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Un marco para la acción en tiempo de cambios.

 

Hoy en día, o tienes una Estrategia de Seguridad Nacional o no eres nadie. Sin ir más lejos, Nueva Zelanda tiene una. Si no la tienes, no eres “estratégico”, no tienes “visión global”, careces de un “marco omnicomprensivo de referencia”. Vives en Vetusta. Lo dicho, no eres nadie.

Así que te pones manos a la obra. El punto de partida es fácil. La seguridad es el primer bien que cualquier grupo humano debe proteger, y el Estado moderno no es una excepción. Es la primera necesidad a cubrir. De hecho es condición previa para poder atender cualquier otra necesidad. Hasta la ONG más recelosa de lo militar ha terminado convenciéndose de que “crear un entorno de seguridad” es la primera condición para poder sembrar paz y desarrollo con una mínima posibilidad de que fructifique. La seguridad es por tanto uno de los valores fundamentales, el “interés más vital” que decía John Stuart Mill. Hacer una estrategia sobre un interés tan mayúsculo parece algo razonable.

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Y si avanzamos un poco más en la exploración sentimos que pisamos terreno todavía más firme. La seguridad no es sólo un valor supremo sino que además parece ser ideológicamente “neutral”. Un chollo. Muy pocos valores, por no decir ninguno se ajusta a esta descripción. La libertad por ejemplo. Es un valor supremo, nadie lo duda. Pero la percepción que de ella se tiene, su preeminencia en la escala de valores depende no sólo de las ideas sobre ella y lo que implica, sino también  de la posición de cada uno en la cadena alimentaria. Se esté donde se esté en esa cadena, la seguridad es precondición para desarrollar cualquier proyecto personal. La libertad también, pero el alcance del proyecto dependerá de tu visión de ella. Ser kantiano es algo digno de admiración, aunque tremendamente duro, para qué nos vamos a engañar. Si no lo eres, don Immanuel se te aparecerá por las noches para recordarte tu debilidad. Será un valor absoluto, pero vivirla y no digamos defenderla, puede llegar a ser extremadamente subjetivo. Y qué decir de otros valores como la igualdad o la justicia.

Es cierto que en un plano de reflexión más profundo, la seguridad como valor empieza a perder su vitola de ideológicamente neutral (véase Coery Robin, Fear: Across the Disciplines). Pero esa reflexión se refiere, en carácter y contenido, a elementos ajenos a los que contempla una estrategia de seguridad. Es una reflexión ligada a los límites de la seguridad individual, en la perspectiva de los derechos del otro. En la estrategia, la seguridad es un valor común, no individual. Obviamente, estamos sólo en un ámbito democrático, el que define un Estado de derecho, en cualquier otro, la seguridad no es un bien público que haya que garantizar, es el mecanismo de defensa de los privilegios de una minoría. La mayoría está en una situación de inseguridad esencial.

Cuando te pasas la vida mirando hacia fuera es lógico que sitúes las amenazas en el exterior. El mundo es hostil. Se dice incluso que vive en Estado de Naturaleza. El ser humano nunca vivió en ese estado. Francis Fukuyama muestra con brillantez en la obra The Origins of Political Order que el estado de naturaleza fue simplemente un mecanismo heurístico, extremadamente ingenioso, para revelar la naturaleza humana, las características más profundas del ser humano una vez que se le despoja de lo que le ha incorporado la civilización y la cultura. Pero los grupos sí están en esa situación, y en particular la forma más acabada de organización de esos grupos, los Estados. Así, el mundo de Estados soberanos e independientes es lo más aproximado al Estado de Naturaleza que el ser humano ha llegado a producir. Eso no quiere decir que los Estados se comporten, ni mucho menos sean, sociópatas terroríficos al estilo de los malos malísimos de esos video-juegos donde los niños y los ancianos deben morir primero. Lo que quiere decir, simplemente, es que lo único en lo que los Estados se han puesto de acuerdo es en un supuesto derecho a la defensa propia, a preservar su existencia y a hacer lo que sea necesario para ejercer ese derecho. Por supuesto, ahí está el problema, cada Estado juzga cuándo y cómo su seguridad está amenazada, lo juzga “soberanamente”. Eso es estar en Estado de Naturaleza. Un equilibrio inestable donde los haya.

Hay épocas en las que ese equilibrio es aún más precario. Más allá de las guerras mundiales, las épocas que se llevan la palma son las de transición, es decir, aquellas en las que se va dibujando un mundo nuevo, diferente, generalmente como resultado del agotamiento o colapso del anterior. Estamos ahora en uno de esos momentos. La estabilidad que proporcionaba la destrucción mutua asegurada de la guerra fría fue sustituida, con el colapso de la Unión Soviética, por un efímero tiempo imperial de Estados Unidos. Tendencias como la transferencia de poder, la difusión de éste, el restablecimiento de Asia en su papel central milenario o las nuevas interdependencias de fenómenos y procesos están definiendo un mundo nuevo. Todas las transiciones son complejas y por definición más arriesgadas porque entrañan incertidumbre sobre hacia dónde se va. Decididamente, no viene mal un papel, llamémosle estrategia, que intente hacerse cargo de esos cambios, definir una aproximación compartida por toda la sociedad y fomente más reflexión y acción.

Cuando crees que ahí se acaba el trabajo, otros, personas inteligentes y sensatas, más acostumbradas a mirar hacia dentro que hacia fuera, te hacen ver que lo tuyo es sólo una parte, y pequeña, de la historia.  Empiezan a desgranar toda una panoplia de riesgos y amenazas. Cada pliegue de la realidad social, cada recoveco de las decisiones y actividades humanas, individuales y colectivas, esconde un riesgo, una posibilidad de que todo vaya mal, una vulnerabilidad susceptible de ser aprovechada, explotada. No hay que alarmarse, ningún problema, simplemente, la postmodernidad se está despeñando sobre ti.

La postmodernidad tiene muchas cosas buenas. Una de ellas es el haber sembrado una saludable desconfianza hacia la racionalidad y el progreso. Una consecuencia no deseada, pero evidente, de esta desconfianza es la penetración del miedo en la sociedad, y con él, del concepto de riesgo. Durante milenios el principal y casi único temor del ser humano era a la naturaleza. La modernidad, con el progreso económico y la revolución industrial, introdujo el temor, la inseguridad de la propia posición en el sistema productivo. De forma casi paradójica, el avance científico y tecnológico ha ido incrementando la sensación de riesgo, de peligro, de fragilidad. Una narrativa de seguridad podría ambicionar, en principio, dar cabida a todos los miedos de la postmodernidad, siquiera tamizados por la “racionalidad” de la teoría de riesgos –asignar probabilidades a eventos y tomar decisiones en consecuencia es uno de los desarrollos intelectuales más fascinantes de los últimos cuarenta años–. Pero es una tarea vana.

Una selección inteligente, limitando, en número y anticipación catastrófica, las amenazas e incertidumbres se va traduciendo en una narrativa razonable. Entonces, a alguien se le ocurre lo que de verdad va a cambiar algo (las narrativas pueden cambiar percepciones, pero la realidad rara vez se da por enterada de ellas). Se trata de sacar consecuencias institucionales, en sentido amplio, es decir, no sólo qué órganos se van a preocupar de los riesgos y amenazas, sino cómo la necesidad primaria de esta preocupación debe permear toda la sociedad. Cuando te quieres dar cuenta el trabajo está hecho. Es sólo el punto de partida. No eres más estratégico que antes, pero sí tienes algo que no tenías: un marco para la acción.

Los críticos se fijarán en la narrativa. Algunos incluso dirán que esa narrativa no existe y que ese es el principal problema. Otros en el catálogo de riesgos y amenazas: falta esto o aquello. Los menos en la cuestión institucional, siempre más compleja. El debate es parte de la Estrategia. Bienvenido sea.

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