El abogado Wilfedro Ardito Vega, profesor de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú y especialista en Derechos Humanos y de los Pueblos Indígenas, nos da testimonio de su experiencia en el Coloquio Internacional de Estudiantes de Historia
Varias décadas después, pienso que quienes organizaron los primeros Coloquios de Estudiantes de Historia fueron unos visionarios, puesto que se atrevieron a hacerlo en los momentos más difíciles del siglo XX, en medio de apagones, atentados, hiperinflación, cólera. Cuando otros consideraban que el Perú era un país inviable, sin esperanza ni futuro, decidieron comenzar a convocar a alumnos y profesores para compartir sus investigaciones históricas.
Quizás en aquel momento, alguien pensó que hablar de Historia era un ejercicio frívolo, propio de quienes se empeñaban a mantenerse en su torre de marfil. De hecho, me parecía que algunas ponencias eran planteadas así, con abundante erudición y sin ninguna trascendencia para la sociedad. Sin embargo, un balance de todos estos Coloquios es que nos han permitido reflexionar sobre muchos aspectos contradictorios y difíciles de nuestro país, como la pobreza, la violencia y la contradictoria manera en que convivimos y rechazamos la diversidad.
En mi caso, yo llegué al III Coloquio desde el otro lado de la PUCP, desde Derecho, en los tiempos en que para obtener el grado de Bachiller había que elaborar una tesis. Yo escogí una de etnohistoria jurídica, analizando los conflictos jurídicos que la presencia de las reducciones jesuitas había generado entre los indígenas amazónicos en los siglos XVII y XVIII. En mi Facultad me miraban con respeto, pero nada más, pues era un tema demasiado erudito para que tuviera muchos colegas con los cuales hablar y compartir mis hallazgos. Había tesis, eso sí, sobre la problemática andina o costeña, muy valiosas, pero no sobre la historia colonial de la Amazonía y menos sobre su relación con el Derecho.
En ese contexto, el III Coloquio de Historia fue la oportunidad para compartir las reflexiones sobre la interculturalidad y la problemática indígena. Además, permitía hablar sobre la historia de la Iglesia Católica, intentando la mayor objetividad, sin caer en la idealización o la satanización.
Señalo esto porque un problema que encontré era que a algunas personas les disgustaba lo que estaba investigando, especialmente por sacar a la luz que en varios periodos los misioneros jesuitas fueron acompañados por soldados españoles, que llevaban por la fuerza a los indígenas a las reducciones. Muchos indígenas se escapaban o se suicidaban desesperados, a veces matando primero a sus hijos. No faltaron varios casos de misioneros asesinados. Al leer un borrador de mi tesis, una filósofa, ligada a la Compañía de Jesús comentó alarmada: “Las peores cosas que cuentas son citas de este autor Maroni. ¿No será alguien que rechaza a los jesuitas?”. “Maroni es uno de los propios misioneros” tuve que responder “Simplemente estoy citando los informes que escribió”.
No sólo me parecía curioso que los hechos ocurridos hacía varios siglos volvieran a generar polémica, sino que me tocaría vivir una experiencia similar. Dos semanas antes de la presentación en el Auditorio de Humanidades, me tocó visitar la misión franciscana de Puerto Ocopa, en la selva de Junín, donde vivían millares de asháninkas que habían escapado de los senderistas y se había instalado una base militar al lado de la misión. Eran los días en que Abimael Guzmán había sido capturado y había nuevas perspectivas para el Perú. Precisamente, mi tarea era hablar al respecto con los dirigentes asháninkas, que habían vivido mucho tiempo aislados. Varios de ellos inclusive requerían un traductor. El día de mi última charla, se escucharon súbitamente disparos. Se estaba produciendo un ataque senderista a la misión. Todos los asháninkas empuñaron sus armas y salieron del aula, mientras las mujeres y los niños, ataviados con sus cushmas, corrían desesperados buscando refugio. Felizmente la intervención conjunta de los soldados y los nativos logró repeler el ataque. Yo me sentía transportado a los mismos tiempos de incertidumbre y peligro que había descrito en mi tesis, cuando los bandeirantes atacaban las misiones jesuitas para secuestrar a los nativos. Pensé también que, como en aquellos días, solamente la fe sostenía al párroco y las religiosas para mantenerse en ese lugar.
Más de veinte años después, pienso que quienes promovieron los primeros Coloquios de Estudiantes de Historia demostraron también mucha fe, fe en que el Perú saldría adelante después de esos tiempos de violencia y dolor. Y es un grato recuerdo haber compartido esa fe, en los momentos en que era más necesaria.
Wilfredo Ardito Vega
Lima, 14 de Abril del 2013