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A Petry Marín

Por la locura newtoniana

de transformar al límite el desenlace.

 

La locura, a veces, no es otra cosa que la razón

presentada bajo diferente forma.

Johann Wolfgang von Goethe

 

Tengo miedo cada vez que veo un loco, pero los locos atraen poderosamente mi atención y me gusta mirarlos detenidamente, pero tengo miedo a que se den cuenta que les estoy mirando y se enojen. Aunque no es miedo o no sólo es miedo, es también una obsesiva curiosidad, ese extraño deseo de fisgonear lo incomprensible, lo peligroso, algo que contiene una inaudita crueldad, algo que me provoca un profundo sentimiento de tristeza, que no puedo evitar el suspirar. Y es que a veces, algunas veces, digo, pocas veces, encuentro algo mío en ellos o algo de ellos en mí. Entonces me estremezco todo, hasta el aturdimiento. Yo no estoy loco, tengo ciertas sinrazones, determinados contrasentidos, discretos deslices, como todos, pero son conjurados, reprimidos, aplacados ipso facto.

Cuando era niño, en mi pueblo había una pareja de locos: el Loco Chimenea y la Loca Chabela. No, no, no es que ellos eran pareja. No. Eran un par de locos: un hombre loco que vivía su locura y, aparte, otra mujer loca con sus locuras propias. El Loco Chimenea y la Loca Chabela, así con mayúsculas, eran personas de respeto y queridos en el pueblo. El Loco Chimenea era moreno, tenía barba y el pelo ensortijado y entrecano. Nunca supe su nombre, tenía curiosidad por saberlo, pero temía preguntar, que tal si me decían que se llamaba igual que yo o me decían que en realidad él era mi papá, que mi papá no es mi papá, que él es mi papá. De niño yo no podía procesar eso, simplemente lo pensaba y me asustaba. Igual con la Loca Chabela, ella era de tez blanca y largas trenzas, así dicen que era mi abuela. ¿Isabel era su nombre o el hipocorístico Chabela ya había devenido en su nombre? Tampoco pregunté a nadie por ella, me abrumaba la misma incertidumbre, podría haber sido mi madre. ¿Quién sabe? Pero, bueno, ya, seguro que no eran mis padres, pero podrían ser parientes cercanos. En pueblo chico…

Pensando en eso, temía que más adelante me podría agarrar a mí también la locura y estar andando igual que ellos. Me asustaban esas ideas, pero también, a veces, me alegraba, ya no podrían acusarme como lo hacían, sería inimputable.

El Loco Chimenea hacía sentir su presencia, cantaba fuerte, a capela y muy entonado: “tú y las nubes me traen muy loco, tú y las nubes me van a matar…” Otras veces anunciaba su presencia con el sonido de las latas vacías que arrastraba en costales. Caminaba majestuoso, luciendo sus andrajos. La Loca Chabela era también muy altiva. Usaba unos faldones coloridos que llegaban hasta el suelo, unos corpiños con una serie de brocados, parches y zurcidos. Lucía, muy soberbia, su corona: una chompa de orlón enrollada, de color amarillo patito pero quemada a medias, con partes chamuscadas y tiesas y otras intactas y refulgentes. Sus botones achicharrados eran aludidos como incrustaciones de piedras preciosas.

El Loco Chimenea era humilde y servicial. Ayudaba a muchas familias en hacer mandados o en hacer limpieza. Su carga de latas se hacía cada vez más grande. Recogía latas de leche, de conservas de pescado o de frutas en almíbar. Sus costales también los hacía crecer. En una ocasión, andando por la plaza principal, arrastrando su latoso fardo, le llamaron del interior de la panadería. Dejó su equipaje en el suelo, agachado, humildemente, ingreso a recibir los bizcochos que le ofrecían, mientras que el personal de la baja policía echaba el costal con todas sus latas al camión de basura. Al salir Chimenea, no encontró su valioso cargamento y, desesperado, como loco, empezó a buscar por todos lados… Otra acción memorable fue cuando se le dio por ir de Concepción a Huancayo, a 22 kilómetros, pero iba y volvía corriendo por el borde de la carretera. Cada cierto trecho, en su carrera, retrocedía dos o tres pasos, como tomando nuevo impulso. Muchos lo vieron en diferentes partes de la ruta y el comentario era generalizado. Él fue el primero en correr la Maratón de los Andes, quizá su creador. Se supo también que algunas personas se compadecían de él y le daban un aventón. Pero ocurrió que uno de estos generosos amigos, le hizo subir a la maletera del auto y se olvidó de él. Llegó a Huancayo, realizó sus actividades, regresó a Concepción y guardó el auto. En la noche su esposa sale al baño y siente bulla al interior del auto. Asustada le avisa al esposo, quien recién recuerda que había subido al Loco Chimenea en la maletera. A partir de este suceso, si alguien ofrecía recogerle en la carretera, respondía: No gracias. Estoy apurado.

La Loca Chabela interactuaba menos. Se paseaba oronda por las calles. En el brazo izquierdo flexionado, llevaba elegantemente su cartera, que era una lata de pintura, en la cual llevaba piezas de hígado de res que le obsequiaban en el mercado. Untaba sus dedos con la sangre y se pintaba unas notorias chapas en sus blancas mejillas. Hablaba de grandezas. Contaba que, en un barco de la marina, más de cien marineros cogían desde sus extremos, muy extendido, su nuevo vestido. Ella era la reina Isabel de Inglaterra. Erguía la cabeza y con gran delicadeza y estilo, arreglaba su corona, tocando y acomodando hacia el frente las incrustaciones de piedras preciosas. Hacía un mohín desdeñoso a quienes la miraban y se alejaba.

Fueron los entrañables y sobrecogedores locos de mi infancia, quienes impregnaron en mi ser una serie de sentimientos, turbaciones y temores. ¿Cómo se vuelve loca la gente? No hay locos de nacimiento, como el autismo o el Síndrome de Down. Personas respetables y serias hablaban apodícticamente, de cómo ciertas personas habían llegado a la locura. El director de la escuela, por ejemplo, afirmaba con total certeza que los estudiantes se volvían locos por estudiar mucho y comer mal: el hambre de razón que le enloquece y la sed de demencia que le aloca, declamaba. La vendedora de flores recomendaba: nunca digan ‘te amo con locura’, porque el amor también desquicia a la gente. Contaba el caso de una mujer chilena, artista, quien mantuvo un tórrido y tormentoso romance con un hombre más joven que ella y que cuando éste se marchó, ella había enloquecido hasta el suicidio. Otro caso. El cura del pueblo andaba muy chiflado y se rumoreaba que se había vuelto así de tanto masturbarse. Espantado, presentía que me aludían, pues padecía todo lo señalado. Entonces, sabía que mi camino a la locura estaba asegurado. ¿Qué hacer? ¿Cómo retrasar lo más posible o -por lo menos-, cómo hacer para que nadie se dé cuenta? Siempre trataba de portarme bien, correctamente, de no moverme mucho, de no hablar de más, de no hacer preguntas impertinentes, no vaya a ser que alguien me diga: que loco que estás, que loco que eres, o peor aún, amarren al loco y la sola mención de la palabra, al acecho de mis miedos, desencadene mi locura y aparezca sin control todos mis desequilibrios.

Por varios años todo marchaba bien, tenía un patrón de comportamiento normal, casi había olvidado por completo mis temores y angustias. Sin embargo, un nuevo loco apareció de bruces en mi vida, removiendo los conchos sedimentados de mis miedos y zozobras. Vi a un loco deambulando en medio de la nada. Viajaba sin destino a la selva central, cuando en la zona de Lomo Largo, entre Jauja y Tarma, vi a un muchacho, tanteando sus pasos, avanzaba, retrocedía, se paraba, movía los brazos, levantaba y bajaba la cabeza. Indeciso. Se rascaba los testículos expuestos, las axilas… En diez, quince kilómetros a la redonda no había un alma ni una choza donde protegerse del sol, del frío y de la lluvia. ¿Qué hacía ahí? ¿Cómo había llegado ahí? ¿Qué comía? ¿Dónde se cobijaba? Desee bajar del ómnibus, acercarme, hablarle… Paralizado, boquiabierto, quede pegado a la ventana, percibiendo como mi ser demente se empequeñecía, mientras el carro rugía trepando raudo hacia el abra. Contemplaba las lomas llenas de ichu y piedras. Pero él ya se había instalado en mi mente. Veía las crenchas apelmazadas de su cabello en medio de la cabeza de cada rostro que miraba. Vislumbraba los guiñapos de su ropa en el ajuar de los santos de la catedral. Percibía que las ramas de los árboles danzaban con el movimiento incierto y desacompasado con que se movía en la carretera. Pero lo más patético y turbador era cuando se me aparecía en sueños y manteníamos largos diálogos, pláticas intensas, elucubradas disquisiciones. ¿Cómo se percibe la realidad desde una mirada de locura? ¿Ellos están como en un túnel, viendo sólo trazas y sombras? ¿No es acaso, que igual todos estamos en una gran bóveda y no vemos más que siluetas y apariencias? … ¿Los ojos de todos los animales verán lo mismo que los ojos de todos los hombres? ¿Una mosca, por ejemplo, con esos ojazos grandes y extraños, verá lo mismo que la gente?… Entonces,  ¿cuál es la realidad válida? ¿Dónde se encuentra la verdad? ¿En nuestra soberbia pretendidamente juiciosa, cuerda y antropocéntrica?

Crucé pueblos y villorrios esparcidos en un infierno verde de vegetación. Traspasando sus cercanos extramuros, penetraba en un ambiente laberíntico de cerros, quebradas, ríos y cascadas que punzaban y desafiaban las esperanzas. Pozuzo y su exótica singularidad me retuvo varios días. Alemanes y austriacos asentados desde hace más de un siglo en esta colonia habían logrado mantener su identidad raigal pero a la vez se habían hecho al ambiente cálido y generoso de la selva alta peruana. Deambulando desorientado por sus calles, encontré trabajo de mozo en el restaurante de la señora Danna Mitterhofer. En las tardes calurosas, después de lavar todos los trastos y de hacer la limpieza, nos sentábamos a la sombra de la pomarrosa a conversar. En una de esas tardes le conté del loco de Lomo Largo. Me escuchó con atención, percibía mi angustia y moviendo la cabeza afirmativamente, pronunció una extraña palabra en alemán, un sonido nasal que escuché algo así: “nnagrennship”, le hice pronunciar varias veces y finalmente escribió en el pizarrín: Das Narrenschiff…

  • ¿Qué es eso? –pregunté.
  • Das Narrenschiff era la nave de los locos. Mi abuela me contaba que había muchas historias, muchos cuentos de Das Narrenschiff, de la nave de los locos. Las autoridades recogían de las calles a mendigos, huérfanos, soldados inválidos, ociosos, alcohólicos, delincuentes comunes y por supuesto locos. Todos eran amontonados como locos. Los metían a una embarcación, los halaban a altamar y los abandonaban al garete, en una navegación sin destino. Nadie sabe qué pasaba con ellos. Era una práctica muy común en toda la Europa medieval. Los franceses le llamaban La nef des fous, la nave de los locos; y, los italianos tenían su Stultifera Navis, la nave de los estultos. Para la gente de las ciudades europeas era mejor tener enemigos cuerdos que amigos locos. Algunos esperaban su retorno, sensatos y lúcidos, pues creían que la soledad cura la locura, porque podían mirarse a sí mismos, hacer reflexiones introspectivas y encontrarse consigo mismos. Así, retornar a la cordura.

Comprendí que aquella antigua práctica del viejo mundo, como muchas otras taras de la mentalidad medieval europea, fueron implantadas en el nuevo mundo y continuaban presentes y vigentes, pues recorriendo los caminos del Perú, en su intrincada geografía, volví a ver locos abandonados en las carreteras, por los desiertos de Nazca y de Sechura, por las pampas y cumbres de la sierra andina, había locos desperdigados por todo el territorio del Perú. Seguramente eran considerados personajes indeseables de las ciudades, porque les apestan y afean sus paisajes, por eso los desaparecen de su vista. Los recogen de las calles y los dejan abandonados en lugares solitarios, en medio de la nada. Están en este mundo, pero ya no están en nuestro mundo. Así, se abren espacios, lugares en este mundo que ya no son de este mundo terrenal, pero tampoco son del más allá. Son lugares intemporales, sin historia y sin destino.

Capitulada mi adolescencia a fuerza de desventuras, desarmada mi juventud, en estado puro de sobrevivencia, mis devaneos con la locura persistieron. Asentado en Lima, atraído por su odioso centralismo, conocí a muchos locos que convivían en medio de la indiferencia y el abandono. En las primeras cuadras del jirón Moquegua, en el Cercado de Lima, en una antigua casona abandonada, sobre sus muros a punto de derrumbarse, se sentaba un loco. Vestía con una indumentaria exuberante: varios pantalones haraposos superpuestos, diversas camisas raídas, un conglomerado de fajines deshilachados, una levita estrecha y una súper capa que se extendía por debajo de sus pies. Engalanado como un poderoso emperador. Tenía también un gran báculo, más alto que él. Sentado sobre su atalaya, con la cabeza ligeramente levantada contemplaba el horizonte de su imperio. Luego de comprobar y disponer en sus dominios, bajaba y caminaba entre el vulgo de ésta profana vida, cayado en mano, avanzaba por las calles. Lo veía ir y venir en un recorrido sinsentido.

En una de esas caminatas, me animé a hablarle:

  • ¡Buenos días! ¿Con quién tengo el honor? –saludé respetuoso.
  • Muy buenos días. Está usted hablando con el Ave Rock –dijo, con notable dicción.
  • Y, ¿podría contarme quién es el Ave Rock?
  • Por supuesto. Tome asiento, póngase cómodo. ¿Sabe usted algo del Ave Fénix?
  • ¿El ave Fénix…? Sólo sé que era un ser que revivió de sus cenizas…
  • El Ave Rock es una transmutación genética del Ave Fénix. No solo puedo volver de mis cenizas sino que me puedo transformar en lo que deseo. Esta mañana, luego del incendio de anoche, fui urgido de parar este desquiciado mundo. Esta mañana fui Pegaso y volando di la vuelta al mundo. He visto el amanecer desde todos los horizontes, buscando, al revés de Arquímedes, un punto de apoyo, para frenar el mundo.

Extasiado disfrutaba esa extraordinaria conversación sin percatarme que había varios curiosos a mi lado. Una señora observaba con una expresión de profunda tristeza, con su mano se cubría la boca y entre dientes, me dijo: – Así cosas hablaba. Era mi pensionista. Era estudiante de la uni… Estudiaba mucho, pero no tenía para comer. De lo poco que teníamos le convidábamos, pero poquito comía, se había acostumbrado a no comer, a veces ni un pan acababa.

El Ave Rock era la antítesis de otro loco que andaba cerca de ahí. A unas ocho cuadras, un loco calato, se paraba en el centro de la Av. La Colmena, frente a la Plaza San Martín, absolutamente desnudo, con las manos en la cintura, las piernas abiertas, balanceando el badajo. La postura dominante que adoptaba se reforzaba con su gran estatura, pero no se condecía con la delgadez de su cuerpo. Tenía la cara redonda, los ojos achinados y el cabello aleonado. Siempre se le veía risueño y sonriente, mostrando una dentadura completa. Se masturbaba seguido. La gente huía de sus chisguetazos. Luego de masturbarse algo hablaba. Me acerqué lo más posible para escuchar lo que decía, pero era imposible identificar una palabra, ni una sílaba. Mascullaba otro idioma, un idioma extraño, ininteligible, de difusa sintaxis.[1]

No eran los únicos. Lima estaba poblada de locos, personajes que vagabundeaban solitarios en medio del trajín esquizofrénico de la ciudad, ignorados hasta la invisibilidad. Deambulaban trazando garabatos por las calles; mujeres y varones dementes sumergidas en los basurales, cerca de los mercados. Otros que disponían de artilugios, exhibiendo malabares y maromas en parques y avenidas. O aquellos subsumidos en un mundo de silencio y de quietud, sentados o echados, catatónicos, en los pórticos de edificios antiguos.

Indumentaria andrajosa, cuerpos emaciados, extravíos mentales.

Fotografía: Diana Orihuela

Ave Rock y Loco Calato oprimieron hondamente mi alma. Sentí que ya estaba al borde del abismo. Reafirmaba la tenebrosa fórmula: masturbación + estudios + hambre = locura, pues, ocurrió que estando trabajando de obrero en una fábrica de cocinas, ingresé a la universidad, a ingeniería mecánica. Estudiar ingeniería exigía tiempo completo, pero gran parte de mi tiempo ocupaba mi apremiante labor de obrero. ¿Qué hacer? Logré que en la fábrica me ubicaran en la planta de enlozados, en el turno noche. Era el único lugar donde se trabajaba tres turnos, pues la loza coce a 900° centígrados de temperatura, entonces el horno tenía que funcionar las 24 horas del día. Ingresaba a trabajar a las diez de la noche, hasta las siete de la mañana. Salía directo a la universidad. De cachimbo tenía clases de ocho de la mañana a una de la tarde. De tres a cinco tenía laboratorios, de cinco a siete prácticas. A las diez de la noche volvía a trabajar. Todos los días, de lunes a viernes. Aunque los lunes eran maravillosos, pues no trabajaba la noche anterior. Los martes lograba controlar muy bien el cansancio de la primera noche sin dormir. Los miércoles empezaba a bostezar intermitentemente. Los jueves se empezaban a complicar las cosas, sentía ubicuos y agobiantes escozores. Los viernes parecía que tenía terciana, pasaba el día temblando y obnubilado. Claro, me ocurrió varias veces que me quedaba dormido en medio de las clases y al despertar tenía otro profesor al frente. Así fue mi trajín de septiembre a diciembre. Se me alteró el metabolismo. Acudí al servicio de salud de la universidad.

  • Cuénteme, en que lo puedo ayudar. –Dijo el doctor.
  • Siento un hambre desesperante, doctor, como si no hubiera comido un mes, pero ingiero un pedazo de pan y siento como si hubiera comido una cantidad enorme que ya no puedo comer ni una ñisca más, pero a la media hora otra vez aparece el hambre insoportable… Me desespera, doctor. – Le conté.
  • ¿Cómo es su régimen de estudio? – Inquirió el doctor.

Entonces le conté el trajín de trabajo/estudio con que había desarrollado el ciclo. Le percibí una expresión de grave preocupación que me asustó. Se paró y salió del consultorio diciéndome: espere un momento. Al instante regresó con dos personas más, un varón y una mujer. El médico les contó mi situación con exactitud y énfasis sorprendente, aumentando mis miedos, ya troné, junta de médicos, me decía mentalmente. Ese día ya llevaba tres días de la semana sin dormir y por momentos no sabía si esa reunión era real o sólo ensoñaciones.

El varón recién llegado era el psicólogo de la universidad. Me dijo que estaba con principios de surmenage. Nunca había escuchado la palabra y le pregunté qué significaba.

  • Es un proceso complejo de fatiga extrema que se denomina encefalomielitis miálgica.

Le pedí que me explicara en términos más comprensibles, pero sobre todo que me dijera cuál sería los efectos sobre mí. Temía no poder trabajar. Entonces, me dijo de sopetón:

  • Está usted a punto de volverse loco.
  • ¡No me joda, yo no estoy loco! –grité, descontrolado–.

Había venido huyendo, asustado, de la locura y ¡zuácate! Me la restregaron en la cara y nada menos que un psicólogo. Quedé ofuscado, agitado, desconcertado. Temblaba, sudaba frío. Una fuerte irritación me invadió todo el cuerpo. Me sentía fuera de mí, me ganaba el sueño. Agaché la cabeza, y sentí como mi cuerpo se enrollaba sobre sí mismo.

  • Escúcheme –dijo el doctor, en tono casi suplicante, a la vez que ponía su mano sobre mi cabeza-. Tiene que dedicarse a dormir. Usted ha superado los límites del agotamiento físico, mental y emocional. Duerma, por favor. 

Me erguí y observé al médico con agradecimiento. El psicólogo volvió a hablar.

  • Deje todo, el trabajo y la universidad y dedíquese a dormir.

Sentí nuevamente que algo se me revolvía internamente. ¿Cómo se le ocurre? Si mi trabajo es lo único que me mantiene, pensé. Sin embargo, en un gran esfuerzo mental, empecé a tomar aire, a respirar profundamente para oxigenar mi cerebro, para pensar con calma, para hablar serenamente.

  • La universidad lo puedo dejar, doctor, no es vital –le dije, tranquilo-, pero yo no tengo más ingresos que mi trabajo. El trabajo no puedo dejarlo.
  • Para eso estoy yo acá –dijo la señorita que el doctor había traído al consultorio–. Yo soy la responsable del área de servicio social de la universidad y nuestra universidad tiene un programa que lo va a atender a usted. Le vamos a facilitar todos los recursos que usted necesita para que pueda estudiar con total tranquilidad, sin necesidad de trabajar.

Quedé ebrio de satisfacción. Era evidente que, nadie ni por un segundo, pensó que yo estaba loco. Aunque yo deliraba, loco de felicidad. Trabajando de obrero ganaba un mil seiscientos soles al mes. La universidad me ofrecía cinco mil soles mensuales para estudiar, incluyendo los períodos vacacionales.

Sin embargo, el incidente con el psicólogo me marcó. Yo no quería ser loco y mucho menos un loco agresivo. Muchas veces había pensado que si llego a estar loco, trataré de ser un loco gracioso, pasivo, amigable, ingenioso. Un loco sabio, no uno de esos locos vociferantes, malvados, temibles que con un palo en la mano quieren entrar en tu pecho.

Aun así, decidí premiarme con un viaje al Cusco, al Ombligo del Mundo, lugar mágico y sagrado, centro de peregrinación mundial. En el Cusco, conocí a Benito, un loco de actitud y mentalidad refinada. En el día deambulaba por los alrededores del Mercado San Pedro haciendo labores de chauchero y por las noches se iba a sentar a las gradas del Cusipata, la Plaza del Regocijo. He visto cómo personal de la municipalidad se acercaba a echarlo de la plaza, con agua o a palazos, pero el hacía una serie de gestos, pronunciaba algunas palabras en quechua y en latín: Qoyllur lucet, sonqo caput. Señalaba con su dedo al cielo y a la persona, en ademanes que la gente quedaba absorta, sin saber si era una maldición o una bendición o ambas cosas. Y lo dejaban tranquilo. Una noche despejada, de frio intenso, lo encontré, concentrado mirando el cielo, tiritando de frío. Le cubrí con mi poncho y le ofrecí coca. Me miró fijamente a los ojos, con sus ojos bien abiertos y con una expresión de profunda gratitud. Cogió un puñado de coca, se lo puso en la boca. Se cubrió su cara con ambas manos, inclinó la cabeza con la cara hacia el cielo. Separó sus manos para contemplar las estrellas. Estuvo así por varios segundos, movía los ojos buscando algún punto en el cielo, cuando lo encontró, cerró los ojos y en un movimiento rápido de manos y cabeza, bajó una ráfaga de ondas que la dirigió hacia mí. Sentí como una extraña descarga sobre mi cabeza que me fue inundando todo el cuerpo. Me sacudió. Se acercó, me abrazó y me dijo:

  • Waykicha, amamanchay uyariykuy tanlintanlinqoyllurqa, no tengas miedo, no estoy loco, todos creen que estoy loco porque yo sé cómo captar los mensajes de seres de otros mundos, capto mucho mejor que con la estimulación magnética transcraneal. Sólo hay que tener el cerebro dispuesto para captar las señales, exige alta concentración, ayuno y llega la visión.
  • ¿Quién eres? –le pregunté.
  • Soy sustancia de las estrellas, soy hijo del amor del tiempo y del espacio, de la tierra y del cosmos.

Sus palabras parecían confirmar el aserto del poeta: Hay un cierto placer en la locura, que sólo el loco conoce.

Mientras tanto, me sentía feliz, seguro, poderoso, con el apoyo de la universidad. Sentí que había superado con éxito las pruebas más difíciles de mi supuesto tránsito a la locura: el no dormir, estudiar duro y comer mal, inclusive mi onanismo inveterado, constante y culposo. En la facultad aprendía a pensar con la rigurosidad lógica y analítica de las matemáticas superiores, eran tiempos en que hacíamos Análisis Matemático, no estudiábamos Cálculo. Pero no solo eso, las ciencias sociales y el activismo político concitaron mi atención, más aún, me asomé también a husmear algunos conceptos de filosofía y de semiótica. Viví envuelto en una asaz vorágine de redescubrimiento del mundo. Mis ansias de conocimiento crecieron exponencialmente. Visitaba las diferentes facultades (¡Había tantas carreras! Y eso que la universidad no las tenía todas), revisaba la malla curricular de las profesiones (¡Tantísimos cursos!) e inclusive recogía syllabus de diferentes cursos (¡Abundantísima bibliografía!). Los hojeaba, los revisaba, los contemplaba angustiado, no podía conmensurar la magnitud del conocimiento. Sentí, apesadumbrado, el vacío de mi ignorancia, que lo aprendido hasta ese momento no era ni un ápice del iceberg del conocimiento. Llegué a vislumbrar las dimensiones astronómicas del conocimiento y me aterró. Me sentí un ser absolutamente insignificante, diminuto, incapaz de poder captar un mínimo de todo ese conocimiento. En ese estado de abatimiento, remató mi situación, una serie de tics y de ideas repetitivas que me hicieron confundirme, me hicieron fundirme con los locos de mi vida. Sentía que ya no era yo, sentía que era un collage mal armado de los locos que había conocido. ¿Acaso la locura era la perfecta guarida protectora ante esta situación de grave vulnerabilidad? Los temores de mi infancia reaparecieron con una violencia aplastante, pavorosa, paralizante. No sólo había algunas cosas en común sino que ahora era una simbiosis de locura. ¿A dónde huyes de tu mente? Desesperado revisaba materiales de la facultad de psicología, me llené de confusión. Pensé que la psiquiatría tendría mejores respuestas, los resultados fueron más deprimentes. Pero vi la luz cuando pensé en el manicomio. Era una buena idea. Ahí debe haber profesionales quienes deben estar tratando a personas con diferentes estadios de locura. El manicomio me espera, me dije anhelante.

Lima no solo tenía locos sueltos por las calles. Están también los locos enclaustrados en el vetusto y estigmatizado nosocomio de salud mental. Mucho antes de llegar a Lima, precavido, había buscado información sobre su existencia, pero lo mantenía en secreto, no hablaba con nadie, más aún, bloqueaba cualquier pensamiento que me venía sobre este locaterio. Ahora, sentía que había llegado el momento, pensé prepararme para ello, pero de manera inesperada conocí su ubicación. Un día buscando la dirección de una oficina, me dieron como referencia “a dos cuadras del manicomio”. La mención me estremeció pero disimulé mi ofuscación. Descubrí que había construido una imagen entre sagrada, peligrosa y prohibida de dicho recinto. Y no me sentía preparado para acceder sin una previa formación iniciática. Ahora no iba al hospital, iba a sus alrededores, cerca de él. Pero esta cercanía acicateaba mi impulso por acceder a su interior. Caminar por los alrededores no era para quedar contagiado de locura. No era para que me señalen. No tenía por qué padecer el estigma. Pero, había un impulso muy fuerte, como una suerte de designio religioso que me conducía para ingresar, que debía caminar en su interior, interactuar con sus habitantes. Sé que era una locura, pero no tenía forma de evitarlo, debía cumplir cierta loca predestinación.

Me dediqué a merodear varias veces por sus alrededores, estudié el movimiento del personal a las horas de entrada y de salida. El tipo de personas que accedían, cómo iban vestidos, las cosas que llevaban y hasta lo que hablaban. Los familiares de los pacientes eran personas agresivas, parecían estar siempre muy irritados, inclusive locos, más locos que sus propios parientes internados. Los psiquiatras pasaban altivos, siempre apurados, sin mirar a nadie, dando órdenes, soberbios, distantes. Imposible hablar con ellos. Las enfermeras y técnicas de salud, mujeres mayores, gordas, renegonas, abúlicas, siempre en grupos de tres o cuatro, hablando y riéndose ruidosamente, con ropas y aspectos desaseados. Pero en ciertos días ingresaban unas jovencitas que divergían del conjunto. La frescura de sus rostros y sus ropas, eran como un oasis de oportunidad. Eran estudiantes de psicología que hacían sus prácticas en el hospital. Planee un enamoramiento, con mucho cuidado, con mucho detalle: con una selección de chistes finos e inteligentes hice visitas a su facultad, envié cartas, chocolates, flores y como cereza de la torta, susurré la proscrita frase: “Te amo con locura”. Funcionó. Un día gris, húmedo, luctuoso, estaba ingresando al hospital, como ayudante de huertos y jardinería. Era lo que hacían como practicantes, era su propuesta de terapias que querían validar.

Avanzamos hasta el fondo del inmenso local, el abandono y la desidia resaltaban en todo el trayecto, hasta detrás del último pabellón, donde estaban los huertos, donde trataban de hacer participar a los “enfermitos”. Los locos que estaban dispersos, al verme se arremolinaron en torno mío, hasta el contacto directo, podíamos tocarnos, sentirnos, olernos. Podía percibir intensamente olores peculiares, una mixtura de transpiración, de urea, hierbas, frotaciones y remedios que brotaban de sus cuerpos. Una de las mujeres me compartía explícitamente sus piojos, se los extraía de su cabeza y los ponía en la mía. Me tocaban, me hablaban, me pedían cosas, me informaban hechos. Trataba de interactuar y responder a todos. Les daba la mano, les miraba a los ojos, le devolvía sus piojos. Luego de un tiempo imponderable dejé de ser el centro de su atención. Cada quien volvió a sus afanes y tertulias.

Frontis del Hospital Larco Herrera. Foto: Rubén Villasante Grados

Vi a un hombre de unos treinta años que, ansioso revolvía las cosas, buscando algo. Me acerqué y le dije:

  • Hola ¿Has perdido algo?
  • Sí, la razón. Me trajeron acá, porque me dijeron que acá puedo encontrarlo.

En un extremo, un padre visita a su hijo, éste le pide: –Comida, comida, comida. El padre, hablando bajito le dice: –No hay. Acá no venden. No hay quioscos de comida. El muchacho, aferrado fuertemente de la chompa del papá, con la mirada en el vacío, repite: –Comida, comida, comida. El padre, exasperado le responde casi gritando: –Ya te dije que no hay. Los enfermos comen y comen y no se sanan, porque comen cosas del diablo nada más.

Otra mujer, vestida como una monja, recorre el pasadizo, una y otra vez, se va repitiendo como una letanía: -Yo ya estoy bien, yo ya estoy bien. Yo ya no escucho esas voces. Yo ya estoy bien. Me acerco. Ella acelera el paso hacia mí y me dice:

  • Ya me he curado. Ya no escucho esas voces.
  • Qué bueno, Maritza. Muy bien. No escuches más esas voces –le digo. Sus manos en su pecho los apretaba con fuerza, las frotaba, trataba de trenzar sus dedos. Las gotitas de sudor empezaba a escurrir por su frente, y prosiguió:
  • Sí, esas voces me obligaron a matar a mi hijita, yo no quería hacerlo, con una cucharita… pero me decían que era hija del demonio… con una cucharita le iba sacando las manchas del demonio, pero las manchas crecían y crecían… No, no, ya no, ya no escucho… Pero tengo miedo, ya no quiero tener otro hijito. Vete, vete, ¡VETE!

Conmovido, asustado, dolido empecé a alejarme rápido. Otro loco que había estado mirando se me acerca, tiene la mano derecha en el bolsillo que visiblemente se coge el pene, con la otra me toma de la mano, y con prisa, me dice:

  • Venga por acá, venga por acá-. Me conduce al último pasadizo: –Por aquí puede salir sin problemas, este es un atajo seguro, por aquí yo me escapo cuando aparece esa doctora, la Olga Castro-. Se detiene y voltea a mirar si alguien nos sigue.
  • ¿Qué pasa con la doctora Castro?–, le pregunto.
  • A esa doctora la han traído para vengarse de mí. Ellos creen que no me he dado cuenta. Pero ya me di cuenta, el primer día que ha venido me di cuenta-. Le hago un gesto como preguntándole ¿qué pasó? Le noto que se pone ansioso y empieza a tartamudear.
  • Yo,… yo,… yo no lo he,… yo no le he,… yo no le he violado a esa vieja, sólo a sus gallinas. Eso sí. Pero por eso no me van a capar, pe. Olga Castro Ulloa dice que se llama. O sea, pa´cortarme el ullo le han traído. Yo me llamo Galo, Galo Chipana. Ella se llama Olga, yo Galo, Galo – Olga. Al mencionar los nombres, hace un gesto con sus manos como de girar, de voltear algo. Luego simula unas tijeras con sus dedos y se lo lleva al pene, se me acerca bastante y en el oído me dice bien bajito:
  • Olga Castro Ulloa, o sea, castro ullo a Galo. ¿Te das cuenta? Me quieren… me quieren joder, me quieren cortar todo, todo me quieren cortar–. Dirige varias miradas furtivas hacia el pasadizo, donde están los consultorios y con ambas manos se cubría los genitales.
  • ¿Creen que me voy dejar? No, yo no me voy a dejar. Por eso apenas le veo, yo me escapo.

Los locos encerrados en el manicomio tienen mejor apariencia sólo en su vestimenta, que los locos de las calles, no en su estado físico ni mucho menos en su estado mental. Los del hospital son de movimientos torpes, algunos caminan arrastrando los pies, otros tienen tics que les hace gesticular de manera exagerada, hacen movimientos espasmódicos, temblores en partes de su cuerpo. No he visto convulsionar a nadie, pero me dicen que son muy frecuentes. Los locos de las calles conservan gran parte de su dignidad humana. Los del hospital son espectros, seres enajenados, fantasmagóricos.

  • Son efectos secundarios de la aplicación de electroshocks –me explica uno de los médicos psiquiatras.
  • ¿En qué les mejora esos terribles electroshocks, doctor?–,
  • Lo que conocemos como locura en realidad es un conjunto de enfermedades mentales, de disociaciones psíquicas como las alucinaciones, la depresión, las adicciones, el desdoblamiento de la personalidad, inclusive las carencias afectivas. El electroshock tiene efectos diferentes en cada caso. En general lo que hace es reducir ostensiblemente los pensamientos obsesivos y los movimientos convulsivos.

Claro, si los idiotizan, como no van a reducir pensamientos y movimientos. Me quedo pensando. El médico advierte mi desconcierto y me dice:

  • La mente es aún un gran misterio, jovencito–.

Se me alborota la mente de preguntas, pero me invade un terror inmenso de quedar encerrado en ese lugar. Me despedí solo con un gesto y salí casi corriendo, huyendo. Afuera tomé aire, me contuve. Bajé caminando al mar, solo. Me senté horas frente a las olas. Lloré. Lloré amargamente, inconsolablemente. Suspiraba sin control, suspiros largos, lentos, con agitaciones del pecho. La experiencia fue catastrófica, me dejó la mente embotada. No podía pensar en nada. Sólo tenía sensaciones, sensaciones indescifrables, ubicuas. No sé si estaban dentro de mí o fuera de mí, sentí que me oprimían y me dilataban. Me asfixiaba. En el límite del desasosiego, desesperado, agradecí sentir la picazón de los piojos en mi cabeza. Era lo más real y concreto que podía percibir. Con la sangre de mi cabeza los piojos van a enloquecer, logré pensar y sonreír.

“La mente es aún un gran misterio”. El hábitat de la locura no está en altamar, no está en las soledades de los páramos andinos, no está atrapado detrás de los muros aislantes de los manicomios. La locura se crea y se recrea en nuestra mente, en nuestra anomia social, en la entropía cósmica. Y se entrecruzan constantemente en nuestro andar.

A partir de esa experiencia, cada vez más, deambulaba solo, sabiendo que los locos siempre son solitarios. Las locuras compartidas son sólo anhelos románticos, adolescentes. Las personas cuerdas todas podrían convivir juntas, en armonía, pues habitan un único mundo. ¿Por qué no lo hacen? En cambio los locos, nos desplazamos en un sinfín de mundos muy diferentes. Vivimos en realidades alternas, en mundos paralelos, universos ignotos. Tratamos de entendernos, pero no es fácil acceder a la lógica de loco. Hay que manejar complicados algoritmos revolventes de nuestros afanes, de nuestras constantes re-significaciones, de nuestras tribulaciones y – ¡ay! –, también de nuestros desafectos y abandonos.

Proseguí errando por el mundo, buscando la tranquilidad frente a esta atávica amenaza de la locura ¿Cómo enfrentar el miedo cerval de mi infancia? Aún merodeaba por mi mente, con cierta fascinación, los aterradores umbrales. ¿Cuál es la frontera entre locura y cordura? ¿Cómo funciona el cerebro de la gente común y corriente? ¿Cómo funciona la mente demente? ¿Dónde está la divisoria que separa a uno del otro? ¿Dónde se junta la energía y la materia? ¿Cómo se pasa de la virtud al vicio? ¿Dónde la conciencia y la inconsciencia? ¿Lo normal y lo anormal? Todas son fronteras nebulosas e inciertas. Buscamos respuestas en nuestra mente, con el pensamiento encontramos soluciones, elaboramos relatos que deslindan los enigmas, desinhiben los conflictos… En mucho, con el vuelo libre de la imaginación, paliamos nuestros miedos. Es así como hemos inventado mitos e instituciones, muchas de las cuales nos han hecho cometer atrocidades. La locura es pábulo para la mente, es gratificante y poderoso, te ubicas en la morada misma de los dioses, en el cielo, en el apukunaq, en el olimpo o como quieras llamarlo. Estás ahí departiendo con los dioses, icor en mano, tú mismo te sientes uno de ellos, eres uno de ellos. Asentado en las antípodas de la umbría sociedad, donde todos te ignoran, donde no vales nada, donde no eres nadie.

El pensamiento genera complejas sensaciones. Chabelita Woolf ya lo decía: no hay nada capaz de encerrar la libertad de tu mente. Las ondas del pensamiento no están limitadas por la caja craneal de huesos. Son epigenéticas. Fluyen, sin ninguna barrera que lo limite. Fluyen de adentro hacia afuera, de afuera hacia adentro. Fluyen sin cesar y sin límites.

Primero fueron breves destellos, luego unos chispazos luminosos, después con deslumbrante claridad, comprendí que con excesiva desconsideración, temor y simpleza la locura la había percibido como la manifestación delirante de lo inverosímil, lo insensato, la chifladuría, cuando en más de las veces es la expresión sublime y sufriente de una inteligencia superior y de una hipersensibilidad. Así, conocí a una serie de locos notables. Hombres y mujeres de ciencia y de arte. Vituperados por atreverse a pensar diferente del statu quo reinante de sus tiempos. Así, pude entender el furor sabio y poético de la locura divina. Entender sus insatisfacciones con el mundo, sus pulsiones libertarias, sus pavores. Entender va más allá que percibir, que imaginar o que sentir. Entender es una facultad totalizadora, abarcante, polisémica. Entender es hacer entrar en resonancia nuestro cerebro con los cerebros de ellos, sin las barreras pueriles de tiempo y espacio.

A Newton le dijeron que padecía de desequilibrios mentales, a él que sentó las bases de la ciencia moderna, el creador de las matemáticas infinitesimales, de las leyes de la física, de la ley de la gravedad… este hombre sabio pudo llevar su genialidad al límite de la locura. Newton no solo estudio desde muy antiguo la fórmula famélica de masa sino que además pudo demostrar que el amor y el odio no se crean ni se destruyen solo se transforman, no por efectos de la inercia in/móvil, si no por un asunto de datos y de cálculo. Flamsteed y Gottfried me lo contaron. Pero, Isaac no fue el único.

Van Gogh fue un feraz y portentoso pintor, hiperestésico en extremo, vivió siempre rayano a la locura. Harto de escuchar que pintara de memoria, sin la vista paisajista, se mutiló una oreja y –aún sangrante- se la obsequió en sacramento navideño a la mesalina que lo estremecía en cuerpo y alma, invocando el aforismo cristiano: “Tomad. Este es mi cuerpo”. Él era el Mesías. Sufría de soledad, de incomprensión y de silencio. Vincent Willem no sabía si nació muerto o era un muerto en vida. Las primeras imágenes de su recuerdo fue la tumba de Vincent Willem, su homónimo hermano que nació muerto, exactamente un año antes que él.

Edgar Allan Poe fue un loco retador: Los hombres me han llamado loco; pero aún no está determinada la cuestión de si la locura es o no la más excelsa inteligencia… Aquellos que sueñan de día son conocedores de muchas cosas que se les escapan a los que únicamente sueñan de noche. Norteamericano atípico, alejado del consumismo voraz e insensible, libre e indomable, sufriente perenne, siempre al borde de la indigencia. Creativo acérrimo. Sus cuentos de terror se filtran en nuestra inconsciencia dejándonos con la sensación de que se ha exteriorizado algo de nosotros, algo que nosotros no nos atrevimos a expresarlo, pero los reconocemos, cariacontecidos, que son parte de nuestro ser. Poe siempre desquiciaba a su auditorio: me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura, les decía. Su muerte, a los 40 años, sigue en el misterio hasta ahora. Fue enterrado en una tumba sin nombre. A los dos días de su muerte, en un diario local, se publicó un obituario denigratorio, escrito por uno de sus mediocres enemigos. Luego de 26 años le asignaron un lugar destacado para su tumba, pero en el traslado, el ataúd se partió en pedazos, desparramando sus restos en una comunión de polvo y huesos.

La mente humana es sutil y potente, penetra en los arcanos de las entidades visibles u opacas, tangibles o etéreas, micro o macro. La mente humana ha sido capaz de acceder a la esencia de las cosas. Es así como hemos llegado a conocer sus secretos, su orden, su estructura. Es así como se ha generado el conocimiento, es así como hemos creado relatos que dan cuenta de la ciencia y la cultura. ¿Será tal vez que el universo entero además de su materia tangible es también una sustancia mental?

La locura, sólo es un gran desafío de la mente.

Ahora, cansado, con una ruma de años encima, sentado a orillas del río Apurímac, agobiado, semidesnudo, bastón en mano, paso horas pensando, discutiendo conmigo mismo.

Chilloroya, mayo 2019

Rubén Villasante

[1] Ave Rock y Loco Calato fueron inmortalizados en el libro: Los Peruanos, gracias al ojo avizor de Carlos “Chino” Domínguez, quien siempre mantenía su cámara fotográfica en ristre, listo para disparar. El placer de la vista no se saborea solo, se comparte.

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