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En enero de 2011, Luiz Inácio Lula da Silva dejó de ser presidente de la República Federativa de Brasil tras ejercer la jefatura de Estado durante 8 años. El líder del Partido de los Trabajadores (PT) se retiraba del Palacio del Planalto con una alta popularidad entre los brasileño —lo cual es aspecto fundamental para explicar la victoria de su “delfín”, la actual presidenta Dilma Rousseff— y con un reconocimiento, tanto de actores nacionales como extranjeros, por su labor al frente del gobierno de Brasil. La figura deLula generaba admiración en los círculos políticos del mundo por su trayectoria política: se trata de un exlíder sindical y de izquierda que, sin estudios universitarios ni experiencia previa en el ámbito público, llegó a la presidencia del país más importante de Sudamérica. En ese marco, no sorprendió que en 2010 la revista Times lo considerara como una de las 25 personalidades más poderosas del mundo.

En sus primeros meses como expresidente, Lula fue condecorado e invitado a participar en múltiples eventos mundiales, de entre los cuales destacan su disertación en el Foro Social Mundial y el doctoradohonoris causa que le otorgó la Universidad de Coímbra-Portugal. Dichas invitaciones tenían la finalidad de que el exmandatario explicara los motivos del “milagro brasileño” que él había logrado concretar.

El reconocimiento obtenido por Lula permitió que distintas voces comenzaran a utilizar una categoría vedada generalmente del diccionario político latinoamericano, recuperando así la noción de “estadista”. Para 2011, Lula era visto como una excepción a la regla regional dado que había logrado estar por encima de las divisiones partidarias y de los tradicionales sectores en pugna, a partir de una inquieta y creativa búsqueda del “bien común”. Cabe indicar que su gestión de gobierno se caracterizó por sacar a muchos de sus compatriotas de la pobreza con la particularidad de no “atentar” contra el capital y los negocios. Por este motivo, el denominado establishment empresarial apoyó las políticas económicas del PT.

En ese contexto particular, Lula comenzó a desempeñar un doble papel como expresidente. A la par que mostró su apoyo a la figura de Rousseff, creó el Instituto Lula para poder organizar e institucionalizar su poder y prestigio. Mediante “donaciones de empresas y personas que se identifican con los objetivos del instituto” el instituto abrazaba el objetivo de “cuidar el acervo histórico y ofrecer un intercambio internacional de la experiencia política del Expresidente”. De hecho, una de las principales tareas realizas por Lula y por su instituto fue la de continuar una de sus políticas de gobiernos más emblemática en materia de política exterior, como fue la de ser un permanente interlocutor e intermediario entre las principales empresas multinacionales brasileñas —como Odebrecht, Camargo Correa y Petrobras, entre otras— con gobiernos extranjeros, con el objetivo de concretar millonarias inversiones.

En marzo de 2013 el diario Folha de S. Paulo publicó una serie de telegramas oficiales de Itamaraty donde se revelaba que casi la mitad de los viajes al exterior como exmandatario (13 de 30) fueron financiados por grandes empresas brasileñas con importantes inversiones en el extranjero como OAS, Camargo Correa y Odebrecht. Las visitas a Angola, Benín, Bolivia, Costa Rica, Cuba, Gana, Guinea Ecuatorial, Mozambique, Nigeria, Panamá, Portugal, Sudáfrica y Venezuela coincidieron con el interés de empresas brasileñas de concretar y ampliar diversas inversiones y negocios.

AFP / Nelson Almeida

Si bien, en ese entonces algunos analistas y periodistas calificaban y criticaban la actuación de Lulacomo “cabildero” o como “embajador de las multinacionales brasileñas”, nadie de la elite política y judicial de Brasil impugnaron su accionar. Por el contrario, al igual que ha acontecido con distintos líderes mundiales con cierto prestigio —como Felipe González en España y William Clinton en Estados Unidos— el papel de Lula era visto con buenos ojos dado que en un mundo caracterizado por la férrea disputa de mercados, “asociaba su prestigio al de las empresas”, en palabras de la embajadora de Brasil en Maputo Lígia Scherer.

El entonces reconocido empresario Marcelo Odebrecht —hoy procesado en el marco de las investigaciones de Lava Jato— señalaba que las acciones de Lula estaban en sintonía con aquellos “estadistas” que, con visión de futuro, “traen ganancias económicas legitimas para sus empresas y para sus países de origen y sirven para la implementación geopolítica de gobiernos que con sus empresas intentan ocupar espacios estratégicos más allá de sus fronteras”. En este sentido, debido a la influencia directa de la figura de Lula sobre el gobierno de Rousseff y la vinculación entre su “actividad privada” con el cuerpo diplomático de Itamaraty, años atrás identificamos dicha realidad por medio del concepto de “diplomacia expresidencial”.

Este escenario de elogios y de admiración por las acciones de Lula como expresidente cambió rotundamente en 2 años, principalmente en lo que respecta a la visión del establishment brasileño. La figura del “estadista” comenzó a ser presa de la fuerte polarización política que comenzó a experimentar Brasil desde la campaña electoral de 2014, la cual se ha agudizado en los primeros meses del segundo mandato de Rousseff. En un escenario de extrema fragilidad debido a la delicada situación económica y ante la explosión de los hechos de corrupción en torno a Petrobras, Rousseff no solo ha perdido la confianza de sus votantes, sino también su liderazgo en la coalición de gobierno — tanto en las propias filas del PT y en particular dentro de la de su partido aliado, el Partido de Movimiento Democrático Brasileño (PMDB)— provocando una mayor virulencia en los círculos opositores que ven factible la salida anticipada del gobierno del PT. Ante el escaso poder de la actual mandataria, la oposición brasileña sabe que la única supervivencia que pude llegar a tener el PT más allá de 2019 se reduce a la figura de Lula.

En esta nueva y cambiante realidad debe comprenderse cómo ha mutado la caracterización de la figura de Lula. Muchos de quienes lo catalogaban como estadista hoy lo acusan de corrupto. Por tal motivo, no sorprende que en los últimos meses un grupo de fiscales haya comenzado a investigar las actividades de Lula como expresidente, imputándole el delito de “tráfico de influencias” a favor de los negocios internacionales de la constructora Odebrecht. Con esa imputación Lula también comienza a formar parte del banquillo de los acusados por hechos de corrupción.

ADN Press Online

En definitiva, ¿el expresidente brasileño es un estadista o un corrupto? Para responder dicho interrogante es necesario resaltar la célebre frase de Friedrich Nietzsche: “no hay hechos, hay interpretaciones”. En el lapso de 4 años el mismo hecho —el de interceder, dado su condición de Expresidente, por los intereses de las empresas brasileñas en el exterior— paso de ser interpretado en los círculos políticos brasileños como una acción propia de un estadista a otra cercana a las peores prácticas corruptas, máxime si tenemos en cuenta que los hechos en cuestión son públicos desde 2013.

Por último, e independientemente del juicio de valor que cada ciudadano puede realizar y de la existencia o no de pruebas en torno al delito señalado, la reflexión política sobre la situación de Lula debe centrarse en puntualizar el deterioro relativo y progresivo del proyecto político del PT bajo la presidencia de Rousseff. En ese marco, cualquier noción de “consenso” que aspiró y logró Lula en sus 8 años de gobierno se ha desvanecido, siendo el dato nodal de la política brasileña, al igual que muchos de los países que giraron a la izquierda en el siglo XXI, la conflictividad y la tensión a partir de la disputa por el poder con los sectores opositores. En esa reyerta política que hoy experimenta Brasil nadie parece quedar al margen, inclusive aquellos que alguna vez fueron señalados como grandes y acreditados “estadistas”.

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