El año 2016 con un grupo de ocho alumnas y un alumno de la Maestría de Género de la Pontificia Universidad Católica viajamos a Huamanga y Huanta, en Ayacucho, para recoger los testimonios de ocho mujeres que fueron violadas durante los años de la violencia.
La señora Blanca nos confesó:
“yo no era gente al día siguiente (de la violación sexual). Ellos vinieron a mi casa y entraron de noche en San José, arriba de Huanta, yo no salí con los otros para dormir en las cuevas porque ya estábamos cansadas. Me violaron a mí y a mis hijas, delante de todos, la mayor de 11 años quedó embarazada, pero lo perdió… La menor tenía 9 años y tuvimos que llevarla a Lima. Pero han quedado medio locas…”.
Esa fue la confesión desgarradora de esa madre que, junto con sus hijas, fueron convertidas en residuos del sistema: en cuerpos donde se deposita el rencor[1].
¡Cuántas mujeres se atreven a decir en voz alta que fueron violadas, como Blanca, junto con sus hijas!
El testimonio dado a un grupo de extrañas con quienes sintieron empatía es una forma de doblegar la injusticia: saben que nosotras, respetando el anonimato, vamos a difundir esas historias porque, en sus propósitos, sobre todo se encuentran el de que no vuelvan a repetirse.
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[1] Lamentablemente no es un caso único ni una situación aislada. El caso más difundido de violación sexual durante el conflicto armado, el de Giorgina Gamboa, es similar: ella tenía 16 años y quedó embarazada. Su madre también fue violada en las mismas circunstancias y también quedó embarazada.
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