Los resultados electorales muestran también que el hartazgo hacia el quehacer político en su conjunto, y a las instituciones políticas que le dan forma, sigue firme. Asimismo, señala que el discurso oficial contra la política y los partidos ha calado hondo.
En medio de ello, muchas listas independientes han triunfado. Pero, salvo contadas excepciones, sin programas municipales, equipos de trabajo. Les vasto sólo de dirigir las velas allí donde los vientos indican la distancia de los partidos políticos. Esto es grave pues ningún sistema político moderno se puede basar en precarios movimientos independientes. Su importante presencia no es síntoma de mayor democracia sino de mayor precariedad y descomposición de la vida política. Sino basta llamar la atención cómo ahora se acepta sin discusión (incluso en ambientes serios y medios de comunicación), que los en algún momento fueron los tres candidatos con mayores opciones en Lima, se hayan disputado la demagogia, el populismo barato, la falta de propuestas, la chabacanería, menos programas y planes municipales serios. De esta manera, nuevos alcaldes ganaron sin saber, ni conocer absolutamente nada sobre los gobiernos locales, derrotando, en algunos casos gracias al voto de arrastre de Belmont como es el caso de Lima, a candidaturas mejor elaboradas. Al jolgorio por el triunfo de las diversas matices de independientes (que lo único que los unifica es en la negación hacia los partidos políticos, ya sea por creencia o por oportunismo) se suma la parálisis de los partidos políticos, a quienes irresponsablemente se alienta su desaparición, ahora como deseo y quizá más tarde en forma normativa. Se concentran así, peligrosamente, todos los elementos para que se instale con fuerza (sancionada constitucionalmente por el CCD) autoritarismos de variadas formas, que tengan posibilidad de crecer e, incluso, tener éxito. Todo esto permitido en un contexto de permanencia de una pobreza extrema y violencia política. El autoritarismo populista tiene así amplio espacio para recoger aspiraciones ciudadanas (orden y eficiencia p.e.), canalizándolas en un discurso gubernamental furibundamente antipartido y antidemocrático.
Todo lo anterior no debe llevar a olvidar que quienes tienen la primera responsabilidad de esta situación son los propios partidos políticos, quienes de otro lado han perdido todas las iniciativas políticas, actuando a la defensiva desde el 5 de abril. No sólo esto sino que no han sabido enfrentar con audacia, renovación y posturas más firmes la coyuntura actual. La consecuencia es que no pudieron remontar a su favor el desprestigio que se monta sobre ellos. La desorientación, la falta de nuevas formas de hacer política y -no hay que olvidarlo-la oposición democrática al gobierno en un momento en que la ciudadanía mayoritaria está aún hipnotizada por el discurso autoritario, explican la baja votación de los partidos.
Pero, la estrategia gubernamental también tiene su límite. Siempre los caudillos autoritarios pueden tener éxitos sobre los partidos, pero están incapacitados para poder construir sus sustitutos, es decir, nuevos partidos. Es el caso de Cambio 90 y ahora Nueva Mayoría. Esta tarea requiere, Fujimori lo sabe, maquinaria, doctrina política, organización, liderazgos. La concentración y desconfianza de la que hace gala Fujimori se opone a ello. La consecuencia: incapacidad para presentar candidaturas a nivel nacional, el retiro de su candidato oficial en Lima (dos hechos sin precedentes en la historia electoral peruana) y la derrota de cuatro de sus solitarias cinco candidaturas provinciales. Pero, lo significativo es también que en este experimento de aprendiz de brujo bajo la música del antipartido, también le ha tocado al oficialismo. Un importante sector del electorado no sólo se ha distanciado de los partidos políticos sino también -esto ahora sólo como llamado de atención-de las listas oficialistas. Así la popularidad presidencial no es endosable. Muchos de sus actos lo refuerzan a él y a nadie más.
Sin embargo, nada apunta a resoluciones de corto plazo, ni que los partidos políticos desaparezcan ni que la popularidad de Fujimori caiga irreversiblemente y lo imposibilite de realizar su proyecto autoritario ni que los ahora presidenciables ya no lo sean mañana. La precariedad de la política peruana lo permite todo pero también lo erosiona todo.
(La República, 7 de Febrero de 1993)