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Este año volverá a hablarse de los grupos insurgentes que figuran a continuación. No todos se encuentran entre los más conocidos, ni entre los mejor dotados, pero se esperan desenlaces a corto plazo que condicionarán su futuro y el de los Estados en los que operan.

 

Las insurgencias que aquí se detallan son seis exponentes de grupos armados con fuerte capacidad de desestabilización territorial y política, a veces sobre el conjunto del territorio en el que se asientan, y en otros casos sobre zonas concretas en grandes Estados. Dentro de esta pequeña selección hay grupos que se valen de la guerra de guerrillas, del terrorismo o de una confrontación militar directa con las fuerzas oficiales, pero en todo caso coinciden en su determinación de subvertir el orden establecido e imponer en el ámbito político su particular visión territorial, ideológica o religiosa. No figuran múltiples insurgencias menores, ni grandes redes terroristas con agendas políticas no definidas, ni tampoco algunos de los grupos más importantes y conocidos, como la milicia libanesa de Hezbolá o las FARC colombianas, por ejemplo.

Los seis grupos se han seleccionado por su capacidad de desestabilización, por su vigencia, porque se esperan noticias importantes relacionadas con ellos y por tener una entidad considerable, pero también porque, a pesar de ello, tienen más posibilidades de quedarse fuera del radar mediático que otros grupos mejor conocidos.

 

Al Shabab (Somalia)

AFP/Getty Images

Al Shabab, más que un grupo insurgente, es un fiel reflejo de Somalia. El paradigma del Estado fallidosigue hoy controlado en buena medida por una inmensa constelación de milicianos radicales. Esa constelación es Al Shabab, los talibanes del Cuerno de África, permeados por Al Qaeda, dados también al pillaje marítimo, al crimen organizado y dotados de una fuerza creciente de más de 14.000 insurrectos.

La todopoderosa milicia, hasta hace poco intocable, comienza a dar señales de debilidad. Kenia, el vecino comparativamente rico, ve con cada vez más recelo el descontrol que hay en su patio trasero. Nairobi también teme que Al Shabab erosione la crucial industria turística del país, lo que le llevó en octubre del año pasado a aumentar con miles de efectivos su contribución a la operación militar de la Unión Africana en Somalia. A pesar de haber sufrido muchas bajas y de haber perdido la sensación de impunidad y dominio libre de toda oposición efectiva que ha ejercido durante años, Al Shabab mantiene importantes campos de entrenamiento y sigue en posesión de la mayor parte del territorio.

 

M23 (República Democrática del Congo)

La rebelión que azota el este de la República Democrática del Congo (RDC) ha adoptado varias denominaciones. El Movimiento 23 de marzo (M23, que hace referencia a la fecha del año 2009 en que sus predecesores firmaron un frustrado acuerdo de paz con el Gobierno) es la última de estas marcas. Conocidos abusadores de la población civil, los miembros de M23 tomaron la ciudad de Goma el pasado noviembre, ante la impotencia de las fuerzas congoleñas y de la MONUSCO, la mayor operación mundial de Naciones Unidas. Tras amenazar con avanzar hasta la capital del país, Kinshasa, sólo la presión internacional pudo hacerles dar un paso atrás.

Distintos gobiernos africanos, actuando bajo los auspicios de la ONU, han conseguido firmar un acuerdo de paz con el M23, pero la insurgencia tiende a regenerarse bajo siglas distintas y actores similares, ya que los problemas continúan estando ahí. La RDC sigue siendo el escenario de una guerra regional, atrapada entre los estertores de las matanzas entre hutus y tutsis que salpicaron de sangre a sus vecinos en los 90, y el ansia por las materias primas. Los cerca de 9.000 millones de dólares (unos 6.900 millones de euros) invertidos en la MONUSCO no han servido para evitar la violencia; los líderes de la misión se plantean ahora derrotar por medio de drones a los renegados del M23, pero todas las iniciativas chocan con la reticencia de Ruanda, el supuesto patrocinador de los insurgentes.

 

Al Houthi (Yemen)

AFP/Getty Images

La guerra que golpea el norte de Yemen desde que, en 2004, el líder de una secta chií  lanzara la rebelión Al Houthi para crear un Estado independiente en la región de Sa’dah, no es sólo un factor de desestabilización, sino también un escenario alternativo del enfrentamiento entre Arabia Saudí e Irán. Los rebeldes Houthi llevan años lanzando ofensivas y conquistando y perdiendo territorios. Algunas zonas han llegado a quedar de facto bajo su poder, ante la impotencia del Ejército yemení, exprimido por los esfuerzos de sofocar otro movimiento secesionista en el sur y, más recientemente, el establecimiento en su territorio de Al Qaeda en la Península Arábiga.

Los yemeníes cuentan con el apoyo de Arabia Saudí para combatir a Al Houthi, derivado del empeño de Riad en consolidar el dominio del sunismo. Irán, bastión del chíismo, es el principal sostén de los insurgentes. La caída del presidente yemení Ali Abdulá Saleh en 2011 envalentonó a los rebeldes, que desde entonces han conquistado centros gubernamentales e infraestructuras. El conflicto es difícilmente resoluble, sobre todo porque Yemen es el teatro de operaciones de grandes fuerzas regionales, porque su ínfimo nivel de desarrollo asegura un flujo de jóvenes dispuestos a la lucha, y porque los recursos militares del país están exhaustos en ese triple ariete que conforman Al Houthi, al Qaeda y los independentistas del sur.

 

Ejército para la Independencia de Kachin (Myanmar)

Myanmar (antigua Birmania) vive un despertar cuasidemocrático. Sin embargo, sus fronteras se desangran en múltiples guerras étnicas. La más importante de todas ellas es la que enfrenta al Estado con el Ejército para la Independencia de Kachin (KIA). Creado en 1961 como reacción contra un golpe de Estado centralizador, KIA cuenta con alrededor de 8.000 soldados que aspiran a la secesión de un territorio septentrional colindante con China. Su lucha ha sido intermitente y estuvo paralizada durante 17 años, hasta que se reactivó en junio de 2011. A principios de este año se acordó otro alto el fuego, pero las fuerzas armadas oficiales, conscientes de su superioridad militar, lo incumplen repetidamente.

El desenlace de la guerra con el KIA no amenaza sólo la estabilidad del país, sino también la nueva dirección que ha tomado la administración. El hecho de que los soldados oficiales ignoren el alto el fuego plantea la duda de hasta qué punto controla el nuevo Gobierno a sus fuerzas armadas, y recuerda a los donantes que Myanmar sigue siendo parcialmente una dictadura militar. Los abusivos hábitos de unas tropas que desobedecen las instrucciones gubernamentales ponen en riesgo no sólo el proceso de paz con el KIA y con otros ejércitos étnicos, sino también la nueva idea que el mundo se ha hecho de Birmania.

 

Naxalitas (India)

AFP/Getty Images

La insurgentes maoístas en los Estados del este de India, conocidos de forma genérica como naxalitas, son considerados por el Gobierno como la mayor amenaza interna para el país. Sus alrededor de 20.000 miembros armados han dejado más de 6.000 muertos en algo más de veinte años de actividad, y su objetivo es ambicioso: controlar India. Aunque sus pretensiones parezcan  inasumibles y su efecto a escala nacional pueda ser moderado, a nivel local es enorme (actúan fundamentalmente en tres Estados, cuya población combinada es de 160 millones de personas). Además, su discurso es peligroso porque tiene un justificado armazón social; las denuncias de los naxalitas ante la injusticia del sistema les ha ofrecido cierta legitimidad que obstruye los esfuerzos para derrotarlos. Cada vez más sofisticados en sus métodos, han pasado de la guerra de guerrillas a un uso creciente de dispositivos explosivos improvisados.

Su lucha por los desheredados se traduce paradójicamente en un freno al desarrollo de los territorios en los que actúan. La amenaza de que los naxalitas atacarán cualquier iniciativa gubernamental sirve a las autoridades para eximirse de la responsabilidad de invertir en esos Estados. Los insurgentes ponen al Gobierno indio en una incómoda posición, entre quienes denuncian los abusos de sus tropas para sofocar la rebelión y quienes exigen más mano dura.

 

Boko Haram (Nigeria)

Boko Haram puede traducirse como “la educación occidental es pecado”, pero tal denominación resulta insuficiente para retratar las ambiciones de este grupo. Su pretensión es derrocar al Gobierno y crear un Estado islámico en el norte de Nigeria, de mayoría musulmana. Los objetivos de sus ataques son dispersos, y oscilan entre lo local (repetidos atentados contra los cristianos de la región) y una incierta ambición global (su mayor atrevimiento, hasta la fecha, fue el atentado contra las instalaciones de Naciones Unidas en Abuja).

Boko Haram, cuya lucha se ha cobrado ya miles de muertos, se nutre de la desafección de los nigerianos del norte, más pobres que los del sur y, por lo tanto, más propensos a sentirse alienados por una administración central culturalmente lejana y plagada de corrupción. A medida que gana adeptos y polariza la sociedad nigeriana según criterios religiosos, los insurgentes suponen una amenaza creciente a la estabilidad del Estado. La abusiva política de mano dura de las fuerzas del orden y las ejecuciones sumarias no ayudan a sofocar esta insurgencia, sino que le confieren legitimidad.

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