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La economía internacional está cambiando rápidamente. Durante décadas, los ojos de los operadores bursátiles se centraban casi exclusivamente en los datos de EEUU, la gran economía mundial que determinaba los precios de las commodities, desde el petróleo al maíz.

Se decía que cuando EEUU estornudaba, otras partes del mundo, empezando por Europa, cogían un resfriado. En la segunda década del siglo XXI, las cosas han cambiado. Hoy ya no es EEUU quien determina los precios de las materias primas, sino China, la segunda economía del mundo, y la que ha aportado más de un tercio del crecimiento mundial desde el año 2010. Más del doble que EEUU. The Economist resume bien el nuevo contexto: “El mundo depende peligrosamente del crecimiento de China”.

Esta nueva realidad se ha hecho patente esta semana cuando el banco central chino decidió cambiar el régimen de tipo de cambio y el yuan perdió casi un 3.5% de su valor en tres sesiones, el movimiento más brusco en dos décadas.

Esto se ha interpretado en los mercados internacionales como una señal de que la economía china está incluso peor de lo que se temía. Según esta versión, después de bajar los tipos de interés y los ratios de reservas bancarias, y de promover una burbuja bursátil que les explotó en las manos, a las autoridades chinas no les ha quedado otro remedio que devaluar la moneda para estimular el crecimiento. Esto ha generado una enorme preocupación en los mercados.

Las bolsas de todo el mundo han caído, y así lo han hecho los precios de las materias primas. Para muchos analistas, China acaba de iniciar una nueva ronda de guerra de divisas.

Ésta es una lectura coyuntural, el caso es que la guerra de divisas se libra todos los días en un mercado global, el del Foreign Exchange (FX), que tiene un volumen diario de 5,3 billones de dólares. Para poner esta cifra en perspectiva, esto es lo mismo que el PIB anual de Alemania y España juntas.

Está tanto dinero en juego que muchos consideran que el mercado FX es el campo de batalla de la guerra moderna. Los países miden sus fuerzas, constantemente, cada segundo, en todas las plazas del mundo. Como dijo Robert Mundell, “las grandes naciones tienen grandes monedas”. Es por eso que es importante analizar el mercado de las divisas desde el punto de vista económico, pero también desde la política.

Eso es justamente lo que hace la economía política internacional, una disciplina que combina los estudios de la economía y las relaciones internacionales.

La economía política internacional nos ayuda justamente a entender el poder monetario de una nación. Muchos creen que este poder se mide en el valor de la divisa. Cuanto más valor tiene, más poderoso es el país que la emite. El dólar, la libra esterlina y en su día el marco alemán siempre han tenido un valor alto, reflejando así el poder de sus naciones.

Sin embargo, ésta es solo la parte económica. El valor de una moneda se mide por el grado de demanda que hay por ella. Suiza es un país atractivo para los ahorros y exporta productos de alta calidad y por lo tanto su moneda es muy fuerte. ¿Pero es Suiza una potencia monetaria? No.

Aquí es cuando entra la política. El poder monetario no está en el valor de la divisa, sino en poder manipular el valor de la misma en beneficio de los intereses nacionales. EEUU es el mejor ejemplo de una potencia monetaria, ya que durante décadas han llevado el valor del dólar ahí dónde más les interesaba, a veces hacia arriba cuando la inflación era demasiado alta, como a finales de los 70, y a veces hacia abajo cuando había que estimular las exportaciones, como en la segunda mitad de los 80.

La definición de poder monetario internacional es simple. Se trata de la capacidad de evitar costes de ajuste en el reequilibrio de la balanza de pagos. Es decir, cuando un país tiene un enorme déficit o un superávit en la cuenta corriente, necesita realizar un ajuste estructural de su economía. Nadie puede exportar o importar sin límites. Llega un momento en el que el equilibrio se rompe y hay que cambiar de modelo de crecimiento, y lógicamente eso tiene costes.

El poder monetario ayuda a que parte de esos costes los paguen los socios comerciales. Esto es lo que pasó tras la crisis financiera global. Ésta se produjo en parte porque EEUU tenía un déficit excesivo, de cerca de un 6% (mientras que en los peores años de Reagan no había superado el 3,5%), y China presentaba un superávit igualmente desproporcionado de cerca de un 10%. Como en otras ocasiones, EEUU necesitaba un dólar débil para reequilibrar su balanza.

Para ello, aplicó una política monetaria ultra-expansiva (quantitative easing). ¿Quién asumió gran parte de esos costes de ajuste? No China, que mantuvo su moneda anclada al dólar. Más bien los europeos de la zona euro, que tuvieron que soportar, en plena recesión, un tipo de cambio por encima de 1,40 dólares.

En otras palabras, hasta que Mario Draghi no cogió el timón del Banco Central Europeo los europeos eran los grandes perdedores en la guerra de divisas. Tenían la segunda moneda de reserva del mundo, pero no sabían (o no querían) manipular su valor para estimular la economía. Tenían una moneda dura, fuerte, pero su poder monetario era débil.

Desde Fráncfort se decía que no se quería entrar en una espiral de devaluaciones competitivas que llevase a un recrudecimiento de la guerra de divisas. Esto hizo que Arnaud Montebourg, el ministro de Industria de Francia, llegase a decir que los europeos eran “los idiotas del pueblo global”.

Todos estaban devaluando sus monedas. Los americanos, los chinos, los japoneses, los coreanos, hasta los suizos, menos los “tontos” europeos. Esto ha cambiado con Draghi. Un ex Goldman Sachs sabe muy bien cómo librar batallas en el mercado FX. De marzo de 2014 a marzo de 2015 el euro ha pasado de 1,40 a 1,05 dólares, lo que supone una devaluación de casi el 25%. Esto duele tanto en EEUU como en China.

El banco central chino

Esta bajada, junto con la caída en los precios del petróleo, ha sacado la zona euro de la recesión, pero ha reducido todavía más la demanda global. Es en este contexto que hay que analizar los movimientos del banco central chino de esta semana.

China y su moneda, el yuan, están ante un enorme desafío. Integrarse plenamente en el sistema financiero mundial. Al mismo tiempo, esta integración también es un desafío para EEUU y Europa, ya que por primera vez en dos siglos el destino de la economía mundial ya no está bajo su control. China está teniendo cada vez más poder comercial, financiero, diplomático y monetario. En este sentido es importante entender tanto la economía política doméstica como su impacto a nivel internacional.

No hay duda de que el modelo de crecimiento chino está agotado. Sin embargo, pensar que China va a pasar en una década de ser una economía basada en las exportaciones y la inversión a una sustentada en la demanda interna es un error.

Algunos leen los comunicados del Partido Comunista Chino (PCC) anunciando ese objetivo y se lo creen a pies juntillas. Pero la dimensión temporal china es muy distinta a la de Occidente. Los ciclos políticos son de diez años, no de cuatro, por lo tanto las reformas estructurales, sobre todo las que tienen que ver con determinar el equilibrio entre estado y mercado, son mucho más lentas y basadas en “prueba y error”.

Como dicen los chinos, es importante cruzar el río lentamente, sintiendo las rocas firmes bajo los pies. Los que piensan que la economía china va a estar basada en la demanda interna a finales del mandato de Xi Jinping se van a llevar una decepción. El liderazgo chino está convencido de que la trampa de la renta media se supera a base de mayor inversión y productividad, no con más consumo.

La idea de fondo es clara. Un país que tiene una renta per cápita de 7.500 dólares (lo mismo que Botsuana), si quiere algún día ser una economía avanzada, tiene que seguir ahorrando e invirtiendo. China tiene que conseguir primero ser rica (antes de ser vieja), y solo después se dedicará a consumir. Por lo tanto, lo más normal es que la inversión y las exportaciones sigan siendo los motores del crecimiento.

Eso sí, los líderes chinos saben que necesitan otro tipo de exportaciones. La inversión tiene que ir hacia la educación, la investigación y la innovación para lograr exportaciones con mayor diferenciación y valor añadido.

En este campo ya se han logrado avances. En 2001, China presentó 265 patentes ante la oficina de patentes de los EEUU mientras que España llegó a las 340. En 2014, España registró 857 patentes, un aumento del 152% que demuestra la capacidad innovadora que tiene nuestro país, pero esa superación es mínima si se compara con China que ha presentado 7.921 patentes, es decir, ha aumentado su cifra en un 2.889%. Este es el gran desafío chino para España y para Europa en general.

Esto no quiere decir que China no tenga problemas estructurales serios. El estímulo que se aplicó para superar la crisis financiera global trajo daños colaterales importantes. El gasto fiscal y la liquidez monetaria inflaron varias burbujas: la inmobiliaria, la de la deuda de los gobiernos locales y las compañías estatales, y la de la bolsa que acaba de pinchar. La sobrecapacidad es inmensa, la desigualdad es preocupante y el medio ambiente está muy deteriorado.

Sin embargo, para los líderes chinos éste es el precio que hay que pagar si se quiere alcanzar en 40 años el nivel de industrialización que Reino Unido logró en un siglo. En esta larga marcha hacia la modernización, macroeconómicamente, los chinos son muy keynesianos. Cada vez que se acercan obstáculos por el camino y hay una desaceleración, el estado saca de talonario y empieza a gastar.

Keynes decía que en una recesión, en caso extremo, había que poner a los trabajadores a cavar fosas y llenarlas de nuevo. Sería ineficiente, pero mantendría el empleo. Los chinos aplican esta misma lógica, pero con puentes, autopistas y ciudades fantasma. Hay una China que innova, mientras que hay otra que simplemente se mantiene ocupada (con un coste medioambiental proporcional).

¿Es esto sostenible? Sí, mientras el PCC controle y gestione bien el circuito del dinero sin provocar inflación. Al final, en última instancia, la deuda siempre se puede reestructurar o cancelar. Los mandarines tienen siglos de experiencia en ese arte. El problema vendrá cuando haya más capital privado y extranjero en ese circuito.

China tiene mucho poder monetario porque está aislada financieramente del mundo. Es decir, con su control de capitales y represión financiera tiene la capacidad de manipular el tipo de cambio como lo ha hecho esta semana.

Retóricamente (otra baza en el poder monetario), el banco central chino dirá que quiere que el valor del yuan esté determinado por las fuerzas del mercado para que se incluya en la cesta de los derechos especiales de giro del FMI, y así lograr el prestigio que supondría para el yuan equipararse al dólar, el euro, la libra y el yen, pero como buenos keynesianos que son los líderes chinos desconfían de la eficiencia de los mercados. Más bien creen en “equilibrios de mercado gestionados administrativamente”, y en este momento un yuan más débil no viene mal.

Es por eso que si el liderazgo chino finalmente decide darle más cancha al mercado para estimular todavía más la innovación y la creatividad de su economía solo lo hará gradualmente y con capital privado chino. Si funciona, quizás el líder después de Xi Jinping abra la puerta al capital financiero extranjero. Hasta entonces, lo más probable es que la locomotora china siga avanzando a su ritmo sobre la inversión y unas exportaciones cada vez más sofisticadas en sectores de alto valor añadido, convirtiéndose así en un mayor desafío si cabe para EEUU y Europa.

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