LÍMITES AL DERECHO DE RECLAMO DE LOS CONSUMIDORES

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La emergencia sanitaria del covid 19, frente a la cual no habrá forma alguna de ganar, pues quien se enfoque en el cuidado de la economía será derrotado en el campo de la salud, y quien cuide de esta seguramente apreciará el colapso de aquella, según ha dicho algunos meses atrás el escritor Juan Gabriel Vásquez en una entrevista concedida a una periodista chilena; ha revelado no solo las precarias estructuras que sostienen nuestro sistema de salud y el manejo estatal, sino también sacado a flote comportamientos sociales de diversa índole. Y esto no debe causar extrañeza, por cierto.

Si se vuelve tras las páginas de Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, o El corazón de las tinieblas, de Conrad, por ejemplo, podrá apreciarse cómo las tragedias personales y colectivas, o las circunstancias del entorno, influyen notoriamente en el desenvolvimiento del ser humano, haciendo aflorar en toda su magnitud lo mejor que hay en él (su solidaridad con el prójimo, su valor, su fe, su empatía o mantenerse férreo a sus nobles convicciones) pero también lo peor.

En el mercado de consumo nacional, hemos visto a ciertas empresas ofrecer productos para luchar eficazmente contra el virus, cuya falsedad pronto ha sido descubierta gracias a la acción de las Asociaciones de Consumidores; en tanto otras, no han cumplido con la entrega a tiempo de los productos adquiridos por los consumidores por medio de los canales electrónicos, que hoy han reemplazado a las peregrinaciones que hasta hace poco hacían a esos templos de la mercancía y la seducción como son los centros comerciales. Pero si estos comportamientos empresariales son cuestionables, lo mismo debe pregonarse de los evidenciados en un sector de consumidores que haciendo un mal uso del libro de reclamaciones –mecanismo idóneo y eficaz para la solución de los problemas de consumo que los aquejan–, lo han convertido en un arma de agravio para el proveedor y, en otros casos, para quienes dependen laboralmente de él; como he podido constatar en la práctica profesional. Cabe preguntarse entonces si el legislador ha querido que ese derecho de reclamo que asiste a los consumidores patrios –que se concretiza además por otras vías– se ejerza sin más, o por el contrario, observe ciertos límites. Es claro que el derecho al reclamo, como cualquier otro reconocido por el ordenamiento jurídico a las personas, no puede ejercerse arbitrariamente, sino respetando los confines establecidos por la normativa particular, en el caso el Código de Protección y Defensa del Consumidor (CPDC) y otras normas con las cuales dicho cuerpo legal se entrelaza.

El Título Preliminar del CPDC incorpora una serie de principios sobre los que se asienta la tutela del consumidor, dentro de los cuales se aloja una disposición que a menudo pasa desapercibida, pero que sin embargo traduce su espíritu: el contar con proveedores que se manejen adecuadamente en el mercado y sean respetuosos de sus obligaciones frente a los destinatarios de sus productos y servicios; pero al mismo tiempo, con consumidores responsables, informados (y que siempre busquen información), cuya conducta sea acorde a lo que se exige de cualquier ciudadano: un actuar correcto, honesto y respetuoso del prójimo, de su condición de persona. Se trata de una norma que procura rescatar valores tan caros a toda sociedad civilizada como la honestidad, la corrección, la transparencia, la honorabilidad, la solidaridad y colaboración, la empatía, la confianza, la lealtad, etc., a menudo olvidados en este tiempo “ahorista” del que tan bien nos habla Bauman. Me refiero al artículo V.5 que consagra el Principio de Buena Fe, recogido también por el artículo 1362 del Código Civil y por el artículo II del Título Preliminar de su Anteproyecto de Reforma, según el cual “[l]os derechos se ejercen y los deberes se cumplen conforme a la buena fe”. El legislador no solo quiere que el proveedor adecue su comportamiento a esos valores que están ínsitos en el principio atrás anotado; quiere también que el consumidor se alinee en ellos, porque solo de esta forma tendremos un mercado funcionando correctamente. El mercado requiere de proveedores y consumidores para operar, ambos son actores que se necesitan mutuamente, y si esto es así, es lógico entender que su desenvolvimiento no puede hacerse de cualquier forma sino por los cauces trazados por el ordenamiento jurídico, como señalé.

Esa limitante se refuerza, a su vez, con la parte final del artículo 103 de la Constitución cuando declara que esta “no ampara el abuso del derecho”, declaración que se reitera en el artículo II del Título Preliminar del Código Civil. El reconocimiento de un derecho de la persona no se traduce únicamente en una situación de poder soberano que permite a quien lo ostenta actuar de forma irrestricta. Si bien la persona es reconocida en su faceta individual y por más que el mercado aliente hoy el hiperindividualismo, como enseña Lipovetsky, es también por naturaleza un ser social, y en atención a ello es que sus actos no pueden violentar la esfera jurídica ajena. El Estado, con normas como esta, procura generar los incentivos suficientes para el respeto entre todos. Quiere homenajear a la solidaridad y coadyuvar en la construcción de una sociedad donde el respeto de la persona y su dignidad estén por delante de cualquier consideración subalterna. No es casual, en esta línea de pensamiento, que el constituyente haya colocado en el primer artículo de la Carta Fundamental la declaración que ahí aparece. Este es, entonces, el faro que debe guiar la existencia de las personas en el ámbito de sus relaciones cotidianas y, de manera particular, en las relaciones que se entablan en la arena del mercado.

Así pues, el libro de reclamaciones no puede convertirse en un instrumento que canalice –antes que un reclamo o una queja bien fundados– el improperio, el vejamen, la denigración, o simples pareceres subjetivos que no anclan en cuestiones concretas. Tal no ha sido previsto para cobijar la ira del consumidor o su frustración, o para dañar la imagen del proveedor o de quienes de él dependan. No puede reducirse, en fin, a ser una “vía de presión hacia los proveedores” (Rodríguez, 2013, p. 87), como por ejemplo, amenazarlos con acciones legales futuras; como hoy está ocurriendo en algunos sectores de la economía. El libro de reclamaciones no es un espacio para la diatriba.

El libro de reclamaciones, como lo he dicho en otra sede, es un mecanismo apto para dar voz al consumidor en el mercado, para acercarlo al proveedor; para que este a su vez le ayude a solucionar oportunamente el problema de consumo que lo afecta, de modo que los ingentes recursos económicos que suelen invertirse en la tramitación de causas administrativas sean destinados a otros fines más relevantes. Quiere, en suma, alentar la solución privada de los conflictos antes que fomentar su cauce litigioso.

Enmarcar las acciones particulares en los límites antes anotados, o simplemente actuar correctamente, no solo coadyuva a la mejora de las relaciones entre proveedores y consumidores; también, en un plano más general, al ejercicio de la ciudadanía.

Referencias bibliográficas:
CARRANZA ÁLVAREZ, C. (2019). “El libro de reclamaciones: instrumento idóneo para la solución privada de problemas de consumo”, en: Direito do Consumidor Contemporâneo, Julio Moraes Oliveira (Organizador), Belo Horizonte: Editora D´Plácido, pp. 351-370.
RODRÍGUEZ GARCÍA, G. (2013). El consumidor en su isla. Una visión alternativa del sistema de protección al consumidor, Lima: Universidad del Pacífico, 108 pp.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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