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REFORMA E INMOVILISMO

Todo aquel que actúa de buena fe y cree tener fundadas razones para preferir una opción electoral de las disponibles sobre otras, tiene el legítimo derecho de quejarse cuando el resultado le es adverso. Se suele decir entonces, que los electores se equivocaron, que escogieron mal. Más aún, cuando sobre el ganador se tiene dudas y en algunos casos certezas, sobre su falta de idoneidad o peor aún, su amoralidad o riña con la ética.

Algunos analistas, entonces, vociferan que eso es pataleta pues lo que habría ocurrido es que el tal candidato perdedor simplemente no supo sintonizar con el elector. Probablemente, pero en una competencia electoral no gana quien tiene la razón, si es que alguno la tiene, sino quien conecta mejor con el humor de los electores. Y el humor de la mayoría es cambiante y muchas veces, por no decir que la mayoría de veces, podríamos estar en desacuerdo con esa opinión mayoritaria.

O es que alguien, en su sano juicio, podría negar que a cada momento en el Perú como en el mundo, se elige candidatos impresentables y otros solapados pero que igualmente conducen a sus pueblos a situaciones lastimosas. ¿Es necesario acaso, poner ejemplos cuando están a la vista? Algunos presos y otros reciclados, dedicando la mayor parte de su tiempo a cubrir sus tropelías pasadas.

Definitivamente, el pueblo no es sabio ni tendría por qué serlo. No es un problema de educación pues sociedades muy educadas, han tomado decisiones espantosas. Razón tenía Silvio Rodríguez cuando decía que la masa es un amasijo de cuerdas y tendones que combina frustraciones, ilusiones, temores, algo de ideología pero sobre todo intereses.

La mayoría de electores decide por un candidato que cree representa mejor sus intereses, que podría brindarle mayores beneficios o evitarle el mayor número de molestias o privaciones. Cuando tiene más que perder, será conservador y preferirá al malo conocido. Cuanto menos tenga que perder, más afecto será a las nuevas caras y al discurso radical.

El resultado de una elección se define, a fin de cuentas, por una coalición de intereses dispares que confluyen en torno a uno de los candidatos que puede representarlos o que puede oponerse a quienes amenazan sus intereses. No es que unos tengan la razón y otros no la tengan, sino que unos tienen intereses distintos a otros y muchas veces en conflicto.

En las elecciones para la alcaldía de Lima Metropolitana, hubo 13 candidatos, pero solo dos coaliciones de intereses. Una la de la alcaldesa Villarán que intentaba expresar a su estilo al parecer poco persuasivo, la necesidad de reformar la ciudad. La otra encarnada por Castañeda, expresaba la idea de no romper huevos y contentar a la mayoría con obras funcionales. La reforma frente al inmovilismo. Ganó este último y eso abre tres posibilidades: (1) la regresión absoluta, bastante improbable; (2) una reforma con pies de plomo; o (3) que cambie el humor mayoritario y la reforma prevalezca.

Los economistas solemos decir que no se puede hacer tortilla sin romper huevos. Joseph Schumpeter decía que el progreso es un proceso continuo de destrucción creativa, por lo que no es posible avanzar sin afectar intereses. Y si se revisa la historia de Lima, se puede encontrar muchos casos en que reformas que se caían de maduras, han sido jalonadas por ciertas circunstancias como pudo ser, en la época de Bedoya, el incendio del Mercado Central o, en la gestión de Andrade, la elevada capitalización alcanzada por la mayoría de vendedores ambulantes que se habían adueñado del centro de Lima, lo que al final facilitó su reubicación.

Lo que no se puede escamotear a Susana Villarán es que puso en la agenda de Lima algunos de los temas centrales que debe enfrentar una ciudad para albergar a la tercera parte de la población nacional. No se puede conducir una ciudad de ese tamaño con analgésicos.

8/10/2014

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