El martes 11 de setiembre de 1973, hace 50 años, vivía en casa de mis padres. Muy temprano, mi padre, mientras se preparaba para ir al trabajo, me contó con pesar, que estaba en curso un golpe de estado militar en Chile. Consternado, aunque sabía que eso podía ocurrir en cualquier momento, me apresuré para llegar temprano a la Universidad de San Marcos donde estudiaba Economía. Cuando llegué el ambiente estaba movido, circulaban todo tipo de noticias; entre ellas, una que afirmaba que una parte del Ejército mapocho defendía al gobierno constitucional de Salvador Allende. No tardó en formarse un nutrido grupo de estudiantes que decidimos salir a manifestarnos, en respaldo del proyecto socialista democrático del vecino del sur. Marchamos por la avenida Venezuela hasta la altura de la antigua planta de Moraveco, que al cerrar había alojado al ciclo básico de la Universidad. Allí nos atajó la Guardia de Asalto que con desproporcionada violencia nos dispersó. Esta marcha se repitió en los días siguientes, llegando hasta el centro de Lima; no recuerdo si el miércoles o jueves por la noche, la guardia de asalto nos persiguió por las inmediaciones de la Av. Abancay. Un grupo de estudiantes pudimos evadir la captura -así como protegernos de los efectos de los gases lacrimógenos- cuando una familia anónima, nos abrió las puertas de su departamento, en uno de los pequeños y antiguos edificios existentes en lo que hoy es la zona comercial de Mesa Redonda. Pese a la fuerte represión del jueves, al día siguiente por la noche no menos de cien mil personas ocupamos de canto a canto, la Av. Abancay, en repudio al golpe. Esa noche la policía no intervino, lo que fue una clara señal de que el gobierno de Velasco no quería aparecer apañando a la dictadura de Pinochet. Fue una manifestación emotiva pero también tardía cuando los hechos ya se habían consumado y nuestros hermanos chilenos eran objeto de una cruel represión.
Al igual que muchas personas que se solidarizaban con los y las chilenas que huían de la represión fascista, en los meses siguientes, mi familia -con el apoyo sin ambages- de mis padres, dio alojamiento temporal a refugiados chilenos que llegaron a Lima. Familias completas que huían de la persecución de Pinochet y contaban historias inverosímiles. Una de ellas fue la del Estadio de Santiago, convertido en un campo de concentración y muerte, al estilo nazi, donde fue torturado y fusilado el trovador Víctor Jara. Ayudamos a muchos de estos refugiados a seguir camino a otros países. Una pareja de chilenos que fueron ayudados por mi hermano, nos recibiría años después en Londres a mi esposa Elena y a mí, con una hospitalidad y cordialidad que nunca podremos agradecer totalmente.
En la Facultad de Economía de San Marcos se acogió a algunos catedráticos refugiados, los que, por su calidad académica eran un lujo y fueron un aporte al nivel de enseñanza de la facultad. Lamentablemente, su situación no se estabilizó y, sospecho que cierto celo profesional y político de algunos docentes de planta de la facultad, no facilitó su establecimiento definitivo, por lo que ese influjo de conocimientos y ciencia se perdió para perjuicio de los estudiantes sanmarquinos.
El golpe del 11 de setiembre de 1973 me marcó como pocos acontecimientos en mi vida. En aquel tiempo era un radical y pensaba que Salvador Allende era un reformista iluso. Con su actitud en el momento de la verdad, me di cuenta de cuán superficial podía ser en mi análisis. Allende nos legó una gran lección para todos los que aspiramos a la justicia social. Que valía la pena intentar un camino democrático a un socialismo moderno, tolerante, en un país que tenía una historia de respeto a la institucionalidad. Lo que probó su sacrificio es que la intolerancia y la violencia como forma de imponer un orden social que los beneficie, es una marca del pensamiento más conservador. Y este funciona con el dinero, el soborno como el que se hizo a los dirigentes de los camioneros que paralizaron el país, la extorsión y el miedo infundado. La conspiración militar de cuadros que habían sido adoctrinados y entrenados por los servicios secretos norteamericanos, que entendieron que en Chile se jugaba un episodio de la Guerra Fría, fue el instrumento de la felonía dentro del Estado chileno. Lo peor del militarismo chileno del cual los peruanos tenemos una triste recordación, tiene en su pasivo las masacres de Lo Cañas en la guerra civil de 1891, de los mineros del salitre en la Escuela de Santa María de Iquique (recogido en la Cantata de Quillapayun), el bombardeo del Palacio de La Moneda y la muerte y desaparición de miles de chilenos de izquierda o progresistas entre 1973 y 1989. Y quien dirigía esto no solo era el asesino Augusto Pinochet sino, como se comprobaría más adelante, el ladrón Augusto Pinochet (1.6 millones de dólares del caso Riggs). Esa es la calaña de los asesinos de Salvador Allende. Que no se nos olvide.