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¿POR QUÉ UNA LEY GENERAL DEL TRABAJO?

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Por Edgardo Balbín Torres*

Recordar por qué es urgente la aprobación del proyecto de Ley General del Trabajo (LGT) puede resultar especialmente importante ahora que desde algunos sectores del Gobierno se promocionan otras medidas de reforma para cierto sector de trabajadores (¿MYPES?), cuya orientación –de disminución de beneficios o acceso progresivo a éstos- resultaría distinta a la del proyecto de LGT. Aunque estas recientes iniciativas de reforma irían, según lo anunciado, en camino paralelo al proyecto de LGT y tendrían carácter transitorio, hay razones para sospechar que quizá algunos desearían convertir la novedosa propuesta de reforma en permanente o, incluso, sustitutoria a la de la LGT. No es casual que hoy reviva un antiguo discurso según el cual el proyecto de LGT, por reforzar los niveles de protección laboral vigentes, conforma una propuesta inviable en una realidad como la nuestra, marcada por la informalidad y el subempleo. Estas breves líneas tienen por objeto destacar sólo algunos aspectos que esperamos, contribuyan a rebatir estas afirmaciones y justificar el carácter urgente que tiene la aprobación de la LGT.

La construcción de una cultura de diálogo en el proceso de discusión de la LGT

Convendría recordar en primer lugar que la necesidad de contar con una LGT es fruto de un primer consenso político y social alcanzado en el foro del Acuerdo Nacional. En dicho escenario y en plena efervescencia del recién recuperado régimen democrático (2001-2002), el Gobierno y diversas organizaciones de la esfera política y de la sociedad civil –entre ellas el APRA y la CONFIEP- acordaron respaldar la aprobación de la LGT como medida indispensable para alcanzar un empleo digno y productivo (Décimo Cuarta Política de Estado). Es cierto que junto con la LGT se hacía mención también a la necesidad adoptar otras medidas destinadas a ampliar el acceso progresivo a derechos laborales en las microempresas, pero es razonable deducir que estas medidas encontrarían sentido sólo en tanto conducen a los trabajadores de las MYPE al disfrute efectivo de los derechos establecidos en el régimen general (el de la LGT). De allí, el carácter excepcional y transitorio que les otorgan los consensos del Acuerdo Nacional y la importancia de someterlas, al igual que la LGT, al dialogo social en el Consejo Nacional del Trabajo.

Pero no sólo eso. Además de gozar del respaldo de los actores sociales en el foro del Acuerdo Nacional, el contenido del proyecto de LGT ha sido discutido por más de cuatro años en el Consejo Nacional del Trabajo, instancia de dialogo de composición tripartita. Los consensos logrados han sido significativos en número y aunque no han alcanzado la totalidad del contenido del proyecto, el proceso de discusión ha sentado un precedente de mucha importancia en la tarea de construcción de una cultura de dialogo y participación en nuestro país. Sería la primera vez que la legislación laboral es resultado del dialogo y la participación de los actores sociales.

Sin duda, y al margen de las naturales diferencias entre empresarios y trabajadores en cuanto a temas como el despido o la contratación temporal, la participación de las organizaciones de empresarios en este largo proceso de discusión en el Consejo Nacional de Trabajo sólo puede ser entendida como un respaldo a la reforma de la LGT. De un inicial rechazo empresarial a la discusión de la LGT, hemos transitado a la participación activa de los gremios empresariales en la discusión y, por ello, hoy podemos afirmar que el contenido de la LGT no sólo constituye un ensayo académico, sino expresa también una aspiración del conjunto de los actores sociales involucrados en el sistema productivo, entre ellos, las organizaciones de empleadores. ¿Qué otro valor podría tener el 85% de los consensos alcanzados y suscritos por los representantes de los empleadores? Resultaría muy difícil entender como, luego de participar constantemente en todo el proceso de discusión y de construir a través del consenso gran parte del articulado, los empresarios podrían sostener ahora que la LGT no debe aprobarse o debe sustituirse por una reforma de signo diverso.

Lo anotado nos conduce a concluir que la aprobación de la LGT tiene enorme importancia con relación al proceso de institucionalización del dialogo social. Postergar o descartar la aprobación de la LGT implicaría restar valor a los procesos de dialogo en el foro del Acuerdo Nacional y el Consejo Nacional del Trabajo; significaría enrumbar contra el esfuerzo de consolidación de una cultura de dialogo en nuestro país. Evidentemente, las mismas razones –sobre todo la necesidad de construir una cultura de dialogo- deberían conducir al Gobierno a someter cualquier novedosa propuesta de reforma laboral al Consejo Nacional del Trabajo.

La LGT como factor de impulso de la competitividad en un contexto auténticamente democrático

La necesidad de aprobar la LGT se sustenta además en otras razones.

En primer lugar, la evidente inconsistencia de la legislación vigente con un régimen auténticamente democrático. Recordemos que, no obstante su enorme incidencia social, la legislación vigente fue expedida por un régimen autoritario sin discusión parlamentaria ni dialogo social, e instauró un modelo normativo que potenció en forma desmedida los poderes empresariales en la gestión del trabajo restando a los trabajadores posibilidades de participar en la determinación de sus condiciones de empleo. Por lo tanto, constituye una actitud coherente con las más elementales convicciones democráticas propender a un nuevo modelo normativo como el de la LGT que, además de ser fruto del dialogo social, garantice la libre actuación de los trabajadores organizados.

Ciertamente el carácter democrático de nuestro modelo de Estado demanda una reforma que establezca un marco de protección laboral adecuado para los trabajadores (notoriamente distinto y mejor que el actual) y tenga aptitud para propiciar la competitividad empresarial. Pero; ¿son compatibles ambos propósitos?

La legislación flexibilizadora vigente se ha montado sobre la idea de que “a menores derechos puede lograrse mayor competitividad”. Por lo tanto, se funda en una supuesta incompatibilidad entre protección laboral adecuada y competitividad empresarial que, como la han señalado ya muchos economistas, no resulta correcta por dos razones: la competitividad constituye un concepto en extremo complejo que no alcanza a ser explicado única o primordialmente en función de los niveles de protección laboral que fija la ley; y, aún cuando dicha relación fuese posible de establecer, no encuentra verificación empírica en las experiencias comparadas. Incluso, nuestra reciente historia es la mejor evidencia de ello.

Ciertamente, el objeto manifiesto de la flexibilización de los noventa fue atenuar o eliminar “rigideces” (o derechos) para facilitar la gestión del trabajo y logar mayor competitividad. Al cabo de más de diez años y aún contando con dosis exageradas de flexibilidad (como en ningún otro país de la región) nos mantenemos a la zaga de los índices de competitividad y junto con nuevos contingentes de trabajadores precarios han surgido también nuevos contingentes de “empresarios precarios”, que basan su fortuna en una insostenible e irracional explotación del trabajo. Más bien, la fórmula “a mayores derechos mayor competitividad” si podría encontrar verificación empírica pues los niveles de protección laboral en muchos de los países líderes en materia de competitividad son bastante más elevados que los nuestros.

Cabe notar que las mismas voces que bombardean la LGT reeditan hoy esta supuesta incompatibilidad entre protección laboral adecuada y competitividad empresarial e, incluso, aprovechando la coyuntura, justifican sus propuestas de disminución de derechos en otro antiguo y también errado postulado: “a mayores derechos mayor informalidad laboral”. Bastaría recordar otra vez, para contrariar esta pretendida relación, que durante la década de los noventa y con una extrema flexibilidad laboral, el número de contratos no registrados se mantuvo inalterable, o que la estrategia de rebaja del costo del trabajo (costo laboral) para formalizar, propuesta por la Ley MYPES, ha tenido una insignificante acogida. En suma, señalar que los trabajadores formales son los causantes de la informalidad y apelar a su supuesta falta de solidaridad con los informales para justificar una reforma a la baja, es simplificar en extremo inaceptable el complejo problema de la informalidad.

Diversas experiencias y estudios señalan que la competitividad se basa en incrementos sostenidos de productividad y de que éstos, a su vez, no se basan en la rebaja del costo laboral sino en la formación de los trabajadores y la seguridad en sus empleos, en un contexto de pleno respeto de las libertades sindicales. Definitivamente, ninguna estrategia de competitividad autoriza al empleador a hacer lo que quiera con sus trabajadores.

La LGT puede insertarse en esta línea en favor de la competitividad empresarial en la medida que elimine todo margen de arbitrariedad en la gestión del trabajo por parte del empleador y procure seguridad para los trabajadores en sus puestos de trabajo. Aquí, el “principio de causalidad” en la contratación y el despido aparece como un elemento clave para desterrar la arbitrariedad pues, atendiendo a que lo único que justifica el poder de mando empresarial sobre la persona del trabajador es una razón de producción, sujeta las decisiones del empleador a la existencia de una causa objetiva, necesariamente derivada de la correcta marcha del sistema productivo. El principio de causalidad admite la contratación temporal sólo si existe una necesidad temporal de personal justificada por las características de la producción, y admite el despido sólo si se verifica una causa señalada en la Ley vinculada a un incumplimiento grave de obligaciones por parte del trabajador o a una coyuntura excepcional en la empresa. La decisión arbitraria, que esconde casi siempre un motivo discriminatorio, no tiene cabida en un sistema regido por el principio de causalidad y, por ello, la observancia de este principio es el principal factor de impulso y garantía para la seguridad del trabajador en su puesto de trabajo. Ciertamente, la observancia del principio de causalidad involucra la elaboración de un catalogo adecuado de causas para la contratación temporal y el despido, destinado siempre a satisfacer necesidades legítimas del proceso productivo y no a dar acogida a decisiones arbitrarias.

En segundo lugar, la LGT consolida un escenario garantista para el libre ejercicio de los derechos sindicales. Habría que recordar que la protección de la libertad sindical y la negociación colectiva de las condiciones de empleo, además de ser imperativos constitucionales, constituyen elementos indispensables para garantizar condiciones estables para la inversión y redistribuir la riqueza generada. Las inversiones responsables no buscan salarios baratos o garantías de impunidad, sino condiciones estables y escenarios con institucionalidad democrática. Y no puede hablarse de institucionalidad democrática sin asegurar el libre ejercicio de los derechos sindicales y su actuación en el escenario empresarial, sectorial y en las mesas de dialogo social. Pero, por otro lado, la calidad del trabajo y, en particular, la mejora de las condiciones salariales que logra la negociación colectiva conforma una plataforma de impulso para la competitividad.

* Profesor de Derecho Laboral de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

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DESCENTRALIZACIÓN DEL SISTEMA DE JUSTICIA PERUANO: LA ALTERNATIVA DE LA JUSTICIA COMUNAL.

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Por Antonio Peña Jumpa*

1. Introducción.-

¿Requiere el proceso de descentralización política del Perú la descentralización del sistema de justicia? ¿Qué camino corresponde adoptar dentro de la descentralización del sistema de justicia?

Entendiendo por sistema de justicia al conjunto de instituciones y autoridades que intervienen en el servicio de administración de justicia como el Poder Judicial, el Ministerio Público, el Consejo Nacional de la Magistratura, las Fuerzas Policiales, los Centros Penitenciarios y sus respectivas autoridades, las preguntas planteadas pueden conducirnos al menos bajo dos perspectivas. Una que sostiene que el sistema de justicia peruano no puede desprenderse de su sentido de unidad nacional de las instituciones que la componen (es imposible pensar para ellos que el Poder Judicial, por ejemplo, sea descentralizado regionalmente). Otros sostienen, contrariamente, que no cabe pensar en descentralización política ni económica si es que no hay descentralización del sistema de justicia (es imposible pensar para éstos que los conflictos que brotan en las regiones tengan que resolverse en última instancia en la capital, cuando puede hacerse en cada región).

En cualquiera de las dos perspectivas, la necesidad de una reforma planificada del sistema de justicia es evidente. Si es que el sistema de justicia nacional no funciona acorde con la dinámica de las regiones, colapsa. Si es que el sistema de justicia se descentraliza adaptándose a las regiones pero repite los problemas estructurales que aqueja el servicio de justicia que conocemos desde varias décadas atrás, también colapsa.

Frente a este contexto de posibilidades descentralistas, la propuesta de confirmar o promover el desarrollo de sistemas de resolución de conflictos comunales o comunitarios aparece como una alternativa. ¿Qué es la justicia comunal? ¿Qué entender por descentralización en el Perú? ¿Coincide o no el funcionamiento o aplicación de la justicia comunal con el proceso de descentralización del país? Son tres interrogantes que a continuación tratamos de responder.

2. La justicia comunal o sistema de justicia comunitaria.-

A partir de trabajos precedentes (Peña 1998 [1991], 2000, 2005 [2001]), podemos definir el concepto de justicia comunal como aquel que conjuga dos grandes conceptos: justicia y comunidad. El concepto de justicia puede entenderse como aquel valor y acción material humano que frente al conflicto se orienta por una distribución equitativa de bienes o intereses a partir de la decisión de los miembros de un grupo social determinado (Peña: 1998 [1991]). El concepto de comunidad, a su vez, puede ser entendido como aquel grupo social en el que sus miembros se ven integrados predominantemente bajo relaciones sentimentales (Weber: 33) y viven regularmente en una espacio territorial definido bajo características económicas, sociales culturales e históricas comunes (Peña, 2000: 68-69). Sumando ambos conceptos tenemos el de justicia comunal equivalente al ejercicio jurisdiccional (valorización y materialización de la justicia) a nivel de las comunidades, o la presencia de sistemas de resolución de conflictos bajo formas comunitarias.

La experiencia de campo que fundamenta la anterior definición corresponde a las comunidades Aymaras del Sur Andino del Perú. Específicamente se trata del trabajo de campo realizado en las comunidades Aymaras de Calahuyo, Titihue y Tiquirini-Totería, al lado del gremio local llamado Liga Agraria “24 de Junio” de Huancané, todas ubicadas en el distrito y provincia de Huancané, en el Departamento de Puno (Huancané, 1988-2006). Dejando constancia de algunas diferencias dentro de cada comunidad, es posible identificar cuatro elementos que estructuran la justicia comunal o los sistemas de resolución de conflictos de las comunidades referidas: una clasificación particular de sus conflictos; órganos de resolución propios acompañados de procedimientos también propios; acuerdos o decisiones finales para sus conflictos; y una racionalidad que envuelve la participación de las partes durante el proceso de resolución y la ejecución de los acuerdos o decisiones con la intención de acabar con el conflicto ( Peña, 1998 [1991, 2005 [2001]).

En esta experiencia de justicia comunal se subsumen todas las instituciones y autoridades que componen el sistema de justicia antes referido. Frente al conflicto, los miembros de la comunidad actúan como jueces, fiscales, policías y ejecutores de la sanción o acuerdo. En una distribución de funciones basada en su organización familiar y comunal, los miembros mencionados pueden ser jueces sin ser autoridad (como el padrino que interviene en la resolución de los conflictos familiares), o pueden ser fiscales, policías o jueces a la vez (como el teniente gobernador y el presidente de la comunidad que intervienen en la resolución de conflictos familiares graves y ciertos conflictos comunales). Pero, además, el sistema de justicia a nivel de las comunidades se enriquece o consolida porque sus propios miembros en asambleas periódicas y a través de sus procedimientos de resolución de conflictos crean o reforman su derecho objetivo o leyes. Ellos deciden, por ejemplo, multar con un jornal a quien no participa en la faena comunal de mejoramiento de la escuela comunal previamente acordado. Si una familia no concurre, sabe que tiene que pagar la multa y es obligada a ello.

Este sistema de justicia también puede tener “defectos” desde la perspectiva de quienes nos desenvolvemos en el sistema de justicia nacional o estatal. La crítica común es que quienes son autoridades o partes de esa justicia comunal cometen excesos transgrediendo derechos fundamentales sin respetar las garantías de un debido proceso. Otra crítica es que tal sistema de justicia comunitaria es aplicable solo a grupos sociales pequeños como una comunidad campesina. El tema de los “excesos” y transgresión de derechos fundamentales como el debido proceso son ante todo críticas trans-culturales: desde una óptica cultural distinta. En la práctica, miembros de las comunidades como las mencionadas no conciben la transgresión de tales derechos y están convencidos de la validez y eficacia de sus sistemas de resolución de conflictos en contraposición con los sistemas de resolución de conflictos formales (Peña 1998 [1991], 2005 [2001]). El tema del funcionamiento fragmentario de la justicia comunal es cierta, pero lo particular de ello es que estos sistemas de justicia de las comunidades pueden a su vez coordinar con sistemas de justicia de otras comunidades y también a nivel gremial (distrital, provincial o departamental) para resolver conflictos inter-comunales y trans-comunales (Peña, 2005 [2001]).

En suma, la justicia comunal o los sistemas de justicia comunitaria aparecen como una efectiva alternativa frente al tema de resolución de conflictos. Constituyen un modelo total, de todos los componentes del concepto de sistema de justicia, que ponen en práctica los miembros de las comunidades, aunque puede identificarse “defectos” desde una perspectiva cultural diferente.

3. La descentralización en el contexto Peruano.-

De acuerdo a la Constitución Política del Perú, la descentralización es entendida como “una forma de organización democrática y constituye una política permanente del Estado de carácter obligatorio, que tiene como objetivo fundamental el desarrollo integral del país…” (Artículo 188º de la Constitución Política del Perú). Conforme al contenido de esta norma, la descentralización comprende cuatro aspectos o elementos:

1) Es una forma de organización política: de tipo democrática.
2) Su implementación y ejecución constituye una obligación del Estado.
3) Se efectiviza a través de políticas públicas permanentes.
4) Tiene como objetivo fundamental: el desarrollo integral del país.

El primer elemento destaca su coincidencia con la propia constitución del Estado Peruano: la de ser una república democrática. Sin descentralización, en el caso Peruano, no se puede hablar totalmente de una república democrática. Por ello, la descentralización constituye una de las formas organizativas, diríamos principal, como la democracia se hace efectiva en el país.

El segundo elemento confirma el anterior: la descentralización como forma organizativa democrática del Perú es una obligación del Estado. Aquí, hablar de Estado incluye a todas las autoridades políticas: del poder ejecutivo, del poder legislativo y del poder judicial (sistema de justicia), así como del sistema electoral y otros. Es decir, todas las autoridades de estos poderes o sistemas administrativos de interés público, incluyendo sus instituciones subalternas, están obligadas a materializar (implementar y ejecutar) la descentralización del país.

El tercer elemento justamente destaca el cómo esta obligación estatal se materializa: esto es a través de políticas públicas permanentes. Aquí las políticas públicas significan acciones efectivas de los poderes o sistemas administrativos del Estado: leyes que favorecen la descentralización, resoluciones o disposiciones que materialicen esas leyes y no entorpezcan la descentralización, organización y decisiones judiciales y administrativas que garanticen la descentralización. Dentro de estas políticas públicas cabe resaltar la aplicación del principio de subsidiaridad vigente en Estados Federados, Estados Confederados y la Comunidad Europea, y que se encuentra reconocido en la Ley Orgánica de Bases de Descentralización: “el gobierno [o la acción pública en general] más cercana a la población es la más idónea para ejercer la competencia o función”. Es decir, si la competencia de una determinada función administrativa (imponer multas por ejemplo) es discutida entre el gobierno central y el gobierno regional, se prefiere a éste último.

El cuarto elemento integra a los anteriores dentro de un objetivo común fundamental: el desarrollo integral del país. Esto quiere decir que la descentralización como forma organizativa democrática, como obligación del Estado, y como políticas públicas permanentes tienen en su base una orientación principal: integrar nuestro diverso y agreste país. Esta integración puede ser entendida como la búsqueda de convivencia armónica o pacífica de los diversos grupos sociales y culturales ubicados en los diferentes espacios geográficos de su territorio. La descentralización es el sentido de esta integración.

De los cuatro elementos citados, uno puede resumir todos: la obligación del Estado de efectivizar esta forma organizativa democrática llamada descentralización. Sin el serio compromiso del Estado, particularmente los tres poderes del Estado, la norma constitucional sobre descentralización arriba citada se perfila como otra simple aspiración normativa.

4. La justicia comunal aplicada a la descentralización.-

Teniendo en cuenta la definición previa de justicia comunal y la definición de descentralización interpretada desde la Constitución Política del Perú, la pregunta que cabe es ¿Cómo se relacionan? En nuestra opinión consideramos que la justicia comunal es un buen ejemplo de efectiva descentralización en materia de justicia o resolución de conflictos que particularmente coincide con los elementos principales antes detallados del concepto de descentralización.

En primer lugar, la justicia comunal coincide con la descentralización como formas organizativas democráticas. La experiencia de justicia comunal referida al Sur Andino Peruano tiene en su base formas organizativas participativas que las hacen objetivamente democráticas. Así, los órganos de resolución y las partes del conflicto en la justicia comunal son miembros de la comunidad que intervienen dinámicamente (democráticamente) para terminar con el conflicto.

En segundo lugar, la obligación del Estado de promover y efectivizar la descentralización coincide con las condiciones de apoyar el desarrollo de la justicia comunal como una expresión de aquella. Si la justicia comunal es una forma organizativa democrática coincidente con la descentralización, los poderes y sistemas administrativos del Estado están obligados a promoverla y efectivizarla también.

En tercer lugar, la efectivización de políticas públicas permanentes a favor de la descentralización supone incorporar dentro de tales políticas a la justicia comunal. Sobre el tema de resolución de conflictos o sistemas de justicia no puede haber descentralización si no se incorpora y promueve la justicia comunal. En otras palabras, por el mismo principio de subsidiaridad si la justicia comunal (como ocurre con la justicia de paz) es una forma más cercana a la población, o practicada por ésta, entonces le corresponde ser priorizada en las políticas permanentes del Estado que efectivizan la descentralización.

Finalmente, el objetivo fundamental que guía la descentralización incluye también a la justicia comunal. No se puede concebir el desarrollo integral del país si es que no se incorporan en los planes o políticas públicas los sistemas de resolución de conflictos comunitarios que practican millones de ciudadanos a través de sus comunidades campesinas, comunidades nativas, rondas campesinas y otras formas organizativas como las parcialidades, los anexos, los caseríos, los asentamientos humanos y centros poblados. Estos millones de ciudadanos que pueden promediarse como la mitad de la población nacional llegan a resolver sus conflictos bajo formas no Estatales que identificamos como comunitarias y que, según nuestro trabajo de campo, llega a incluir a la justicia de paz (Peña, 1998, 2005). No promover estos sistemas de resolución de conflictos o, en un extremo, excluirlos, se traduciría en el objetivo contrario de la descentralización: desintegrar el país.

5. Conclusión: la oportunidad de la justicia comunal en la descentralización.-

Por su naturaleza, la justicia comunal o los sistemas de resolución de conflictos comunitarios antes referidos constituyen una práctica efectiva de descentralización en el contexto Peruano. Son sistemas en que los miembros de un grupo social intervienen como órganos de resolución o partes del conflicto bajo procedimientos particulares, acuerdos o decisiones finales también particulares y formas de ejecución de éstos igualmente particulares. Son en la práctica sistemas no-Estatales de resolución de conflictos pero con cierto reconocimiento por el propio Estado (Artículo 149º de la Constitución Política del Perú). Estas cualidades los hacen sistemas de justicia autónomos que expresan una descentralización fáctica y legal a la vez.

No contemplar la justicia comunal dentro del proceso de descentralización del Estado Peruano (sea por los poderes del Estado, o por las propias regiones) tendría como resultado la negación del objetivo fundamental fijado por la Constitución Peruana: el desarrollo integral del país. La justicia comunal es una fuente efectiva de descentralización del Estado Peruano pero que también puede ser promovida en otros espacios geográficos sociales para alcanzar tal objetivo en materia de justicia.

6. Bibliografía.-

Mac Lean, Roberto (2004): “Reformar la justicia ¿De qué se trata?”. En: Luis Pásara (compilador): En busca de una justicia distinta, experiencias de reformas en América Latina. Lima: Consorcio Justicia Viva, pp. 13-22 (introducción).

Pásara, Luis (2004): “Lecciones ¿aprendidas o por aprender?. En: Luis Pásara (compilador): En busca de una justicia distinta, experiencias de reformas en América Latina. Lima: Consorcio Justicia Viva, pp. 13-22 (introducción).

Peña Jumpa, Antonio (1998 [1991]): Justicia comunal en los Andes del Perú: el caso de Calahuyo. Lima: Fondo Editorial PUCP.
(2000): “Poder judicial comunal Aymara: alternativa de paradigma en la reforma judicial del Sur Andino”. En: Revista El otro Derecho Nro. 25, Bogotá: ILSA (Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos), pp. 51-107.
(2005 [2001]): Poder Judicial Comunal en el Sur Andino. Bogotá: ILSA (Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos).

Weber, Max (1974 [1922]): Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica.

Zas Friz, Johnny (2003): “Descripción y análisis de las principales normas en materia de descentralización”. En: Defensoría del Pueblo, Descentralización y buen gobierno. Lima: Defensoría del Pueblo.

* Profesor Principal del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Abogado, Master en Ciencias Sociales y PhD. in laws

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