En una época de reflexión como la Semana Santa, encontre este articulo de Mario Rosen que me señaló una amiga argentina. Lo escribió Rosen pensando en los argentinos. Pero hice el ejercicio de cambiar “Argentina” por “Peru”, “argentinos” por “peruanos” y alguna palabra más….y salió un nuevo articulo. Pero como no apruebo ni practico el plagio, prefiero compartir el original, con el cambio de palabras indicadas, porque sugiero que lo lean haciendo el cambio propuesto ya que nos calza perfecto a nosotros también. Por desgracia.
Ah por cierto, ¿por que esto es de Semana Santa? Porque me enseñaron en mi casa, en el colegio Champagnat y después en La Católica, que hacer las cosas bien como ciudadano tambien era una manera de servir a Dios.
Va el artículo a continuación, con mis pequeñas adaptaciones.
La Argentina (y el Peru) Insolente
Mario Rosen
http://vidareflexio n.iespana.es/Dr-Mario_ Rosen.htm
En mi casa me enseñaron bien.
Cuando yo era un niño, en mi casa me enseñaron a honrar dos reglas sagradas:
Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.
Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.
Y esta regla se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia de mamá, que nadie discutía. Ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque así nos mantenía a raya con la simple amenaza: “Ya van a ver cuando llegue papá”…
Porque las mamás estaban en su casa. Porque todos los papás salían a trabajar. Porque había trabajo para todos los papás, y todos los papás volvían a su casa.
No había que pagar rescate o ir a retirarlos a la morgue. El respeto por la autoridad de papá (desde luego, otorgada y sostenida graciosamente por mi mamá) era razón suficiente para cumplir las reglas.
Usted probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un sometido, un cobarde conformista o, si prefiere, un pequeño fascista, pero acépteme esto: era muy aliviado saber que uno tenía reglas que respetar. Las reglas me contenían, me ordenaban y me protegían. Me contenían al darme un horizonte para que mi mirada no se perdiera en la nada, me protegían porque podía apoyarme en ellas dado que eran sólidas. Y me ordenaban porque es bueno saber a qué atenerse. De lo contrario, uno tiene la sensación de abismo, abandono y ausencia.
Las reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y consistentes como eran “lavarse las manos antes de sentarse a la mesa” o “escuchar cuando los mayores hablan”.
Había otro detalle, las mismas personas que me imponían las reglas eran las mismas que las cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos los de la casa las cumplieran. No había diferencias. Éramos todos iguales ante la Sagrada Ley Casera.
Sin embargo, y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas” mediante el sano y excitante proceso de la “travesura” que me permitía acercarme al borde del universo familiar y conocer exactamente los límites. Siempre era descubierto, denunciado y castigado apropiadamente. .
La travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables sin castigo y no había castigo sin culpables. No me diga, uno así vive en un mundo predecible..
El castigo era una salida terapéutica y elegante para todos, pues alejaba el rencor y trasquilaba a los privilegios. Por lo tanto las travesuras no eran acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal travesura tal castigo. Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados a cumplir..
Así fue en mi casa. Y así se suponía que era más allá de la esquina de mi casa. Pero no. Me enseñaron bien, pero estaba todo mal. Lenta y dolorosamente comprobé que más allá de la esquina de mi casa había “travesuras” sin “castigo”, y una enorme cantidad de “reglas” que no se cumplían, porque el que las cumple es simplemente un estúpido (o un boludo,- o un cojudazo- si me lo permite).
El mundo al cual me arrojaron sin anestesia estaba patas para arriba. Conocí algo que, desde mi ingenuidad adulta (sí, aún sigo siendo un ingenuo), nunca pude digerir, pero siempre me lo tengo que comer: “la impunidad”. ¿Quiere saber una cosa? En mi casa no había impunidad. En mi casa había justicia, justicia simple, clara, e inmediata.
Pero también había piedad.
Le explicaré: Justicia, porque “el que las hace las paga”. Piedad, porque uno cumplía la condena estipulada y era dispensado, y su dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto tiempo, y listo… Y ni un minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte, uno tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que había que pensar muy bien antes de sacar los pies del plato.
Las reglas eran claras. Los castigos eran claros. Así fue en mi casa. Y así creí que sería en la vida. Pero me equivoqué. Hoy debo reconocer que en mi casa de la infancia había algo que hacía la diferencia, y hacía que todo funcionara. En mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como todas las reglas no escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado. Esta fue la regla de oro que presidía el comportamiento de mi casa:
Regla N° 3: No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable, y haga lo que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar.
Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo. Eso es lo que nos arruinó. LA INSOLENCIA. Usted puede romper una regla -es su riesgo- pero si alguien le llama la atención o es atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el coraje de aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar papeles al piso, tratar de pisar a los peatones, todas son travesuras que se pueden enmendar… a no ser que uno viva en una sociedad plagada de insolentes.
La insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e insultar, ultrajar y denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar. Así no hay remedio.
El mal de los argentinos (y de los peruanos) es la insolencia. La insolencia está compuesta de petulancia, descaro y desvergüenza. La insolencia hace un culto
de cuatro principios:
– Pretender saberlo todo
– Tener razón hasta morir
– No escuchar
– Tú me importas, sólo si me sirves.
La insolencia en mi país admite que la gente se muera de hambre y que los niños no tengan salud ni educación. La insolencia en mi país logra que los que no pueden trabajar cobren un subsidio proveniente de los impuestos que pagan los que sí pueden trabajar (muy justo), pero los que no pueden trabajar, al mismo tiempo cierran los caminos y no dejan trabajar a los que sí pueden trabajar para aportar con sus impuestos a aquéllos que, insolentemente, les impiden trabajar. Léalo otra vez, porque parece mentira. Así nos vamos a quedar sin trabajo todos.
Porque a la insolencia no le importa, es pequeña, ignorante y arrogante.
Bueno, y así están las cosas. Ah, me olvidaba, ¿Las reglas sagradas de mi casa serían las mismas que en la suya? Qué interesante. ¿Usted sabe que demasiada gente me ha dicho que ésas eran también las reglas en sus casas? Tanta gente me lo confirmó que llegué a la conclusión que somos una inmensa mayoría. Y entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué nos acostumbramos tan fácilmente a los atropellos de los insolentes? Yo se lo voy a contestar.
PORQUE ES MÁS CÓMODO, y uno se acostumbra a cualquier cosa, para no tener que hacerse responsable. Porque hacerse responsable es tomar un compromiso y comprometerse es aceptar el riesgo de ser rechazado, o criticado. Además aunque somos una inmensa mayoría, no sirve para nada, ellos son pocos, pero muy bien organizados. Sin embargo, yo quiero saber cuántos somos los que estamos dispuestos a respetar estas reglas.
Le propongo que hagamos algo para identificarnos entre nosotros. No tire papeles en la calle. Si ve un papel tirado, levántelo y tírelo en un tacho de basura. Si no hay un tacho de basura, llévelo con usted hasta que lo encuentre. Si ve a alguien tirando un papel en la calle, simplemente levántelo usted y cumpla con la regla 1. No va a pasar mucho tiempo en que seamos varios para levantar un mismo papel.
Si es peatón, cruce por donde corresponde y respete los semáforos, aunque no pase ningún vehículo, quédese parado y respete la regla.
Si es un automovilista, respete los semáforos y respete los derechos del peatón. Si saca a pasear a su perro, levante los desperdicios.
Todo esto parece muy tonto, pero no lo crea, es el único modo de comenzar a desprendernos de nuestra proverbial INSOLENCIA. Yo creo que la insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la responsabilidad individual. Creo que la grandeza de una nación comienza por aprender a mantenerla limpia y ordenada.. Si todos somos capaces de hacer esto, seremos capaces de hacer cualquier cosa.
Porque hay que aprender a hacerlo todos los días. Ése es el desafío.Los insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los días, todo el tiempo. Nuestro país está condenado: o aprende a cargar con la disciplina o cargará siempre con el arrepentimiento.
¿A USTED QUÉ LE PARECE? ¿PODREMOS RECONOCERNOS EN LA CALLE ?
Espero no haber sido insolente. En ese caso, disculpe.
Buen, son muchas las personas que han escrito sobre la falta de educación de, en general, los latinoamericanos. Es es una de las razones por las cuales nos dicen que los latinos son los que, en muchos estados de Estados Unidos, la llevan: son entradores, vivos, sapos, moscas y otros parecidos. Creo que bien por eso, si es que la insolencia ayuda de algo, creo que es por allá. Pero, peruano, ¿cuándo aprenderás?, la insolencia (usando el adjetivo del artículo) ya hemos visto que no nos ha llevado a muchos avances sociales. Es decir, el peruano, de todas las clases socioculturales y económicas, salvando excepciones, sigue siendo un cavernícola. El peruano común y corriente, hay varios de esos, sigue creyendo que si no es vivo no la hace. Si es que no cierra al carro, no pasa (bueno, eso es cierto). Si es que se pasa el rojo sus patas dirán que es recontra mandado, que no le importan las reglas y demás tonterías. Estas cosas son ciertas. Se hacen. Y los papás le pasan los mismos errores a sus hijos. Pero, hay un problema que va más allá de la simple transgresión de las reglas: es necesario hacerlo. Creo que mejor es ponerlo diciendo que el Peru, como sistema político y social obliga a sus ciudadanos a ser así; a pasárselas de vivo. Aunque creo que hay algunos que van a decir pero que el cambio comienza en uno. Ya, si, claro, pero como ya pasó la fecha de entrega de tanta responsabilidad, ¿no? Los que un simple gesto dejan pasar al peatón loco por cruzar la bendita calle y le llega un rábano los carros que tocan bocina detrás suyo aún pelean por hacerse paso entre la maleza.
También hay que hacerse la pregunta del por qué, si es que en la casa nos han enseñado los susodichos valores y la constructiva moral, cuando uno sale al mundo (cuando entra a la adolescencia, creo) se vuelve tan… peruano. Adivino: la masa, la sociedad. El peruano es de mancha, de grupos, de no dejar que uno no vaya a la juerga de la noche, de fregarlo hasta que lo convencen. Ese tipo de cosas. No sabe estar solo y callarse la boca y formarse sus propias ideas. La masa lo llena de ideas de masa, de gustos de masa. Aunque haya algunos que muestran tonos de tener específicos. Eso es chevre.
Como dicen en Surquillo: el cambio comienza en uno (aunque los surquillanos no entiendan el mensaje); pero ya pues, ¿para cuándo peruano comodón?
Creo que es buena idea tratar, de vez en cuando bajar la palanquita que está al lado del timón de tu carro para hacer saber que voltearás a la derecha y no a la izquierada. Digo, para evitar que el taxi detrás tuyo se te empotre y no te pueda pagar. Digo yo, sería un pequeño comienzo. Como pasar de la época de las cavernas a un era de hielo, quizás.
¿Cuándo aprendemos realmente una regla?, ¿cuándo una regla forma parte real de nuestras vidas?, ¿tendrán que ser muchas?, ¿bastará con unas cuantas?
Me imagino caminando por el emporio comercial de Gamarra recogiendo papeles, cáscaras y pegotes pestíferos de sabe cuántas cosas y días, ¿será esa la solución?
Hace algún tiempo vi en una avenida muy transitada de Lima un auto conducido por una mujer que sacó la cabeza por la ventana para decirle a gritos a una mujer "insolente" que recoja lo que dejó su perro, claro que la mujer que conducía el auto casi atropella a una niña que cruzaba la pista y jamás se enteró que el perro estaba con diarrea y su dueña se quedó sin bolsitas.
Sólo quiero compartir, que trabajando con niños y niñas me pude dar cuenta que las reglas se cumplen cuando se basan en la realidad de lo que podemos hacer y cuando sólo prometemos aquello que podemos cumplir.