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Cierre un instante los ojos y piense, por ejemplo, en Obama. Ábralos. ¿Qué ha visto? Probablemente una de tantas escenas del presidente americano durante la (eterna) campaña electoral, en alguna entrevista formal o en algún acto de Estado; o bien, otra de las miles en las que aparece, distendido –e incluso bailando–, en algún show en la televisión. En el primer caso habrá elegido inconscientemente esas escenas porque forman parte de la dimensión más mediática de la política, aquello que la hace atractiva y la dota de un valor en sí misma con independencia de cómo sea reflejada. Una campaña electoral con toda su competitividad, los rituales de masas, la indefinición del resultado es (casi) siempre entretenida y tiene audiencia garantizada. También una cumbre de jefes de Estado o similares. En todos estos supuestos es la propia atracción de estas manifestaciones de la política lo que llama a los medios, que la reflejan encantados.