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¿Necesitamos “autonomía procesal” o “autocontención” en el Tribunal Constitucional?
Gustavo Gutiérrez-Ticse
Profesor de Derecho Constitucional
Universidad de San Martín de Porres
Publicado en Gaceta Constitucional
Diciembre 2013
1. El Tribunal Constitucional y sus límites
Durante los últimos años hemos advertido un importante proceso de afirmación de la justicia constitucional en el Perú. El advenimiento de la democracia, la aprobación por primera vez de un Código Procesal Constitucional y una nueva Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, ambas aprobadas en el año 2004, así como el nombramiento de importantes juristas como magistrados de la máxima instancia de constitucionalidad (pese a los problemas en la selección de nuevos magistrados), han sido sin duda relevantes.
Pero por otro lado, han habido enfrentamientos y confrontaciones con los demás poderes públicos, que, ciertamente son entendibles, sobre todo si incrustamos en la articulación estatal la concreción de un órgano de control de la constitucionalidad de cualquier acto de autoridad, que resulta en muchos casos difícil de asentir en democracias primaverales como la nuestra con escasa formación constitucional; sin embargo, el problema se plantea cuando el Tribunal se asume por encima de los demás poderes públicos como si fuera un poder ilimitado.
Demás está recordar que la lógica del modelo democrático entiende que no hay poder ilimitado y la regla básica inquebrantable es el sistema de pesos y contrapesos entre los poderes públicos, incluido el propio Tribunal Constitucional.
En efecto, si bien éste órgano es el encargado por el poder constituyente del control de los actos de las autoridades y que sean plenamente compatibles con la Constitución, ello no implica en modo alguno transitar por los extramuros de la propia Constitución.
Precisamente el Tribunal, en una suerte de estamento infalible ha puesto en duda la vigencia de los principios básicos del estado democrático, que no solo reposa en la supremacía constitucional que señala el artículo 51º de la Constitución, sino también en los postulados dogmáticos que comportan la soberanía popular de un lado y la separación de poderes del otro, tal como se puede afirmar a partir de una lectura de los artículos 45 y 43 de la Constitución, respectivamente.
Seguramente algunos juristas podrán decir que dichos principios son decimonónicos, pero lo cierto es que su intensidad y su validez en conjunto son plenamente vigentes, más aún si así lo prescribe el texto constitucional; de esta manera una posición en contrario no resulta constitucional, aunque pueda ser buena filosofía ciertamente.
Allí quizás reposa uno de los grandes problemas en materia de justicia constitucional, como quiera que se trata de la interpretación de los principios y valores que informan el modelo democrático, el problema se agrava cuando algún magistrado quiere imponer un criterio no desde la constitución sino desde su propia posición filosófica, quebrando el derecho y la estructura constitutiva del estado, donde no hay poder sin límites, y donde quien coloca hasta donde se ejerce cada competencia es el constituyente pero no el intérprete.
De esta manera se entiende que, así un Tribunal Constitucional tenga que interpretar y en ella con un amplio margen de discreción para concretizar sobre todo derechos, su actuación tiene límites, los cuales a decir de Carpizo[1] en posición que compartimos, son:
a) Su competencia es primordialmente la interpretación de la Constitución, su defensa y el control de la constitucionalidad de las leyes y actos. Entonces no puede ir más allá de las funciones que expresamente le señala la propia Constitución y usurpar atribuciones del poder constituyente o de los poderes constituidos.
b) Respeto a las cláusulas pétreas contenidas en la Constitución.
c) Acatamiento a la Constitución material, es decir, a los principios y valores fundamentales que individualizan a la Ley Fundamental, aunque no estén expresamente señalados. Una de las funciones esenciales del tribunal es cuidar la obediencia a dichos principios.
Pareciera que no es probable que un Tribunal Constitucional desconozca esos límites, en virtud de que su esencia es la defensa jurisdiccional de la Constitución, y es el primero que debe respetarla, prosigue Carpizo[2]. Sin embargo, en la realidad, diversos tribunales constitucionales (como es el caso del peruano) han protagonizado enfrentamientos políticos en su afán de aumentar su poder mediante un activismo judicial galopante y desenfrenado.
El amparo electoral en contra del sentido expreso de lo prescrito por el artículo 181º, la admisión a referéndum del FONAVI, no obstante la prohibición expresa en materia tributaria y presupuestal contenida en el artículo 32, e incluso en su momento el intento de admitir las demandas de amparo contra resoluciones estimatorias, también en sentido contrario a lo dispuesto por el artículo 202.2, todas del texto constitucional, son claros ejemplos del nivel de activismo del Tribunal Constitucional que evidencia su infidelidad a su propia fuente de poder, es decir, la Constitución.
2. La supuesta autonomía procesal del Tribunal Constitucional
A la luz de una interpretación del artículo III del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional, el Alto Tribunal considera que dicha norma le otorga autonomía procesal cuando señala textualmente que “el Juez y el Tribunal Constitucional deben adecuar la exigencia de las formalidades previstas en este Código al logro de los fines de los procesos constitucionales”.
Bajo dicho sostén las reglas del proceso que el propio artículo en comento desarrolla terminan flexibilizándose en aras de preservar la Constitución y sus mandatos. Esto que para un juez ordinario sería prevaricato, para los jueces constitucionales es una atribución finalista que sin embargo en un uso desmedido termina haciéndolo una suerte de “dueño de su propio proceso”.
En efecto, el Tribunal Constitucional en la RTC 0020-2005-PI/TC ha afirmado que: “como máximo intérprete de la Constitución y órgano supremo de control de la constitucionalidad, es titular de una autonomía procesal para desarrollar y complementar la regulación procesal constitucional a través de la jurisprudencia, en el marco de los principios generales del Derecho Constitucional material y de los fines de los procesos constitucionales”.
En dicha resolución se dispuso en forma enunciativa, ojo enunciativa, los temas que podían ser regulados por la autonomía normativa del Tribunal Constitucional:
“El espectro es bastante amplio, por ejemplo respecto a plazos, emplazamientos, notificaciones, citaciones, posibilidad de modificación, retirada, acumulación y separación de demandas, admisibilidad de demandas subsidiarias y condicionales, derecho por pobre, procedimiento de determinación de costas, capacidad procesal, consecuencias de la muerte del demandante, retroacción de las actuaciones y demás situaciones que, no habiendo sido previstas por el legislador, podrían ser el indicio claro de la intención del mismo de dejar ciertas cuestiones para que el Tribunal mismo las regule a través de su praxis jurisprudencial, bajo la forma de principios y reglas como parte de un pronunciamiento judicial en un caso concreto”.[3]
Esta postura, evidencia al Tribunal Constitucional como una corte “progresista” en igual o superior actuación que la Corte Constitucional de Colombia, el cual sin mencionar su “autonomía procesal”, ya había incorporado por su jurisprudencia en 1997, la aplicación de la técnica del “estado de cosas inconstitucional”:
“La Corte Constitucional tiene el deber de colaborar de manera armónica con los restantes órganos del Estado para la realización de sus fines. Del mismo modo que debe comunicarse a la autoridad competente la noticia relativa a la comisión de un delito, no se ve por qué deba omitirse la notificación de que un determinado estado de cosas resulta violatorio de la Constitución Política. El deber de colaboración se torna imperativo si el remedio administrativo oportuno puede evitar la excesiva utilización de la acción de tutela. Los recursos con que cuenta la administración de justicia son escasos. Si instar al cumplimiento diligente de las obligaciones constitucionales que pesan sobre una determinada autoridad contribuye a reducir el número de causas constitucionales, que de otro modo inexorablemente se presentarían, dicha acción se erige también en medio legítimo a través del cual la Corte realiza su función de guardiana de la integridad de la Constitución y de la efectividad de sus mandatos. Si el estado de cosas que como tal no se compadece con la Constitución Política, tiene relación directa con la violación de derechos fundamentales, verificada en un proceso de tutela por parte de la Corte Constitucional, a la notificación de la regularidad existente podrá acompañarse un requerimiento específico o genérico dirigido a las autoridades en el sentido de realizar una acción o de abstenerse de hacerlo. En este evento, cabe entender que la notificación y el requerimiento conforman el repertorio de órdenes que puede librar la Corte, en sede de revisión, con el objeto de restablecer el orden fundamental quebrantado. La circunstancia de que el estado de cosas no solamente sirva de soporte causal de la lesión iusfundamental examinada, sino que, además, lo sea en relación con situaciones semejantes, no puede restringir el alcance del requerimiento que se formule.” (Sentencia SU.559/97)
Sin embargo, el Tribunal Constitucional peruano con la importación de la doctrina de la autonomía procesal, a la luz de la experiencia alemana, ha pretendido ser más activista que su par colombiano, lo que ha generado encendidos debates conceptuales y prácticos como el que sucedió entre el procesalista Juan Monroy Gálvez y el entonces asesor jurisdiccional del Tribunal Constitucional Mijail Mendoza Escalante[4].
Y es que si bien se pretendió seguir los usos que el Tribunal Constitucional alemán esencialmente sobre la información desarrollada por Patricia Rodríguez-Patrón[5], en dicho país siempre ha sido excepcional, respetuosa del principio de separación de los poderes y de afirmación de la seguridad jurídica, lo cierto es que en el Perú, la autonomía procesal puesta en práctica ha llevado en muchas decisiones al Tribunal a asumir una postura absolutamente instrumental (y nada finalista) del proceso, es decir, como un derecho constitucional concretizado, y por tanto ajeno a la rigidez de la teoría del proceso. En efecto, para el Tribunal Constitucional la justicia constitucional constituye:
“(U)n ordenamiento complejo de naturaleza adjetiva, pero que debido a la naturaleza del ordenamiento sustantivo a cuya concretización sirve –la Constitución-, debe ser interpretado e integrado atendiendo a la singularidad que este presenta respecto al resto del ordenamiento jurídico. (…)
Por tal razón, esta concretización de la Constitución en cada controversia constitucional, impone correlativamente que la hermenéutica de la norma procesal constitucional deba efectuarse conforme una “interpretación específicamente constitucional de las normas procesales constitucionales”, una interpretación del Código Procesal Constitucional desde la Constitución (Häberle habla de una “interpretación de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional Federal –alemán- ‘desde la Ley Fundamental’).
Se trata, en definitiva, de una interpretación teleológica de la norma procesal constitucional orientada a la concretización y optimización de los mencionados principios constitucionales materiales.[6]
En otra sentencia, el Alto Tribunal manifestó también su adhesión a la tesis de Häberle desde su propia perspectiva procesal:
Estas “operaciones” procesales del Tribunal han encontrado apoyo en la doctrina de Peter Häberle, quien se ha referido en feliz frase a la “autonomía procesal del TC” que ha permitido abrir el camino para una verdadera innovación de sus propias competencias. Esta capacidad para delimitar el ámbito de sus decisiones por parte del Tribunal tiene como presupuesto la necesidad de dotar de todo el poder necesario en manos del Tribunal para tutelar los derechos fundamentales más allá incluso de las intervenciones de las partes, pero sin olvidar que la finalidad no es una finalidad para el atropello o la restricción. Este “sacrificio de las formas procesales” sólo puede encontrar respaldo en una única razón: la tutela de los derechos, por lo que toda práctica procesal que se apoye en este andamiaje teórico para atropellar los derechos o para disminuir su cobertura debe ser rechazado como un poder peligroso en manos de los jueces.[7]
Precisamente bajo esta orientación el Tribunal Constitucional de los años 2004 al 2007 ha tenido varios pronunciamientos donde haciendo uso de esta supuesta autonomía procesal marcó tensiones casi al límite con el resto de poderes públicos.
3. Algunos casos relevantes durante el período 2004-2007
Durante este periodo se ha visto un Tribunal Constitucional más activista liderados por los magistrados Landa Arroyo y Eto Cruz, habiendo establecido un conjunto de disposiciones normativas a través de su jurisprudencia. Identificamos las siguientes como las más relevantes:
– Nuevos criterios de procedibilidad de las demandas de amparo que versen sobre materia pensionaria (Exp. Nº 1417-2005-AA/TC).
– Introduce la figura procesal del amicus curiae (Exp. Nº 3081-2007-AA/TC).
– Introduce la figura del Partícipe: nuevo “sujeto procesal” (Exps. Nº 0025-2005-PI/TC y 0026-2005-PI/TC).
– Ampliación de los supuestos de procedencia del Recurso de Agravio Constitucional (Exp. Nº 2877-2005-HC/TC).
– Supuestos de procedencia del amparo contra amparo (Exp. Nº 4853-2004-PA/TC)
– Creación del amparo electoral (Exp. Nº 5854-2005-AA/TC)
– Nuevo tipo de proceso competencial por menoscabo de atribuciones constitucionales (Exp. Nº 0005-2005-CC/TC).
En muchos de estos casos, la polémica alcanzo la cresta de la ola en razón que el Tribunal no sólo interpretaba supuestas omisiones hechas “a propósito por el legislador”, tal como lo ha afirmado en su jurisprudencia, sino inclusive en sentido contrario a lo prescrito por el constituyente como lo hemos hecho notar adelante, con lo cual pues su propia competencia estaba en tela de juicio. Es muy sonada la fuerte tensión que enfrento con el Congreso con ocasión del amparo electoral por ejemplo.
Sin embargo, el Tribunal Constitucional ha logrado imponer en ese y en otros casos, su interpretación, sobre todo en la medida que la intensidad de su intervención en el proceso y la creación de nuevas reglas fue menos frecuente en los años siguientes hasta que, nuevamente ha vuelto a la carga.
4. Otra vez con la autonomía procesal
Tres años más tarde, en concreto durante el año 2010, el Tribunal Constitucional primero dicta una sentencia (Exp. Nº 00004-2009-PA/TC) creando el “recurso de apelación por salto a favor de la ejecución de una sentencia del Tribunal Constitucional”, el cual convalidaría con la publicación de las Resoluciones Administrativas Nºs. 028-2011-P/TC y 036-2011-P/TC. Con ellas el Tribunal Constitucional incorpora a su Reglamento Normativo disposiciones específicas para la tramitación de este nuevo recurso jurisprudencial, y se vuelve a encender la polémica. Nuevamente en el año 2011, en el famoso caso Chiquitoy, el Tribunal decide aplicar una regla creada también nuevamente en su Reglamento Normativo, publicada en el diario oficial El Peruano el 22 de marzo de 2011, que incorpora el artículo 10-A a dicho Reglamento Normativo del Tribunal Constitucional, y en el que, entre otras cosas, establece que el Presidente del Tribunal Constitucional tiene el voto decisorio en los casos que se produzca empate en la votación de causas vistas por el Pleno:
Voto decisorio
Artículo 10-A.- El Presidente del Tribunal Constitucional cuenta con el voto decisorio para las causas que son competencia especial del Pleno en la que se produzca un empate de ponencias. Cuando por alguna circunstancia el Presidente del Tribunal Constitucional no pudiese intervenir para la resolución del caso, el voto decisorio recae en el Vicepresidente del Tribunal Constitucional. En caso este último no pudiese intervenir en la resolución del caso, el voto decisorio seguirá la regla de antigüedad, empezando del magistrado más antiguo al menos antiguo hasta encontrar la mayoría necesaria para la resolución del caso.
Como se puede observar las causas de competencia especial del Pleno son los procesos orgánicos y no sólo los procesos de tutela especiales. Materialmente, este dispositivo relativiza la exigencia de los 5 votos conformes sino ahora por una reglamento bastaría que hubiera un empate de votos para que el voto del presidente se cuente por doble. Es decir, si en una demanda de inconstitucionalidad tenemos 3 votos a favor de la inconstitucionalidad y 3 en contra, si el presidente vota a favor se computa por doble, con lo cual serían los 5 votos exigidos, vaciándose de fundamentación la regla de la presunción de constitucionalidad de las leyes.
5. La carnecita del año 2013
Durante el último año, uno de los temas polémicos que ha enfrentado el Tribunal Constitucional ha sido la resolución emitida sobre los bonos agrarios, la cual fue impulsada a causa de una solicitud de persona no legitimada para actuar conforme al artículo 109º del Código Procesal Constitucional. Pero en lo más grave, el Tribunal aplico el famoso artículo 10-A del Reglamento Normativo del Tribunal Constitucional, es decir, el voto decisorio del Presidente.
En efecto, en los bonos agrarios el tema es sumamente grave no solo porque hubo 3 votos a favor y 3 votos con distintas posiciones, sino que contado el doble voto del presidente resultan ser 4 votos conformes. Con esos 4 votos, el Tribunal ha entendido que se puede dictar una sentencia o una resolución que sin ser sentencia termina siéndolo, en un proceso de inconstitucionalidad, cosa que nosotros consideramos una clara infracción constitucional pasible de un juicio político conforme a los artículos 99º y 100º de la Constitución.
En ese sentido, el aludido artículo 10-A debe ser expulsado del ordenamiento jurídico por ser ilegal e inconstitucional. Y la resolución no siendo una sentencia no es vinculante, y si es una sentencia aunque no se quiera decirlo tampoco tiene ninguna fuerza ejecutable en razón que no se cumple con los 5 votos conformes.
Finalmente, y casi como regalo de navidad, el Tribunal Constitucional dicto la sentencia en el proceso competencial entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial sobre la homologación de los sueldos de los jueces y fiscales (Exp. Nº 00002-2013-PCC/TC). En este caso, el Alto Tribunal se pronunció declarando fundada la demanda planteada por el Poder Ejecutivo, pero convalidando la írrita Resolución Administrativa N° 235-2012-CE-PJ emitida por el Poder Judicial que conminaba al Ministerio de Economía los fondos para dicho proceso.
En ese sentido, la decisión del Tribunal Constitucional de convalidar una tendenciosa resolución administrativa del Poder Judicial por el que se pretendía disponer un aumento de sueldos en montos que ascienden a los 87 millones de soles al año, era a todas luces un acto que quiebra el reparto funcional de los poderes del Estado, y por tanto inconstitucional.
Lamentablemente el Tribunal Constitucional en su activismo extremo nuevamente pone en cuestión sus propios límites: Una sentencia inejecutable y además confusa, basada en supuestos acuerdos entre las partes que nunca llegaron a formalizarse, y que inversamente para su procedencia requerirían del entendimiento expreso de los poderes ejecutivo y judicial que nunca se materializo, afectando de esta manera la titularidad del gobierno en materia presupuestal.
Pero en lo que resulta más interesante procesalmente hablando, es que ésta sentencia del Tribunal Constitucional también fue emitida sin el rigor que exige la Ley Orgánica del propio Tribunal Constitucional, es decir, con los 5 votos conformes.
Fuera del voto del magistrado Urviola, uno de los 5 votos, concretamente el del magistrado Eto propone una vacatio, es decir un plazo ampliado para la aprobación de una ley que precise los conceptos remunerativos. Con esta decisión en posición distinta, no hay 5 votos conformes, por tanto no hay sentencia.
6. Un nuevo Tribunal Constitucional para el año 2014
Decisiones como las glosadas ponen en tela de juicio la importancia del Tribunal Constitucional, por eso desde hace buen tiempo venimos reclamando a tan importante poder constituido una política de contención (sefl restraint), que evite la quiebra de reglas impuestas legítimamente por el constituyente y el legislador por mor de su libertad de configuración normativa. Ciertamente si la Constitución estatuye un modelo de control en el cual se establecen “esferas de cierre” en donde el Tribunal Constitucional no tiene competencia o si las tiene debe agotar los medios para que el titular de la legislación le dote de las normas necesarias para el cumplimiento de sus fines, la posibilidad que éste llegue a avocarse a dichas esferas pasa por una reforma constitucional y no por una interpretación por más elástica que le permita el sistema, pues como dice el propio Häberle, a quien siguen muchos de los actuales magistrados y asesores del Tribunal, la interpretación de la Constitución no debe llegar a una identidad con el legislador (mucho menos con el constituyente).
Sin lugar a dudas en estos casos hay un tufillo a infalibilidad, cosa que disentimos porque en una democracia constitucional en verdad el congreso no es el dueño del derecho, pero tampoco lo son los jueces constitucionales, quienes con doble razón, deben guardar fidelidad a la Constitución (les guste o no), porque a pesar que ya paso un siglo desde la aparición de la justicia constitucional, qué duda cabe que su poder está en ser guardián de la Constitución y no en asumirse constituyente ni legislador. Más todavía si tenemos en el Perú un Código Procesal Constitucional que no tiene ni siquiera diez años de vigencia y se han creado reglas procesales en algunos casos en sentido contrario a sus mandatos.
Por estas consideraciones reiteramos nuestro pedido de autocontención para un nuevo Tribunal Constitucional, porque como diría Carpizo[8], un poder ilimitado, se trate de la naturaleza que sea y sin importar quien sea, siempre es peligroso.
[1] Carpizo, Jorge, El Tribunal Constitucional y sus límites, Grijley, Lima, 2009, p. 41.
[2] Carpizo, Jorge, op. cit., p. 68.
[3] Cf. Exp. Nº 00228-2009-PA/TC, considerando 3.
[4] Sobre el tema puede verse: Monroy Gálvez, Juan, “La autonomía procesal y el Tribunal Constitucional: Apuntes sobre una relación inventada”, Disponible en: http://www.pj.gob.pe/wps/wcm/connect/b0d60e8043eb7b61a641e74684c6236a/12.+Doctrina+Nacional+-+Juristas+-+Juan+Monroy+G%C3%A1lvez.pdf?MOD=AJPERES&CACHEID=b0d60e8043eb7b61a641e74684c6236a
[5] Rodríguez-Patrón, Patricia, La autonomía procesal del Tribunal Constitucional, Thompson- Civitas, Madrid, 2003.
[6] Exps. N.° 0025-2005-PI/TC y 0026-2005-PI/TC, f.j. 15.
[7] Exp. Nº 4119-2005-PA/TC, FJ 38.
[8] Carpizo, Jorge, op. cit, p. 69.
La creación del recurso de apelación por salto: ¿Otra vez la supuesta ‘autonomía procesal’?
Gustavo Gutiérrez-Ticse
Publicado en Gaceta Constitucional N° 43.
Los procesos constitucionales constituyen mecanismos de defensa de la supremacía de la constitución. En ese sentido son configurados en dicho nivel normativo. No por disposiciones de inferior jerarquía sino por lo que ha prescrito el constituyente en su obra suprema: la Constitución.
Conforme a una lectura de nuestra vigente Constitución existen siete procesos constitucionales. El hábeas corpus, el amparo, el hábeas data y el proceso de cumplimiento, destinados a la tutela de los derechos fundamentales; y el proceso de inconstitucionalidad, el competencial y la acción popular concretizados en la defensa de la primacía de la constitución.
De otra parte, la Constitución prevé que nuestro modelo de jurisdicción constitucional es dual. Es decir, tenemos los dos sistemas de control tanto el difuso como el concentrado en coordenadas distintas. Así se infiere de una lectura sistemática de los artículos 138º y 201º de la Carta Política. Y el Tribunal Constitucional conoce los procesos constitucionales de la libertad en tanto en cuanto se trate de denegatorias. Es decir, demandas declaradas improcedentes o infundadas por los órganos jurisdiccionales. A partir de allí se configura el recurso de agravio constitucional, como medio conector entre el ciudadano y el Tribunal Constitucional para la defensa de los principios y valores superiores de la comunidad.
En efecto, lo expuesto hasta aquí, es el pórtico desde el cual nuestro Código Procesal desarrolla los procesos constitucionales, consagra los principios procesales y las reglas de procedencia e improcedencia que den lugar para garantizar los fines constitucionales.
De suerte que, por ejemplo, no es posible crear un proceso constitucional más porque si así fuera estaríamos rebasando el marco constitucional. Tampoco es posible establecer reglas procesales por la vía de la interpretación porque estaríamos superando nuestras propias estructuras jurídicas consagradas a nivel legal. Lamentablemente lo primero se ha materializado con la creación de un supuesto precedente constitucional “vinculante” alojado en el art. VII del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional en razón que no tiene base en la Constitución, y lo que ahora se ha consumado fuera de todo margen jurídico con la creación de un “recurso de apelación por salto”, que no existe en nuestra normatividad.
Se trata de una nueva configuración del Tribunal Constitucional sobre su supuesta “autonomía procesal” para determinar en situaciones específicas la creación de reglas procesales.
¿Tiene en verdad autonomía procesal el Tribunal Constitucional? En la sentencia recaída en el Exp. Nº 013-2002-AI/TC ha señalado que la Constitución le confiere tal prerrogativa, con el objeto de optimizar sus funciones (artículo 201º). Afirmación por cierto, a todas luces discutible.
La autonomía procesal que el Tribunal se atribuye no tiene una definición pacífica en la legislación comparada. De hecho en Alemania, en donde se origina el término, la polémica no ha cesado. Nuestro Tribunal la define como “aquella garantía institucional mediante la cual se protege el funcionamiento del Tribunal Constitucional con plena libertad en los ámbitos jurisdiccionales y administrativos, entre otros, de modo que en los asuntos que le asigna la Constitución puede ejercer libremente las potestades necesarias para garantizar su autogobierno, así como el cumplimiento de sus competencias. Ello implica además que los poderes del Estado u órganos constitucionales no pueden desnaturalizar las funciones asignadas al Tribunal Constitucional en tanto órgano de control de la Constitución. (Exp. N.º 00005-2007-PI/TC FFJJ 37 y 38).
Como se recuerda, de la clásica teoría de la división de poderes (legislativo, ejecutivo, y judicial), pasamos a un modelo de “pesos y contrapesos” que han dado cabida a nuevos órganos constitucionales, como el Ministerio Público, los Consejos de la Judicatura, la Defensoría del Pueblo y el Tribunal Constitucional. Y precisamente cada una de estas modernas instituciones se han venido asentando de una u otra manera en el constitucionalismo contemporáneo, de tal manera que la teoría constitucional las glosa e identifica sus elementos básicos pero no las perfila de modo homogéneo en razón que resultan ser creaciones de la Constitución, y por tanto adquieren sus propios matices de realidad en realidad.
En ese sentido, el control concentrado de la constitucionalidad, es una expresión del Estado democrático constitucional. Y nadie discute su contribución e importancia en la limitación de los excesos del poder y en la revaloración de la persona humana y el respeto a su dignidad. Ahí reside la legitimidad de los Tribunales y Cortes Constitucionales en el mundo.
Tampoco se contradice la capacidad de éstos órganos de interpretar la Constitución, y mantenerla viva al paso del tiempo. Lo que sí es objetable, al menos en los sistemas democráticos, es pretender configurar un Tribunal Constitucional al grado de mutilar o alterar la Constitución, en tanto y en cuanto se trata de la materialización del acto soberano, libre y supremo, que es elaborar y sancionar el pacto social. Y es que, como sostiene el profesor mexicano Jorge Carpizo , las facultades del Tribunal Constitucional son señaladas expresamente por la Constitución
Ciertamente, el Tribunal Constitucional constituye un “comisionado” del pueblo reunido en una constituyente, como los demás órganos del Estado; concretizado en el control de la constitucionalidad; pero no en el control de la Constitución.
Y ello no podría hacerlo, puesto que la Constitución es expresión de la soberanía popular. Del pueblo reunido en determinados momentos de la historia en el que los constituyentes acuerdan diseñar el modelo de estado, sus instituciones, los ámbitos de competencia y límites de éstas. Precisamente, ello, como expresa Tomas y Valiente obliga no sólo a quienes compongan a cada momento el Tribunal Constitucional, que no es, obviamente, titular de la soberanía, ni del poder constituyente, sino el supremo garante de lo que el pueblo soberano, titular del poder constituyente, dejó escrito en el texto de la Constitución a la que estamos sometidos todos inclusive ellos mismos.
¿En consecuencia, cual es el límite del control que ejerce el Tribunal Constitucional? La respuesta es obvia: la Constitución. De modo tal que si la Constitución estatuye un modelo de control híbrido en el cual establece “esferas de cierre” en donde el Tribunal Constitucional no tiene expresas competencias, la posibilidad que éste llegue a avocarse a dichas esferas pasa por una reforma constitucional y no por una interpretación por más elástica que le permita el sistema, pues como dice Haberle , la interpretación de la Constitución no debe llegar a una identidad con el legislador (mucho menos con el constituyente).
En efecto, si la Constitución señala textualmente que las decisiones del Jurado Nacional de Elecciones son irrevisables (Art. 181), que no se someten a referéndum las normas de carácter tributario (Art. 32), que los fallos del Poder Judicial que adquieren la calidad de cosa juzgada son inmutables (Art. 139 inc. 2), que los magistrados destituidos no pueden reingresar al Poder Judicial ni al Ministerio Público), o que el Tribunal Constitucional solo conoce de los procesos constitucionales cuando se trate de denegatorias (Art. 200), es porque el constituyente así lo ha decidido; de modo que si el Tribunal Constitucional como que lo ha hecho, ingresa a contradecir éstas cláusulas constitucionales para darle una orientación absolutamente contrapuesta, está extralimitando sus competencias.
Igual ocurrirá cuando el Tribunal pretenda crear sus propias reglas y diseñar su propio proceso como si fuera dueño del mismo aún así se ampare en lo prescrito en el Art. 2 del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional cuando estatuye el derecho-deber del Tribunal de adecuar las formalidades a los fines del proceso. Polémicas decisiones como la posibilidad del “amparo contra amparo” o la incorporación de la figura del “amicus curiae” no son pacíficas. Y es que por cierto, el precitado artículo no le da al Tribunal Constitucional la capacidad de flexibilizar sus reglas o de crear nuevas disposiciones, sino la de adaptar al caso concreto los parámetros de su actuación
Lo que debería el Tribunal Constitucional frente a la necesidad de contar con una regla general de alcance procesal o inclusive material es generar mediante el principio de colaboración de los poderes ante el parlamento una propuesta de ley a fin que se modifique la norma pertinente e incorpore por ejemplo en el presente caso el proceso de apelación por salto (que por cierto para nosotros no solamente es ilegal sino además inconstitucional). Pero reiteramos, así se persista mínimamente debería corresponder al parlamento la creación de ésta figura.
Con la publicación de las Resoluciones Administrativas Nºs. 036-2011-P/TC y 028-2011-P/TC por medio de las cuales el Tribunal Constitucional incorpora a su Reglamento Normativo disposiciones específicas para la tramitación del nuevo recurso de apelación por salto se acaba de consumar la vulneración del ordenamiento constitucional. Llega al punto de polémica las citadas resoluciones que a diferencia del recurso de agravio previsto en el Art. 18 del Código Procesal Constitucional, en las apelaciones por salto ya no será siquiera necesaria audiencia de vista de la causa. “por la sencilla razón de que no se está debatiendo una controversia o litis constitucional, ya que ésta se encuentra resuelta en forma definitiva por la sentencia del Tribunal Constitucional, sino que se va a verificar el estricto cumplimiento, o no, del mandato contenido en la sentencia”. (Exp. Nº 00004-2009-PA/TC, f.j. 15)
Lo que finalmente concluirá con esto es que el sistema jurídico se empezará a deconstruir y por lo tanto la labor del Tribunal Constitucional terminará siendo absolutamente cuestionada. El parlamento ya no será necesario porque en definitiva el propio Tribunal desarrollará su propio proceso ya no solamente mediante los mandatos de sus sentencias sino por sus reglamentos emitidos en razón a sus intereses.
Ya el profesor Juan Monroy ha señalado refiriéndose a la autonomía procesal que ni en su país de origen y tampoco en España, desde donde se nutren de información los asesores del Tribunal Constitucional, la Autonomía Procesal ha adquirido reconocimiento y mucho menos título de exportación. Por eso nos queda la duda razonable en torno a si los jueces del TC saben que han asumido una peligrosa doctrina que donde se engendró no sólo es discutida y relegada sino que, además, se sostiene en una profunda desinformación y desdén sobre una ciencia jurídica, la procesal.
Es más la profesora Rodríguez Patrón , ha reiterado en referencia a la autonomía procesal que conforme a lo sostenido por la doctrina, el Tribunal Constitucional Federal alemán está sometido a muchos límites en la realización de esta tarea, entre ellos, los principales, la ley y el principio de división de poderes. La LF (art. 94.2) ha encomendado la regulación del proceso constitucional a la Ley federal y no al Tribunal, por lo que la regulación de aquélla debe, en todo caso, respetarse. A falta de previsión de la Ley y, de acuerdo con el principio de división de poderes, al TCF le corresponde actuar de forma adecuada a la función que la Constitución le ha asignado, la judicial y, por tanto, actuar como cualquier otro Tribunal en ese supuesto ha de buscar en el caso concreto, dentro del conjunto formado por los distintos ordenamientos procesales, los principios o reglas necesarios que mediante su aplicación analógica puedan completar la Ley. Debido a la especialidad del Derecho procesal constitucional, en ocasiones los métodos tradicionales de integración judicial del Derecho pueden no ser suficientes para colmar la laguna. Sólo en estos casos —mantiene la doctrina— el TCF tendrá una mayor libertad para completar la LTCF, lo que debe hacer, igualmente, en el ejercicio de su función jurisdiccional y, por tanto, en el seno de un proceso concreto. De lo contrario, estaría ejerciendo una competencia (normativa) que no le corresponde a él, sino al legislador.
¿Que ocurre entonces con la autonomía procesal a la peruana? Una atribución dudosa pero que además le permite al Tribunal ir más allá de lo que la propia doctrina asume. No le falta razón al profesor Monroy cuando adjetiva a la autonomía procesal justificada por nuestro Tribunal Constitucional como una “vulgar coartada multiuso”
Distinto es que el pueblo dote al Tribunal Constitucional de verdaderas características de supremo intérprete y, darle cabida al control absoluto por mor de los derechos fundamentales, ello tendría que pasar por una reforma constitucional que precise además de su calidad de “supremo” que hoy en día en sede constitucional no lo expresa, rediseñe las instituciones y figuras que precitamos párrafo arriba, e inclusive para actuar en contrario, es decir, para explicitarle sus límites. Sea cual fuera la decisión, como sostiene Haberle, requiere en el Estado constitucional de determinados procedimientos y mayorías calificadas en el parlamento. Eso es lo democrático.
He allí el tema de fondo. La transformación de la Constitución no es un asunto de los intérpretes sino de los constituyentes, y el Tribunal no lo es como tampoco el parlamento, salvo cuando inicia un proceso de reforma constitucional con las exigencias que Haberle nos ha dicho. De lo contrario se corre el peligro de terminar por sustituir la soberanía popular por estamentos corporativos que no ostentan dichas prerrogativas.
Y es que como expone Carpizo , el Tribunal Constitucional obviamente también tiene límites. Ellos son:
a) Su competencia es primordialmente la interpretación de la Constitución, su defensa y el control de la constitucionalidad de las leyes y actos. Entonces no puede ir más allá de las funciones que expresamente le señala la propia Constitución y usurpar atribuciones del poder constituyente o de los poderes constituidos. Como poder constituido tiene límites.
b) Respeto a las cláusulas pétreas contenidas en la Constitución.
c) Acatamiento a la Constitución material, es decir, a los principios y valores fundamentales que individualizan a la Ley Fundamental, aunque no estén expresamente señalados. Una de las funciones esenciales del tribunal es cuidar la obediencia a dichos principios.
Pareciera que no es probable que un tribunal constitucional desconozca esos límites, en virtud de que su esencia es la defensa jurisdiccional de la Constitución, y es el primero que debe respetarla, prosigue Carpizo. Sin embargo, en la realidad, diversos tribunales constitucionales (como es el caso del peruano) han protagonizado enfrentamientos políticos en su afán de aumentar su poder, o el tribunal se compromete en un activismo judicial galopante y desenfrenado que puede llegar a atropellar sus propios límites constitucionales. Es lo que se evidencia con todo el discurso empleado por el Tribunal Constitucional para construir el recurso de apelación por salto. De modo tal que en aras a preservar la institucionalidad de los órganos de poder debe fomentarse una permanente colaboración de los poderes para evitar el abuso de competencias.
Y ello porque, en palabras del citado Carpizo , la historia política nos enseña lo peligroso que es un poder ilimitado, se trate de la naturaleza que sea y sin importar quien sea.
Bibliografía
Carpizo, Jorge, El Tribunal Constitucional y sus límites, Grijley, Lima, 2009, p. 41
Tomas y Valiente, Tomas, Escritos desde y sobre el Tribunal Constitucional, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 84.
Haberle, Peter, El estado constitucional, Pucp, Lima, p. 162
Monroy Palacios, Juan, La “autonomía procesal” y el Tribunal Constitucional: apuntes sobre una relación inventada, en Revista Oficial del Poder Judicial, Año 1 Nº 1, Lima 2007, p. 277.
Rodríguez Patrón, Patricia, La libertad del Tribunal Constitucional alemán en la configuración de su derecho procesal, en Revista Española de Derecho Constitucional, Año 21, Nº 62, Mayo-Agosto, Madrid, 2001, p 172.
Monroy, Juan, op. cit., p. 290.
Haberle, Peter, op. cit., p. 65
Carpizo, Jorge, op. cit., p. 68.
Carpizo, Jorge, op. cit, p. 69