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Por: Rubén Villasante

¿Por qué me habrán puesto este nombre? ¿Habrán decidido para condenarme o sería porque han visto mi destino? Es muy difícil saberlo, aunque ambas cosas me suceden así, persistentemente. Siempre me pasa lo mismo, les trato de explicar a alguien que parece que se da cuenta. Pero apenas le empiezo a decir: en realidad siempre estoy sol… ni siquiera me dejan terminar de expresarlo y al momento me interrumpen para decirme: “pero tú tienes una hermosa familia, tu papá, tu mamá, tus hermanos, tienes un montón de tíos, tías, hartísimas primas… debe ser una maravilla, tener tantos familiares cercanos. A mí me hubiera gustado…” y entonces nuevamente es alguien más que sólo está ahí, a mi lado, hablándole a otra persona, no a mí.

Recuerdo que en la escuela, me alegre mucho cuando todas queríamos ir a Sacsayhuaman, yo sabía que desde ahí se ven muy bien las estrellas, pero todas querían ir de día a jugar en la resbaladera. Fingí alegrarme y participé. Fui. Me tiré en la pampa y cerré mis ojos para tratar de imaginarme la oscuridad de la noche y el cielo estrellado por encima de todo, lo veía claramente, montones de estrellas, grandes, pequeñas, chiquititas; unas brillantes otras que apenas se ven y seguía con la mirada a ese río de estrellas, recorriendo su camino para ver donde desemboca,… cuando un fuerte jalón de mis trenzas me sacó de mis pensamientos y vi la mano de la monja levantándose con ira para darme una bofetada:

  • ¡Muchacha tonta, siempre andas pensando en las musarañas! ¡No ves cómo tus compañeras se divierten!

Las resbaladeras de Sacsayhuaman. Imagen tomada de https://i.pinimg.com/originals/40/1c/ae/401cae79f7e47e198636616df97c9122.jpg

Ana me vio y se acercó corriendo, me agarró de mis manos y me llevó a la resbaladera. Ella era buena, algunas cosas me entendía. Aunque cuando le empezaba a contar algo, se asustaba y rapidito me cambiaba de tema, me hablada de otras cosas, de sus hermanas mayores, de sus sobrinas que iban a nacer y de los roponcitos que ella le estaba tejiendo, pero al final me terminaba diciendo: “no pienses esas cosas, más bien ayúdame a tejer, yo te enseño, eso nos va a servir cuando tengamos marido.”

Yo nunca me casé. Me dediqué a estudiar. Ingresé a la Normal Superior de Educación, regentado por monjas. Sabía que a las mejores alumnas las mandaban a Lima y que en Lima había posibilidades de estudiar otras cosas. Había, pero no era para mujeres, en los años ‘30 las mujeres no estudiaban en la universidad. Pero uno de mis primos me llevó a la universidad de San Marcos. Como había pocas mujeres un señor me vio y se acercó a conversar. Me preguntó que estudiaba y le dije que aún nada, que en Cusco estudié educación, pero que sí quería estudiar en San Marcos. Me dijo que él era el rector de la universidad, que se llamaba José Antonio Encinas, que era de Puno. Además me dijo: mi esposa se va a alegrar de conocerte, ella también es educadora y ella es de un pueblito pequeño del Valle del Mantaro, de Concepción. Conocí a doña Edelmira del Pando, una mujer muy inteligente, infatigable, amorosa y muy buena educadora. Ella y José me ayudaron a ingresar a estudiar educación, pero no sólo eso sino que debíamos cambiar toda la forma que tenía la educación, debíamos de crear una escuela nueva, que ayude a nuestros paisanos, sobre todo a los de las comunidades indígenas para que se defiendan de los gamonales.

Escribí muchas cosas sobre la importancia del idioma y de las costumbres, sobre cómo era muy fácil enseñar matemáticas en quechua. Publiqué muchos artículos, ninguno con mi nombre. Ana siempre me escogía los nombres para los artículos, siempre de hombres y cuando parecía que era extranjero más rápido lo publicaban.

Me gustaba mucho enseñar a las chicas, pero había que cuidarse mucho de las monjas. Las chicas se daban cuenta cómo cambiaba de tema cuando aparecían las monjas y me miraban sonrientes, con complicidad. Mirando a ellas es que he sentido nostalgia de no tener una familia, pero de a de veras, no sólo de apariencias y sombras, personas con quien pueda compartir no sólo la mesa o la cama sino los sentimientos, los anhelos, las frustraciones, los sueños, las peleas, las ilusiones… Se lo confesé a Ana. Me escuchó como siempre, con atención, pero me dijo que varias de sus nietecitas ya estaban en edad de aprender y que le gustaría que yo sea su madrina y que sea su maestra, que sabía que yo era muy buena maestra y que escribía muy bien y que a mi edad dejara ya de pensar en tener familia y que me dedicara a fortalecer lo que hacía muy bien, que era enseñar y escribir.

Adopté una niña huérfana, de unos diez años, que sobrevivía a tumbos con parientes. Nos quisimos desde el primer instante. Una mirada nos basta para saber que siente o que desea la otra.

Adiós

Soledad

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