pollo a la brasa

Esta es la evolución de un plato de raíces populares que ha llegado a penetrar en el paladar del peruano. Hoy es una delicia de exportación en las mesas del mundo.

A inicios de los años cincuenta, el suizo Roger Schuler llegó a Lima con un grupo de compatriotas suyos interesados en el rubro hotelero. Un domingo, Roger y su paisano Mario Bertoli Demarchi, se fueron a pasar el día a Santa Clara, y allí vieron a una dama ensartar pollos bebés en una barra de hierro de más de un metro para hacerlos girar luego sobre las brasas de la leña. En ese instante nació el pollo a la brasa, tal como lo conocemos hoy.

Historia de plumas

El 5 de febrero de 1950, Roger Schuler decidió pedirle a Franz Ulrich, su compatriota y experto en metal-mecánica, que instale un horno en su casa. Inmediatamente después le puso un nombre a su improvisado restaurante: La Granja Azul, ubicado en plena Carretera Central, destacando un aviso que decía: «coma todo el pollo que quiera por cinco soles».

El negocio tuvo éxito desde un primer momento. Se puso de moda entre la gente que viajaba por la carretera y luego empezó a llegar público de diversos puntos de Lima.
Tanto fue el éxito que a los pocos años otro suizo abrió El Rancho, en la avenida Benavides, y le pidió a Ulrich que también le hiciera el horno. Ese fue el inicio de todo este negocio, recuerda ahora Johnny Schuler, hijo del fundador de La Granja Azul.Poco a poco una gran brasa

El gusto se fue ganando a fuego lento. En un inicio el nuevo sabor estuvo al alcance de un público restringido de Lima. Los locales no pasaban de diez. A La Granja Azul le siguieron otras pollerías emblemáticas: El Rancho, en la avenida Benavides -con sus platos de madera-, La Caravana en Pueblo Libre -y su estilo lejano oeste-, Kikiriki en la entonces gran avenida Abancay, y El Sótano en la avenida Grau.

Es decir, comer pollo a la brasa era como ir a una buena cebichería en la Lima actual, condicionada solo a algunos que pueden pagar su precio. Sin embargo, poco a poco se convirtió en un sabroso rito familiar. Su romance con la bebida de sabor nacional se hizo público.

Así dejó de ser el plato reservado para pocos, incluso se dio la licencia para que se lo devorara con las manos, -con cubiertos pierde la esencia- pues es del y para el pueblo. El pollo a la brasa pasó de ser sabatino a diario.

¿Pero qué es lo que tanto nos atrae de esta deliciosa ave? El inmenso placer de ver cómo el cuerpo dorado del pollo va girando en torno a las brasas, será el sabor, una protegida y misteriosa sazón, quizá el penetrante olor que taladra el olfato y se impregna en nuestra ropa; o ese brillo que ostentan los objetos más codiciados.

¿Qué tiene el pollo a la brasa para que, medio siglo después de inventado, sea el plato que más se consume en el país?

«Es un plato para compartir», dice Gastón Acurio. Así es, no solo es rico y barato, también alcanza para todos. Además, acompaña económicas declaraciones de amor o tempranos enamoramientos. «Una cena romántica con pollo a la brasa está al alcance de los enamorados, sobre todo de los más jóvenes», confiesa Carlos Meza, gerente general de La Caravana.

Buena y deliciosa carne

Si en la década de los cincuenta el consumo per cápita de pollo era inferior a un kilogramo al año, hoy cada peruano consume 29 kilogramos anuales. Tomando en cuenta solo Lima, la cifra es más sorprendente, pues el indicador es de casi 45 kilos de consumo per cápita al año. El crecimiento más destacable se dio desde los noventa, cuando su consumo aumentó en una tasa promedio anual de 5 por ciento.

Las pollerías están en cada esquina, en cada rincón del lugar menos pensando. A donde vayas te siguen, o quizá tu inconcientemente lo haces. Muestra de que son parte importante para nuestra vida.

Al final de cuentas, existen hoteles, cebicherías, chifas y por su puesto pollerías. De todos los distritos de la gran Lima, barrio que no tenga su pollería, no es barrio.

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