Era inevitable la aprobación del Plan Paulson del rescate financiero estadounidense en medio de la vorágine mediática y del miedo inducido, además de la inminencia de las elecciones presidenciales. El solo hecho de la dificultad en su aprobación bastaría para mostrar que no era claro para los representantes de EEUU que va a ayudar a resolver el problema. ¿Se pedirá más dinero luego? Y lo más importante: ¿se aprenderá alguna vez la lección de que es peligroso manipular los precios, incluyendo (especialmente) el precio del dinero?
Profundizando este punto, comparto el siguiente editorial aparecido en la fecha respecto a este punto.
El rescate se ha aprobado, ¿y ahora qué?
Editorial de Libertad Digital del 4 de octubre de 2008
http://www.libertaddigital.com/opinion/editorial/el-rescate-se-ha-aprobado-y-ahora-que-45698/
El Congreso de Estados Unidos ha terminado aprobando el plan de rescate público de las entidades financieras con un coste inicial para el contribuyente de 700.000 millones de dólares, lo que equivale a más de la mitad del PIB español. Con independencia de la opinión que merezca el plan, lo que parece claro y fuera de toda controversia es que el sistema financiero y bancario necesita de una reforma urgente que impida, o al menos limite, que de manera recurrente se produzcan crisis de liquidez y de solvencia como la actual.
Muchos despistados han acusado al capitalismo de provocar la crisis por la supuesta desregulación que existe en el mundo de las finanzas. Aparte de la dudosa veracidad de esta afirmación, resulta erróneo creer que libre mercado equivale a ausencia de normas. En realidad, no puede existir capitalismo cuando los derechos de propiedad no se encuentran correctamente definidos y protegidos.
Si los políticos y los supervisores han de inmiscuirse de alguna manera en el mercado debería ser sólo para proteger tales derechos. Así, la pésima regulación actual (que convierte la mayoría de los movimientos financieros en una especie de casino descontrolado) debe sustituirse por otra que evite que los bancos utilicen ilegítimamente los fondos de sus clientes para provocar burbujas especulativas y auges artificiales de la economía.
El negocio bancario actual se asienta sobre el nefasto principio de “endeudarse a corto plazo e invertir a largo plazo”. Dicho de otra manera, las entidades de crédito utilizan los depósitos a la vista de sus clientes para invertir a largo plazo, por ejemplo, en hipotecas. Obviamente, esto genera problemas de liquidez inmediatos que sólo logran retrasarse por la intervención monetaria de los bancos centrales al inyectar fondos y bajar los tipos de interés.
Sin embargo, el tipo de interés es un precio de mercado como cualquier otro, en concreto, el precio que han de pagar los inversores a los ahorradores por utilizar su dinero. Por consiguiente, cuando el banco central trata de fijar el tipo de interés distorsiona las decisiones de todos los agentes económicos: genera un exceso de inversión en ciertos sectores (como la vivienda o la bolsa) y se desatienden otros.
Esto es lo que ocurrió a partir de 2003, cuando tanto la Reserva Federal como el Banco Central Europeo rebajaron los tipos de interés a niveles absurdamente bajos y generaron la burbuja inmobiliaria que ahora ha estallado, tanto en EEUU como en España. Pero esto tiene bastante poco que ver con el libre mercado y bastante más con las políticas inflacionistas típicas de los Estados, por lo que no verá a muchos progresistas condenándolo.
Dadas las razones de esta crisis financiera, se hace necesario velar por que los bancos privados no tengan sus créditos y sus deudas descalzados (es decir, que los plazos no coincidan) y que los bancos centrales no utilicen la política monetaria para generar burbujas especulativas, sino para proteger el valor de sus divisas. En este sentido, también sería de gran utilidad crear un índice de precios sobre los activos (como la vivienda) alternativo al IPC (que sólo tiene en cuenta a los bienes de consumo) para detectar cuando la política del banco central está generando burbujas sobre ellos.
Sólo así se evitará, en última instancia, que el Estado tenga que despilfarrar 700.000 millones de dólares de los contribuyentes para salvar a unas empresas cuyas estrategias financieras estaban condenadas, desde un principio, a la quiebra.