupcion y la marginacion del estado si se debe cambiar la nacion tenemos que eleminar todos los corruptos y politicos coymeros y un estado por gobiernos que sebenefisian con el dinero del estado y ellos nunca cambiaran solo con la muerte y cambiar con la nueva generacion ….. que biene haora con ellos yegaremos al poder idiologicamente…..
Un político no mata gente. Piensa antes de hablar.
Durante esos años yo fui un millitar en actividad. Claro debo escribir mi experiencia como militar que ha vivido en carne propia los peligros por haber elegido esa carrera de millicia. Lo cierto es que nosotros defendimos al Peñrú, sea ésta actitud razonable o no, pero teníamos en la conciencia esta idea. Ahora que estamos ya afuera, esos famosos politiqueros nos hacen a un lado y ellos se precian de que son los héroes que han conseguido la paz. Sobre Feliciano hay mucho que hablar, porque la prensa, como siempre coludido con los gobiernos de turno, le han escondido la verdad a la población.
Hay malos gobiernos con corrupcion, robos, etc y que no benefician al pueblo.
Sin embargo esto no es pretexto para matar y asesinar a los mejores hijos del pueblo que con sus trabajos como ingenieros, medicos, profesores, etc buscaban el progreso del Peru, sin seguir la ideologia comunista o senderista.
Con el asesinato de mucha gente inocente, honesta y trabajadora y la destruccion de los proyectos y la infraestructura que el Peru tenia, los senderistas y terroristas en general solo consiguieron aparte de la pena y la tragedia en los hogares de los “ajusticiados”, el atraso del Peru, su postracion y miseria absoluta al punto de ser sobrepasados por Chile, que estaba a inicios de los años 80 por debajo del Peru.
En esto consistio la traicion de los terrucos al Peru y es una deuda de la que no quieren hablar, sino solo de los excesos de los militares, encargados por la poblacion del Peru ante tanto crimen y asesinato de los terrucos y ante el cual solo respondieron defendiendose y cometiendo errores por culpa de los mismos terrucos que se hacian pasar por gente inocente. De todos modos fueron los excesos militares mucho menores que los que cometieron los senderistas y emerretistas.
La Guerra de los Tenientes
Artículo de Gustavo Gorriti en su columna “Las Palabras” de Caretas 2131 del 27 de mayo.
¿Por qué hubo matanzas de gente indefensa perpetradas por las fuerzas de seguridad durante la guerra interna? Sendero, que había iniciado y agravado la violencia, mataba casi cada día a víctimas inermes. Pero si Sendero asesinaba, ¿las fuerzas de seguridad no debían proteger?
Me pregunté eso muchas veces durante la década de los ochenta, pero sobre todo en los primeros meses de 1983, cuando la acción contrainsurgente de la Fuerza Armada era relativamente nueva. Las primeras medidas del general Clemente Noel, a cargo de las operaciones militares y, en los hechos, del mando político en la zona, parecieron al comienzo racionales y congruentes, cuando declaraba que su objetivo era recobrar el imperio de la Constitución en las zonas remecidas por la violencia.
Dada la gravedad de la situación entonces, en la que para todo propósito práctico la Policía había sido derrotada, se sabía que iba a haber enfrentamientos duros y mortales. Pero, ¿no se suponía que el combate entre grupos armados debe regirse por las leyes de guerra, que respetan la rendición y protegen a la población desarmada?
El general EP Clemente Noel, a quien entrevisté varias veces, era una persona más bien afable, que parecía tener una disposición gregaria y concertadora. Había sido alumno en el CAEM del mentor intelectual de Abimael Guzmán, el filósofo arequipeño Miguel Ángel Rodríguez Rivas, y le profesaba parecido respeto al que años atrás había expresado Guzmán.
Pero poco tiempo después de la tragedia de Uchuraccay, Ayacucho se precipitó en el despeñadero que en los meses y años siguientes lo habría de convertir en una de las capitales del mundo en desapariciones y asesinatos. Los cadáveres amanecían en las quebradas de Infiernillo y Puracuti, y las madres y esposas atardecían en colas largas en la oficina de la Fiscalía de la Nación, donde la entonces joven fiscal Flora Bolívar podía hacer poco más que llenar un registro fiel de quienes –la experiencia prontamente lo enseñó– difícilmente retornarían a su hogar.
El primer gran cambio sucedió con el lenguaje. El pretendido desconocimiento burocrático, la hipocresía y el eufemismo ocultaron las sustantivas, soterradas pero fulminantes realidades de una violencia en la que al totalitarismo fanático y asesino de Sendero se le oponía un blando discurso de fachada, de supuesta defensa de la Constitución, y una cruel realidad de guerra de aniquilamiento.
¿Por qué? ¿No era aquello, además de ilegal, contraproducente y estúpido? Lo pregunté, como queda dicho, muchas veces, pero la respuesta más sincera me fue dada ese año por un general que tenía entonces uno de los puestos más altos en el Ejército. Yo lo conocía desde varios años atrás, cuando fui agricultor en el departamento de Arequipa. El general, que ya ha fallecido, era, aunque de temperamento vivo y hasta violento, un hombre correcto y honesto.
Aunque en rigor no lo éramos, me trataba de “paisano”, y ese día, en su oficina del Pentagonito, cuando le pregunté sobre el tema, se puso serio, pidió a su secretaria que no lo interrumpieran y me dijo, palabras más, palabras menos, lo siguiente:
– Paisano, esto no se puede decir, pero tienes que entenderlo: no hay otra. A un subversivo cristalizado no lo puedes cambiar. Nos duele, somos padres, somos gente correcta, pero no hay otra. Ese no va a cambiar. Si no lo eliminas, saldrá a la calle y matará a otros, a gente inocente, no como él, y envenenará a otros que cuando se cristalicen ya no van a tener remedio tampoco. ¿Tú crees que nos gusta? ¿Crees que no nos duele? Pero no hay otra.
Un subversivo cristalizado ya no tiene remedio.
Finalizó diciéndome que en situaciones como la que vivíamos, no saber actuar a tiempo era más cruel que hacerlo.
Ese general, que al morir no tenía otro ingreso que su fraccionada pensión, demostró algo probado hasta el desaliento por la Historia. La poderosa distorsión de las ideologías convierte muchas veces a gente correcta en implacables victimarios.
Entonces recién declinaba en Latinoamérica un ciclo de brutales dictaduras contrainsurgentes que sofocaron todas las insurrecciones guerrilleras de la época, desde México hasta Argentina, salvo dos excepciones, Nicaragua y El Salvador (Colombia fue y es un caso diferente). La ideología contrainsurgente que imperó entre las fuerzas armadas latinoamericanas fue la de la guerre révolutionnaire francesa, profundamente antidemocrática y de raíces ultramontanas. Para sus profesos se trataba de una guerra virtualmente metafísica entre el “occidente cristiano” y el “comunismo ateo”. Al defender la tortura, uno de sus más célebres sistematizadores, el coronel Roger Trinquier, escribió, citando a Clausewitz, que “no hay errores más peligrosos que aquellos inspirados en la benevolencia”.
En esos años, esa contrainsurgencia tenía el prestigio de la victoria y el respaldo del poder, actual o reciente. Estableció redes operativas y de inteligencia en toda América Latina, e influenció a las Fuerzas Armadas peruanas, sobre todo a partir del gobierno de Morales Bermúdez. Interrogatorio a través del tormento, desaparición de cuerpos y de huellas, doble historia: esa fue la doctrina subyacente que se aplicó durante buena parte de la guerra interna.
Fue un proceso de sorda y corrosiva esquizofrenia, entre la democracia nacida en 1980; y el imperio de una contrainsurgencia ilegal, que en dos años produjo más muertes en los Andes y la Selva que, por ejemplo, todas las víctimas que causó Pinochet durante su larga dictadura.
Pero, como sucedió en varios otros momentos de nuestra historia militar, la logística y el comando y control de la Fuerza Armada fueron más bien débiles en la relación entre las grandes y las pequeñas unidades. Por eso, la capacidad de iniciativa que tenía cada joven teniente o capitán que se hacía cargo de un distrito, era muy grande. Con muy pocos medios, tenía que alimentar, cuidar y mantener la disciplina de su tropa. A la vez, debía operar y, finalmente, proteger a la población local. Para los jóvenes, inicialmente inexpertos oficiales, al mando de muchachos casi adolescentes, generalmente foráneos (casi siempre llegaban de otras provincias), el desafío era inmenso y las instrucciones mínimas o inútiles.
Por eso, hay veteranos que sostienen que esa fue una guerra de tenientes y de capitanes. En esa situación de responsabilidad e inexperiencia, las diferencias individuales afloraron y fueron decisivas. Muchos jóvenes oficiales se identificaron profundamente con la población que les tocaba defender y se convirtieron en líderes comunales en tiempos de guerra.
En otros, sin embargo, el poder, la distancia cultural, la sospecha, el miedo y, a veces, la corrupción, los convirtieron en tiranos letales e impredecibles. A veces un tipo de oficiales sucedió al otro de un año al siguiente. Para los comarcanos, sobrevivir no solo suponía enfrentar a Sendero.
Claudio Montoya Marallano fue un joven teniente de ingeniería en el Ejército durante los años duros de la guerra. Ingeniero o no, le tocó actuar como infante una y otra vez, en increíbles marchas y misiones entre descabelladas, cómicas, heroicas y muchas veces trágicas. Años después, retirado y emigrante, escribió una novela en primera persona sobre sus días de campaña. El libro se llama “El pecado de Deng Xiaoping” (1) y su lectura enseña más que la mayoría de análisis. Lo que a veces le falta en oficio narrativo se compensa con creces en la autenticidad del relato.
Desgraciadamente, Montoya hizo una edición particular, muy pequeña, para amigos, compañeros y familiares. Gracias a uno de ellos pude leer el libro. Ojalá decida ofrecerla a una editorial que la pueda hacer llegar al público. Y ojalá otros de aquellos que alguna vez fueron jóvenes oficiales (o sargentos y cabos aún más jóvenes) escriban sus mejores y sus peores recuerdos de esos tiempos, con sinceridad, autenticidad y ojos de ver. Eso ayudará mucho a desenterrar la atormentada verdad del pasado, y al comprenderla y reconocerla, conquistar la memoria y la paz.
Notas:
(1) “El Pecado de Deng Xiaoping”, Claudio Montoya Marallano. España, 2008
Sobre Fel}oiciano la prensa coludido con el gobierno corrupto le escondió muchas verdades a la población. Por eso pienso aclararle más adelante. Ya que el que escribe fue un millitar en actividad en momentos cuando se capñtura a Feliciano y para saciar su apetito, en complicidad con mucha gente le falsearon la verdad.