DISCURSO DE PRESENTACIÓN DEL LIBRO “EL CONTRATO LESIVO Y LA PRESUNCIÓN DE APROVECHAMIENTO DE LA NECESIDAD” (Trujillo, 6.4.2015).

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Señora Doctora Rosa Ledesma Alcántara, Decana del Colegio de Abogados de La Libertad.

Señor Doctor Giusseppi Vera Vásquez.

Señor Doctor Roberto Maradiegue Ríos.

Señores abogados y estudiantes.

Familiares y amigos.

Señoras y señores.

 I

Nunca como hoy ha vuelto tan fuerte y diáfano a mi memoria aquel episodio de hace 26 años cuando, aún en la secundaria, tuve mi primer encuentro con los libros jurídicos. Era otoño de 1989. Mientras mis padres, como todos los días, terminaban su jornada laboral, yo me debatía entre el cumplimiento estricto de mis obligaciones escolares [la preparación de un examen de matemáticas para el día siguiente] o la aventura de tomar entre las manos el grueso volumen de la editorial Sudamericana, cuya portada, además de un cubo de hielo derritiéndose por el fuego, tenía estampados dos nombres absolutamente extraños para quien, hasta ese momento, solo le importaban los amigos, el rock y los viernes de películas en las espaciosas butacas de los cines Star y Perú. Se leía ahí: Luis Jiménez de Asúa, La Ley y el Delito. Curiosamente el libro de una materia –la penal- que al cabo del tercer año de estudios de licenciatura abandonaría para siempre para centrar mis esfuerzos en el ámbito civil y, más recientemente, en el Derecho del Consumidor.

Lentamente fui a la primera página donde aparecía con una lustrosa tinta azul el sello con el nombre de mi padre, su mención de abogado y el registro de su inscripción en esta Orden Profesional. Dejando atrás las páginas correspondientes a la dedicatoria y los prólogos, fui directamente a la 545, y entonces todo se reveló ante mí. Una larga lista donde se compendiaban los libros, artículos, conferencias y traducciones escritos por su autor a lo largo de su vida académica, más las atinentes al íter criminis, sirvieron para confirmar y marcar con fuego en mi alma adolescente la vocación a la cual debería consagrarme hasta que se apagara el último latido de mi corazón. Decidí entonces hacerme abogado. Y escribir.

Conforme transcurrieron los años, mi vocación se acentuó gracias a la imagen diaria de mi padre. Verlo salir diariamente al trabajo, revisar cuidadosamente sus expedientes, preparar con paciencia de orfebre sus estrategias de defensa, sentir el golpe incesante de la máquina de escribir que cada diez o quince minutos hacía brotar de sus rodillos decenas de escritos legales; o leer febrilmente –ya en el reposo del fin de semana, junto a la otra mitad de mi vida, mi hermana Giulianna–, Las Mil y una Noches, o El Jardinero de Tagore, o los clásicos de Alejandro Casona, La Molinera de Arcos y Los árboles mueren de pie, en esos recordados volúmenes de la Biblioteca Clásica y Contemporánea de editorial Losada, que hoy reposan en los anaqueles de nuestra biblioteca.

Una exposición en la Facultad de Derecho y dos artículos publicados en el diario La Industria de esta ciudad, sobre cuestiones políticas curiosamente, sellarían lo que soy, definiendo el camino que hoy me trae hasta aquí.

II

He escrito sobre el tema de este libro innumerables veces, incluso a sabiendas de la poca o casi nula atención que el instituto de la lesión ha merecido en nuestro país por parte de la doctrina y los tribunales de justicia; no así allende sus fronteras, donde la figura sigue generando ácidas críticas cuando no adhesiones apasionadas.

Y aún bajo el riesgo de que se me acuse de monotemático.

Y es que como ninguna otra institución jurídica, la lesión ha sido desde siempre el mecanismo propicio para enfrentar la desigualdad; para luchar tenazmente contra el aprovechamiento injusto del necesitado, del inexperto o del que padece alguna deficiencia psíquica; el arma idónea para impregnar la justicia en sede del contrato; en fin, un instrumento válido para la tutela de los débiles, de los vulnerables, de los que a diario se enfrentan con la aplastante maquinaria del mercado, de los que no tienen opciones, y de los que solo viven para sobrevivir.

Se la ha acusado, cuándo no, de ser un recurso por medio del cual el Estado invade la esfera privada de los particulares, en homenaje a una libertad contractual irrestricta y a esa añeja creencia según la cual “quien dice contractual dice lo justo”. Quienes eso creen desconocen que el Estado nunca ha estado ausente de las relaciones contractuales privadas, y menos lo puede estar hoy, en un mundo que crece económicamente a pasos agigantados pero que en el camino va sembrando desigualdad, pobreza y exclusión.

La Revolución Francesa luchó contra el poder de la monarquía, el recorte de las libertades, el abuso del poder y la injusticia a la que estaban sometidas las grandes mayorías, sentando como principios informantes la igualdad, la libertad y la fraternidad. Como escribió Víctor Hugo en Los Miserables, la revolución “[d]esprendió la cuestión de todo lo que la oscurecía, promulgó la verdad, expulsó el miasma, santificó el siglo y coronó al  pueblo”. En el ámbito del contrato se creyó entonces que al confluir en una relación jurídica dos sujetos enteramente iguales, actuando además en un plano de completa libertad, el producto resultante no podía ser otra cosa que su entera satisfacción. El contrato se convirtió, de esta manera, como ha señalado atenta doctrina, en “el reino en el que la libertad, la voluntad y la igualdad ejercen poderes soberanos. A menor intervención de factores ajenos a este triunvirato –el Estado, en primer lugar–, mayor felicidad y progreso para los individuos”. Y ese temperamento estuvo presente también, como se recordará, en las discusiones previas a la primera codificación de la historia, la del Código civil francés.

Cuando se leen las hermosas páginas de la parte segunda, del primer volumen, de las Lecciones de Derecho Civil de los Mazeaud, pueden advertirse allí las pugnas entre los codificadores franceses; planteando unos, como Berlier, la exclusión de la lesión del cuerpo del Código, por ser contraria al interés público, al crédito privado, por ser injusta o desigual, por ser fuente de enredos, y por hacer depender al contrato de una peligrosa pericia; frente a otros que propugnaban su regulación, como Portalis y Napoleón. Si la Revolución luchó contra la feroz intervención estatal, era lógico que frente a una figura como la lesión los legisladores opusieran reparos por temor a una nueva intromisión del Estado, esta vez, en la esfera privada de los sujetos contratantes.

La lesión, finalmente, logró carta de ciudadanía en el código galo, bajo una fisonomía eminentemente objetiva que solo reparaba en el desequilibrio de las prestaciones asumidas por las partes; y que con el correr del tiempo, atizada por las críticas de la doctrina, lograría adquirir un nuevo cariz objetivo – subjetivo, que no atiende con exclusividad el factor del desajuste económico del contrato, sino que va más allá al evaluar la situación particular del afectado y el aprovechamiento injusto que de ella realiza el beneficiado con el negocio; tal como el que ahora es posible encontrar en los Códigos Civiles de Alemania, Italia, México, Argentina, o en los Principios para los Contratos Comerciales Internacionales del UNIDROIT, y por supuesto en la ley civil peruana.

La lesión, en suma, representa el triunfo de la justicia en el contrato. Es la herramienta útil de la cual se vale el Estado en su noble misión de tutelar a los más desvalidos, los débiles. Es el arma eficaz para purgar del contrato cualquier resultado inicuo producido por la explotación de las circunstancias del contrario. Es el recurso del que puede valerse el débil contractual para frenar el enriquecimiento injusto de quien se valió de su especial coyuntura para obtener una ventaja que, de otro modo, jamás se hubiera producido, empobreciéndolo. Es, en síntesis, la respuesta del Derecho frente al abuso del poder en sede de los acuerdos privados. Como alguna vez escribió el profesor Saux “habida cuenta de que aun cuando el Derecho, gracias a Dios, todos los días nos recuerda que su proteiforme naturaleza cultural no tolera íconos eternos, también es cierto que hay ciclos que decantan criterios y consolidan consensos, y precisamente la lesión jurídica […] es uno de los más representativos estandartes de esta preocupación jusfilosófica de las últimas décadas de proteger al más débil en la descarnada lucha que tiene como escenario la arena del mercado”.

Pero este alegato a favor de la lesión no puede conducirnos a desatender la necesidad de repensarla. Resulta prioritario, en este esfuerzo por adecuarla al tiempo actual, depurar de su regulación aquellas disposiciones que la distorsionan o que se apoyan en fundamentos discutibles.

Como la vid necesita del cuidado del agricultor para asegurar la calidad del vino, o las rosas del jardinero o las manos de una mujer para perpetuar su perfume, del mismo modo cualquier institución jurídica requiere un análisis permanente del jurista, que reexamine sus postulados y determine si aún responde a una época que camina a grandes pasos, en orden a decidir qué modificaciones caben introducir para devolverla remozada y presta a enfrentar los desafíos que las complejas relaciones jurídicas y sociales entrañan. La lesión no puede ser ajena a ello. En consecuencia, espero que este libro sirva para cumplir, aunque sea mínimamente, tales desafíos.

III

Como las casas viejas, también yo he necesitado que me apuntalen a lo largo de estos años, en razón a mis precarias estructuras. Primero, para ayudarme a administrar el poco aire de mis pulmones; luego para enseñarme las primeras letras y la forma de plasmarlas en el papel; después, para entregarme las armas suficientes para lidiar contra el mundo y las adversidades; más tarde, para socorrerme ante el quebrantamiento de mi salud; o simplemente para acompañarme en mis cimas y depresiones, en mis logros pero más en mis innumerables derrotas.

Si algo soy en la vida es gracias a todas esas personas que con su amor y su amistad acudieron a cuidarme, socorrerme y señalarme caminos, seguros o riesgosos, pero caminos al fin y al cabo, que he transitado con la confianza de tenerlos al alcance de la mano, junto a mí.

No cabe con ellos ser eterno deudor, y menos retribuir de forma parcial, tardía o defectuosa aquello que me prodigaron y prodigan hasta hoy. Por ello, pido a Dios y a la vida misma me conceda los años necesarios para devolver, doblado, cada minuto de su tiempo que me obsequiaron o lo compartieron conmigo; pues qué es la vida sino una ofrenda perpetua de amor a quienes nos libran diariamente de la soledad, la confusión y el abismo. Ya en el tramo final de mi camino, no ansío otra cosa que cumplir fielmente mis obligaciones como hijo, hermano, tío y amigo. Espero que este pequeño libro que ahora les entrego sirva, de alguna manera, como parte de ese pago.

Algunas de estas personas se encuentran aquí esta tarde, por lo que les pido me concedan la licencia de nombrarlos uno a uno.

Dr. Roberto Maradiegue, profesor Maradiegue, Roberto:

Te he llamado de tantas maneras a lo largo de estos 22 años de amistad, que tal vez la que mejor denota el lazo que nos une sea el referir tan solo tu nombre, a secas, sin ninguna adición que lo desnaturalice.

Si hay alguien a quien debo agradecer por haberme empujado a escribir, cuando aún no sabía cómo hacerlo, y señalarme la ruta de la docencia universitaria, ese eres tú. Ahí están los dos artículos de títulos rimbombantes publicados en 1994, en la página editorial del diario La Industria, mientras cursaba las materias de Ciencia Política y Derecho de Integración, en las que desempeñaría, poco tiempo después, el honroso cargo de asistente de cátedra, por invitación tuya.

Desde entonces, Roberto, no he dejado de escribir un solo instante, y hoy, ya convertido en el profesor que ayudaste a modelar, te entrego este libro cuyas páginas llevan ínsito mi agradecimiento por todo ello, y por haber sido el artífice de esta ceremonia, en un tiempo en el que los lanzamientos de libros –sean estos jurídicos o de cualquier otra disciplina–, y la actividad académica en general, no forman parte de las preocupaciones habituales de los gremios profesionales y centros universitarios del país, abocados más a cuestiones políticas o utilitarias, que a la discusión y difusión del conocimiento.

Giusseppi:

Perdóname por no haber podido encontrar para este momento alguna palabra o frase que te defina o, mejor dicho, que resuma en unos cuantos caracteres idiomáticos lo que tu presencia ha significado para mí desde aquel mayo de 2002 en el que tuve la dicha de cruzarme contigo en el camino de la vida. Desde entonces, tu amistad y compañía han sido esenciales para echar a andar mis sueños de academia, para concretar proyectos, para desbaratar otros por inconsistentes, y para colorear cada uno de los momentos de mi existencia en los cuales siempre has desempeñado un papel principal.

Me has acompañado, puntual y sereno, en mis alegrías, en mis dolencias, en la tristeza. Has atizado mi entusiasmo y puesto calma a la euforia desmedida. Me has regalado tu abrazo en las despedidas y tus palabras en la distancia. Confidente, cómplice y hermano. Crítico sin reservas y benévolo en el elogio. Caballero, noble, perspicaz, culto y estudioso, y muchas veces bastón de apoyo para mi ceguera intelectual, hoy me haces el más grande honor de ver mi nombre junto al tuyo en los artículos publicados por revistas jurídicas de la capital, cuyos ejemplares conservo como mis mayores tesoros en un rincón especial de mi biblioteca.

Hablar de nuestra amistad es referir a los lazos tejidos con otros tantos amigos a quienes estas páginas también van dirigidas. A ti, y a ellos, como dice Alberto Cortéz, les adeudo la ternura y las palabras de alivio y el abrazo; el compartir la factura que nos presenta la vida paso a paso; a ti y a ellos les adeudo la paciencia de tolerarme las espinas más agudas, los arrebatos de humor, la negligencia, las vanidades, los temores, las dudas”.

Gracias amigo mío por todo lo vivido y por tus palabras en esas largas conversaciones nuestras, que tanto ayudaron en mi época de becario en la Pontificia Universidad Católica y en la de profesor en la Escuela de Derecho de la Universidad de Medellín; y que hoy constituyen el bálsamo que me permite enfrentar de mejor manera el paso de los días. Que mi vida entera, como esa libra de carne entregada por Antonio al judío Shylock, en El Mercader de Venecia, sirva como garantía de mis acreencias contigo que, felizmente, no me colocan en insolvencia, pues siempre es posible darlo todo por amigos como tú, cueste lo que cueste.

Mamá – Papá:

Desde el momento en el que empecé a escribir este libro, no he dejado un solo instante de pensar en las palabras que tendría que decir una vez que los tuviera al frente, como esta tarde. Entre algunas opciones que he barajado, me he decantado finalmente por lo que mi corazón de hijo agradecido tiene para decir, porque hay mucho de qué hablar luego de 42 años de estar junto a ustedes, si bien con muchas pausas, pero juntos de todas formas.

No hay un solo espacio de mi existencia que no esté impregnado de sus propias vidas. Mi carácter, mis estados de ánimo, mis silencios, mis valores, mis gustos, hasta mi vocación, son todos influencia suya aunque adornados con algunos retoques míos que les dan singularidad.

Mi calidad de hijo último, y endeble, fue quizás la razón por la cual desde los primeros años me cobijaron en su regazo con especial ternura, y más tarde los hizo estar pendientes de los pasos que me tocó dar en la vida real y profesional, allende los límites de esta ciudad y de nuestro país.

Uno de los mayores regalos que he recibido de ustedes, entre tantos otros, ha sido sin duda el permitirme usufructuar los nombres y apellidos de los que nos precedieron: mis abuelos. Juro que desde el instante en el que tuve conciencia de la responsabilidad que tal encargo suponía, no he cesado en el esfuerzo de honrar el nombre que me dieron para identificarme en el mundo. Lo he conservado con cuidado, con pasión, con entrega, y ahora, cuando lo veo impreso en hojas de papel o lo escucho en alguna clase o conferencia, pienso inmediatamente en ustedes y en ellos, porque de alguna manera contribuyo a perennizar el recuerdo de quienes con su amor, trabajo y sacrificio construyeron ese cálido espacio que me ha abrigado y enseñado las cosas fundamentales de la vida: mi hogar.

En innumerables ocasiones he cuestionado las decisiones de Dios y el destino, y fiel a mi estilo, hasta me he aventurado a formular problemas e hipótesis sobre la ocurrencia de ciertos eventos que han marcado estos años de camino. Muchas veces la confusión se ha apoderado de mí, nublando mi horizonte, por no encontrar la respuesta. Pero hoy la bruma se ha disipado como ceden las mañanas de invierno al colorido de la primavera y al olor de las rosas y jazmines, porque he encontrado finalmente el dato que hacía falta para concluir correctamente. Ese dato, esa pieza del engranaje, esa explicación esquiva son ustedes. Este es mi norte, ahora.

Les ofrezco disculpas si no he conseguido todo lo que estaba obligado a lograr, por la formación académica y humana que me brindaron. Sin embargo, confío que mis “mejores antecedentes aún están en el futuro”, como dijo alguna vez Ernesto Sábato, por lo que con las armas al hombro sigo el sendero que, espero, me lleve a encontrarlos.

Soy, en suma, su síntesis y ojalá –si me conceden este honor– la proyección de sus vidas; que ante Dios juro dignificar hasta que se apague la mía.

IV

He estado en este Colegio de Abogados innumerables veces, desempeñando diversos roles. Como estudiante, en la vieja casona de adobe en cuyo salón atestado de sillas negras pude escuchar a los grandes profesores del Derecho Civil del país; como joven abogado, soñando con ese día en el que ocuparía, no el espacio destinado al público, sino el reservado para los expositores invitados; como profesor dando sus primeros pasos en la academia; como codirector de la Revista de esta Orden junto a Giusseppi Vera; y finalmente, como conferencista y ahora como escritor de libros jurídicos.

Conozco este Colegio como la palma de mi mano: sus entradas, pasillos, recovecos y salidas. Lo he visto transformarse de modesto inmueble a imponente Casa gremial. Anidan aquí imborrables recuerdos, anécdotas, y algunas satisfacciones. Lo he gozado de cerca, pero también sufrido a lo lejos, como se siente el propio hogar cuando se está fuera de él, pero que al volver todo se disipa envuelto en una brisa bienhechora que cala hasta lo más profundo del espíritu.

Después de algunos años pude volver a esta Casa gracias a un amigo, el Dr. Roberto Maradiegue, y ahora retorno nuevamente también por su culpa. Y aunque ya nada debería extrañarme, o asustarme, siempre hay algo mágico cuando uno se enfrenta a este estrado y observa la sala desde aquí; por lo que debo decir, con versos de Mario Benedetti, que nunca como hoy son tan oportunos…

Vuelvo, quiero creer que estoy volviendo

Con mi mejor y peor historia

Conozco este camino de memoria

Pero igual me sorprendo.

 

Muchas gracias.

 

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