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El pino de ciento veinte metros que está en el patio de la Casa Reisser y Curioni, y que domina todos los horizontes de esta ciudad intensa que se defiende contra la agresión del cemento feo, no del buen cemento; ese pino llegó a ser mi mejor amigo. A dos metros de su tronco –es el único gigante de Arequipa–, a dos metros de su tronco poderoso, renegrido, se oye un ruido, el típico que brota a los pies de estos solitarios. Como lo han podado hasta muy arriba, quizá hasta los ochenta metros; los cortos troncos de sus ramas, así escalonados en la altura, lo hacen aparecer como un ser que palpa el aire del mundo con sus millares de cortes. Desde cerca, no se puede verle mucho su altura, sino solo su majestad y oír ese ruido subterráneo, que aparentemente sólo yo percibía. Le hable con respeto. Era para mí algo sumamente entrañable y a la vez de otra jerarquía, lindante con lo que en la sierra llamamos, muy respetuosamente aún, “extranjero”. ¡Pero un árbol! Oía su voz, que es la más profunda y cargada de sentido que nunca he escuchado en ninguna otra cosa ni en ninguna otra parte. Un árbol de estos, como el eucalipto de Wayqoalfa de mi pueblo, sabe de cuanto hay debajo de la tierra y en los cielos. Conoce la materia de los astros, de todos los tipos de raíces y aguas, insectos, aves y gusanos; y ese conocimiento se transmite directamente en el sonido que emite su tronco, pero muy cerca de él; lo transmite a manera de música, de sabiduría, de consuelo, de inmortalidad. Si te alejas un poco de estos inmensos solitarios ya es su imagen la que contiene todas esas verdades, su imagen completa, meciéndose con la lentitud que la carga del peso de su sabiduría y hermosura no le obliga sino le imprime. Pero, jamás, jamás de los jamases, había visto un árbol como este y menos dentro de una ciudad importante. En los Andes del Perú los árboles son solitarios. En un patio de una residencia señorial convertida en casa de negocios, este pino, renegrido, el más alto que mis ojos han visto, me recibió con benevolencia y ternura. Derramó sobre mi cabeza feliz toda su sombra y su música. Música que ni los Bach, Vivaldi o Wagner pudieron hacer tan intensa y transparente de sabiduría, de amor, así tan oníricamente penetrante, de la materia que todos estamos hechos y que al contacto de esta sombra se inquieta con punzante regocijo, con totalidad.

Yo le hablé a ese gigante. Y puedo asegurar que escuchó y guardó en sus muñones y fibras, en la goma semitransparente que brota de sus cortaduras y se derrama, sin cesar, sin distanciarse casi nada de los muñones, allí guardó mi confidencia, las reverentes e íntimas palabras con que le saludé y le dije cuan feliz y preocupado estaba, cuan sorprendido de encontrarlo allí. Pero no le pedí que me transmitiera sus fuerzas, el poder que se siente al mirar su tronco desde cerca. No se lo pedí. Porque cuando llegué a él, yo estaba lleno de energía, y ahora estoy abatidísimo; sin poder escribir la parte más intrincada de mi novelita. Quizá por eso lo recuerdo, ahora que estoy escribiendo nuevamente un diario, con la esperanza de salir del inesperado pozo en que he caído, de repente, sin motivo preciso, medio devorado por el despertar de mis antiguos males que esperaba estallarían en iluminación al contacto de la mujer amada. Pero ella vino entre muchos truenos, duelos y relámpagos.

(José María Arguedas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. 20 de mayo de 1969.)

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