El Tribunal Constitucional y sus límites
El reciente conflicto suscitado entre el Tribunal Constitucional y el Poder Ejecutivo con ocasión del arancel al cemento, trae nuevamente al debate público la configuración de los órganos constitucionales creados por las democracias contemporáneas.
Como se recuerda, de la clásica teoría de la división de poderes (legislativo, ejecutivo, y judicial), pasamos a un modelo de “pesos y contrapesos” que han dado cabida a nuevos órganos constitucionales, como el Ministerio Público, los Consejos de la Judicatura, la Defensoría del Pueblo y el Tribunal Constitucional. Y precisamente cada una de estas modernas instituciones se han venido asentando de una u otra manera en el constitucionalismo contemporáneo, de tal manera que la teoría constitucional las glosa e identifica sus elementos básicos pero no las perfila de modo homogéneo en razón que resultan ser creaciones de la Constitución, y por tanto adquieren sus propios matices de realidad en realidad.
En ese sentido, el control concentrado de la constitucionalidad, es una expresión del Estado democrático constitucional. Y nadie discute su contribución e importancia en la limitación de los excesos del poder y en la revaloración de la persona humana y el respeto a su dignidad. Ahí reside la legitimidad de los Tribunales y Cortes Constitucionales en el mundo.
Tampoco se contradice la capacidad de éstos órganos de interpretar la Constitución, y mantenerla viva al paso del tiempo. Lo que sí es objetable, al menos en los sistemas democráticos, es pretender configurar un Tribunal Constitucional al grado de mutilar o alterar la Constitución, en tanto y en cuanto se trata de la materialización del acto soberano, libre y supremo, que es elaborar y sancionar el pacto social.
Ciertamente, el Tribunal Constitucional es un “comisionado” del pueblo configurado en una constituyente, como los demás órganos del Estado; concretizado en sentido estricto en el control de la constitucionalidad; pero no en el control de la Constitución.
Y ello no podría hacerlo, puesto que la Constitución es expresión de la soberanía popular. Del pueblo reunido en determinados momentos de la historia en el que los constituyentes acuerdan diseñar el modelo de estado, sus instituciones, los ámbitos de competencia y límites de éstas. Precisamente, ello, como expresa Tomas y Valiente obliga no sólo a quienes compongan a cada momento el Tribunal Constitucional, que no es, obviamente, titular de la soberanía, ni del poder constituyente, sino el supremo garante de lo que el pueblo soberano, titular del poder constituyente, dejó escrito en el texto de la Constitución a la que estamos sometidos todos inclusive ellos mismos.
¿En consecuencia, cual es el límite del control ejercido por el Tribunal Constitucional? La respuesta es obvia: la Constitución. De modo tal que si la Constitución estatuye un modelo de control híbrido en el cual establezca “esferas de cierre” en donde el Tribunal Constitucional no tenga competencia, la posibilidad que éste llegue a avocarse a dichas esferas pasa por una reforma constitucional y no por una interpretación por más elastica que le permita el sistema, pues como dice Haberle, la interpretación de la Constitución no debe llegar a una identidad con el legislador (mucho menos con el constituyente).
En efecto, si la Constitución señala textualmente que el artículo 118° de la Constitución sobre las competencias del Presidente de la República, es porque el constituyente así lo ha decidido; de modo que si el Tribunal Constitucional como que lo ha hecho, ingresa a contradecir éstas cláusulas constitucionales para darle una orientación absolutamente contrapuesta, está extralimitando sus competencias.
Ahora bien, si lo que el pueblo quiere es dotar al Tribunal Constitucional de verdaderas características de supremo intérprete y, darle cabida al control absoluto por mor de los derechos fundamentales, ello tendría que pasar por una reforma constitucional que precise su calidad de “supremo” que hoy en día en sede constitucional no lo tiene, así como rediseñe las instituciones y figuras que precitamos a párrafo arriba, e inclusive para actuar en contrario, es decir, para explicitarle sus límites. Sea cual fuera la decisión, como sostiene Haberle, requiere en el Estado constitucional de determinados procedimientos y mayorías calificadas en el parlamento. Eso es lo democrático.
He allí el tema de fondo. La transformación de la Constitución no es un tema de los intérpretes sino de los constituyentes, y el Tribunal no lo es como tampoco el parlamento, salvo cuando inicia un proceso de reforma constitucional con las exigencias que Haberle nos ha dicho. De lo contrario se corre el peligro de terminar por sustituir la soberanía popular por estamentos corporativos que no ostentan dichas prerrogativas.
Lo que si debiera fomentarse es que el Tribunal Constitucional inicie un proceso de autocontención o “self refrestraint” que lo ubique como un órgano de tensión entre los poderes del Estado y –como escribe Ferreres Comella- convenza a cuanta más gente sea posible de que está tomándose en serio su función, y de que fue una buena idea establecer un Tribunal Constitucional.