Las lecciones de los pobres

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Por Mario Vargas Llosa

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Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía 12 años y sabía que su tierra, Huancavelica, uno de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.

Entonces, como millares de sus coprovincianos, emigró a Lima. Alí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio veinte y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las veinte camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.

No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.

Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.

De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.

El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡diez mil dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los diez mil dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no solo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.

Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topy Top, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de cien millones de dólares y que da empleo directo a unas cinco mil personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas treinta mil. Cuenta con treinta y cinco almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas doce horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no solo en el Perú.

Tomo todos estos datos sobre Aquilino Flores y Topy Top de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en Estados Unidos: “Lessons from the Poor” (“Lecciones de los pobres”), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, que, como las de los Flores, nacieron sin capital alguno, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y que, a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias y contribuyen así al progreso de sus países. Es un libro estimulante y práctico que muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.
Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.

Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías antimercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria –los cuatro casos investigados en el libro– alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.

Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en “Lessons from the poor”, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues el Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.

Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, que su supervivencia dependía solo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de este libro son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad.

Nueva York, mayo del 2008

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