Chile tiene el triste récord de ser uno de los países más desiguales del mundo. Esta condición, lejos de haber sido objeto de una acción transformadora, decidida y sistemática por parte del Estado y de la sociedad en su conjunto, parece más bien aceptada como algo natural en el país. Más aún, esta desigualdad viene a constituir la quintaesencia de lo que muchos denominaron el “ejemplar” modelo chileno. Un modelo construido durante la dictadura militar, por un lado, sobre la base de las reformas económicas estructurales de cuño neoliberal implantadas a comienzos de la década de 1980 y, por el otro, sustentado a lo largo de estos últimos 35 años por enclaves políticos e institucionales autoritarios que han persistido hasta hoy.
Para tener una idea más clara sobre el tema, hay que tomar como referencia el coeficiente de Gini y la diferencia de ingresos entre el 10% más rico y el 10% más pobre de la población (un coeficiente de Gini de 0 representa una igualdad perfecta, mientras que un coeficiente de 1.0 representa la máxima desigualdad). Pues bien, según datos oficiales recientes, en Chile tal coeficiente es de 0.53, lo que lo pone en un vergonzoso grupo, junto a países como Sudáfrica con 0.65, Colombia con 0.53 y Brasil con 0.52. En el extremo contrario, los países con menos desigualdad a nivel mundial son los nórdicos, con un coeficiente de Gini próximo a 0.25. En cuanto a la diferencia entre el primer y el décimo decil de la población, cabe señalar que en Chile, el ingreso autónomo del 10% de los hogares más ricos del país es 35 veces superior que el del 10% más pobre. De este modo, mientras el primero percibe 150 dólares mensuales, el 10% más rico percibe 4300 dólares. En 2014, el promedio de esta diferencia 10/10, entre los países integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a la que pertenece desde hace pocos años Chile, fue de apenas 9.5 veces, lo que representa un intenso contraste.
Esta abismante desigualdad en Chile, se manifiesta en diferentes dimensiones de la vida cotidiana del país. Existe una fuerte segregación territorial, una diferencia significativa en la calidad de los servicios sociales que recibe la población en virtud de su capacidad de pago, entre otras. Pero probablemente, la más descarnada de estas manifestaciones se da en el ámbito educacional donde, según palabras de especialistas en la materia, Chile ha vivido un verdadero apartheid durante casi 40 años. Aunque parezca increíble, hoy se puede predecir el futuro de cualquier niña o niño chileno que esté iniciando la primaria, si se tiene en cuenta la siguiente información de aquel pequeño: su nombre y apellidos; la escuela a la que asiste; y la ubicación de su casa.
Trágicamente, con solo estos tres datos, es posible proyectar con bastante certeza, cuál será la situación laboral, social y económica de aquel infante, 20 años después, cuando se haya transformado en un adulto. Así, como sacado textualmente de un libro de Pierre Bordieau, la educación chilena reproduce eficazmente la desigual estructura social y económica.
El trasfondo histórico
Entonces, ¿cómo explicar que, a pesar de estos abismos, Chile sea presentado permanentemente como un país “modélico” digno de imitar, con resultados favorables en materia de transparencia, fortaleza institucional y gobernabilidad? ¿Cómo explicar esta aparente pax romana, solo interrumpida por los sendos movimientos estudiantiles de 2006 y de 2011, que fueron precisamente los que vinieron a instalar con fuerza en la agenda gubernamental el tema de la desigualdad?
Para explicarlo debemos echar mano a dos elementos fundamentales: uno de carácter histórico y el otro cultural. El primero está relacionado con la obsesión por el “Orden” que ha caracterizado al sistema político y social chileno desde la conformación del Estado en el siglo XIX. La Constitución de 1833 impuso un sistema presidencialista autoritario, cuyo eje central era que el gobierno evitara “el desorden”, considerado en la época —después de una serie de experimentos institucionales que incluyeron una guerra civil de la que salieron vencedores los conservadores— como el mayor de los males para el país. La idea, como señalaba Diego Portales, Ministro ideólogo de aquella Carta Magna, era evitar que “nadie se saliera de su carril” y sobre todo “mantener la tendencia general de la masa al reposo, como la mejor garantía para asegurar la tranquilidad pública”. Se mantuvo así la vigencia del Orden Colonial precedente, impuesto por la élite criolla, aristócrata y terrateniente, centrada en las relaciones sociales que tenían lugar en la Hacienda desde la época colonial.
Ahora bien, si los cambios acaecidos durante la primera mitad del siglo XX, que implicaron el nacimiento de una nueva Constitución en 1925 y la apertura del Estado a hacerse cargo de la “cuestión social”, pusieron en jaque a aquel Orden aristocrático, fue la reforma agraria del gobierno democratacristiano de mediados de la década de 1960 y las medidas socializadoras y redistributivas del gobierno de Salvador Allende de principios de la década de 1970, las que generaron su crisis absoluta. Con ello se impulsó la búsqueda de una nueva forma de organización social, más simétrica, y que dejara atrás las basadas en la relación patrón-inquilino.
Por este motivo, la justificación del golpe militar que derrocó al presidente Allende en 1973 echó mano a la idea de la “restauración del Orden”. De igual forma, las primeras medidas evocaron simbólicamente a Portales como la figura que permitiría superar el “caos marxista” y reinstaurar esa paz social sustentada en el reposo de la masa y en la imposición de la élite.
De más está decir que durante los 17 años del régimen militar esta idea fue mantenida a sangre y fuego y legitimada institucionalmente por medio de una nueva Constitución. Una vez recuperada la democracia, la élite gobernante, en aras de “cuidarla”, ha mantenido aquella autoritaria Carta Magna —con ciertas reformas a partir de 2005— a lo largo de estos últimos 25 años y ha hecho todo lo posible por desmovilizar a la ciudadanía en sus demandas.
Del ser colectivo al individual
El segundo elemento explicativo, el cultural, está muy relacionado con lo sucedido desde 1973 en adelante. Las reformas estructurales de corte neoliberal implantadas en Chile durante la dictadura, implicaron cambios profundos en el “alma” nacional. El homo politicus, ese ser preocupado por los asuntos públicos y por el interés general, nacido en Chile a la par de los cambios institucionales y sociales del siglo XX que profundizaron la democracia y la participación ciudadana, dio paso al homo economicus neoliberal: un ser egoísta y preocupado exclusivamente de maximizar sus beneficios individuales, olvidando al colectivo al que pertenece. Todo un “imbécil social” como señala un conocido aforismo.
Esta transición generó profundos cambios en el ámbito axiológico, pues los valores sociales predominantes variaron drásticamente. El esfuerzo individual y el lucro, degenerado en codicia con el paso del tiempo, vinieron a reemplazar a los valores de la solidaridad y del altruismo.
Con este cambio, la concepción acerca de la situación social y económica individual tuvo una regresión histórica importante y, como lo era en el siglo XIX, volvió a ser considerada como responsabilidad de cada uno y por lo tanto ajena a la acción del Estado. En este contexto, como la situación social dependía de cada persona, las abismantes diferencias sociales pasaron a ser meras consecuencias naturales y esperables de una capacidad de emprendimiento y de esfuerzo personales que debían potenciarse. Elself made man estadounidense se transformó en el héroe de nuestros tiempos.
Como consecuencia, los elementos estructurales como factores explicativos de las diferencias socioeconómicas radicales al interior de la población, fueron desterrados por indeseables, especialmente durante la década de 1990. La integración social pasó así a depender de la capacidad de consumo y de endeudamiento personal, y no de la acción colectiva. Los servicios públicos se transformaron en prestaciones de tercera clase, dirigidos a aquellos “fracasados” que se mostraban incapaces de adquirirlos en el mercado. El Estado asumió así un papel subsidiario que se mantuvo como tal hasta bien entrada la primera década del siglo XXI.
Thomas Dye, señala en su clásica definición que una política pública es todo aquello que un gobierno decide hacer o no hacer. En ese sentido, y sobre la base de lo descrito en los párrafos previos, es posible afirmar que a lo largo de estos últimos 25 años desde la recuperación de la democracia, en Chile la política pública predominante frente a la desigual distribución de ingresos, ha sido la de la decidida “no acción”. Es decir, en aras del mantenimiento del Orden y del respeto por los “sacro santos” valores del emprendimiento y el esfuerzo individual, se ha optado por implementar medidas de carácter marginal en esta área. Parafraseando a Patricio Aylwin, primer Presidente post dictadura, podría decirse que en Chile las políticas en pro de una verdadera igualdad en la distribución de los ingresos han sido formuladas e implementadas únicamente “en la medida de lo posible”.
En cualquier caso, no hay que pensar que los gobiernos de estos últimos 25 años han abandonado los asuntos sociales. Por el contrario, desde el primer momento, en 1990, los gobiernos de la coalición formada por socialcristianos, socialdemócratas y liberales de izquierda, entre otros, incorporaron con fuerza en su agenda de gobierno los asuntos sociales. Pero el énfasis de la acción gubernamental desde aquellos tiempos ha estado centrada en la reducción de la pobreza y no en la reducción de la desigualdad. A lo sumo, e inspirado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), se utilizó el sucedáneo y menos conflictivo concepto de “equidad”, que no es más que buscar dar a cada quien lo que se merece, sea lo que sea que aquello signifique.
Luces y sombras
En cualquier caso, cabe señalar que en este camino Chile ha sido bastante exitoso. En casi 25 años, ha logrado reducir el porcentaje de personas en situación de pobreza de 38.6% en 1990 a 7.8% en 2013. En el caso de la pobreza extrema o indigente, esta reducción ha evolucionado de 13.0% a 2.5% en el mismo periodo.
No obstante aquellos importantes avances en materia social, la sensación de malestar en la población, especialmente entre los más jóvenes, se ha manifestado con fuerza a partir de 2006. Precisamente ese año se produjo una importante movilización de estudiantes que paralizaron las instituciones educativas y salieron a la calle a exigir profundas reformas en el sistema educativo, particularmente la derogación de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, que permanecía inalterable desde la dictadura militar.
Posteriormente, en 2011, fueron nuevamente los estudiantes —esta vez liderados por los universitarios— los que, bajo el lema “educación pública, gratuita y de calidad”, lograron generar un movimiento ciudadano. Por primera vez se cuestionaba de manera radical a uno de los cimientos de la política neoliberal: la existencia de cuasi-mercados en asuntos sociales y las abismales diferencias de la educación recibida por los niños y jóvenes en virtud de su capacidad de pago, que no hacía otra cosa que reproducir la estructura social antes mencionada.
En otras palabras, lo que buscaba aquel movimiento era terminar con la educación segregada en virtud de las clases sociales. Por ello una de sus principales demandas fue exigir al Estado una acción decidida en pro de la igualdad social, actual y futura, terminar con los privilegios de cuna o de clase, y basarse de manera efectiva en el mérito. En definitiva, abandonar la concepción de la educación como bien de consumo y asumir con fuerza la idea de ella como un derecho.
Si bien fue al expresidente Sebastián Piñera a quien le tocó hacer frente a aquel movimiento, fue el segundo gobierno de la presidenta Michelle Bachelet, a partir de 2014, quien “recogió el guante” de aquella demanda del 2011. La mandataria incorporó a su programa de gobierno dos medidas que, en su origen y al menos desde un punto de vista teórico, apuntaban efectivamente a avanzar en la igualdad social. Por un lado, incluían la realización de una profunda reforma educacional que abarcara desde el ámbito preescolar hasta el sistema universitario. Por el otro, el impulso de una reforma tributaria que lograra, de manera efectiva, cambiar algunos aspectos de la estructura impositiva chilena (bastante blanda en comparación con otros países de la OCDE) y que posibilitara de manera concreta lograr recaudar los fondos necesarios para implementar la reforma educacional.
Ahora bien, el resultado de ambas propuestas es el mejor retrato de la historia político-social de los últimos 25 años en Chile. Frente a las reformas tributaria y educativa actuaron nuevamente los “jugadores con poder de veto” del sistema político chileno. Como otras tantas veces, apelaron al riesgo de afectar el Orden, el crecimiento económico o el empleo, lograron que se morigeraran los alcances de ambas reformas, minando así su carácter efectivamente redistributivo. Una vez más, como si fuera un verdadero cuento de nunca acabar, apareció el fantasma del viejo ministro Portales para lograr la prevalencia del “peso de la noche” aristócrata, que aquieta las aguas sociales, para lograr que como en “El Gato Pardo” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cambie todo para que en realidad todo siga igual