COMPARTIENDO TERNURA, REDEFINIENDO ROLES

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Las mujeres hemos sido durante siglos las depositarias de la ternura, de los afectos privados y de la crianza de nuestros hijos. Hemos sido prácticamente las únicas encargadas de los roles de cuidado y de protección de la familia.

Los hombres fueron los héroes de las películas, los protagonistas de la vida política por excelencia, los encargados de establecer el orden fuera del hogar y de imponer su autoridad al interior del mismo.

Sin embargo, hace décadas que con la irrupción de la mujer en el mercado laboral y el mundo público, este modelo tradicional, separatista y de compartimentos estancos se ha venido desbaratando.

Actualmente, hombres y mujeres nos preguntamos más a menudo ¿qué mundo queremos construir, y cómo queremos que sean nuestras relaciones? La respuesta aparece como obvia. Queremos un mundo en el que ambos podamos desarrollar nuestras potencialidades y capacidades dentro y fuera del hogar; y eso implica reordenar nuestras relaciones y hacer un trato que nos sitúe horizontalmente, ni delante ni detrás.

Ese hombre proveedor, machista, se va desdibujando ante nuestros ojos, y aparecen todas sus carencias; las de una sociedad que les impuso “no llorar” y que a nosotras nos excluyó de las tomas de decisiones y de los puestos de poder en el ámbito público.

El costo de un nuevo orden implica necesariamente reconocernos unos y otras como “sujetos con derechos y deberes” dentro y fuera del hogar, y también como padres y madres.

Surgen entonces preguntas como ¿Pueden los hombres cuidar y criar a sus hijos? ¿Pueden las mujeres ser profesionales, trabajadoras y madres? ¿Acaso no es todo eso muy difícil?

Las respuestas las iremos encontrando en el camino, sin embargo, sabemos que la ternura y el amor hacia los hijos no son privativos de las mujeres.

En efecto, en muchos países la preocupación por establecer un nuevo orden social contempla estos elementos. El involucramiento de los hombres en el mundo doméstico se convierte en un derecho masculino y una demanda de las mujeres por encontrar en sus compañeros o padres de sus hijos a una persona capaz de desarrollar sus afectos y de compartir equitativamente las actividades de cuidado y crianza, aún cuando la relación de pareja termine.

Nuestros hijos e hijas tienen derecho a un mundo sin violencia, a un mundo que les permita desarrollarse en libertad. Tienen derecho a tener igualdad de oportunidades, a vivir sus afectos plenamente con su padre y con su madre. Nuestras niñas tienen derecho a estudiar, a soñar con ser protagonistas del desarrollo de sus pueblos. Nuestros niños tienen derecho a expresar dolor sin vergüenza, a jugar con muñecas sin miedo, a descubrir sus afectos y explorar sus emociones.

Por eso, la democracia es un ejercicio permanente, en el que la regulación de nuestras relaciones familiares de forma sensata y con igualdad se convierte en un esfuerzo cotidiano.

Este ejercicio democrático parte de reconocernos como “pares” y por entender que nuestra realización personal, familiar y pública nos lleva a revalorizarnos de un modo más honesto y libre. Solo así podremos sabernos como auténticos compañeros y compañeras, derribando mitos y construyendo nuevos paradigmas de lo que queremos ser.

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