Month: diciembre 2008

¿Ha llegado la hora de negociar con el Asad?

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Van más de cuatro años de guerra civil en Siria. Más de 200.000 muertos. Casi cuatro millones de refugiados. Siete millones y medio de desplazados internos. Y dos grandes beneficiados de este caos: elEstado Islámico (EI), que avanza posiciones mientras la oposición moderada se atomiza; y Bachar el Asad, que recupera terreno y se postula ante la comunidad internacional como mal menor ante el avance de los yihadistas.

Entrevistamos a Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor titular de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Medio y Magreb del OPEX de la Fundación Alternativas, y a Natalia Sancha, periodista especializada en Oriente Próximo, sobre el dilema al que se enfrenta Occidente.

 Cuando John Kerry admite que ha llegado el momento de hablar con El Asad, ¿a qué se refiere en realidad? ¿Al conflicto sirio, al avance del EI, a la situación en Oriente Próximo, a todo ello?

Ignacio Álvarez-Ossorio (IAO): En mi opinión se refiere a la situación en su conjunto. La situación en 2015 no es la misma que en 2011, sobre todo por tres circunstancias: la irrupción el EI sobre el terreno, el avance de las fuerzas del régimen y la sectarización del conflicto. Las cancillerías occidentales han pasado a ver a El Asad como un mal menor en comparación con el EI, y como parte de una eventual solución ante su probada capacidad de resiliencia.

Natalia Sancha (NS): A nivel diplomático y en el caso de que avancen las negociaciones sobre el dossier nuclear con Irán, una de las mayores incógnitas del impacto sobre Siria es si se hablará con o sobre El Asad. Irán puede optar por mantener su influencia sobre un régimen de transición, relegando a un lado al actual presidente sirio. En cualquier caso, Estados Unidos ya está hablando con El Asad. La fuerza aérea de ambos países bombardea ala con ala a objetivos del EI y de la filial de Al Qaeda, el Frente Al Nusra. Para ello han de mantener comunicaciones y compartir informaciones sobre dichos objetivos. Aún no queda claro que la administración estadounidense esté dispuesta a entablar un diálogo público y abierto con El Asad, como no lo está que Rusia o Irán estén tan apegados a su figura que no puedan aceptar dejarle caer ante un generoso acuerdo con Washington. Finalmente, EE UU ha demostrado querer desvincularse militarmente de las ofensivas terrestres en Oriente Próximo. Para ello, necesita de sus aliados regionales como Arabia Saudí (o incluso Turquía), que ahora actúa como potencia proactiva en el área bombardeando a sus enemigos en Yemen. No queda claro que Washington vaya a poner freno a la influencia saudí que arma y alimenta a las milicias suníes en Siria.

¿Qué situación sobre el terreno está llevando a la comunidad internacional a prepararse para unas negociaciones con El Asad?

IAO: La guerra civil siria ha llegado a un callejón sin salida. Parece que ninguno de los bandos es capaz de imponerse sobre el terreno. La oposición moderada está cada vez más fragmentada y ha perdido mucho terreno ante el avance de los grupos salafistas y yihadistas hasta convertirse prácticamente en irrelevante. Tanto el régimen sirio como las potencias regionales han tenido una especial responsabilidad en esta situación, porque a ambos les interesa apagar las voces prodemocráticas y llevar el enfrentamiento al campo sectario.

NS: El EI se ha convertido en una prioridad absoluta, devolviendo a la comunidad internacional a la dialéctica de la lucha antiterrorista e intentado frenar el avance del EI antes de que llegue “a sus fronteras”. Sería regresar al mismo discurso que prevalecía en la década anterior a la primavera árabe que comenzó en 2011, en el que la Unión Europea lidiaba con regímenes como el de Ben Alí, Mubarak o El Asad sin mayores frenos. Hoy, serán los pueblos de los regímenes depuestos quienes pongan los límites en ese diálogo.

El coste invertido en los bombardeos de la coalición liderada por EE UU es desproporcionado comparado al número de yihadistas eliminados. Todos los expertos  militares apuntan que la única forma de acabar con el EI y Al Nusra es implicando a tropas en el terreno. Una tarea en la que la comunidad internacional no quiere invertir con las vidas de sus propios hombres. Para ello ha de recurrir a armar a fuerzas en el terreno y en los países vecinos, tarea en la que el régimen sirio ha de colaborar.

A nivel regional, la implosión de Siria e Irak perjudicaría simultáneamente a las dos mayores potencias enfrentadas entre sí: Irán y Arabia Saudí.

Parece claro que El Asad tendrá definidas sus posturas y cuestiones para esa posible “conversación”. ¿Qué tipo de compromiso podría admitir para el futuro de Siria?

IAO: La principal prioridad de El Asad es mantenerse en el cargo. No ha llegado tan lejos ni ha derramado tanta sangre para abandonar el poder. Por tanto, su posición choca abiertamente con la de los grupos opositores que reclaman un gobierno de transición en el que no participen responsables de haber cometido crímenes de guerra y lesa humanidad. Parece difícil alcanzar un mínimo denominador común entre ambos bandos. Además, debe sumarse la presencia de grupos salafistas y yihadistas, que controlan el 40% del territorio sirio y que pretenden imponer, por la fuerza de las armas, un Estado islámico regido por la sharía.

NS: Es muy poco probable a estas alturas del conflicto sirio que El Asad acepte una transición en la que no esté involucrado. Todo depende de las presiones que reciba de sus aliados. El Asad podría aceptar una transición que incluyera a terceros actores de la “oposición interna”, pero es poco probable que admita papel relevante alguno por parte del Consejo Nacional Sirio establecido en el extranjero. Concesiones podrían hacerse referente a los territorios kurdos para otorgarles mayores derechos e incluso mayor autonomía.

Desde el principio, El Asad se ha mantenido firme en su discurso de “lucha contra el terrorismo”, por lo que esta jugará un papel importante, decidiendo dónde, cómo y a quién se apoyará la hora de combatir en el terreno sirio al EI o a Al Nusra.

Por otro lado, en una futura reconstrucción del país, la política de sanciones económicas impuesta sobre Siria en la última década sería uno de los puntos a renegociar.

SYRIA-TURKEY-IRAQ-US-CONFLICT

Cuatro años de guerra, sin embargo, hacen imposible pensar en una vuelta al régimen de 2010. ¿Cómo podría cerrarse el conflicto civil?

IAO: La Cumbre de Ginebra I fijó la hoja de ruta a seguir: establecimiento de una autoridad interina y celebración de elecciones legislativas y presidenciales. En mi opinión, esta propuesta ya no es válida, porque la situación sobre el terreno ha cambiado notablemente. Hoy tenemos a cuatro millones de refugiados y siete millones de desplazados internos. Además, la oposición está dividida, el régimen se ha fortalecido, han irrumpido las fuerzas yihadistas y se ha acentuado el papel de las potencias del golfo Pérsico. Todo ello nos indica que la solución no puede ser solo local, sino regional. Siria es uno de los países donde Arabia Saudí e Irán libran su particular guerra fría. Tan solo la involucración activa de estos dos actores puede ayudar a resolver la tragedia siria. Por tanto, la solución siria vendrá de un nuevo reparto de zonas de influencia que también debe afectar a Irak, Líbano y Yemen.

NS: Por la vía política y una vasta inversión económica en la reconstrucción. La táctica del régimen en los últimos dos años ha sido la de ahogar a los focos insurgentes autóctonos en la principales urbes del país, con cercos de larga duración. Busca la rendición de los insurgentes. Los comités de reconciliación locales (con figuras sociales y religiosas respetadas localmente), así como el ministerio de Reconciliación Nacional podrían jugar un papel importante para reinsertar a parte de los combatientes opositores. Esta opción vale para la población ciudadana, pero es difícil que se aplique a todos los armados. Muchos de los que combaten en el bando rebelde seguramente abandonen el país de mantenerse El Asad, por miedo a represalias y sumándose a las huestes de refugiados en terceros países. La amnistía para con los presos políticos y el dossier de los desaparecidos también son un punto clave. La comunidad internacional podría barajar proveer fuerzas de interposición en un periodo transitorio.

¿Qué actores internos e internacionales deberían participar en esa posible negociación?

IAO: Hoy por hoy, la oposición moderada está en una posición de manifiesta debilidad y, por tanto, no puede plantear exigencias maximalistas al régimen. Por otra parte, El Asad está invalidado como interlocutor porque es el principal responsable de la situación actual. No parece fácil que, a día de hoy, se pueda alcanzar una solución entre ambas partes, si no es con una activa implicación de la comunidad internacional y en el marco de un entendimiento entre saudíes e iraníes, algo poco factible en la situación actual.

NS: La solución política debería llegar de un acuerdo regional en un primer paso y de un acuerdo entre los diferentes actores sirios en una segunda etapa. La aplicación de los puntos acordados en tales negociaciones podría ser observada por fuerzas internacionales apostadas en el país, así como todo aquello relevante a los derechos humanos en una situación de posguerra.

Todos los actores sirios deberían participar en una solución política, ya que hasta ahora la vía armada ha demostrado haber fracasado. Para frenar el conflicto armado, sería necesario una primera negociación entre las potencias que interfieren en el país a través de sus proxies: Irán, Catar, Turquía y Arabia Saudí. Un acuerdo político regional entre los que financian y mueven a las milicias en el terreno podría propiciar una alto el fuego para una segunda ronda de negociaciones nacionales.

Sin embargo, es poco probable que el gobierno sirio en el extranjero (con pocos lazos en el terreno sirio), se siente a negociar con la oposición interna cooptada siria o con la oposición interna laica o religiosa hoy desperdigada entre Europa y Oriente Próximo. Un escenario más realista sería proponer a la oposición interna exiliada (que no forma parte ni de la cooptada ni del gobierno en el extranjero) para mediar una primera ronda de negociaciones entre los líderes de las principales milicias locales y grupos armados por un lado y el régimen sirio por otro. En una segunda fase, se podría incluir al gobierno sirio en el extranjero.

Pese a que hablar a estas alturas de líneas rojas no tiene mucha credibilidad, ¿sobre qué asuntos no deberían ceder estadounidenses ni europeos?

IAO: Ni unos ni otros están en condiciones de dar lecciones, ya que durante los últimos cuatro años han asistido impasibles a la destrucción de Siria. Más bien su interés se ha limitado a evitar que el conflicto se desbordase a los países vecinos y acabase afectando a algunos de sus aliados regionales. Su máxima preocupación parece ser evitar el avance territorial del EI y, en consonancia con esta posición, podrían buscar un entendimiento progresivo con el régimen sirio a la hora de combatir a los elementos yihadistas.

NS: La exacciones y limpiezas sectarias de posguerra son un escenario previsible que la comunidad internacional no debería permitir, tal y como ocurrió entre chiíes y suníes bajo los ojos de las tropas extranjeras en Irak. Exacciones que destaparon la caja de pandora sectaria, propiciando una década después el germen y rápido avance del EI en Irak.

Cerrado el primer tramo de negociación con Irán, ¿qué escenario se dibujaría para Oriente Próximo si las conversaciones con El Asad logran poner punto y final al conflicto civil?

IAO: Hay que tener en cuenta que todavía no se han iniciado ningunas negociaciones formales por parte de la comunidad internacional ni de los países occidentales. El único movimiento que se ha registrado en esta dirección fue la cumbre de Moscú, en la que participó el régimen y una ínfima parte de la oposición siria, la tolerada a nivel doméstico. Tampoco está claro que la consecución de un acuerdo definitivo sobre el programa nuclear entre Irán y el G5+1 vaya a implicar una mejoría de la situación en Siria, ya que podría ser respondido con un mayor respaldo de los países del Golfo a las facciones salafistas, lo que sin duda alguna implicaría un recrudecimiento de la violencia.

NS: Irán ganaría una vitoria diplomática con el anillo chií que hoy forman Líbano (Hezbolá dispone de poder de veto en el gobierno), Siria, Irak y a expensas de cómo evolucione la crisis en Yemen. Un escenario al que tanto Riad como Tel Aviv se oponen y bien pueden optar por mover sus peones para frenar el establecimiento de ese anillo chií. Para Irán y Siria el levantamiento de las sanciones económicas permitiría recobrar cierta estabilidad y legitimidad interna. Con Damasco y Teherán estabilizados, estos no necesitarían recurrir a sus proxies en la región, ya sea en Irak como en Líbano o en Yemen. Paralelamente, el fortalecimiento de las potencias chiíes puede provocar la respuesta de los grupos más conservadores suníes en la región, propiciando una unión coyuntural.

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Why Counterinsurgency Doesn’t Work

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An Afghan villager walks during U.S. army patrol in Paktya province, December 11, 2009.

An Afghan villager walks during U.S. army patrol in Paktya province, December 11, 2009. (Zohra Bensemra / Reuters)

Both Max Boot (“More Small Wars,” November/December 2014) and Rick Brennan (“Withdrawal Symptoms,” November/December 2014) provide insight into what the United States did wrong at an operational level in Iraq. Boot’s precepts for doing better in the next counterinsurgency are sensible, even if some of them would require a higher tolerance for casualties, and Brennan’s arguments about the errors the United States committed in Iraq from 2010 to 2012 generally ring true to me, as one of the people making some of those mistakes.

But Boot’s and Brennan’s arguments rely on a flawed assumption: that if only the United States had waged counterinsurgency properly, it could have succeeded. If Washington’s original goal was to transform Iraq such that Baghdad could govern competently, quell the country’s insurgency, and develop functional, Western-style institutions, counter­insurgency was destined to fail—just as the United States failed in Vietnam, Somalia, and Afghanistan. The blame lies not with poor implementation but with the strategy itself.

Counterinsurgency, which General David Petraeus described in The U.S. Army–Marine Corps Counterinsurgency Field Manual in 2006, calls for a three-legged approach known as “clear, hold, and build”: push insurgents out of a designated area, prevent them from returning, and build local institutions that help the population move forward. The U.S. military is capable of implementing the first two legs, since they are primarily military in nature. But it runs into problems with the open-ended nature of the third. The military can enlist civilian U.S. government agencies to provide very limited assistance, but those bodies, too, have spotty records when it comes to implementing reform and reconciliation, even in countries at peace.

The “build” leg is indeed ambitious; it involves developing competent local governments and security forces capable of replacing U.S. forces. Yet here the deck is stacked against success. The United States tends to commit troops to counterinsurgency missions only in the absence of a friendly central government (think of Afghanistan in 2001 and Iraq in 2003) or when one is hopelessly outmatched by insurgents (think of Vietnam in 1965). In such situations, U.S. forces face an uphill battle and are bound to incur heavy losses.

It gets worse: U.S. ground troops, as opposed to military advisers or air forces, almost always generate negative reactions among developing-world populations that are suspicious of neocolonialist intrusions, no matter how carefully the soldiers avoid inflicting civilian casualties or how openly parts of the population greet them. Moreover, neighboring states, alarmed by the prospect of U.S. forces on their borders, often have an interest in supporting the insurgents. North Vietnam and China did so in South Vietnam, Pakistan did so in Afghanistan, and Iran and Syria did so in Iraq.

Such resistance Americanizes the costs of the war, as U.S. commanders assert increasing control over operations to deal with the growing threats. And even when the military simply “holds,” the price in both blood and treasure is substantial. To justify such high costs, “build” operations become more grandiose, ever more a reflection of how the United States thinks a humanitarian, efficient, economically viable state should look. Host-country officials, dependent on Washington for their survival and profiting from its largess, go along super­ficially. But critical reforms—such as the three separate anticorruption mechanisms I helped establish in Baghdad during my time there—fail to survive without constant U.S. attention. For as long as U.S. forces remain, the stabilization effort runs on, buoyed by a flood of suspiciously positive metrics.

A U.S. soldier in Kandahar counts down the days until he goes home, April 5, 2008.

A U.S. soldier in Kandahar counts down the days until he goes home, April 5, 2008. (oran Tomasevic / Reuters)

Once U.S. forces leave, a situation similar to that seen in Iraq after 2011 is all but inevitable. Some reforms stick. Iraqis, for example, have maintained a stubborn adherence to voting and constitutional norms. Others fall by the wayside. If no real threat appears, the state stumbles on; if one emerges, as the Islamic State of Iraq and al-Sham (ISIS) did in 2014, disaster follows.

Boot and Brennan seem to suggest that if the United States had kept troops in Iraq long enough, it could have avoided such a fate. But that kind of argument, applied to counterinsurgency writ large, has never been fully tested for a simple reason: sooner or later, the American public always grows weary of such campaigns and pressures Washington to end them. Boot claims that U.S. presidents have underestimated the American people’s “impressive patience” for such endeavors, describing the resistance to the Iraq war as politically significant only in 2006–7, “when U.S. fatalities in Iraq reached over 100 a month and the war looked lost.” But that is like saying that opposition to the Vietnam War mattered only at its height, in 1968–70. It misreads the more general popular mood, which was ugly throughout both wars. In each case, the White House assuaged public doubts with not only battlefield achievements but also assurances that the conflicts would soon end. President George W. Bush boldly bucked public opinion and escalated the Iraq war in 2007, just as President Richard Nixon did in Vietnam when he sent troops into Cambodia and Laos in 1970–71. But Bush, like Nixon, accompanied his bellicose action with an emphasis on turning the conflict over to the host government. He began withdrawing combat troops shortly after the last surge brigades were deployed. He also promised Iraq’s leaders that the United States would withdraw all its forces by the end of 2011. Had either president not reassured the public of an imminent withdrawal, the broad resistance to both wars in those critical periods would have exploded.

A U.S. Marine from Lima company passes an Afghan man during patrol in Helmand province, April 8, 2010.

A U.S. Marine from Lima company passes an Afghan man during patrol in Helmand province, April 8, 2010. (Asmaa Waguih / Reuters)

Whatever changes the United States wishes to see in the world, it must remember that the U.S. military exists to complete military missions, such as defeating Nazi Germany or driving Iraq out of Kuwait. When political leaders give the Pentagon broad goals of social transformation in the guise of “Phase IV stability operations,” they undermine support for even legitimate, low-cost military missions, such as an air campaign in Syria. Counterinsurgency was a recipe for defeat and retrenchment in the recent past, just as it was in the 1970s and will be again.

What, then, should U.S. policymakers do when faced with an insurgency? If possible, Washington should respond by backing friendly local forces. If not, it should accept the consequences of a victorious insurgency, contain its spread, and protect critical allies. But to embark on another U.S.-troop-centric counterinsurgency mission would do an injustice to the fine men and women who serve in the U.S. military.

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Corrupción en Chile: ¿asoma la punta del iceberg?

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Chile es según Transparencia Internacional el país menos corrupto de América Latina y uno de los menos corruptos del mundo: ocupa el puesto 21 de 175 del ranking mundial. Así al menos lo perciben sus habitantes. Quizá esta sea la razón por la que los recientes casos de corrupción han revolucionado a los medios de comunicación y a la sociedad chilena. Una de las grandes afectadas es la presidenta, Michelle Bachelet. Y no solo porque uno de los escándalos tenga como protagonistas a su hijo y a su nuera, sino porque el pueblo está perdiendo la confianza en la clase política.

La trama más delicada para la presidenta es el caso Caval. Su hijo, Sebastián Dávalos, y su mujer,Natalia Compagnon, son acusados de utilizar “información privilegiada” y “tráfico de influencias” a través de la empresa Caval, de la que Natalia es dueña de un 50% y Dávalos el gerente de proyectos. El millonario negocio inmobiliario está siendo investigado y la pareja imputada declaraba el 13 de marzo de 2015 ante la fiscalía.

La acusación contra Dávalos se conoció en mitad de otro juicio mediático, el caso Pentagate. Como si de una película se tratase, unos mensajes anónimos enviados en 2014 al Servicio de Impuestos Internosdestapaban un fraude fiscal en toda regla: uno de los mayores conglomerados económicos del país, elGrupo Penta, financiaba ilegalmente a políticos de la derecha opositora, además de defraudar al Estado unos cuatro millones de dólares, según la fiscalía. Algo parecido ocurría con Soquimich, empresa minera del exyerno de Augusto Pinochet, también investigada por pagos irregulares a personas y sociedades relacionadas a distintos partidos políticos.

A pesar de que la presidenta se desvincula de cualquier implicación, el caso Caval ha provocado una inevitable caída en su imagen pública. Bachelet asegura que nunca tuvo conocimiento de la naturaleza del negocio que su hijo y su nuera tramaban. Sus críticas públicas contra la especulación inmobiliaria tardaron en llegar y no han impedido que su respaldo popular caiga.

El caso Pentagate, por su parte, ha iniciado una espiral de desconfianza de los ciudadanos en sus políticos. Y no solo eso: ha puesto el foco sobre la financiación política en Chile, descubriendo la débil institucionalidad que regula el financiamiento electoral. Y para echar más leña al fuego, al Pentagate le sucedió el caso Yategate –la originalidad de los medios para etiquetar tramas corruptas no da abasto–: una comida organizada en un yate por el canciller Heraldo Muños en plena campaña de 2013 para buscar financiación para los socialistas. La legislación electoral no permite que extranjeros sin derecho a voto en el país aporten dinero para este fin. Según confirmaciones del ministerio de Relaciones Exteriores, a la comida habrían asistido diplomáticos latinoamericanos. Sin embargo, oficialmente se niega cualquier irregularidad, asegurándose que no hubo aportación económica por parte de extranjeros. Pero los medios especularon y la sociedad dudó. El daño ya estaba hecho.

Bachelet, decidida a capear el temporal 

La presidenta lucha como puede manteniendo una ambiciosa agenda de reformas sociales, a pesar de las críticas públicas. Asegura que no va a abandonar. Consciente de la realidad, admite que hay una “importante crisis de confianza”, pero lo plantea como una “tremenda oportunidad para llenar los vacíos legales” con el fin de que tramas de este tipo no vuelvan a suceder. Según ella, su silencio ante los escándalos, muy criticado, puede ser considerado un error, pero la intención era respetar la independencia de los poderes del Estado.

Según la encuesta Adimark, la popularidad de Bachelet se situaba en marzo bajo mínimos: su aprobación caía ocho puntos, llegando al 31%. El caso Caval ha hecho mucho daño a su figura, pero ¿es un daño reversible? La confianza ciudadana siempre es difícil de recuperar. Habrá que esperar al próximo informe de Transparencia Internacional para ver cómo varía la percepción ciudadana de la corrupción en Chile. De momento, la encuesta de Adimark realizada en marzo de 2015 muestra que el 81% de los encuestados desaprueba cómo Bachelet y su equipo de gobierno manejan la corrupción en los organismos del Estado, una cifra que crece en los últimos meses.

Chile corrupción

Bachelet admite que hay corrupción en Chile, pero que “no es generalizada”. El hecho de que se estén juzgando casos de corrupción que vinculan a grandes empresarios, incluso a su propio hijo, es según la presidenta “una demostración de que el gobierno no está haciendo ningún esfuerzo para tapar ninguna cosa”.

Un caso más para América Latina 

Los mencionados casos de corrupción de Chile se unen a una larga lista de escándalos en el continente que involucran a políticos y presidentes de gobierno. Se trata de una región caracterizada por altos niveles de corrupción, en los que destacaban dos excepciones: Chile y Uruguay.

Los medios de comunicación no han tardado en relacionar la crisis chilena con otros casos de corrupción que han involucrado a las grandes lideresas de la región: Cristina Kirchner en Argentina y Dilma Rousseff en Brasil. De la primera se investigan casos de soborno procedentes de su contratista Lázaro Báez, señalado como testaferro del matrimonio Kirchner, quien está siendo investigado por una operación de lavado de dinero. La segunda hace frente a multitudinarias protestas por el caso Petrobras, empresa de la que ella presidió el Consejo de Administración. Como respuesta, Rousseff ha anunciado un paquete de reformas anticorrupción, pero no ha conseguido apaciguar a las masas.

Las tres presidentas provienen de la izquierda política, y se ganaron al pueblo con promesas de acercar el poder a los ciudadanos y cambiar la relación entre el Estado y el mercado. Ahora se sumen en el descrédito político, sobre todo Rousseff y Bachelet, cuyos índices de popularidad caen en picado. La chilena se enfrenta a una crisis política que, según ella, ya se arrastraba desde otros presidentes. Con el paso del tiempo se resolverá la duda de si estamos solo ante la punta del iceberg. Y de si ese iceberg es capaz de hundir un barco llamado Bachelet.

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El Medio Oriente según Henry Kissinger

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En su reciente libro World Order, el influyente exsecretario de Estado y asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger presenta sus reflexiones y su visión acerca del curso de las cosas en el mundo. Además, lleva al lector a un recorrido histórico por las distintas nociones de orden internacional concebidas por el hombre. Al dejar de lado las controversias de índole moral que surgieron alrededor de su figura durante sus años en la función pública, Kissinger —de 91 años de edad— ha llegado a ser reconocido como un prolífico escritor e intelectual. Su análisis del mundo refleja el carácter más brillante de su persona y muestra que su pensamiento aún tiene vigencia en el mundo actual.

Desde sus primeros escritos, Kissinger se ha interesado profundamente por estudiar la distribución internacional del poder y la configuración sistémica que lo organiza entre las potencias. En World Order, quien fuera uno de los principales articuladores de la realpolitik en el escenario mundial, no se refugia en su experiencia personal en la Casa Blanca, pero enuncia una magistral lección en el realismo que debería ser tomado en consideración por quienes tienen en sus riendas la conducción de la humanidad. Por lo pronto, el autor reconoce que cada región o grupo con correspondencia geopolítica, sea de Occidente, de Asia o del Medio Oriente, ha consagrado en algún momento de su historia un zeitgeist propio sobre el mundo. A través de los enfrentamientos entre los poderes locales, eventualmente cada región llegó a un entendimiento particular del pasado, del presente y del futuro, en principio cada uno de ellos irreconciliable el uno con el otro.

Esto podría sonar a “choque de civilizaciones”, como indica una crítica publicada en The Guardian, pero como corolario de lo postulado por Samuel Huntington (aunque no hace mención explícita a una fractura civilizacional), Kissinger insiste que las diferencias culturales pueden y deben ser salvadas para dar forma a un orden mundial consensuado, aceptable por todas las partes. Para él, lo importante es saber cómo las distintas tradiciones culturales entienden el concepto de orden: la base de las relaciones internacionales.

Al ver que los agravios y las tensiones en el Medio Oriente se encuentran en un punto álgido e histórico —que enfrenta abiertamente no solo a occidentales con islamistas, sino también a sunitas contra chiítas—, el texto del experimentado estratega ubica al lector en perspectiva. Muestra que la raíz de los actuales conflictos se origina en la incompatibilidad de nociones contrapuestas sobre el estado natural de las cosas. En este sentido, Kissinger señala que “en ningún lugar es el desafío de orden internacional más complejo, en términos de organizar el orden regional como de asegurar la compatibilidad de dicho orden con la paz y la estabilidad en el resto del mundo”, como en el Medio Oriente. La gran pregunta que el autor se limita a responder escuetamente es cómo reconciliar el concepto de orden prevalente en el Islam con un concepto de orden mundial todavía no definitivo del todo.

Cosmovisiones contrapuestas

A diferencia de Occidente, que desarrolló un compromiso hacia la idea de que el mundo era externo al observador, el mundo islámico concibió la idea contraria al entender que el mundo se comprende por medio de la experiencia religiosa (interna) del creyente. Desde el Renacimiento, los europeos concibieron que el conocimiento se obtenía por medio de la recolección y la clasificación de la información. Como productor de datos objetivos, el método científico podía ser extrapolado a la política, al reformular el proceso de toma de decisiones a partir de la elección de la alternativa más conveniente (al menos analíticamente justificable).

Al describir la trama evolutiva del mundo islámico, Kissinger acierta al señalar que la contemplación externa no echó raíces y que por ende, en su mayor parte, la toma de decisiones se basaba en la contemplación de fuentes divinamente inspiradas, las cuales no necesariamente examinaban la opción más pragmática como la mejor solución posible. El rápido avance del Islam por tres continentes proveyó a sus creyentes la prueba irrefutable de que su religión era un sistema completo y rector, con instrucciones infalibles para cada aspecto de la escena pública y privada.

En cuanto a Europa, dada la multiplicad de sus actores políticos, sus perpetuos vaivenes y sus enfrentamientos históricos, para el siglo XVII dio forma a una idea de orden basado en la noción de “balance de poder”, al predicar como una necesidad estratégica para prevenir que un gran hegemón pudiera desbancar la estabilidad. El equilibrio entre fuerzas se convirtió en la política rectora de los asuntos europeos por defecto. A la larga se convirtió en una característica definitoria de la diplomacia occidental. Conceptualmente, el balance de poder no es un cálculo que responde a consideraciones morales, pero es un instrumento de la estrategia para prevenir el conflicto, conformando un sistema ecuánime donde cada Estado goza de soberanía o protección por una tercera parte.

El concepto de orden islámico virtualmente presume lo contrario. El cálculo no es estratégico sino moral y se instruye a partir de la noción de que el Islam per se es una religión y un Estado mundial multiétnico a la vez. El Islam constituye su propio orden mundial: en vez de un balance de poder, adopta una noción que polariza al mundo entre Dar al-Islam (la casa del Islam), donde se encuentran las entidades gobernadas por la ley islámica, y Dar al-Harb (la casa de la guerra), que reúne a todas las demás entidades gobernadas por no musulmanes.

The Sunday Times Laurent GillieronThe Sunday Times Laurent Gillieron

Tradicionalmente, siguiendo sus propias fuentes, los musulmanes tenían prohibido asentarse en territorios no musulmanes donde no podrían cumplir la práctica de los preceptos religiosos. Los gobernantes, si bien podían hacer tratos con los Estados “infieles” (y de hecho lo hacían), debían siempre partir de la premisa que los acuerdos debían ser abrogados más adelante, justamente para esparcir el Islam. Según el pensamiento ortodoxo, una entidad no musulmana puede ser reconocida como una realidad o como un hecho consumado, pero lo que no se puede hacer es concederle legitimidad. Todo orden que escape de la soberanía islámica queda automáticamente reducido al carácter de una aberración ilegítima. Por tanto, en función del registro religioso, los musulmanes no pueden estimar como iguales a los no musulmanes, rompiendo así con la presunción de ecuanimidad que garantiza el ordenamiento (europeo) moderno.

De regreso al viejo continente, como ninguna fuerza podía imponer su voluntad sobre otra de forma continua y decisiva, Kissinger asienta que el arte del gobierno del príncipe europeo deriva de la valoración del equilibrio y de la resistencia a las proclamaciones de gobernanza universal. Esto se profundizó especialmente a partir de la reforma protestante, puesto que destruyó el concepto de orden de la “cristiandad” basado en las “dos espadas”: la del papado y la del imperio. Al final, las conflagraciones religiosas intracristianas dejaron al Estado mejor posicionado frente al poder de la Iglesia. Desde entonces, luego de la Paz de Westfalia que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en 1648, cada Estado comenzó a reclamar para sí, en consenso con los demás, soberanía para determinar su propia religión. Acordaron entonces que ninguna entidad podría entrometerse en los asuntos internos de terceros Estados. En resumen, este arreglo formó la base del orden moderno, también llamado westfaliano, que pronto se difundió con el impulso del colonialismo europeo —no sin resistencia— por el resto del mundo.

El fenómeno del islamismo representa una inversión total del sistema westfaliano. Los islamistas no conciben un orden contemplado en el balance entre fuerzas contendientes y en el respeto por la soberanía de cada parte. Para ellos, el Estado no puede ser la unidad básica de un ordenamiento internacional solo porque, bajo los estándares actuales, los Estados son seculares y por tanto ilegítimos. En el mejor de los casos, los Estados pueden ser tolerados siempre y cuando se piensen no como un fin en sí mismo, sino como un instrumento provisional creado para imponer una entidad religiosa en una escala más amplia. Como resultado, el principio práctico de no interferencia en los asuntos internos de otros países queda igualmente desprovisto de legitimidad. Aceptarlo significaría renunciar al deber moral, divinamente ordenado, de consagrar un orden mundial islámico. Esto queda reflejado por la máxima yihadista: “Amamos la muerte tanto como ustedes aman la vida”. O bien, como expresa Kissinger, en que “la puridad, y no la estabilidad, es el principio ordenador de esta concepción [islámica] de orden mundial”.

 

El conflicto árabe-israelí

Por otra parte, Kissinger observa, como hacen también otros analistas, que la Primavera Árabe ha expuesto las contradicciones internas del mundo islámico. A la luz de este argumento se debate una síntesis entre el concepto de orden basado en la primacía del Estado moderno y entre otro basado en la tradición autóctona derivada de la religión.

El conflicto árabe-israelí ilustra a la perfección esta situación. Israel es por definición —dice Kissinger— un Estado westfaliano. A la par de los Estados árabes condicionados por sus memorias históricas, miran al orden internacional en mayor o menor medida conforme lo prescrito por el legado del Islam. Esta diferencia fundamental es la razón del conflicto. No se trata simplemente de una serie de controversias convencionales, como disputas territoriales, arreglos de seguridad o acceso a los recursos. El conflicto no es explícitamente territorial, porque lo que está en juego son miradas antagónicas de orden. Por esta razón, una solución a largo plazo debe necesariamente contemplar la posibilidad de una coexistencia entre la construcción westfaliana (moderna) y la concepción islámica. Kissinger no podría estar más en lo cierto.

YaquiqueYaquique

En miras a encontrar un acuerdo, Kissinger señala que Israel va un paso más allá del Tratado de Westfalia al pedir que sea reconocido como un Estado judío, ya que se está metiendo en un campo que afecta directamente las sensibilidades de los musulmanes. Al postular su vieja receta práctica, Kissinger deja en claro que lo que importa no son las etiquetas, sino los pasos concretos que conducen a aceptar la realidad de Israel mediante el resguardo de su seguridad. Para el estratega, este es el punto de partida indispensable para llegar a un arreglo.

 

Causas universalistas

Irán es otro punto focalizado en World Order. Desde la revolución islámica en 1979, Irán pasó a ser una entidad posicionada en un cruce entre dos concepciones de orden mundial. Por un lado, su gobierno llama abiertamente a la destitución del sistema westfaliano, pero irónicamente al mismo tiempo se sostiene sobre la base del sistema que quiere destruir. Aunque el movimiento islamista en el poder añora un orden islámico, Irán no renunció a los derechos y privilegios del Estado moderno. El país tiene su lugar en la Organización de las Naciones Unidas, lleva a cabo sus relaciones comerciales de acuerdo a las prácticas internacionales vigentes y, al igual que todos los demás Estados, posee embajadas en el extranjero, incluidos los países no musulmanes.

ParadójicamenteKissinger advierte sobre los riesgos de que los propios occidentales emprendan campañas idealistas para proselitizar la democracia por el mundo. En este sentido, si bien el autor se reconcilia y reconoce valor en el intrínseco idealismo estadounidense, recuerda que los principios morales dejados a su suerte, carentes de una estrategia clara para ponerlos en práctica, no conducirán a la proliferación de valores liberales por el mundo, sobre todo en regiones que se encuentran insertas en otras culturas con un entendimiento diferente sobre legitimidad y poder. “El orden y la libertad —dice—a veces descritos como un polo opuesto en el espectro de la experiencia, deberían ser entendidos en cambio como interdependientes.” En otras palabras, una estrategia práctica necesita esgrimirse con un principio para tener un propósito, y a su vez, las ideas abstractas necesitan de una serie de pasos materializables, todo en pos de conducir la política internacional a un sano equilibrio.

De acuerdo con el Exsecretario de Estado, la actitud de Estados Unidos hacia Irán y hacia otros países comandados religiosamente, como Arabia Saudita, no puede basarse en un simple cálculo de balance de poder o en una agenda de democratización. La agenda debe ser armada tomando en cuenta los valores, la tradición y la experiencia de estos países. En una columna acerca de World Order, Hillary Clinton argumenta que su foco como secretaria de Estado fue precisamente esto que Kissinger reconoce. Aquello que Clinton concibió como smart power o “poder inteligente” —una combinación entre el poder blando y el poder duro—sería la respuesta (inteligente) estadounidense a un mundo que demanda un orden internacional legitimado y consensuado por sus líderes y ciudadanos.

Pero lejos de introducir algo nuevo, detrás del maquillaje semántico, Kissinger recuerda que el enfoque de realpolitik adquiere precedencia para abordar los desafíos del siglo XXI. A pesar de haber apoyado la invasión a Irak en 2003, en vista de los acontecimientos en el mundo árabe, este prominente pensador realista le habla a los neoconservadores en Washington y les dice que deben dejar de ilusionarse con el prospecto de que las masas cansadas y abusadas de los países islámicos congenien gobiernos con principios occidentales. Sin embargo, dado que no se puede volver atrás, Kissinger critica a Barack Obama por tirar a la basura la faceta del proyecto de la era George W. Bush que apuntaba a estabilizar a Irak. Además, critica la falta de énfasis del gobierno actual en rellenar el vacío de poder que dejó la caída de Saddam Hussein e indica que antes de una “estrategia de salida”, lo que se necesita es una estrategia puntual a secas.

 

La realpolitik y el balance de poder como la mejor solución

En realidad, lo que se requiere es un cambio de tácticas para llegar esencialmente a los mismos resultados. Sin perder de vista su sentido de dirección y sus objetivos cabales en el plano diplomático, como por ejemplo en el desmantelamiento del programa nuclear iraní, World Order insiste en que las democracias occidentales deberían acomodarse a las realidades y desde allí trabajar cuidadosamente, siempre en consideración de la concepción de orden de sus contrapartes no liberales. Si se lee el texto entrelineas, esto no implica obligatoriamente conciliar a la usanza occidental, mediante la diplomacia de la sucesiva presentación de propuestas y contraofertas para resolver una disputa. Como bien lo justifica Kissinger, en las culturas orientales este camino es interpretado como debilidad. Lo que realmente está discutiendo, es que la consecución de un orden mundial dependerá del grado de flexibilidad que las regiones o países con cosmovisiones características puedan articular para encontrar puntos medios entre sus diferencias.

Por todo esto, Kissinger propone una revaloración de la vieja práctica que en el pasado supo conducir (para bien o para mal) desde Washington. Aunque difícil de practicar, Kissinger propone revisar el concepto de balance de poder, partiendo del hecho básico de que los arreglos entre las fuerzas nunca son estáticos, pues siempre están en continuo movimiento. Esta mítica figura de la Guerra Fría concede a Estados Unidos el papel de garante de este balance de poder. Para él, la configuración sistémica propuesta, si es respaldada consistentemente por la política exterior estadounidense, conducirá eventualmente a la aparición de líderes con visión de paz.

Finalmente, Kissinger postula que para alcanzar un orden mundial genuino, sus componentes deben adquirir una segunda cultura mundial que pueda coexistir con sus propios valores. Esta nueva cultura debe ser estructural y debe esbozar un concepto jurídico de orden que trascienda las perspectivas e ideales de una sola región o país. “En este momento en la historia —agrega— esto sería una modernización del sistema westfaliano de acuerdo a las realidades contemporáneas.” El objetivo de nuestra era, concluye, “debe ser alcanzar dicho equilibrio, restringiendo mientras tanto a los perros de la guerra”.

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Perspectivas económicas mundiales mejorarán en 2015, aunque tendencias divergentes generan riesgos hacia la baja, señala Banco Mundial

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Después de otro año decepcionante en 2014, este año los países en desarrollo deberían experimentar un alza en su crecimiento gracias en parte al impulso que generan los precios del petróleo bajos, el fortalecimiento de la economía de EE.UU., tasas de interés mundiales que siguen apuntando hacia la baja y a la disminución de las contrariedades en varios mercados grandes y emergentes, señala el informe del Grupo Banco Mundial Perspectivas Económicas Mundiales (GEP), publicado hoy.

Tras el crecimiento que bordeó el 2,6 % en 2014, las proyecciones muestran que la economía del mundo crecerá 3 % este año, 3,3 % en 2016 y 3,2 % en el año 2017[1], según predice el emblemático informe bianual del Banco Mundial. Las naciones en desarrollo crecieron un 4,4 % en 2014 y se espera que en 2015 bordeen el 4,8 %y se fortalezcan en 5,3 % y 5,4 % en 2016 y 2017, respectivamente.

“En ese incierto entorno económico, los países en desarrollo deben desplegar sus recursos de manera juiciosa para apoyar programas sociales con un foco muy preciso y emprender reformas estructurales que inviertan en la gente”, sostuvo el Presidente del Grupo Banco Mundial Jim Yong Kim. “También es fundamental que los países retiren los obstáculos innecesarios a la inversión del sector privado, actor que por lejos es la principal fuente de empleos y que puede sacar a cientos de millones de personas de la pobreza”.

Tras esta débil recuperación mundial se encuentran tendencias cada vez más divergentes con importantes implicancias para el crecimiento global. En Estados Unidos y el Reino Unido, la actividad está tomando nuevo impulso a medida que el mercado laboral se sana y la política monetaria sigue muy acomodaticia. Sin embargo, la recuperación ha sido más inestable en la zona del euro y en Japón, que heredaron el retardo de la crisis financiera. China, por su parte, está experimentando una desaceleración cuidadosamente administrada con un crecimiento lento aunque robusto de 7,1 % este año (7,4 % en 2014), 7 % en 2016 y 6,9 % en 2017. Y el colapso de los precios del petróleo tendrá tanto ganadores como perdedores.

Los riesgos en las perspectivas siguen inclinándose hacia la baja, debido a cuatro factores. En primer lugar está la persistente debilidad del comercio mundial. En segundo, está la posibilidad de que la volatilidad del mercado financiero en la forma de tasas de interés en las principales economías aumente en diferentes momentos. Y en tercer lugar, está el nivel de tensión que generarán los bajos precios del petróleo en los balances de los países productores. El cuarto es el riesgo de un período prolongado de estancamiento o deflación en la zona del euro o en Japón.

“Lo más preocupante es que el estancamiento de la recuperación en algunos países de ingreso alto e incluso de ingreso medio puede ser síntoma de males estructurales más profundos”, sostuvo Kaushik Basu, Vicepresidente superior y economista principal del Banco Mundial. “A medida que el crecimiento demográfico bajó su ritmo en muchos países, el grupo de trabajadores más jóvenes es más pequeño, poniendo presión sobre la productividad. Pero hay luz al final del túnel. El menor precio del petróleo, que se espera se mantendrá durante 2015, está bajando la inflación en todo el mundo y es probable que retarde los repuntes en las tasas de interés en los países ricos. Esto genera una oportunidad para los países importadores de petróleo, como China e India; esperamos que el crecimiento de India llegue al 7 % en 2016. Lo que es fundamental es que las naciones aprovechen esta oportunidad para impulsar reformas fiscales y estructurales, las cuales pueden incrementar el crecimiento a largo plazo y el desarrollo inclusivo”.

A partir de la recuperación gradual del mercado laboral, un menor ajuste presupuestario, precios bajos de los productos básicos y costos de financiamiento aún reducido, se espera que el crecimiento conjunto en los países de ingreso alto ascienda levemente al 2,2 % este año (1,8 % en 2014) en 2015 y cerca de 2,3 % en 2016-2017. El crecimiento en Estados Unidos debería acelerarse a 3,2 % este año (a partir de2,4 % el año pasado) antes de moderarse a 3 % y 2,4 % en 2016 y 2017, respectivamente. En la zona del euro, la inflación incómodamente baja podría prolongarse. El pronóstico para el crecimiento en la zona del euro es un lento 1,1 % en 2015 (0,8 % en 2014), que alcanzará un 1,6 % en 2016-2017. En Japón, el crecimiento se elevará a 1,2 % en 2015 (0,2 % en 2014) y 1,6 % en 2016.

Es probable que los flujos comerciales sigan siendo débiles en 2015. Desde la crisis financiera global, el comercio se ha desacelerado significativamente, creciendo menos del 4 % en 2013 y 2014, muy por debajo del crecimiento promedio previo a la crisis, el que alcanzaba 7 % al año. La desaceleración se debe en parte a la debilidad de la demanda y a lo que parece ser una menor sensibilidad del comercio a los cambios en la actividad mundial, concluye el análisis en el informe. Los cambios en las cadenas de valor a nivel mundial y una composición variable de la demanda por importaciones pueden haber contribuido a disminuir la capacidad de respuesta del comercio ante el crecimiento.

Las proyecciones señalan que los precios de los productos básicos permanecerán bajos en 2015. Como se analiza en un capítulo del informe, la caída inusualmente precipitada del precio del petróleo en el segundo semestre de 2014 podría reducir significativamente las presiones inflacionarias y mejorar los saldos en cuenta corriente y de las arcas fiscales en los países en desarrollo importadores de petróleo.

“La baja en el precio del crudo originará cambios notables en el ingreso real desde los países exportadores a los países importadores de petróleo. Tanto para exportadores como para importadores, la baja en los precios representa una oportunidad para llevar a cabo reformas que puedan aumentar los recursos fiscales y servir a objetivos ambientales más amplios”, agregó Ayhan Kose, Director de Perspectivas de desarrollo del Banco Mundial.

Entre los países grandes de ingreso medio que se beneficiarán de los precios más bajos del petróleo se encuentra India, donde se espera que el crecimiento se acelere a 6,4 % este año (a partir de 5,6 % en 2014) y alcance 7 % en 2016-2017. En Brasil, Indonesia, Sudáfrica y Turquía, la caída en los precios del petróleo ayudará a reducir la inflación y el déficit en cuenta corriente, una causa importante de vulnerabilidad para muchos de estos países.

Sin embargo, si se sostienen los precios bajos del petróleo, se debilitará la actividad en los países exportadores. Por ejemplo, para la economía rusa se proyecta una contracción de [2,9] % en 2015, la que podría entrar nuevamente en un terreno positivo en el año 2016, cuando se espera un crecimiento de [0,1] %.

A diferencia de los países de ingreso medio, la actividad económica en los países de ingreso bajo se fortaleció en 2014 debido al aumento en la inversión pública, la expansión significativa del sector de servicios, buenas cosechas y entradas importantes de capital. Se espera que el crecimiento en los países de ingreso bajo mantenga su solidez en 6 % entre 2015 y 2017, a pesar de que la moderación en los precios del petróleo y otros productos básicos frenará el crecimiento en los países de ingreso bajo exportadores de estos bienes.

“Los riesgos para la economía global son considerables. Los países que cuentan con marcos de políticas relativamente más confiables y los gobiernos que se orienten hacia las reformas estarán en mejor posición para sortear los desafíos de 2015”, concluyó Franziska Ohnsorge, autora principal del informe.

Aspectos regionales destacados:

La región de Asia oriental y el Pacífico continuó su ajuste gradual hacia un crecimiento más lento, pero más equilibrado. El crecimiento regional cayó a 6,9 % en 2014 como consecuencia del endurecimiento normativo y las tensiones políticas que compensan un aumento en las exportaciones en línea con la recuperación actual en algunas economías de ingreso alto. El pronóstico a mediano plazo es de un alivio adicional en el crecimiento a un 6,7 % en 2015 y un pronóstico estable de ahí en adelante, situación que refleja una desaceleración gradual en China, la que será compensada por un repunte en el resto de la región en 2016-2017. En China, reformas estructurales, el retiro gradual del estímulo fiscal y medidas prudenciales permanentes para frenar la expansión del crédito no bancario se traducirán en una desaceleración del crecimiento a 6,9 % en 2017, en comparación con el 7,4 % en 2014. En el resto de la región, el crecimiento se fortalecerá a 5,5 % en 2017 con el apoyo de la solidez de las exportaciones, una mejor estabilidad política y el fortalecimiento de la inversión.

Según las estimaciones, el crecimiento en la zona en desarrollo de Europa y Asia Centraldisminuyó a 2,4 %, menos de lo que se esperaba en 2014, debido a que la recuperación intermitente en la zona del euro y el estancamiento en Rusia plantearon dificultades. Por el contrario, el crecimiento en Turquía superó las expectativas a pesar de una desaceleración de 3,1 %. Se espera que el crecimiento regional repunte a 3 % en 2015, a 3,6 % en 2016 y a 4 % en 2017, pero con una divergencia considerable. La recesión en Rusia frena el crecimiento de la Comunidad de Estados Independientes, aunque la recuperación gradual de la zona del euro debería aumentar el crecimiento en Europa central y oriental y Turquía. Las tensiones entre Rusia y Ucrania y las respectivas sanciones económicas, la posibilidad de un estancamiento prolongado en la zona del euro y la disminución sostenida de los precios de los productos básicos siguen siendo los principales riesgos hacia la baja en la región.

El crecimiento en América Latina y el Caribe se desaceleró notoriamente al 0,8 % en 2014, pero con avances divergentes en toda la región. América del Sur se desaceleró bruscamente cuando factores internos, agravados por la desaceleración económica en la mayoría de los socios comerciales y la caída mundial de los precios de los productos básicos, causaron estragos en algunas de las economías más grandes de la región. Por el contrario, el crecimiento en América del Norte y Central fue sólido gracias al fortalecimiento de la actividad en Estados Unidos. Mejores exportaciones impulsadas por la recuperación permanente entre países de ingreso alto y flujos de capital firme deberían levantar el crecimiento del PIB regional a un promedio cercano al 2,6 % en 2015-17. Una desaceleración más fuerte de lo esperado en China y una caída más pronunciada de los precios de los productos básicos representan riesgos importantes a la baja en las perspectivas.

Tras años de agitación, algunas economías de Oriente Medio y Norte de África parecen haberse estabilizado, aunque el crecimiento sigue siendo frágil y desigual. En los países importadores de petróleo, el crecimiento se mantuvo prácticamente sin cambios en 2014, aunque la actividad en los países exportadores de petróleo se recuperó ligeramente después de contraerse en 2013. El desequilibrio externo y fiscal sigue siendo importante. Se espera un repunte gradual del crecimiento a 3,5 % en 2017 (de 1,2 % en 2014). Los riesgos que implican la agitación regional y la volatilidad del petróleo son considerables; persisten las transiciones políticas y los desafíos para la seguridad. Las medidas para hacer frente a antiguos desafíos estructurales se han retrasado en varias ocasiones y el alto nivel de desempleo sigue representando un fuerte desafío. Los precios más bajos del petróleo ofrecen una oportunidad para eliminar los fuertes subsidios a la energía en la región, en los países importadores de petróleo.

En Asia meridional, el crecimiento se elevó aproximadamente a 5,5 % en 2014 en comparación con un bajo 4,9 % en 2013, que duró 10 años. El repunte fue impulsado por India, la mayor economía de la región, que resurgió después de dos años de crecimiento moderado. Las proyecciones indican que el crecimiento regional aumentará a 6,8 % en 2017, a medida que las reformas alivien las restricciones al abastecimiento en India, se terminen las tensiones políticas en Pakistán, se sigan fortaleciendo las remesas en Bangladesh y Nepal y se fortalezca la demanda por las exportaciones de la región. Ajustes anteriores redujeron la vulnerabilidad frente a la volatilidad del mercado financiero. Los riesgos tienen principalmente un carácter político y nacional. Mantener el ritmo de las reformas y la estabilidad política es clave para aprovechar el reciente impulso de crecimiento.

En el año 2014, el crecimiento mejoró solo levemente en África al sur del Sahara. Se espera que se mantenga sin cambios en 2015, en 4,6 % (menos de lo esperado anteriormente), en gran parte debido a precios de los productos básicos más moderados, para luego repuntar gradualmente a 5,1 % en 2017, apoyado por inversión en infraestructura, mayor producción agrícola y el auge en el sector de servicios. El pronóstico está sujeto a riesgos a la baja significativos debido a una nueva propagación de la epidemia de ébola, insurrecciones violentas, bajos precios de los productos básicos y volatilidad de las condiciones financieras globales. Las prioridades en materia de políticas incluyen la necesidad de aplicar restricciones presupuestarias en algunos países de la región y un cambio del gasto hacia fines cada vez más productivos, dadas las graves limitaciones en cuanto a infraestructura. La selección y gestión de proyectos podrían mejorar con mayor transparencia y rendición de cuentas en el uso de los recursos públicos.

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