José Watanabe (1946-2007)
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardían del hielo.
El guardián del hielo
Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardían del hielo.
MI OJO TIENE SUS RAZONES
Creo que mi ojo tiene un arbitrario criterio de selección.
Obviamente hubo más paisaje alrededor,
imposible que sólo fuéramos ella y yo en el rompeolas.
Soy de repeticiones, como todos. Entonces puedo suponer que
si hubo niebla
le dije: botes en la bruma pueden ser sólo reflejos, espejismos,
y le mencioné el antiguo haiku de Harumi:
“Entre la niebla
toco el esfumado bote.
Luego me embarco.”
Si hubo sol
le tomé fotografías con el hueco de la mano y acaso la azoré
diciéndole: posa con los senos hacia el viento.
Si pasaron gaviotas y ella las admiró, le recordé
que eran aves carniceras y que únicamente su feo canto es honesto.
Mi ojo todo lo veía, no descartaba nada.
Entramos en el mar por el rompeolas de rocas cortadas.
Sobre una roca saliente ella recogió su falda
y deslizó sus pies hacia el agua.
Sus muslos desnudos hallaron comodidad en la piedra.
Era particualarmente raro
el contraste de su muslo blanco contra la roca gris;
su muslo era viviente como un animal dormido en el invierno,
la roca era demasiado corpórea y definitiva.
Hubiera querido inscribir mi poema en todo el paisaje,
pero mi ojo, arbitrariamente, lo ha excluido
y sólo vuelve con obsesiva precisión
a aquel ello y extremo problema de texturas:
el muslo
contra la roca.
COMO SI ESTUVIERA DEBAJO DE UN ÁRBOL
En otro lado esta muchacha tendría hermosas piernas
y yo abriría las manos midiendo en el aire su cadera
o pensaría algo impúdico y bello para nombrar sus senos.
Esta muchacha taquígrafa mecanógrafa de buena presencia
no me sonríe ni canta,
pero debiera.
Vive ocho horas diarias frente a mí
sentada sola y lejana
lejana en una larga perspectiva sobrevolada por estantes y escrito-
rios y palomas fijadas en el aire y una venta que distor-
siona su propio marco y ella más sola y lejana cada vez.
Oh, yo no
soy surrealista
soy empleado
y esta muchacha archiva mi oficio y beneficio, mi nombre
que flota como un globo entre los conserjes y los doctores.
A la hora del refrigerio ella abre su lonchera
y dispone sobre el escritorio su alimentación de pájaro
como si estuviera debajo de un árbol.
Esta muchacha
como si estuviera debajo de un árbol debiera cantar
y yo debiera ser galante con el suave color de sus mejillas.
El huso de la palabra (1989)
Imitación de Matsuo Basho
Fuimos rebeldes audaces. Yo la convencí de la nueva moral que ni aún yo tenía, y huimos sin ceremonia ni consentimiento. Ella trepó ágilmente a la grupa de mi caballo y así cabalgamos hasta las primeras estribaciones de la sierra. Bordeábamos los poblados y con ramas desgajadas íbamos cubriendo nuestras huellas. Nos detuvimos en una aldea cuyo nombre alude a la contemplada limpidez del río que la atraviesa.
Había clara luz de la tarde cuando el posadero nos abrió la pesada puerta de palo. A pesar de reconocer en él a un hombre sin suspicacias, le mentimos nuestros nombres. Le encargué una buena habitación para nosotros y cuidados para nuestro caballo. Ella, azorada y hambrienta, mordía a mi lado una manzana.
El cuarto era blanco y olía a resinas de eucalipto. Aunque ofrecido con excesiva modestia por el posadero, allí hallamos seguridad. Desde el pie de nuestra ventana los trigales ascendían hasta las faldas riscosas donde pastaban los animales del monte. Las cabras se perseguían con alegre lascivia y se emparejaban equilibrando peligrosamente sobre las agujas rocosas. Ella cerró la ventana y yo empecé por desatar su largo cabello.
Fuimos rebeldes y audaces. Sin embargo, ahora nos perdonan nuestras familias y nos perdonamos nosotros mismos. Nuestro hogar ha sido tardíamente consagrado. Eso es todo. Nunca traicioné otras grandes verdades porque quizá no las tuve, excepto el amor que me hizo edificar una casa, excepto el amor que nunca debió edificar una casa.
A veces pienso cabalgar nuevamente hasta esa posada y colgar en su puerta estos versos:
En la cima del risco
retozan el cabrío y su cabra
Abajo, el abismo.
La mantis religiosa
Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.
Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido
a un macho
vacío.
La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando
hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
Y dispuesta.
Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula
a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.
Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra
de agradecimiento.
De: El huso de la palabra
PLANTEO DEL POEMA
Yo quería escribir un poema,
un estudio del canguro hembra que termina de procrear su cangurito
en una bolsa membranosa que lleva a guisa de delantal.
Ampliando un poco la imagen
debía identificar esa bolsa materna con mi dormitorio.
Y dentro de la bolsa de dormitorio estaría mi hija recién nacida
y un tanto edípicamente yo mismo. Mi mujer,
la cangura, debía administrar esa bolsa de cemento como parte de
su cuerpo,
estableciendo su maternalismo sobre ambos, incluso sobre las cosas.
Cuando llegó mi hija yo sospeché esta conversión, y tuve miedo.
Mi hija pudo tener alas y largarse por la ventana
pero decidió ser como papá y mamá que no saben volar.
Por eso fue menester que la habitación se convirtiera en marsupia
donde ella terminaría de criarse arrojándome sus olores
de talco y caca, y convirtiendo los bellos pechos eróticos de mi
cangura
en pechos nutricios.
También debía hablar de mis actitudes de mono alrededor de su cuna
diciéndole “cara de poto”, pero babeante, pero progenitor,
pero a sus órdenes.
Yo debí escribir ese poema. Espero hacerlo algún día.
De El huso de la palabra (1989)
Mientras el agua cae
sobre tu cuerpo
yo pienso
que de todos los cuerpos del mundo
tú posees el más preciso.
Tienes algo de intercambiable
conmigo, algunos órganos secretos,
los más saludables y hermosos,
o el sabor
o la mirada.
Ayer
me acerqué por tus espaldas
y deslicé mis manos
bajo tus axilas
hasta tocar tus senos. De pronto
sentí
el temblor de una restitución:
si yo hubiera tenido tetas
serían
como las tuyas.
El anónimo (alguien, antes de Newton)
Desde la cornisa de la montaña
dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,
una acción ociosa
de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.
Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire
siento confusamente que la piedra no cae
sino que baja convocada por la tierra, llamada
por un poder invisible e inevitable.
Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea
y no pronuncia nada.
La revelación, el principio,
fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos
y todavía es innombrable.
Yo me contento con haberlo entrevisto.
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido en esta montaña
o en otra,
dirá más, y con precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.
El lenguado
Soy
lo gris contra lo gris. Mi vida
depende de copiar incansablemente
el color de la arena,
pero ese truco sutil
que me permite comer y burlar enemigos
me ha deformado. He perdido la simetría
de los animales bellos, mis ojos
y mis narices
han virado hacia un mismo lado del rostro. Soy
un pequeño monstruo invisible
tendido siempre sobre el lecho del mar.
Las breves anchovetas que pasan a mi lado
creen que las devora
una agitación de arena
y los grandes depredadores me rozan sin percibir
mi miedo. El miedo circulará siempre en mi cuerpo
como otra sangre. Mi cuerpo no es mucho. Soy
una palada de órganos enterrados en la arena
y los bordes imperceptibles de mi carne
no están muy lejos.
A veces sueño que me expando
y ondulo como una llanura, sereno y sin miedo, y más grande
que los más grandes. Yo soy entonces
toda la arena, todo el vasto fondo marino.
El nieto
Una rana
emergió del pecho desnudo y recién muerto
de mi abuelo, Don Calixto Varas.
Libre de ataduras de venas y arterias, huyó
roja y húmeda de sangre
hasta desaparecer en un estanque de regadío.
La vieron
con los ojos, con la boca, con las orejas
y así quedó para siempre
en la palabra convencida, y junto
a otra palabra, de igual poder,
para conjurarla.
Así la noche transcurría eternamente en equilibrio
porque en Laredo
el mundo se organizaba como es debido:
en la honda boca de los mayores.
Ahora, cuando la verdad de la ciencia que me hurga
es insoportable,
yo, descompuesto y rabioso, pido a los dosctores
que me crean que
la gente no muere de un órgano enfermo
sino de un órgano que inicia una secreta metamorfosis
hasta ser animal maduro y dispuesto
a abandonarnos.
Me inyectan.
En mi somnolencia siento aterrado
que mi corazón
hace su sístole y diástole en papada de rana.
Restaurante vegetariano
A los vegetales se entra
con hambre de animal longevo y apacible, y lentamente
se acaba
la lechuga.
A la carne se va distinto, se ingresa a ella
con ansia orgánica, casi disputándola
como si fuera carne
del día de la resurrección, y se acaba
el bife.
Recuerdas:
para que tú vivieras
tu familia depredaba la tierra para ti,
pollos patos reses cuyes cabritos carne
para convalecer y durar.
El alimento en la boca te relaciona
con el mundo. Hay días de felino
y días de paquidermo. Hoy sean bienvenidas
las benéficas ensaladas, la suave soya y las frutas
aunque tarde:
ya cincuenta años que comes carne
y estás eructando miedo.
Pero hay días que no tienes carnes ni vegetales
sino arena en la lengua. Te explicas: tal vez has comido
una sequedad inicial, insidiosa, de pecho, y nunca
se acaba, el desierto
nunca se acaba.
LA NATIVIDAD
Esta es tu patria, hijo mío,
un establo donde tu madre
ya duerme
de regreso a nuestra especie:
hasta ahora
ella era un animal mítico: el vientre
avanzado
y habitado
por Ti, entonces voraz nonato,
que le consumías hasta los huesos.
Soy un hombre añoso, he visto
todo. Sin embargo.
me sobrecoge mirarte, mi recién nacido:
a pesar de las madres
todo niño está abandonado
sobre la vastedad de una tierra callada.
Tu madre,
muchacha todavía sorprendida
por Ti, no cantó
una canción de cuna. Mirándote
solo murmuró inacabablemente:
es espantoso esperar de Él
lo que esperan.
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