Danza el aserrín, pequeñas partículas de polvo atraviesan la habitación y terminan siempre sobre la pequeña nariz de Pinoccio y brillan bajo el iluminado agujero del techo, dibujando criaturas multicolores. Cuatro paredes lo suficientemente separadas como para ser una cocina, una sala, un dormitorio, un taller. Repisas interminables llenas de muñecos malolientes dueños de recuerdos de infancia. El pequeño Pinoccio en una esquinita, que se ha convertido en su lugar favorito. Las lágrimas recurrentes de su padre al entrar a aquel lugar tan poco-iluminado, los otros recuerdos de alguna niñez ideal. Pero esta vez el Hada no vendría. “Pinoccio, cómo quisiera que seas un niño de verdad”. Y Pinoccio lo escucha callado, y no entiende. “Soy un niño de verdad, papá. Los niños de verdad tienen un lugar favorito en la casa y muchos juguetes en su habitación, los niños de verdad son felices al ver el sol. Los niños de verdad tienen padres que se preocupan por ellos, los niños de verdad quieren a sus papás mucho. Si tan solo me entendieras”, pero se rompen las palabras y permanece el pensamiento, quedándose en un vórtice -demás decir- infinito en lo más recóndito del niño, palabras que Geppetho no oirá nunca. El pequeño Pinoccio en su esquinita tibia, tan frágil, sentadito en la silla de metal, sin poder moverse o siquiera decir algo.

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