Ese factor individual era (y es) la manifestación de un sistema político débil y profundamente antidemocrático, marcado, por la fuerza de esos orígenes y el tipo de partidos que hoy conocemos. Si a lo anterior se le agrega una sociedad con escasa participación política y de profundas demandas frustradas a lo largo de su historia, las condiciones para la existencia y permanencia del caudillismo son óptimas. Es cierto que la organización política, es decir el partido, contrarresta esta tendencia pero no la anula, la mantiene latente como un virus que puede ser vitalizado de acuerdo a las normas y prácticas partidarias, sin distinción de ideologías.
En la izquierda, en teoría, a diferencia de los partidos del capital, se privilegia la acción colectiva consciente sobre la dinámica individual. La red de interacción de los militantes, la disciplina, la solidaridad humana, la comunidad de intereses más allá de lo inmediato, la mística tantas veces religiosa y el objetivo común de concebir su propia acción política como transformadora, le confieren, se supone, una calidad histórica distinta. Transformar la sociedad desde el Estado es el objetivo declarado y no tiene sentido sólo transitar por el gobierno. En estos predios hubo, sin embargo, caudillos que se arroparon en el aparato partidario, pequeños la mayoría de ellos, que ensombrecieron la organización, manejaron y crearon un aparato a su imagen y semejanza, encapsulándola en un discurso que no permitía diferencias que se justificaba por un mal entendido centralismo democrático. El lugar donde prosperó, generalmente, este estilo centralizador de las decisiones, autoritario y antidemocrático, fue el cargo que individualiza esa dinámica: la secretaría general. Función partidaria de dirección, que no por casualidad es incuestionada, copada de muchos casos por mediocres hombres de aparato y de la que han salido los mejores hijos de Stalin. Este puesto ha permitido en más de una oportunidad, que se visualice y confunda al partido con su secretario general, la iniciativa colectiva a su buena voluntad y las diferencias, con otras organizaciones, como diferencias personales.
Este vértice de las jerarquías partidarias ha demostrado en nuestro país una viabilidad peligrosa pues es el antítesis de la afirmación que sostiene que la transformación de la sociedad pasa por la praxis consciente de las clases anticapitalistas y no por la inspiración o astucia de un individuo. Si en esta contradicción predomina la segunda idea, estamos delante de la enajenación de la acción partidaria en la figura del secretario general, en quien se cifrarán todas las esperanzas, adormeciendo, de esta manera, la praxis colectiva.
Lo anterior, con sus particularidades, es lo que viene ocurriendo en IU y su líder, rimbombantemente llamado presidente. Reclamando reiteradamente hijo de Stalin, (aquel el del "culto a la personalidad"), paladín únicamente de la democracia representativa donde se ejercita con gran pasión y devoción el individualismo como acción política, reclama para sí la decisión y la última palabra del frente, que es finalmente hechura colectiva. Esta versión de populismo caudillezco no es, sin embargo, creación heroica del ex alcalde limeño, sino su más afamada expresión. De tal manera que cualquier cuestionamiento de su liderazgo y, por lo tanto, de su estilo que intente ser democrático, pasa necesariamente por una mayor y efectiva participación política de la militancia, por un programa definido, así como por normas y estatutos disciplinadamente cumplidos por todos y, finalmente, por la colegiación de la dirección emanada por las bases en un evento democrático que anule el caudillezco puesto de la presidencia. Pero, para que cualquier propuesta sea coherente y legítima, paralelamente en los partidos políticos, se debe también colectivizar la dirección negando la secretaria general. En lo que resta del año por lo menos dos organizaciones de IU tienen congresos partidarios; una de ellas introdujo anteriormente en sus estatutos la imposibilidad de renovación inmediata de la secretaría general, fue un hito importante. Ahora es el momento de la audacia: deberá anularla.
(La República 7 de Mayo de 1987)