Sigue siendo vigente esta reflexión en el año 2008 y el desafío final planteado. Comparto con ustedes el siguiente artículo de Libertad Digital que transcribo y que pueden encontrar, en versión original, en el link indicado a continuación:
http://www.libertaddigital.com/opinion/eugenio-dmedina-lora/el-liberalismo-viable-45488/.
El liberalismo viable
Eugenio D´Medina Lora
Publicado en Libertad Digital (Madrid) el 23 de septiembre de 2008
¿Por qué ha sido tan vulnerable el liberalismo en Perú y América Latina? ¿Ha fracasado? Para intentar una respuesta directa, puede explicarse esta vulnerabilidad en el colapso del discurso comunicacional y en el autismo intelectual en que algunos liberales han caído.
De partida, ha fracasado la estrategia de comunicación con el ciudadano de las conquistas ideológicas que se han logrado en el terreno político y económico, que tampoco se han aprovechado en el discurso político. Y esto ha sido así porque los liberales se relegan a sí mismos hacia posiciones radicales pretendiendo mantener una identidad, cuando podrían afirmar sus principios y no dejarse acorralar. Se dejan “acomplejar” por la prédica antiliberal, aceptan quedarse en las catacumbas camuflando su identidad de liberales y han desistido de articular la respuesta política adecuada de cara a una propuesta concreta, realista y viable en el contexto de los países latinoamericanos.
Ejemplos de esto es el trabajo de los socialistas en áreas como los derechos humanos y el medio ambiente, convirtiéndolos en dos de sus vetas de desarrollo más activas, ante el fracaso histórico de sus tesis en contra de la economía de mercado, que han terminado por aceptar, aunque a regañadientes También es importante recobrar para el liberalismo el tema de la descentralización. Si algo está sintonizado con el liberalismo es el límite a los gobiernos. Y los que más poder acumulan son, precisamente, los gobiernos centralistas. La descentralización tiene que ser distribución de ese poder entre los miembros de la sociedad representados en instancias subnacionales –sean estatales o privadas– sobre bases territoriales.
Los liberales han caído en la trampa al dejar vacíos estos segmentos de desarrollo ideológico y haciéndole un harakiri a la doctrina, puesto que para ninguna corriente de pensamiento, el bienestar humano individual, que es el verdadero y tangible sujeto del bienestar, ha tenido tanta preponderancia como para el liberalismo. Cayeron en el juego de los que hasta solamente ayer o anteayer eran los fundamentalistas entusiastas de la lucha de clases, de la abolición de la plusvalía y de la simpatía soterrada y complaciente con los sembradores del terror, pero que hoy fungen de serenos guardianes de la reserva moral del país y de “conversos” cuasi religiosos a los que les falta poco para hacer de predicadores y monaguillos.
En el afán de diferenciarse ante la arremetida de la usurpación ideológica por parte de socialistas y conservadores, ciertos liberales se han creído obligados a afianzar su identidad. Y para eso, lo que se tuvo a mano fue hacer descansar al liberalismo sólo en el concepto del libre mercado, desprotegiendo otros terrenos que son feudos naturales del liberalismo. Así se cayó en la trampa de anteponer a las utopías marxistas las utopías de los mercados puros y perfectos y del laissez faire, lo que es, de paso, una interpretación antojadiza y sacada de contexto de la tesis de Adam Smith y que hasta liberales catalogados como más duros como Friedrich Hayek siempre reconocieron.
No hay razón para relegar espacios ideológicos que pertenecen históricamente al liberalismo. Es cierto que no hay libertad política sin libre mercado, pero pontificar al mercado a extremos fundamentalistas debilita la doctrina. A veces hay que crearlo, fomentarlo, estimularlo. Y nada más adecuado para crear mercados competitivos que el fomento de la libertad económica, entendida como el libre albedrío para hacer empresa o para trabajar a voluntad, dentro de límites que salvaguarden el bien común y que se consignarán en el denominado Estado de Derecho o las “reglas de juego”. Ante este hecho no hay que horrorizarse, como hacen los anarcocapitalistas, pues baste la observación empírica de que no existe nación ni país sin Estado. De lo que se trata es que se promueva toda la libertad económica como sea posible y de contar con un Estado hasta donde sea estrictamente necesario. Esto es liberal, no anarquista.
Los populistas de izquierdas y derechas se han visto obligados a tomar las banderas liberales, como las del impulso a la inversión privada y la necesidad de los equilibrios macroeconómicos. Lo hacen así como hace más de un siglo tuvieron que tomar del liberalismo el constitucionalismo y el principio de la división de poderes. Pero el liberalismo no necesita hacerles el juego y abandonar posiciones para correr al extremo, en búsqueda de una identidad jamás perdida. Pues en el mejor de los casos, sólo son mala copia del original. Y en el peor, embusteros ideológicos que sólo tomarán las verdaderas propuestas liberales cuando estén con la soga al cuello, pero que buscarán los votos vistiéndose de “populares” y con las poses de siempre: las poses de la política del sombrero de paja o el chullo, del menú de mercadillo que jamás volverán a comer, del jueguito ridículo de carnaval y del huayno o del reggaeton mal bailado ante una cámara de televisión.
A pesar de todo, no se puede hablar de un fracaso del liberalismo en América Latina. Las tímidas reformas liberales implementadas en las últimas dos décadas, aun siendo tibias, han traído el poco o mucho desarrollo, según el caso, que hoy tiene la región. Además, como se ha dicho, las corrientes antiliberales, obligadas por los dictados de la realidad, han tenido que incorporar en sus discursos categorías doctrinarias claramente liberales, como la necesidad de inversión privada y la economía de mercado. Pero el liberalismo triunfa en la praxis, no en la doctrina. Y eso lo debilita, porque no permite avanzar con las velocidades que requieren las urgencias de cambio. En tal sentido, haber identificado el humillante concepto del “chorreo” con políticas liberales es uno de los sinsentidos que nadie enfrenta, porque el liberalismo conllevaría un cambio que no tiene que ver con ningún chorreo, sino con una comprometida y acelerada mejora en el bienestar de los que menos tienen a base de incorporarlos masivamente a una verdadera economía de mercado, no mercantilista y no excluyente.
Hay esperanzas para emprender esta nueva lucha con este recambio generacional al que estamos asistiendo. Pero la construcción política de una verdadera opción liberal sólo será posible mediante una docencia ciudadana que abarque tanto un frente académico como el frente de la política activa. Y es aquí donde la desidia de quienes no quieren dar la pelea, por un lado, y el facilismo y la torpeza de quienes creen que con posiciones excluyentes dentro de la doctrina van a construir un purismo intelectual “liberal”, autodenominándose “los verdaderos liberales” (¿?), por el otro, conspiran contra esta construcción. El único futuro viable es poner punto final a esto y consolidar un sostenido punto de inflexión, a vista del próximo decenio. Desafío planteado.