ENFOQUE: La Defensoría del Pueblo en la democracia

Gustavo Gutiérrez-Ticse  Constitucionalista
Jorge Carpizo señala que la Defensoría del Pueblo (Ombudsman) nace en Suecia con la Constitución de 1809. Persigue establecer un control adicional para el cumplimiento de las leyes, supervisar cómo estas son aplicadas por la administración, y crear un nuevo camino, sin formalismos, mediante el cual los individuos puedan quejarse de las arbitrariedades cometidas por autoridades y funcionarios.

 

En el Perú, esta institución ha tratado de ser consecuente con ese objetivo. Y fruto de ello ha reportado solo en el 2013 más de 33,000 quejas contra la administración pública. Entre las instituciones más cuestionadas están las municipalidades, los sectores Educación y Salud, y el Poder Judicial.

 

Lamentablemente, esta alta incidencia de reclamos no solo evidencia la falta de recursos humanos y logísticos en el Estado para optimizar los servicios públicos, sino también en la propia Defensoría, a sabiendas de que su poder radica en la persuasión: en muchos casos evacua diagnósticos, en menor grado formula propuestas, y pocas veces las impulsa proactivamente. En otras palabras, el rol de la persuasión en la actual gestión, al menos, se tiene agotada en la institución.

 

La Defensoría no solamente debe dar cuenta de todas estas falencias burocráticas como resultado final de sus funciones. Es sabido que las trabas legales son una constante en el Estado, los juicios se dilatan por años, los trámites desalientan al usuario, la corrupción campea como una regla. El mérito como condición de acceso a la burocracia no es exclusiva. El ciudadano se pierde entre colas y ruegos que no se condicen con un modelo democrático.

 

Informar en estas condiciones, ergo, termina siendo nominal. La persuasión se diluye en el papel, nuevamente generando en la comunidad una sensación de que el Estado es ineficiente.

 

Tiene razón, por tanto, Maiorano cuando nos recuerda que el perfil adecuado del defensor del Pueblo ha de ser el de un colaborador crítico de la administración, no su contradictor efectista. Esto implica que puede colaborar con la crítica o criticar con la finalidad de colaborar en la solución de los problemas.

 

En suma, la ciudadanía requiere una institución que no espere que la administración corrija las deficiencias diagnosticadas, sino agote todos los medios posibles para ser el artífice fundamental en la solución de estos. En otras palabras, un defensor amigo de los ciudadanos y de la administración. Al fin y al cabo, la idea de su construcción ha sido la del gran colaborador y no la del crítico de salón.

 

Publicado en el Diario Oficial El Peruano 03/09/2014

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La Constitución de 1993, ¿semántica o normativa?

Gustavo Gutiérrez-Ticse
Profesor de Derecho Constitucional

Decía Manuel Vicente Villarán que el Perú ha vivido haciendo y deshaciendo constituciones. En cerca de dos siglos de historia republicana hemos tenido 12.

De todas nuestras anteriores constituciones ha sido significativa la de 1979 por varios factores: la afirmación de un derecho social, la consolidación del sistema internacional de protección de los derechos humanos, la aparición de los órganos constitucionales autónomos en la experiencia comparada, entre otros aspectos. Sin embargo, traía consigo un modelo intervencionista en materia económica que sufrió de vejez prematura como consecuencia de la caída del bloque socialista y la afirmación del mercado como única opción globalizada.

La Constitución de 1993 construida para justificar un modelo autoritario compatibilizo plenamente con la política económica imperante en el mundo. De ahí que Panigua la haya denominado empleando la famosa tipología de Constituciones desarrollada por el célebre jurista Karl Loewenstein (normativas, nominales y semánticas) como una Constitución de éste último tipo, es decir, una Constitución “semántica”.

En otras palabras, un documento utilizado como disfraz para mantener un régimen político pero nunca proyectada para la construcción de un modelo plenamente compatible con el pluralismo y la cultura de nuestros pueblos. Una constitución típica de los países resultantes de la quiebra de la cortina de hierro con claros objetivos aparentemente moldeados en beneficio de la comunidad bajo un esquema económico de bienestar. Pero nunca una constitución democrática.

Sin embargo, la Constitución de 1993, acaba de superar los tres lustros. ¿Como se explica esto? Ya no puede ser un disfraz porque el régimen que lo concibió no existe. A contracorriente, ha sido empleada en la legitimación y ejercicio de tres gobiernos democráticos y de respaldo para la ejecución de sus respectivos planes de gobierno. En consecuencia, ¿se trata de la Constitución “semántica” de la que hablaba Valentín Paniagua? Creemos que no. Y mucho ha tenido que ver al respecto el desmontaje de las evidencias autoritarias que existían en sus dispositivos: ya no existe la norma del hábeas data contra los medios de comunicación, tampoco la reelección presidencial inmediata, el capítulo de la descentralización ha sido recompuesto. El tribunal constitucional ha cumplido su rol de intérprete dándole un contenido humanista a muchos de sus dispositivos. En otras palabras, lo que ha habido es un paradójico caso de mutación constitucional. Como el patito feo del célebre cuento infantil, la Constitución ha dejado de ser semántica para convertirse en normativa.

En efecto, la Constitución de 1993, de un matiz autoritario en su génesis, a partir del año 2000 con la instalación del gobierno transitorio del ex presidente Valentín Paniagua se ha convertido en una Constitución normativa, en la medida que coincide con los actores políticos y compatibiliza en la comunidad como una norma de eficacia jurídica. No se trata por cierto que la ciudadanía esté plenamente de acuerdo con los postulados constitucionales, sino que las instituciones que ella concibe funcionen, exista claro respecto a las decisiones de los órganos constitucionales y los ciudadanos cuenten con los mecanismos para exigir sus derechos. En otras palabras que hayan reglas previsibles por medio de las cuales detentadores y destinatarios del poder deban someterse al derecho como es moneda corriente en cualquier estado democrático.

En consecuencia, se trata de una vieja Constitución autoritaria pero de una nueva Constitución democrática. Ya no es una Constitución-disfraz hecha para ser un instrumento del gobernante de turno (el gobernante de los años 90 ya no está en el poder y la Constitución sigue vigente), sino hoy en día es una Constitución-traje que encaja al cuerpo ciudadano.

Es una norma viva que, más allá de los sentimentalismos históricos que justificadamente dan fundamento a buena parte de peruanos a exigir su derogatoria, no por ello deja de ser una norma de eficacia normativa. Por lo tanto, de no mediar consenso en la comunidad para invocar al poder constituyente por la vía jurídica que habilita el artículo 206º de la Constitución, o lo que es lo mismo, de no lograr convencerse a la mayoría ciudadana de su inconveniencia y de la necesidad de una reforma, perdurará en el tiempo porque para cambiar un modelo constitucional es insoslayable generar un sentimiento en común y mayoritario de buscar un cambio. Cosa que no ha ocurrido hasta el momento y que nos permite reafirmar que, a más de tres lustros de aquel lejano 1993, la Constitución es plenamente normativa.

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LA INMUNIDAD PARLAMENTARIA EN EL ESTADO DEMOCRATICO CONSTITUCIONAL

LA INMUNIDAD PARLAMENTARIA:
ALGUNAS CONSIDERACIONES A TOMAR EN CUENTA

(Transcripción de conferencia impartida en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Martín de Porres – Filial Chiclayo)

El señor GUTIÉRREZ TICSE, Gustavo.— Señor representante de la Universidad de San Martín de Porres, Filial Chiclayo; colega José Carlos Chirinos; distinguida concurrencia: Antes de entrar en el tema de mi exposición, voy a hacer algunas precisiones. En realidad, quiero aclarar que no es que haya sido asesor parlamentario, sino que actualmente desempeño dicho cargo. Además, quiero señalar que, al parecer, ha habido un error en cuanto a la consignación del tema de mi exposición, porque en los afiches se dice que yo iba a hablar del tema “Precedente vinculante”, y el doctor Eto, en varias oportunidades, ha hecho referencia a que yo iba a desarrollarlo con mayor amplitud, algo que también es una imprecisión porque, en realidad, el asunto que voy a abordar se ubica en el ámbito del derecho parlamentario, en concreto, en la figura de las prerrogativas parlamentarias.

Tras el largo discurso de los expositores que me han antecedido en el uso de la palabra, sé que he de desarrollar mi exposición de manera rápida, pero, a pesar de ello, quiero transmitir de todos modos mi complacencia por estar en mi universidad, en tanto he sido alumno de esta casa de estudios y actualmente tengo el honor de ser profesor.

Para entrar ya en el tema, quiero manifestar que, por un lado, me hubiera encantado que estuvieran presentes en este momento los magistrados del Tribunal Constitucional así como el Presidente del Congreso, pero, por otro lado, me agrada la idea de que no estén porque me va a permitir ser un contestatario recalcitrante de algunas posiciones que se han vertido esta mañana.

Me hubiera encantado tratar el tema de la autonomía procesal que, desde mi particular punto de vista y de algunos profesores de derecho constitucional, constituye un exceso de la justicia constitucional. Sin embargo, de refilón voy a tratar de dar algunas puyas, cuando desarrolle el tema de las prerrogativas parlamentarias, entre justicia constitucional versus Parlamento.

Para empezar, quiero señalar que esta mañana se ha hablado mucho sobre la justicia constitucional, sobre el Tribunal Constitucional y su importancia. Y creo que todo eso, en verdad, abona la tesis de la supremacía de los derechos fundamentales y de la Constitución.

Pero hay algo que, desde cualquier punto de vista y desde cualquier lugar del mundo, debe quedar claro: los tribunales constitucionales son importantes. Son absolutamente importantes y más aún lo son en modelos democráticos endebles, como el nuestro. Sin embargo, cabe señalar que los tribunales constitucionales no son imprescindibles y que, de manera inversa, el Parlamento es necesario y, además, imprescindible. ¿Cómo podemos comprobar esa afirmación en términos reales? Lo podemos hacer en la medida en que todo Estado democrático tiene un Parlamento, pero no todo Estado democrático tiene un Tribunal Constitucional. Inglaterra, por ejemplo, no tiene Tribunal Constitucional; los Estados Unidos de América, tampoco. Por lo tanto, el Parlamento es un órgano de poder absolutamente imprescindible, con sus falencias, con sus defectos, con el desconcierto que muchas veces genera su actuación en la ciudadanía. En cambio, los tribunales constitucionales no son imprescindibles. Por eso es por lo que, en su actuación permanente, deben estar en la procura de permanente legitimación para validarse en el modelo de Estado democrático.

Ahora entraré a tratar precisamente un tema parlamentario. Se habla mucho de las prerrogativas de los legisladores y se dicen muchas cosas al respecto. Se dice que son privilegios, se dice que son excesos, se dice que esas prerrogativas establecen ciudadanos de primera clase. Se dicen muchas cosas acerca de las prerrogativas.

¿De qué estamos hablando cuando utilizamos la expresión prerrogativas parlamentarias? Hablamos de un catálogo de derechos que solo lo tienen quienes son parlamentarios. Por su estatus constitucional, precisamente, la Constitución les confiere determinadas atribuciones que no las tenemos todos nosotros como es, por ejemplo, el derecho de expresarse libremente en los recintos parlamentarios, al tal punto que si un parlamentario, dentro del fragor del debate, formula una injuria o una calumnia, está exento de cualquier responsabilidad penal por las opiniones y votos que emite en el ejercicio de su función. Y lo que hace esta garantía individual es esencialmente habilitar en el parlamentario la capacidad de expresarse abiertamente y de contrastar ideas desde todos los ámbitos, porque se trata en esencia de la actividad política.

Otra prerrogativa, y quizá la más cuestionada, es la que se refiere a la imposibilidad de procesar a los parlamentarios por la comisión de algún delito. ¿Qué quiere decir esto? Que si un parlamentario comete un delito común —si mata a su mujer o a su suegra, por ejemplo—, no puede ser detenido ni procesado si no hay previamente una autorización del propio Parlamento. Es decir, para que el juez pueda procesarlo, para que se ordene su detención, hay que consultar al Parlamento.

Definitivamente, con una simple evaluación, parecería que este privilegio no se condice en realidad hoy en día con el actual Estado democrático, porque el Estado democrático actual —y el profesor Mesía lo ha expuesto de manera extensa en su exposición— se centra en el principio de igualdad ante la ley. Todos somos iguales, los gobernantes y los gobernados, de tal suerte que todos nos sometemos a las mismas reglas.

Pero ¿por qué el parlamentario tiene este privilegio —entre comillas— en virtud del cual se exige al sistema de persecución penal que previamente consulte o solicite autorización al Parlamento? Al respecto hay muchas posiciones o, mejor dicho, hay muchas críticas. De cuando en cuando escuchamos críticas, desde todos los sectores, a la prerrogativa llamada inmunidad parlamentaria. Incluso hay un periódico que ha sacado un suplemento, muy leído por todos, que se llama El Otorongo. Por cierto, el término otorongo es una suerte de expresión de los medios de comunicación para hacer referencia a estos supuestos privilegios de los legisladores.

La doctrina dice que la inmunidad parlamentaria apareció en el derecho inglés. Para nosotros eso es una media verdad. Lo que apareció en el derecho inglés es el Parlamento, que es una asamblea de las sociedades intermedias, como las llamaba Montesquieu, que esencialmente, en su condición de órgano de apoyo a la corona, recibía de esta, como “gracias”, determinados privilegios. Uno de esos privilegios era la gracia monárquica de cubrir con un manto que imposibilitaba su detención a quienes concurrían a la asamblea denominada Parlamento. Esta era una gracia del monarca y, por tanto, un privilegio de aquellos que componían la corte. En su génesis, esta era la inmunidad parlamentaria desde el derecho inglés, que, por cierto, está claro.

Sin embargo, cabe anotar que no solo ha habido este tipo de protección en el derecho inglés, también lo hubo en España. Algunas cortes, como la de Navarra, establecían determinadas gracias para quienes concurrían a la asamblea, que finalmente iba a ser un estamento de respaldo a las actuaciones de la monarquía. Era la corte del monarca y nada más. Finalmente, el monarca convivía con las asambleas burguesas, porque la burguesía contribuía, con el pago de sus impuestos y aportes económicos, al sostenimiento de la corona. Ciertamente, esa es la inmunidad que viene del derecho inglés, pero no es la inmunidad del Estado liberal.

La inmunidad del Estado liberal, de la que somos tributarios, no tiene absolutamente nada que ver con la inmunidad como gracia real, que era ciertamente una concesión de la corona inglesa y de las coronas de la España antigua. Porque el parlamento, en el derecho inglés convivió con la monarquía hasta el siglo XVII, cuando llegó la famosa Revolución gloriosa, con la que cayó del puesto Jacobo II y así, finalmente, el parlamento adquirió mayor autonomía, como sucedió también durante la Revolución francesa de 1789, que fue una ruptura con el antiguo régimen, con el absolutismo, en el cual el Estado lo era todo —Luis XIV decía, por ejemplo, “el Estado soy yo”—. Ese absolutismo finalmente fue derrocado por las nuevas ideas iluministas de Rousseau y de Montesquieu, por cierto, aunque tampoco hay que echarle toda la culpa del sistema a Montesquieu; él contribuyó mucho a la formación del modelo democrático; aquello que se ha dicho de la boca de la ley es en realidad una lectura del profesor Eto —y también de otros profesores—, pero, así como hay que leer a Maquiavelo en su contexto real, también hay que hacerlo con Montesquieu. Más allá de las discusiones conexas, lo concreto es que la inmunidad apareció con la Revolución francesa, con la fundación de un nuevo modelo de Estado: el Estado liberal. Y es Estado liberal porque libera, porque puso punto final al absolutismo en el cual el rey lo era todo y en el que la burguesía convivía obsecuentemente con la monarquía. Ese es el punto de quiebre de las formaciones estaduales; y, precisamente, en el momento en el cual se vence al modelo absolutista, ¿qué se privilegia? Se privilegia la gran asamblea —con Robespierre, por ejemplo— como el estamento de dominio y de preeminencia en el nuevo modelo de Estado liberal, dándole realce al término liberal en el buen sentido de la palabra: liberal como liberación de ese modelo absolutista que impedía la libertad, la igualdad y todos los derechos por los que hoy todos exigimos un modelo de Estado más racional.

Y en aquel momento de consolidación de la convención, de la gran asamblea que fue el Parlamento posrevolución francesa, la primera gran preocupación de los revolucionarios fue garantizar el funcionamiento de ese nuevo eje de poder que significaba la asamblea como representante del pueblo. ¿Cómo se podía hacer para que el famoso Tercer Estado no termine siendo anulado por el poder de la monarquía, pues la monarquía aún subsistía y seguiría subsistiendo, siquiera por unas décadas más, en la Francia posrevolución francesa? En consecuencia, una de las grandes necesidades era proteger a los representantes del pueblo; porque, en ese momento de génesis de un nuevo modelo de Estado, se corría el peligro de volver al absolutismo ya que el monarca aún tenía poder, y —¡atención!— el Poder Judicial o los servicios de justicia no eran sino brazos del poder de la monarquía.

En consecuencia, a fin de garantizar el mantenimiento de la asamblea como el primer poder del Estado en este nuevo modelo en el cual la soberanía del pueblo se materializa en la asamblea legislativa, se hizo necesario conferir determinadas prerrogativas a los parlamentarios, porque son representantes del pueblo, porque nada tienen y, seguramente, mucho deben. Esta dificultad de no ser sino nada más que ciudadanos, respetados por determinados grupo, hizo que la asamblea lo cubriera de determinada prerrogativa con el objetivo de garantizar su concurrencia a ella.

En resumen, el origen de la inmunidad parlamentaria se encuentra en la formación del Estado liberal, en el derecho francés, y no en el derecho inglés. Decir que se origina en el modelo inglés constituye una falacia que pretende disminuir la composición y las atribuciones del Parlamento. Y a pesar de haber aparecido instituciones sumamente importantes, como el Tribunal Constitucional, estas no han logrado sustituir en lo absoluto el poder del pueblo; porque el Parlamento, desde la génesis del Estado liberal, es esencialmente el poder del pueblo. ¿Por qué es el poder del pueblo? Porque cualquiera de nosotros puede llegar al Parlamento. ¿Puede llegar cualquiera de nosotros al Tribunal Constitucional? No. ¿Puede llegar cualquiera de nosotros al Poder Judicial? No. Pero cualquiera de nosotros puede llegar al Parlamento. El Parlamento significa la victoria absoluta del derecho de los pueblos por encima de cualquier órgano de poder, así tenga este poder las riquezas económicas, o pretenda monopolizar simplemente los conceptos y la sabiduría en determinados estamentos. El poder del pueblo es el Parlamento.

Evidentemente, hoy ya no hay monarquías que amenacen el poder del Parlamento. Incluso, las monarquías que subsisten en la Europa continental son esencialmente órganos de adorno de los sistemas constitucionales. El rey Juan Carlos no tiene mayor poder que el de ser un órgano de representación y, sobre todo, un resumen de la historia de la monarquía española. Lo mismo ocurre con la monarquía inglesa, y ni qué decir de los pequeños principados. En Francia, ya no hay reyes, por cierto. En consecuencia, las circunstancias bajo las cuales nació la inmunidad han cambiado. Los temores de la Convención posrevolución francesa, los temores de Robespierre ya no son los mismos; eso también es verdad. El parlamentario ya no está amenazado permanentemente por el monarca ni tampoco por el Presidente ni menos aún por el Poder Judicial, al menos, se supone, en los países desarrollados; porque, a veces, en países como el nuestro, el Poder Judicial se ha convertido en muchos casos en instrumento persecutor de la política. Pero, en general, hoy en día, en un modelo de Estado cobijado bajo la égida de la justicia constitucional a partir dee 1920 con Kelsen, en el que prima el derecho a la igualdad, hay evidentemente cierto cuestionamiento a esta inmunidad —eso sí es verdad—, porque, en efecto, ya no hay estas amenazas que pugnaban finalmente por quebrar la asamblea. Ya no las hay. Pero lo que se olvida, o lo que no se ha querido entender aún, es que, hoy en día, el Parlamento tiene otros enemigos, otro tipo de amenazas. Así como es verdad que ya no existen monarquías, que ya no existen poderes ejecutivos absolutos, así como es verdad que el Poder Judicial es autónomo, también es verdad que han aparecido otros enemigos del Parlamento. Uno de ellos lo constituyen los medios de comunicación. Evidentemente, no todos los medios de comunicación, pero sí aquellos que en determinado momento manejan un discurso político, ideológico, y tienen intereses que pugnan por quebrar la representación nacional, quebrar por ejemplo a los nacionalistas o a los apristas; es decir, que pretenden quebrar una representación o una parte de la representación nacional. Esa es una verdad que no ocurre solo en el Perú. También ha estado latente en toda la Europa continental en los últimos 20 años, al tal punto que Lorenzo Martín-Retortillo, profesor español de derecho parlamentario, ha señalado: “¡Ay de quién ose enfrentarse a los medios de comunicación, porque en un hacer y deshacer de una nota de prensa puede terminar anulando toda la trayectoria de un político!”. En efecto, los medios de comunicación, en determinado momento y en determinado segmento, se convierten en enemigos del Parlamento.

Pero ¿solo los medios de comunicación son los enemigos del Parlamento? No. También lo es la videopolítica, como lo llamaba Sartori, ni qué decir de la democracia judicial, esa permanente creencia de que hoy en día los jueces son los dioses del Derecho y, más aún, de que los jueces del Tribunal Constitucional son los oráculos de la justicia; ellos finalmente, mediante sus decisiones, quieren quebrar incluso la voluntad popular. Ellos también están en pugna con el Parlamento, en contraposición con el poder popular. ¿Solamente ellos están en pugna con el Parlamento? No, tampoco son los únicos.

También las mayorías parlamentarias son enemigas del Parlamento se pueden convertir en una suerte de “enemigos de adentro”, porque basta con fijarse con lo que ocurre en la propia correlación política cuando un partido logra la Presidencia de la República o copa el Poder Ejecutivo: tiene una gran representación en la asamblea. Parlamento y representación en el Parlamento terminan en muchos casos avasallando minorías.

Todo esto, en efecto, constituye hoy en día una problemática latente que finalmente incide de manera frontal en la consolidación del Parlamento como órgano de representación popular del Estado.

Ciertamente, se van a decir muchas cosas, y ya se han dicho. De hecho, el Tribunal Constitucional ha dicho que si bien esta prerrogativa es necesaria, el Parlamento no abona en su favor porque, en él, terminan cubriéndose entre sus pares. En una sentencia, el Tribunal Constitucional cita un cuadro de la Dirección de Estadística del Congreso y dice: “Miren ustedes, de 40 solicitudes de levantamiento de inmunidad, el Parlamento solo levantó dos”. Pero lo que olvida mencionar el Tribunal Constitucional en esta interpretación es que de las 38 solicitudes que no han procedido, la mayoría o carecen de una formación defectuosa o son sencillamente injustificables más todavía si se acusa a políticos con trayectoria. Porque, en realidad, ¿cómo debiera ser el político?, o ¿quién es en realidad político?

El político no sale de la estratósfera y viene a la asamblea. El político es un representante del pueblo, que esencialmente es el dirigente del barrio, el dirigente del club deportivo, el dirigente de los trabajadores o de los empleados de determinada corporación o segmento estatal o privado, que llega a ser concejal, que llega a ser alcalde y regidor, y que probablemente llega a ser parlamentario. En toda esta actividad política, en toda esta carrera política, lo lógico es que los políticos encuentren adversarios. ¿Acaso los congresistas no encuentran adversarios cuando se ponen contra la corriente? El político es un nadador contra la corriente porque busca cambiar las cosas. Obviamente hay políticos por los que uno no puede poner las manos al fuego, pero, en efecto, los políticos luchan, en esencia, contra la corriente porque buscan garantizar un verdadero modelo de Estado que llegue a todos los ciudadanos.

En consecuencia, la inmunidad parlamentaria protege a ese político, a ese representante del pueblo que, en su carrera, va acumulando adversarios, enemigos y que, por tanto, al llegar a la asamblea y tener determinada cuota de poder, el Parlamento, como órgano corporativo, le confiere esta prerrogativa para que actúe adecuadamente en el ejercicio de su función.

Además, por cierto —y lo han mencionado también los doctores Eto y Mesía—, el Parlamento ya no tiene por función preeminente la dación de la ley; el Parlamento es un ente de control político. ¿Cómo se controla políticamente a todo el Estado si se está expuesto al Poder Judicial y a la persecución penal? Hay que señalar que en ninguna parte del mundo ha desaparecido la inmunidad parlamentaria, sino que ha sido reconfigurada para evitar que aquellos que no tienen trayectoria política sean expectorados del cuerpo legislativo por aquellos que hacen de la política un negocio; pero no para atacar al Parlamento.

Siempre digo —referido sobre todo a los congresistas y a aquellos que trabajan en el derecho parlamentario—, que no deben tener miedo de lidiar con la poca credibilidad del Congreso. Se dice que este Congreso está muy desprestigiado, pero hace dos días, quien habla, estuvo en una mesa de trabajo con unos funcionarios del Congreso de los Estados Unidos de América, quienes decían que ese Congreso (de los Estados Unidos) tiene 8% de aprobación. Y es que hay que considerar que los Congresos administran crisis. Por la dinámica parlamentaria, ellos nunca van a estar exentos de recibir críticas. Su función es trabajar dentro de la crisis, dentro de la poca legitimidad. Es, pues, a la inversa. Por ese motivo reitero que la idea es garantizar que no se pierda la representación popular.

Ciertamente, para terminar, hay un tema que creo que es fundamental: la inmunidad parlamentaria —por los motivos expuestos, a favor y en contra— debe tener algunos mecanismos de garantía que impidan que se convierta en un privilegio. Uno de ellos es materia de un proyecto de ley presentado por el Presidente del Congreso, el doctor Velásquez Quesquén, que propone, recogiendo la experiencia española, que si en un plazo de 40 días el Parlamento no se pronuncia sobre una solicitud de levantamiento de inmunidad, esta se entiende por concedida. Es decir, propone la incorporación de una institución de derecho administrativo llamada silencio administrativo positivo. Obviamente, en España es al revés, es un silencio positivo negativo. Nosotros creemos que, a fin de garantizar el pronunciamiento del Congreso, a fin de garantizar que este siempre se pronuncie sobre estos casos, debe incorporarse un mecanismo como este, ya sea negativo o positivo, pero que exponga al Congreso a que tome una decisión frente a estos casos de solicitud de levantamiento de inmunidad.

En resumen, y finalmente, para no cansar al público, quiero señalar que siempre que desarrollemos derecho o que queramos ser actores del Derecho, no podemos menoscabar las instituciones pilares del sistema democrático, porque de lo que se trata es de garantizar un modelo democrático que finalmente repose en la voluntad popular. Y la voluntad popular no es sino el pueblo. Y el pueblo somos esencialmente todos nosotros, de tal suerte que claudicar en la representación popular significa regresar, a mi modo de ver, a los tiempos del despotismo ilustrado o del absolutismo del poder, algo que es inconcebible hoy en día, porque los derechos de los ciudadanos solo son posibles en la medida en que el pueblo como tal tenga la capacidad de participar directamente en las actividades más importantes del Estado que, en definitiva, se discuten en el Parlamento.

Muchas gracias.

(Aplausos).

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