El tema central (y vergonzoso) del libro

En el Registro Único de Víctimas – RUV hay 4,893 mujeres inscritas en el rubro violación sexual y aproximadamente 500 en el de violencia sexual. Recordemos que en el 2003 la CVR solo identificó 538 casos de violación sexual (11 de hombres, el resto de mujeres). Del año 1981 en que se presentaron los primeros casos, entre ellos el paradigmático de la señora Giorgina Gamboa, violada por siete sinchis, hasta la fecha julio 2016, no se ha sentenciado a ninguna persona ni por violación sexual ni por violencia sexual. Estamos hablando de 100% de impunidad. Sólo la Corte Interamericana, en abril de 2014, dictó la sentencia del caso Espinoza contra el Estado peruano, en la que requiere al Estado abrir el caso y hacer una investigación exhaustiva. La víctima tenía un certificado médico-legista que probaba el desgarro vaginal y otras lesiones por violación masiva. Las otras víctimas –esas cuatro mil mujeres y centenas de hombres, muchos que no se han registrado— es casi probable que no tengan un certificado así sino solo su propio testimonio. ¿Cómo encontrar justicia?

Presentación de la autora

Jelke Boesten es una investigadora mitad holandesa, 40% británica y 10% peruana (o tal vez al revés) que conocí cuando ella misma me entrevistó para una investigación sobre el tema del libro: la violencia sexual en el Perú y su relación con el sexismo, el machismo, el colonialismo y el racismo. Realmente quedé muy impactada por su compromiso con la lucha de las mujeres peruanas en la búsqueda de justicia. Jelke no solo ha “caminado junto” a las mujeres de ANAFASEP o a las desplazadas para visibilizar el tema sino que, como investigadora y madre de Sebas, también ha tenido que tomar decisiones duras, de lejanías y distancias, para seguir investigando un tema que de por sí muchas scholars prefieren no tocar. Mis respetos hacia ella.

Creo que es imprescindible que el activismo en derechos humanos y el activismo feminista tengan una correlación con la academia no solo en la búsqueda de conocimiento, de marcos que permitan ayudarnos a entender el problema, sino también porque la academia debe de servir a la sociedad, y en ese sentido, de ser vanguardia de resistencias y exigencias. El libro de Jelke es pionero en ese sentido: un texto que nos da una big picture, un gran panorama, de ese continuum de la violencia entre la guerra (el conflicto armado) y la paz (este sistema neoliberal extractivista).

La hipótesis principal del libro

La hipótesis principal del libro y la pregunta que sostiene toda la investigación son las relaciones entre la violencia sexual durante la guerra que continúa durante nuestra precaria paz. Como un ejemplo de estas relaciones complejas, difíciles, manchadas de brumosidad de la zona gris, quisiera mencionar los casos del libro de Paula Escribens, quien ha relatado que tres de las cuatro mujeres que entrevistó en Manta y Vilca (Huancavelica) sobre violaciones sistemáticas de los soldados en la base militar durante diez años, se han casado finalmente con soldados. Una de ellas, precisamente, con uno de los soldados que fue testigo de su propia violación. ¿Por qué?, ¿qué le llevó a tomar esa decisión?, ¿qué vínculos hay entre la autorepresentación de la mujer violada en el conflicto armado y los estigmas tradicionales de la mujer-no-virgen que han articulado este “deseo” (voluntad)?

Citando informes de relatorías de Naciones Unidas, tanto de Bachelet como de Yakin Erturk, el libro precisamente hace énfasis en que, la impunidad de las violaciones sexuales durante la guerra abona a la discriminación y a la vulnerabilidad en que los Estados dejan los cuerpos de las mujeres en la paz. La violencia contra las mujeres anida en la impunidad que persiste. Esa, precisamente, es quizás una de las razones por las cuales el Perú en estos momentos tiene la tasa más alta de violaciones sexuales per capita de toda América del Sur (incluso más que Brasil) (citado en Boesten p. 265). Junto con Honduras y El Salvador, los dos países con tasas más altas de homicidios a nivel mundial, el Perú es también el país con más alto índice de muertes de líderes y lideresas medioambientales.

Lo que quiero decir con esto, atendiendo a lo planteando por Boesten, es que esas cifras no pueden analizarse de manera aislada al contexto de violencia que las mujeres venimos sufriendo desde los años 80 incluyendo el difícil y casi imposible acceso a la justicia.

La responsabilidad no está solo en el ámbito del Poder Judicial sino también dentro de las FFAA (83% de los perpetradores de violencia y violación sexual durante el conflicto armado), quienes sistemáticamente se niegan a dar información sobre los soldados, suboficialdes y oficiales que estuvieron asignados a esas bases durante los años de mayor criminalidad. Esta negación es una de las principales razones de la impunidad. Hay pues, desde las instituciones oficiales del Estado peruano, incluyendo las FFAA y el Ministerio de Defensa, una actitud de complicidad con los perpetradores. ¿Por qué? Porque los cuerpos de esas mujeres indígenas no importan. Porque los cuerpos de las niñas violadas y asesinadas no importan. Porque, desde la colonia en general, los cuerpos magros, marrones, andinos, no importan.

Tanto es así que, como bien dice Boesten en el texto, incluso solicitar información sobre desaparecidos o asesinados en esos años del conflicto en Ayacucho, Abancay o Huancavelica, implicaba un alto riesgo que conllevó en muchos casos, la violación sexual de las mujeres que preguntaron por sus maridos o sus hijos. El libro tiene varios testimonios que ilustran esto, pero habría que resaltar el caso de la señora Elena –posteriormente una de las dirigentes de ANFASEP– quien fue violada con su hijo de meses a la espalda en la base de Vilcashuamán. Si en el caso argentino los usos de los militares eran raptar a los niños, en el caso peruano, ni siquiera los niños eran “necesitados” porque simplemente se les percibía como un estorbo, como “nadies”, aupados a las espaldas de sus madres, no fueron siquiera retirados para violarlas entre varios.

La sexualidad irrefrenable de los soldados

Es el imaginario sobre la sexualidad incontrolable de los soldados y la poca importancia del cuerpo de las indígenas lo que es alimentado en estos momentos por varias fuerzas políticas interesadas en la impunidad, entre ellas, el partido con más votación en el Congreso (Fuerza Popular). Este imaginario responde a una ideología autoritaria que viene acompañada de desprecio al otro, valoración de la pena de muerte como solución a los problemas de seguridad, la estigmatización del indígena como “terrorista” traducido al punto de llamar hoy a quienes protestan en conflictos socioambientales, “terroristas antimineros”. Precisamente este libro de Jelke Boesten nos ayuda a entender el por qué de estas lógicas aunque no entre en estos temas que acabamos de mencionar.

Por otro lado, Boesten cuestiona duramente la hipótesis de la violación como arma de guerra. No significa que la descarte, ojo, sino que plantea que no hay una línea roja gruesa que diferencia toda una serie de situaciones sexuales confusas, de una zona gris, que de alguna manera han tolerado la violencia sexual contra las mujeres y la siguen tolerando.  La violación sexual como arma de guerra exige una serie de circunstancias, entre ellas el objetivo de “penetrar en el cuerpo de la mujer y golpear el cuerpo del enemigo”, y está expresado en las sentencias que muchas veces los soldados decían en voz alta mientras violaban: “india de mierda te voy a hacer un hijo para que te acuerdes de esto toda la vida” (Carlos Iván Degregori dixit).

Pero junto con esta situación, durante los años de conflicto, también se dieron toda una gama de situaciones más confusas: el uso de mujeres como sirvientas pero también “para tener relaciones sexuales” tanto de parte de los soldados como de los alzados en armas (incluso hubo mujeres que tuvieron hijos de senderistas a los que llamaban “pioneritos”); las diversas transacciones entre “detenidos/soldados” en las que las mujeres eran la mercancía a intercambiar (tal como lo señala Gayle Rubin en su texto “El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del sistema sexo-género”); las propias transacciones por sobrevivencia entre soldados y mujeres que requerían transitar por los caminos; y diversos tipos de intercambios sexuales presionadas por los mandos de SL o del MRTA que han llegado incluso a la esclavitud sexual.  Todo esto aderezado por lo que Boesten denominada “régimen de violación” que es todo el marco normativo y homosocial que alienta a un hombre a violar ( recordemos las novelas de Mario Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras y La ciudad y los perros, como ejemplos simbólicos densos de las normas internas de los espacios castrenses).

Coda

Este libro es otra muestra de la gran diferencia que existe entre investigar desde el sur e investigar desde el norte: la autora ha realizado un verdadero y prolijo mapeo del estado de la cuestión en el mundo, con referencias a Rwanda, Sarajevo, el Congo, Liberia, Guatemala, Colombia y todo lo referente a violencia sexual durante conflictos y post-conflictos, esto, por supuesto nos permite a las personas que leemos el libro e investigamos, una apertura de conocimientos y de casos, que nos pueden ayudar a entender lo que pasó, lo que sigue pasando (impunidad) y lo que el Estado y las activistas debemos de plantear para que no siga pasando y para que las mujeres sean reparadas con dignidad (desde apoyo psicosocial comunitario hasta políticas públicas como las de Liberia que permiten un trabajo también con los perpetradores).

Pero, precisamente, lo que implica muy productivo para otras, también es un reto para nosotras las investigadoras desde el sur, porque de hecho el libro nos plantea algunas ideas-fuerza que debemos de explorar, precisamente, desde la complejidad de los casos que podamos recoger y estudiar: la alta racialidad de los cuerpos de las mujeres y por eso mismo la justificación de la violación (p. 267); la alta vulnerabilidad de las mujeres en cuyos cuerpos se intersecta la dominación de clase, raza y género; el rol de la violencia sexual en la perpetuación de las estructuras normativas violentas (p.270), así como el continuum de la violencia sexual en tiempos de paz como el caso de la joven ayacuchana Diana Lucy Ayala (15 años), violada por seis individuos entre ellos, cuatro menores de edad, hasta producirle un desgarramiento de las paredes de la vagina y una septicemia generalizada, que le provocó la muerte en setiembre de 2016. No es nada casual que esta violación con muerte subsecuente se haya producido en el espacio geopolítico que, aún hoy, quedaron totalmente impunes los delitos de violencia sexual durante el conflicto armado.

 

Rocío Silva Santisteban

 

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