[Visto: 6212 veces]
CONCILIACIÓN Y CULTURA DE PAZ EN EL PERU
Por: CARLOS CASTILLO RAFAEL
El artículo 2 de la Ley de Conciliación señala: “La conciliación propicia una cultura de paz”. Si a éste artículo lo relacionamos con el artículo 1 de la misma Ley, en el que se indica “declárese de interés nacional la institucionalización y el desarrollo de la conciliación…”, podemos entonces concluir que nuestra sociedad se adhiere a la invocación formulada por la UNESCO y pone en el centro de su interés nacional la construcción de una cultura de paz. En este caso, vía la institucionalización y el desarrollo de la conciliación extrajudicial.
La conciliación encuentra en la cultura de paz su finalidad última. La razón de fondo por la que solucionar los conflictos apelando a la terapia del diálogo y a la voluntad consensual de las partes dispuestas a superar sus diferencias. De suerte que aquellas voces que afirman que la conciliación extrajudicial se agota en los objetivos de descargar procesalmente la instancia jurisdiccional o promover la desjudicialización de los conflictos no alcanzan acertar la razón de ser de la conciliación. Pueden tales objetivos ser deseables y la conciliación extrajudicial seguramente los podrá cumplir, pero ello en la medida en que realiza su auténtico fin: promover una cultura de paz en la sociedad civil. Pero ¿Qué entender por Cultura de Paz?
Es frecuente hablar de la paz, pero casi nunca en relación con la cultura. Grave error, pues si hay alguna forma de que el frágil tallo de la paz crezca, florezca y de sus frutos permanentes es cultivando sus raíces con el acervo espiritual que da vida a los pueblos. Un cultivo cotidiano, integral e irrenunciable de los hombres comprometidos a convivir sin guerra, y, en general, sin violencia.
La paz es un asunto humano. Es la forma que tiene el hombre de hacer su mundo de vida habitable para sí y para sus semejantes. Con la cultura el hombre recrea su mundo, se apropia de él a la medida de sus posibilidades y aspiraciones y tanto como su inteligencia, voluntad y sensibilidad se lo permitan. La cultura representa la comprensión humana de la vida y la forma como se vive de acuerdo con opciones, gustos y privilegios enteramente humanos.
En medio de esta diversidad y riqueza de hábitos y costumbres, la paz es sinónimo de consenso, acuerdo y diálogo. La paz es esa armonía que permite a cada ser humano convivir con sus semejantes, es decir, con sus elecciones, preferencias y creencias de raigambre cultural. Si esto no sucede es por un empobrecimiento del cultivo que la educación debió ejercer sobre las personas. Tal empobrecimiento o debilitamiento de la cultura se muestra en el simple hecho de haber convertido a la cultura y a la paz en dos conceptos separados y no relacionados. En el colmo de la confusión, es más habitual hablar de una “cultura de la violencia” que de una cultura de paz.
Es difícil entender como la cultura con la que el hombre se apropia del mundo (transformándolo en su hogar) puede servir también para promover la destrucción del mundo y la del propio hombre. La cultura humaniza el mundo dejando atrás el antiguo escenario de las cavernas. Desde este punto de vista es un contrasentido hablar de una cultura de la violencia o del conflicto. Aún cuando es inevitable pensar en ello al ver el éxito que tiene “el cultivo” que llama a la barbarie, a la intolerancia, al sectarismo, a la violación de los derechos humanos y al rompimiento del diálogo. En suma, a una lógica adversarial por la cual los seres humanos se muestran como rivales. Así, es ingenuo esperar que la paz este entre nosotros.
¿Qué hacer, entonces, con nuestra aspiración de paz enfrentada a prácticas y actitudes violentas ó conflictivas que, ahora, se difunden y alientan?. El padre Mac Gregor (quien a dedicado toda una vida a la reflexión del significado de la cultura de paz), propone fomentar, vía la educación, un “proceso de transformación de la cultura de fuerza”, de dominación, a lazo de unión entre los hombres”.
La idea es que la educación (y, agregaría, todas las instituciones que puedan hacerlo como es el caso de la conciliación extrajudicial y, en general, de los medios alternativos de solución de conflictos) construya la seguridad de las personas, enseñando la conveniencia y el valor de una práctica moral y cultural comprometida a “no usar la violencia para la solución de conflictos”. Este sería el propósito de una cultura de paz.
Podemos afirmar que la paz es susceptible de ser entendida en dos sentidos:
a) En un sentido negativo, como la ausencia de guerra o conflicto;
b) En un sentido positivo, como la práctica activa del bien.
¿Práctica activa del bien? ¿Bien en qué sentido? ¿Acaso como lo entiende una cultura en particular o, tal vez, como es defendida por cada quién?
La cultura de paz superaría cualquier relativismo moral en torno a una práctica del bien, al poner el acento en el cultivo de ciertas actitudes éticas en el ser humano, indispensables para acceder a la paz sin que las diferencias culturales sea un impedimento para ello.
En efecto, el MANIFIESTO 2000, documento redactado por la UNESCO en el año internacional de la Cultura de Paz, propuso la adhesión y el compromiso de asumir seis actitudes básicas para la consolidación de un punto de vista ético con el que se encaren los múltiples problemas de hoy y de siempre. Es decir, aquellos relativos al logro “de un mundo más justo, más solidario, más libre, digno y armonioso, y con mejor prosperidad para todos”.
Estas seis actitudes conducentes a una cultura de paz son:
a) Respetar todas las vidas: Respeto a la vida y a la dignidad. Dejando atrás todo tipo de discriminación o prejuicios raciales, de género, etc.
b) Rechazar la violencia: No sólo no practicar la violencia sino combatirla en sus diversas formas (física, sexual, psicológica, económica, social). Es la práctica de la no violencia activa.
c) Liberar la generosidad: No condicionar la ayuda al prójimo o a quien lo necesita. Desarrollando en lo posible una ayuda comprometida, decidida y permanente. Dicha ayuda implica también denunciar y no ser parte o cómplice de ningún tipo de exclusión, y justicia, opresión política y económica.
d) Escuchar para comprenderse: Desarrollar la escucha y el diálogo sin ceder al fanatismo, a la maledicencia, o rechazo al prójimo. No coactar la libertad de expresión ni el derecho a la defensa sincera de las convicciones o intereses personales, respetando toda diversidad o alteridad.
e) Preservar el planeta: No atentar y más bien preservar todas las formas de vida así como el equilibrio ecológico del planeta.
f) Reinventar la solidaridad: Aunar esfuerzos para el desarrollo de la comunidad. Alentando y dando oportunidad a la participación de las mujeres o cualquier minoría. Respetando los principios democráticos y buscando nuevas y efectivas formas de solidaridad.
El conciliador no sólo practicaría estas actitudes éticas sino que con su función conciliatoria haría una pedagogía de ellos. Como se aprecia la cuarta actitud con la que cultivamos la paz nos sitúa en el centro de la conciliación:
Escuchar para comprenderse
CONCILIACIÓN Y CONSENSO
La conciliación es la búsqueda de una solución consensual al conflicto (Art. 5 Ley 26872). La conciliación es una institución consensual, o sea, los acuerdos adoptados (o el reconocimiento de que no es posible acuerdo alguno) obedecen únicamente a la voluntad de las partes: voluntad de diálogo y voluntad de encontrar un acuerdo. En la medida en que la conciliación propicia e inculca en la sociedad ambas voluntades se va construyendo la mencionada cultura de paz.
Este carácter consensual de la conciliación no es accidental, antes bien, forma parte del significado más íntimo del acto de conciliar. La voz latina conciliare, de la cual proviene conciliar, significa – según el Diccionario de la Lengua Española – “componer y ajustar los ánimos de los que están opuestos entre sí”. Ánimos que se expresan en pareceres o proposiciones contrarias y controversiales.
Aún cuando la conciliación no resuelve el complejo y serio problema del acceso a la justicia en nuestra sociedad, sin embargo, es un buen antídoto contra los malestares generados por el conflicto y la lógica de la disputa y el pleito.
La conciliación valiéndose de la terapia del diálogo enmienda los ánimos antes indispuestos y criados al amparo del conflicto. Conflicto no sólo por incompatibles objetivos, fines o intereses, sino también, a causa de la diversidad de puntos de vista, de la prioridad desde donde se valora y evalúa algo, así como por la diferencia en el contenido o apreciación de la pretensión en disputa entre la partes.
La lógica del proceso judicial, envuelto en el pleito o la litis jurídica, no busca enmendar los ánimos sino señalar el derecho y lo que en orden a la ley es lo justo. Después del dictum del derecho, lo justo habrá sido aplicado pero los ánimos y las relaciones personales se habrán debilitado por el cáncer del odio, del rencor y el descontento.
La conciliación tiene una función ética cuando enmienda los ánimos para que estos se compongan en lugar de degenerarse en actos violentos o en un conflicto que acentúa la rivalidad y la diferencia. Una sociedad sin este afán conciliatorio se atomiza y se convierte en un campo de disputas inacabables. Pero la causa de que los ánimos se indispongan, de que uno sienta rival a su prójimo y a sus pretensiones, no nace fundamentalmente con ocasión del conflicto entre intereses patrimoniales o materias de libre disposición entre las partes.
Si únicamente las diferencias sobre el pago de suma de dinero nos llevara a un juicio, una vez resuelto ese punto en la instancia jurisdiccional, una de las partes habrá perdido la causa pero no por ello debería seguirse que la pérdida acarrea también la del amigo, la amistad o el tipo de relación y acercamiento que habría con la parte triunfante antes del proceso judicial.
¿Por qué a pesar de la actuación de la justicia las partes no recomponen sus ánimos y sus relaciones como al comienzo o incluso mejor?
El conflicto no es sólo de índole económica, patrimonial o reducible a dichos intereses. Hay también conflictos de valores, de percepciones sobre lo justo y lo bueno, sobre lo que debiera ser. Es decir, hay un conflicto ético a causa de la relatividad de los puntos de vista o juicios sobre lo que debiera ser.
La parte contraria con la que nos indisponemos nos presenta o enseña una versión de lo que debiera ser no considerada. Por esa suerte de compromiso y convicción que genera nuestra adherencia a un modo de entender lo bueno, lo justo o adecuado, es que con ocasión de pareceres rivales respecto a algo en particular, se desencadena un conflicto, una pugna por defender la postura propia frente a una postura diferente y extraña. El hecho y el motivo exacto del conflicto son como el pretexto o la piedra de toque para que salga a la luz diferencias y disyuntivas más graves que el simple hecho de pagar el alquiler de una casa o de desocuparla por el incumplimiento en el pago. El fuero jurisdiccional compone el derecho violado, pero no compone los ánimos en cuyo trasfondo el derecho aparece como un acuerdo o justicia insuficiente.
La conciliación resuelve, sobre la base de principios éticos y de la mano del derecho, los conflictos que siempre involucran convicciones y pareceres éticos, diversos y de fondo. Para ello apela a la voluntad de las partes, a la voluntad de alcanzar un consenso.
EL LÍMITE ÉTICO DE LA VOLUNTAD DE LAS PARTES
El Art. 3 de la Ley señala: “la conciliación es una institución consensual, en tal sentido los acuerdos adoptados obedece única y exclusivamente a la voluntad de las partes”.
Líneas arriba habíamos sostenido que la conciliación se entiende en dos sentidos: como una institución que se constituye en mecanismo alternativo para la solución de conflictos (Art. 5 Ley 26872), o como el acto jurídico por medio del cual las partes buscan solucionar sus conflictos de intereses (Art. 3 Reglamento).
En este artículo 3 de la Ley 26872 se define a la conciliación de un tercer modo, como “una institución consensual”. Intentando dar coherencia a la Ley y a su Reglamento, en lugar de sólo dar cuenta de sus coherencias, podemos afirmar que esta tercera caracterización de la conciliación como institución consensual resume las dos anteriores y, por ende, conjuga los dos objetivos perseguidos por la conciliación: el ético y el jurídico. Institución porque la conciliación es un concepto jurídico que tiene su partida de nacimiento y carné de identidad en una norma positiva, la ley 26872. Es, pues, la conciliación una institución jurídica. Y su carácter consensual, gracias al cual es posible esperar un acuerdo entre las partes (Art. 5 Ley 26872), consiste en que el acto o el intento de “ponerse de acuerdo” a pesar de las diferencias ó a causa de ellas, está exclusivamente en manos de las partes, específicamente de su voluntad.
El conciliador no entorpece y, menos aún, es una tercera voluntad dirimente respecto a la voluntad de las partes. El conciliador y el proceso conciliatorio se rigen por el principio de la “autonomía de la voluntad” (Art. 3 Reglamento). Esta autonomía de la voluntad de las partes rige tanto para la conciliación entendida como acto jurídico (Art. 3 Reglamento) como para la conciliación definida por su carácter institucional (Art. 3 Ley 26872).
Por la voluntad de las partes es posible el diálogo, la búsqueda del acuerdo y el acuerdo mismo. El Art. 4 del Reglamento lo dice así: “el acuerdo conciliatorio es fiel expresión de la voluntad de las partes y del consenso al que han llegado para solucionar sus diferencias”. Y Cómo nace está voluntad de las partes para dialogar, ponerse de acuerdo, hacerse concesiones reciprocas, sino es gracias a la influencia que la ética y el llamado de la cultura de paz produce en nuestra sociedad.
La propia ley lo dice aunque de manera indirecta en el Art. 5 del Reglamento: “la autonomía de la voluntad a que hace referencia el artículo 3 de la Ley no se ejerce irrestrictamente. Las partes pueden disponer de sus derechos siempre y cuando no afecten con ello normas de carácter imperativo ni contraríen el orden público ni las buenas costumbres”.
La autonomía de la voluntad de las partes es condición de posibilidad de la conciliación. Pero la conciliación a la vez supone un marco mayor de referencias con relación a la cual la voluntad de las partes debe guardar coherencia. Ese marco de referencia tiene tres niveles:
– El derecho (Respeto a normas de carácter imperativo)
– El orden público (Respeto a normas sociales de comportamiento debido).
– Las buenas costumbres (Respeto a valores y normas éticas de lo que es bueno hacer).
Lo común de cada nivel de este marco de referencias, en que se mueve la autonomía de la voluntad de las partes, es que prescriben lo que debe ser: ya sea de manera legal y jurídicamente obligatoria (Derecho); o de acuerdo a lo establecido por la sociedad como necesario para una adecuada convivencia (Orden Público); o conforme a los valores de la cultura que guían nuestra vida y actos (Buenas Costumbres).
Como la voluntad de las partes tiene como limites y supuestos estos niveles el transgredirlos puede generar, y de hecho lo hace, un tipo distinto del conflicto. Más aún, los diversos conflictos entre las partes pueden reducirse en términos generales a tres tipos de conflictos dependiendo de que nivel del marco de referencia resulte causante del mismo:
– Conflicto por sus fines, basado en aquello que quieren las partes y que debe ser “pretensión determinada y determinable que verse sobre derechos disponibles de las partes” (Art. 9 Ley 26872). Este conflicto, y la búsqueda de su solución, exigen el reconocimiento del marco dado por el derecho según la materia correspondiente.
– Conflicto de valores y pautas sociales, cada parte justifica su posición desde un valor social diferente, es decir, por pautas implícitas o no en la toma de decisiones. Por ejemplo, para un ciudadano pobre sería comprensible no poder pagar el alquiler de su casa y, más bien, un abuso de parte del arrendatario el que quiere desalojarlo. La solución a este conflicto exige considerar el marco de referencia social.
– Conflicto de creencias, cada parte defiende su punto de vista sobre la base de un sistema de creencias. Creencias de lo que debe ser. Por ejemplo, la igualdad de derechos entre los hombres no así para las mujeres. La cultura y la ética son el marco cuyo enfoque permitirá comprender la dimensión del conflicto y su posible solución.
La ley de conciliación no señala con exactitud esas normas sociales de orden público o esos valores éticos que las partes no deben afectar o contravenir en su intento de conciliar. Con respecto a las normas de carácter imperativo se puede suplir dicha precisión considerando todas las normas del ordenamiento jurídico. No obstante, esa falta de precisión cabe explicarla tanto porque la ley no puede definir temas que por su propia naturaleza son complejos y, por otra parte, porque pareciera innecesario hacerlo dado la evidencia de los mismos.
En todo caso consideramos que los principios éticos que guían la conciliación, los cuales son taxativamente señalados por la ley: equidad, veracidad, buena fe, confidencialidad, imparcialidad, neutralidad, celeridad, economía y legalidad. (Tanto en el Art. 2 de la Ley 26872 como en el Art. 2 del Reglamento), resumen los tres niveles de este marco de referencias.
Es en estos principios donde debemos buscar la valía de la ética en la conciliación extrajudicial. Además, a través de la escrupulosa observancia de esos principios, la ética se vuelve un asunto práctico en el quehacer del conciliador extrajudicial.
CONCLUSIÓN:
Cada vez que inicio el dictado del modulo relativo a ética aplicada a la conciliación, como parte de un Curso de Formación y Capacitación de Conciliadores Extrajudiciales, sugiero a mis alumnos, futuros conciliadores, hacer una reflexión que esclarezca los alcances y límites de la ética en la conciliación. Y propongo como hilo conductor de dicha reflexión la simple pregunta, (sugerida al inicio de este artículo), pero que ante el escasísimo interés que se le da a la ética dentro de la estructura temática de la conciliación, es una pregunta apremiante y decisiva: ¿La ética cumple un papel principal o secundario en la conciliación extrajudicial?. Sin la menor duda, el papel de la ética en la conciliación es principalísimo. Me permito, a lo ya sostenido, acotar, a manera de epílogo, tres razones: la ética fundamenta, autocompone y regula la conciliación extrajudicial.
La ética en sí misma es ya valiosa por ser una reflexión que invita a una práctica debida o conveniente para acceder, de manera individual o comunitaria, a una vida justa y pacífica, de personas libres e iguales. Valor acrisolado aun más en nuestras sociedades contemporáneas. Fragmentadas por un sin número de malestares que retratan un debilitamiento, cuestionamiento y exclusión de la moral, cuando no una pérdida del sentido de la vida buena.
Y esta importancia general e histórica de la ética se redimensiona cuando toma cuerpo no sólo en el forjamiento de prácticas de comportamiento debido sino, y ante todo, en instituciones sociales donde se redefinen las metas de la ética. Donde se deja a tras la validez formal de una norma y se abre paso a una crítica de la misma de manera cotextualizada y activa, por su capacidad vinculante en el tejido social. Esto sucede con el valor de la ética en la conciliación extrajudicial.
No es retórico sino elocuente sostener que la conciliación extrajudicial es el terreno ético necesario para situar a las partes en la disposición de componer ellas mismas sus ánimos indispuestos. Porqué la conciliación extrajudicial aspira a fines éticos (como la construcción de una cultura de la paz), constituye una práctica ética (como es la terapia del diálogo sobre la base de la equidad) y es una nueva forma de hacer justicia (en tanto mecanismo alternativo de solución de conflictos) es que se puede afirmar que la ética fundamenta, autocompone y regula la conciliación extrajudicial.
Pero precisemos aun más esta triple influencia de la ética en la conciliación. El no hacerlo, o disminuir la importancia ética de la conciliación (como sucede en los cursos de formación y capacitación de conciliadores donde el módulo de ética aplicada a la conciliación es de apenas dos horas de duración a lo largo del curso), es ser cómplices con el debilitamiento o fracaso de esta deseable institución ética-jurídica.
La ética fundamenta la conciliación en la medida en que implementa determinados principios éticos conducentes, más que a un buen funcionamiento de la conciliación, a la meta sustantiva que ella se propone alcanzar: la construcción de una cultura de paz. Este carácter de fundamento lo es porque sólo desde la ética se entiende la razón de ser de la cultura de paz, de la conciliación en referencia a esa cultura, y de la necesidad de nuestra sociedad por tal cultura y tal conciliación.
La ética autocompone la conciliación por que ella no sólo aspira a fines éticos sino que ella misma es una institución ética. Es decir, su significado y forma de llevarse a cabo es a través de una práctica ética como lo es el sentido de equidad y la terapia del diálogo en virtud de los cuales las partes componen sus ánimos e intentan conciliar. La conciliación no funcionaría ni sería claro su sentido si no se basara ni fomentara la voluntad al diálogo y la voluntad de encontrar un acuerdo entre las partes en disputa. Y ambas voluntades no son una creación espontánea de las partes. Es el resultado de la influencia de la ética sobre ellas, así como del mecanismo mismo que la propicia, invitando a conciliar.
Y la ética regula la conciliación porque el perfil del conciliador es básicamente ético (hacedor de paz). Además, la libertad de acción de éste y la autonomía de la voluntad de las partes tienen como límite regulador el marco de referencias descrito por la ética (normas éticas, buenas costumbres, principios, etc.). Y, específicamente, porque el centro de conciliación, donde se realiza el acto conciliatorio, mide su eficiencia entre otros criterios por la transparencia ética de todos sus integrantes. En suma, la ética regula la forma y el contenido de la conciliación extrajudicial. La hace un mecanismo efectivo y alternativo de solución de conflictos animada por un nuevo sentido de justicia.
No es que la justicia en sede judicial se mude en equidad en el terreno de la conciliación extrajudicial. Creo que plantearlo de esa forma es un reduccionismo, pues sugiere que la equidad es un subproducto de un sentido judicial de lo justo. Cuando lo cierto es que la conciliación sitúa lo justo dentro de lo ético y los límites de lo debido dentro de una práctica mayor del bien. La equidad como justicia es el mensaje novedoso de la conciliación extrajudicial.
Sigue leyendo →