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LA CONCILIACIÓN EXTRAJUDICIAL Y LA NECESIDAD DE SU RANGO CONSTITUCIONAL

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Por: Mag. Carlos Castillo Rafael (*)

I.- INTRODUCCION

La Conciliación Extrajudicial es una institución jurídica creada por la Ley 26872, llamada Ley de Conciliación Extrajudicial, en noviembre de 1997. De carácter facultativa en sus primeros años de vigencia, es desde marzo del 2001 obligatoria en el distrito conciliatorio de Lima y Callao; así como en Arequipa, Trujillo, entre otras ciudades más. Su obligatoriedad se refiere a que es un paso previo que las partes de un conflicto deben seguir antes de invocar su derecho ante el órgano jurisdiccional; siempre que la controversia sea de índole jurídica y califique como materia conciliable. No obstante, hablar de la conciliación en nuestro país es referirse a una institución ética que tiene una rica historia. Remontándose incluso a los primeros años de la vida republicana.

Es en nombre de esa historia y de las bondades que indudablemente la conciliación extrajudicial representa es que, en el presente artículo, se reflexiona sobre la pertinencia de elevar a rango constitucional la conciliación en general, y la cultura de paz, en particular. Establecemos algunos argumentos que justificarían dicha reforma constitucional, pero sobretodo, sensibilizamos sobre el valor de la cultura de paz, que la practica conciliatoria fomenta.

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(*) Abogado, Magister en Filosofía. Catedrático Universitario en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en la Unidad de Postgrado de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, en la Universidad Norbert Wiener. Especialista en Medios Alternativos de Resolución de Conflictos. Presidente del Centro de Altos Estudios Peruanos e Interculturales Patmos. Director del Centro de Formación y Capacitación de Conciliadores Patmos. Director del Centro de Conciliación y Arbitraje Patmos. Arbitro del Ilustre Colegio de Abogados de Lima. Presidente del Consejo Peruano de la Conciliación Extrajudicial. Presidente del Instituto Peruano de Arbitraje Civil y Comercial. ccastillor@hotmail.com
II.- LA NATURALEZA ETICO-JURÍDICA DE LA CONCILIACIÓN EXTRAJUDICIAL

La Conciliación Extrajudicial es una novedosa institución ética y jurídica que sin el ánimo de reemplazar la facultad de administrar de justicia del Poder Judicial pretende llenar el vacío en la solución efectiva, pronta y no onerosa de los diversos conflictos ínter-personales. De ahí lo lamentable de la falta inexplicable de información y publicidad sobre su importancia, lo que obliga a llamar la atención de la opinión pública sobre ella.

La Conciliación es un mecanismo alternativo para la solución de conflictos, basado en la expresa voluntad de las partes. Es una negociación asistida, pues, con la ayuda de un conciliador, se espera que las partes accedan a acuerdos vinculantes y recíprocamente satisfactorios. El conciliador no hace las veces de juez, dado que él no cumple la función de administrar justicia, no cumple función jurisdiccional. Sólo provee de técnicas comunicacionales a las partes para que ellas, por si solas, arriben a acuerdos que zanjen sus controversias o alcancen objetivos comunes y vinculantes.

De ahí que se afirme que la Conciliación es una institución consensual, porque los acuerdos, o el reconocimiento de que no es posible ningún acuerdo, obedecen única y exclusivamente a la voluntad de las partes. Pero aun cuando la Conciliación no constituye un órgano jurisdiccional, es decir, no administra justicia, ella se realiza siguiendo determinados principios éticos entre los que destaca la equidad. La Conciliación sitúa y convoca en un horizonte de igualdad a las partes que acuden a un Centro de Conciliación en la búsqueda de una solución consensual a su conflicto. Las partes apelando a un diálogo racional y voluntario, guiados, antes que por la lógica judicial propia del litigio, por principio éticos integradores, establecen, en igualdad de condiciones, lo que es justo para ellos.

La Conciliación Extrajudicial está inspirada en principios éticos orientados hacia el logro de una Cultura de Paz, una cultura que deja a tras el conflicto auspiciando, en su reemplazo, un diálogo racional e integrador entre las partes. En realidad, la conciliación es una práctica ética forjadora de una cultura de paz.

No obstante, y de la mano de esa función ética, el gran aporte de la Conciliación es fundar, a partir de esta actitud dialogante y consensual de ponerse de acuerdo, una percepción distinta acerca de la justicia que, en manos del sistema jurídico vigente, ha mostrado paradójicamente más una aversión injusta. La Conciliación replantea nuestra tradicional percepción de lo que es justo, ya no en el simple sentido de evitar abusos y sancionar a los infractores, sino, priorizando la búsqueda del equilibrio entre las expectativas y los intereses de las partes, sobre la base del respeto de los derechos del otro que sean reconocidos, aceptados y practicados tanto como por la mujer como por el hombre.

En tal sentido, la Conciliación revalora un sentido de justicia poniendo el acento en la equidad, en la voluntad de las partes para ponerse de acuerdo o para, luego de haberlo intentado, reconocer que ese acuerdo no es posible. La Conciliación al proponer la resolución de los conflictos apelando a salidas negociadas tiene la ventaja de alcanzar una visión integral de las situaciones sometidas a su consideración. Cuando las personas involucradas dan a conocer sus intereses y posiciones en juego, se muestran en la complejidad de la problemática que la instancia jurisdiccional por su parte no alcanzaba a apreciar.

La Conciliación Extrajudicial no incurre en esta ni en muchas otras deficiencias del sistema legal tradicional. El Conciliador no tiene que dictar el derecho sino facilitar el diálogo y salvaguardar la equidad al momento de dirigir la audiencia de conciliación. La justicia es planteada en los términos que lo consideren las partes de acuerdo a la solución que más le convenga a cada uno de ellos. Claro está que el acuerdo conciliatorio no debe en ningún caso contravenir el ordenamiento jurídico. Pero La vaguedad y el vacío legal quedan superados.

Sin duda, no se puede conciliar sobre cualquier materia. La ley 26872 (y su respectiva modificatoria, el Decreto legislativo 1070), establece cuáles son las materias conciliables. Pero con relación a estas materias la Conciliación es una instancia previa obligatoria antes de pasar al organismo jurisdiccional, el Poder Judicial. Además, la Conciliación hace posible un acceso a la justicia de la cual la mujer, por ejemplo, antes no disfrutaba por razones de tiempo y dinero. Si la Conciliación ha sido incorporada en nuestro ordenamiento jurídico es para ser posible el principio de economía y celeridad procesal.

La Conciliación, en suma, crea espacios de reflexión, tratamiento y solución no tradicionales de la violencia. Espacios donde la reflexión crítica nos permite apreciar la complejidad de las formas de vida y de las disputas que esa complejidad puede originar, a veces, innecesariamente. Asimismo, nos hace pensar sobre las bondades y limitaciones del criterio de justicia y los valores a través de las cuales la juzgamos. Además, y es algo que no debemos olvidar, la Conciliación fortalece la relación entre el Estado y la sociedad civil, porque une los esfuerzos de la sociedad civil y las instituciones estatales para el desarraigo de los diversos conflictos cancerígenos de nuestra sociedad.

De manera que, se puede sostener que la conciliación tiene dos finalidades: la una ética y la otra jurídica. Las que no son excluyentes o opuestas, sino complementarias y recíprocas. Las dos caras de una misma moneda:

La conciliación en tanto a acto jurídico persigue que las partes de un conflicto resuelvan el mismo sobre la base del principio de la autonomía de la voluntad y con la ayuda de un tercero llamado conciliador. Aquí la solución del conflicto interesa especialmente a las partes y sólo de una manera oblicua a la sociedad. Su fin es jurídico, por los efectos que persiguen las partes con su acuerdo conciliatorio o por tan sólo proseguir con el proceso de conciliación en sede extrajudicial.

De otro lado, La conciliación como mecanismo alternativo de solución de conflictos propicia la consolidación de una cultura de paz en nuestra sociedad. En este caso, la institución de la conciliación interesa especialmente a la sociedad en su conjunto. Y el fin ético que se persigue es una convivencia pacífica sobre la base del diálogo y el consenso.

Dependiendo del énfasis dado a una finalidad u otra de la conciliación, la figura del conciliador cobra en cada caso un cariz distinto.

Con relación al fin jurídico de la conciliación, el conciliador es la persona capacitada y acreditada que propicia el proceso de comunicación entre las partes y eventualmente propone fórmulas conciliatorias no obligatorias. Es decir, el conciliador es un facilitador del acuerdo, diestro en el manejo de técnicas conciliatorias.

Con relación al fin ético de la conciliación, el conciliador es un hacedor de paz. Es el que conduce la audiencia de conciliación con libertad de acción, siguiendo determinados principios.

El fin ético y jurídico de la conciliación tiene su fundamento común en los principios éticos en virtud de los cuales se busca la solución consensual al conflicto. Dichos principios éticos son la columna vertebral de la conciliación. Ellos guían todo el procedimiento, con ellos está revestido el conciliador y ellos son, en definitiva, a los que tienen confianza las partes para intentar la solución de sus conflictos a través de la conciliación. El fin mediato de los principios éticos está orientado al objetivo jurídico de la conciliación. Pero su norte, sin el cual carecería de real sentido, es el afianzamiento de la cultura de paz. Pero recuérdese que el fin ético de la conciliación supone el cumplimiento de su fin jurídico. Ambos han sido a lo largo de la historia de nuestro derecho señuelos irrevocables de nuestra sed de justicia.

III.- RANGO CONSTITUCIONAL DE LA CONCILIACION EXTRAJUDICIAL

En efecto, como mecanismos alternativo de resolución de conflictos y, por ende, propiciadora de una cultura de paz, la conciliación es una práctica que los peruanos ya conocemos por tradición y, sobretodo, porque en la vida diaria la lógica del consenso y el de la negociación resulta una mejor vía (menos oneroso, rápida y de fácil acceso) para las mayorías deseosas de ser protagonistas no sólo de sus conflictos, sino también de sus soluciones. Definida como mecanismo alternativo, igual al arbitraje o la mediación, la conciliación es, entonces, un buen complemento de nuestra alicaída e insatisfactoria administración de justicia.

No obstante, algunas voces prejuiciosas, estimuladas por la ignorancia y los intereses creados, cuestionan la eficiencia y la legalidad de la institución conciliatoria. No es el lugar aquí para refutar semejante desatino, pero si para proponer con firmeza, ahora que se ha abierto el debate de las posibles reformas constitucionales, la inclusión expresa de la conciliación extrajudicial en el texto constitucional. Otorgarle el rango constitucional a la conciliación aseguraría su larga vida, cumpliéndose de esta manera lo preceptuado por el artículo primero de la Ley de Conciliación que declara “de interés nacional la institucionalización y desarrollo de la Conciliación como mecanismo alternativo de solución de conflictos”.

Son múltiples las razones para darle rango constitucional a la Conciliación Extrajudicial. Entre otras consideraciones cabe puntualizar que la conciliación persigue tres objetivos: quiere constituirse en un medio alternativo o adecuado para que la sociedad civil, asumiendo una responsabilidad cívica y ciudadana, resuelva con un espíritu de equidad sus propias controversias. Persigue, asimismo, devolverle eficiencia al congestionado y menguado Poder Judicial, desjudicializando conflictos que pueden, muy bien, resolverse entre las partes por un proceso de negociación asistida y al amparo de la autonomía de la voluntad que, al plasmarse en una acta de conciliación, origina efectos vinculantes propios de un acto jurídico que además adquiere el valor de título de ejecución. Ya estas dos finalidades merecerían darle a la conciliación, como ocurre con el arbitraje expresamente mencionado en el artículo 63 de la constitución, rango constitucional. Pero, el principal objetivo de la conciliación en virtud del cual amerita declarar el interés nacional es lo que el artículo 2 de Ley de conciliación señala: “La Conciliación propicia una cultura de paz”. Porque la conciliación quiere consolidar en nuestra sociedad su vocación a la paz a través de prácticas consensuales que la promueven en lugar de aplicar la lógica del litigio es que la Constitución debe acogerla. El tema de la cultura de paz no es sólo un derecho disponible de los estados es una exigencia de la humanidad que la UNESCO, por ejemplo, hizo suya cuando declaró el año 2000 como año internacional de la Cultura de Paz.

Como se adelanto, el artículo 2 de la Ley de Conciliación señala: “La conciliación propicia una cultura de paz”. Si éste artículo es leído a la luz de lo dispuesto por el artículo primero de la misma Ley, donde se declara “de interés nacional la institucionalización y el desarrollo de la conciliación…”, la conclusión es clara. Nuestra sociedad se adhiere a la invocación de la UNESCO y pone en el centro de su interés nacional la construcción de una cultura de paz. En este caso, vía la institucionalización y el desarrollo de la conciliación extrajudicial.

Aún cuando la conciliación no resuelve el complejo y serio problema del acceso a la justicia en nuestra sociedad, sin embargo, es un buen antídoto contra los malestares generados por el conflicto y la lógica de la disputa.

La conciliación valiéndose de la terapia del diálogo enmienda los ánimos antes indispuestos y criados al amparo del conflicto. Conflicto no sólo por incompatibles objetivos, fines o intereses, sino también, a causa de la diversidad de puntos de vista, de la prioridad desde donde se valora y evalúa algo, así como por la diferencia en el contenido o apreciación de la pretensión en disputa entre la partes. La conciliación tiene una función ética cuando enmienda los ánimos para que estos se compongan en lugar de degenerarse en actos violentos o en un conflicto que acentúa la rivalidad y la diferencia. Una sociedad sin este afán conciliatorio se atomiza y se convierte en un campo de disputas inacabables.

Pero la causa de que los ánimos se indispongan, de que uno sienta rival a su prójimo y a sus pretensiones, no nace fundamentalmente con ocasión del conflicto entre intereses patrimoniales o materias de libre disposición entre las partes. El conflicto no es sólo de índole económica, patrimonial o reducible a dichos intereses.

Hay también conflictos de valores, de percepciones sobre lo justo y lo bueno, sobre lo que debiera ser. Es decir, hay un conflicto ético a causa de la relatividad de los puntos de vista o juicios sobre lo que debiera ser. El hecho o motivo directo del conflicto es como el pretexto o la piedra de toque para explicitar diferencias y disyuntivas más graves que el simple hecho de pagar el alquiler de una casa o de desocuparla por el incumplimiento en el pago.

El fuero jurisdiccional compone el derecho violado, pero no compone los ánimos en cuyo trasfondo el derecho aparece como un acuerdo o justicia insuficiente. Esa tarea está reservada para la conciliación y su nuevo sentido de justicia.

La conciliación, pues, encuentra en la cultura de paz su finalidad última. La razón de fondo por la que solucionar los conflictos apelando a la terapia del diálogo y a la voluntad consensual de las partes dispuestas a superar sus diferencias. De suerte que aquellas voces que afirman que la conciliación extrajudicial se agota en los objetivos de descargar procesalmente la instancia jurisdiccional o promover la desjudicialización de los conflictos no alcanzan acertar la razón de ser de la conciliación. Pueden tales objetivos ser deseables y la conciliación extrajudicial seguramente los podrá cumplir, pero ello en la medida en que realiza su auténtico fin: promover una cultura de paz en la sociedad civil. Pero ¿Qué entender por Cultura de Paz?

Es frecuente hablar de la paz, pero casi nunca en relación con la cultura. Grave error, pues si hay alguna forma de que el frágil tallo de la paz crezca, florezca y de sus frutos permanentes es cultivando sus raíces con el acervo espiritual que da vida a los pueblos. Un cultivo cotidiano, integral e irrenunciable de los hombres comprometidos a convivir sin guerra, y, en general, sin violencia.

La paz es un asunto humano. Es la forma que tiene el hombre de hacer su mundo de vida habitable para sí y para sus semejantes. Con la cultura el hombre recrea su mundo, se apropia de él a la medida de sus posibilidades y aspiraciones y tanto como su inteligencia, voluntad y sensibilidad se lo permitan. La cultura representa la comprensión humana de la vida y la forma como se vive de acuerdo con opciones, gustos y privilegios enteramente humanos.

En medio de esta diversidad y riqueza de hábitos y costumbres, la paz es sinónimo de consenso, acuerdo y diálogo. La paz es esa armonía que permite a cada ser humano convivir con sus semejantes, es decir, con sus elecciones, preferencias y creencias de raigambre cultural. Si esto no sucede es por un empobrecimiento del cultivo que la educación debió ejercer sobre las personas. Tal empobrecimiento o debilitamiento de la cultura se muestra en el simple hecho de haber convertido a la cultura y a la paz en dos conceptos separados y no relacionados. En el colmo de la confusión, es más habitual hablar de una “cultura de la violencia” que de una cultura de paz.

Es difícil entender como la cultura con la que el hombre se apropia del mundo (transformándolo en su hogar) puede servir también para promover la destrucción del mundo y la del propio hombre. La cultura humaniza el mundo dejando atrás el antiguo escenario de las cavernas. Desde este punto de vista es un contrasentido hablar de una cultura de la violencia o del conflicto. Aún cuando es inevitable pensar en ello al ver el éxito que tiene “el cultivo” que llama a la barbarie, a la intolerancia, al sectarismo, a la violación de los derechos humanos y al rompimiento del diálogo. En suma, a una lógica adversarial por la cual los seres humanos se muestran como rivales. Así, es ingenuo esperar que la paz este entre nosotros.

¿Qué hacer, entonces, con nuestra aspiración de paz enfrentada a prácticas y actitudes violentas ó conflictivas que, ahora, se difunden y alientan? El padre Mac Gregor (quien ha dedicado toda una vida a la reflexión del significado de la cultura de paz), propone fomentar, vía la educación, un “proceso de transformación de la cultura de fuerza”, de dominación, a lazo de unión entre los hombres”.

La idea es que la educación (y, agregaría, todas las instituciones que puedan hacerlo como es el caso de la conciliación extrajudicial y, en general, de los medios alternativos de solución de conflictos) construya la seguridad de las personas, enseñando la conveniencia y el valor de una práctica moral y cultural comprometida a “no usar la violencia para la solución de conflictos”. Este sería el propósito de una cultura de paz.
Podemos afirmar que la paz es susceptible de ser entendida en dos sentidos:

a) En un sentido negativo, como la ausencia de guerra o conflicto;
b) En un sentido positivo, como la práctica activa del bien.

El primer sentido tiene el inconveniente de ser una definición negativa de la paz, pues no nos dice que es la paz, tan sólo lo que no es: ausencia de guerra. Además dicha noción hace depender la paz de su contrario para el esclarecimiento de su sentido. Mas el segundo sentido desfonda preguntas inquietantes: ¿Práctica activa del bien? ¿Bien en qué sentido? ¿Acaso como lo entiende una cultura en particular o, tal vez, como es defendida por cada quién?

La cultura de paz superaría cualquier relativismo moral en torno a una práctica del bien, al poner el acento en el cultivo de ciertas actitudes éticas en el ser humano, indispensables para acceder a la paz sin que las diferencias culturales sea un impedimento para ello.

En efecto, el MANIFIESTO 2000, documento redactado por la UNESCO en el año internacional de la Cultura de Paz, propuso la adhesión y el compromiso de asumir seis actitudes básicas para la consolidación de un punto de vista ético con el que se encaren los múltiples problemas de hoy y de siempre. Es decir, aquellos relativos al logro “de un mundo más justo, más solidario, más libre, digno y armonioso, y con mejor prosperidad para todos”.

Estas seis actitudes conducentes a una cultura de paz son:

a) Respetar todas las vidas: Respeto a la vida y a la dignidad. Dejando atrás todo tipo de discriminación o prejuicios raciales, de género, etc.
b) Rechazar la violencia: No sólo no practicar la violencia sino combatirla en sus diversas formas (física, sexual, psicológica, económica, social). Es la práctica de la no violencia activa.
c) Liberar la generosidad: No condicionar la ayuda al prójimo o a quien lo necesita. Desarrollando en lo posible una ayuda comprometida, decidida y permanente. Dicha ayuda implica también denunciar y no ser parte o cómplice de ningún tipo de exclusión, y justicia, opresión política y económica.
d) Escuchar para comprenderse: Desarrollar la escucha y el diálogo sin ceder al fanatismo, a la maledicencia, o rechazo al prójimo. No coactar la libertad de expresión ni el derecho a la defensa sincera de las convicciones o intereses personales, respetando toda diversidad o alteridad.
e) Preservar el planeta: No atentar y más bien preservar todas las formas de vida así como el equilibrio ecológico del planeta.
f) Reinventar la solidaridad: Aunar esfuerzos para el desarrollo de la comunidad. Alentando y dando oportunidad a la participación de las mujeres o cualquier minoría. Respetando los principios democráticos y buscando nuevas y efectivas formas de solidaridad.

El conciliador no sólo practicaría estas actitudes éticas sino que con su función conciliatoria haría una pedagogía de ellos. Como se aprecia la cuarta actitud con la que cultivamos la paz nos sitúa en el centro de la conciliación: Escuchar para comprenderse

IV.- CONCILIACIÓN Y CONSENSO

La conciliación es la búsqueda de una solución consensual al conflicto (Art. 5 Ley 26872). La conciliación es una institución consensual, o sea, los acuerdos adoptados (o el reconocimiento de que no es posible acuerdo alguno) obedecen únicamente a la voluntad de las partes: voluntad de diálogo y voluntad de encontrar un acuerdo. En la medida en que la conciliación propicia e inculca en la sociedad ambas voluntades se va construyendo la mencionada cultura de paz.

Este carácter consensual de la conciliación no es accidental, antes bien, forma parte del significado más íntimo del acto de conciliar. La voz latina conciliare, de la cual proviene conciliar, significa – según el Diccionario de la Lengua Española – “componer y ajustar los ánimos de los que están opuestos entre sí”. Ánimos que se expresan en pareceres o proposiciones contrarias y controversiales.

La lógica del proceso judicial, envuelto en el pleito o la litis jurídica, no busca enmendar los ánimos sino señalar el derecho y lo que en orden a la ley es lo justo. Después del dictum del derecho, lo justo habrá sido aplicado pero los ánimos y las relaciones personales se habrán debilitado por el cáncer del odio, del rencor y el descontento.

Si únicamente las diferencias sobre el pago de suma de dinero nos llevara a un juicio, una vez resuelto ese punto en la instancia jurisdiccional, una de las partes habrá perdido la causa pero no por ello debería seguirse que la pérdida acarrea también la del amigo, la amistad o el tipo de relación y acercamiento que habría con la parte triunfante antes del proceso judicial.

¿Por qué a pesar de la actuación de la justicia las partes no recomponen sus ánimos y sus relaciones como al comienzo o incluso mejor?
La parte contraria con la que nos indisponemos nos presenta o enseña una versión de lo que debiera ser no considerada. Por esa suerte de compromiso y convicción que genera nuestra adherencia a un modo de entender lo bueno, lo justo o adecuado, es que con ocasión de pareceres rivales respecto a algo en particular, se desencadena un conflicto, una pugna por defender la postura propia frente a una postura diferente y extraña. El hecho y el motivo exacto del conflicto son como el pretexto o la piedra de toque para que salga a la luz diferencias y disyuntivas más graves que el simple hecho de pagar el alquiler de una casa o de desocuparla por el incumplimiento en el pago.
La conciliación resuelve, sobre la base de principios éticos y de la mano del derecho, los conflictos que siempre involucran convicciones y pareceres éticos, diversos y de fondo. Para ello apela a la voluntad de las partes, a la voluntad de alcanzar un consenso.

El Art. 3 de la Ley señala: “la conciliación es una institución consensual, en tal sentido los acuerdos adoptados obedece única y exclusivamente a la voluntad de las partes”. Líneas arriba habíamos sostenido que la conciliación se entiende en dos sentidos: como una institución que se constituye en mecanismo alternativo para la solución de conflictos (Art. 5 Ley 26872), o como el acto jurídico por medio del cual las partes buscan solucionar sus conflictos de intereses.

En este artículo 3 de la Ley 26872 se define a la conciliación de un tercer modo, como “una institución consensual”. Intentando dar coherencia a la Ley y a su Reglamento, en lugar de sólo dar cuenta de sus coherencias, podemos afirmar que esta tercera caracterización de la conciliación como institución consensual resume las dos anteriores y, por ende, conjuga los dos objetivos perseguidos por la conciliación: el ético y el jurídico. Institución porque la conciliación es un concepto jurídico que tiene su partida de nacimiento y carné de identidad en una norma positiva, la ley 26872. Es, pues, la conciliación una institución jurídica. Y su carácter consensual, gracias al cual es posible esperar un acuerdo entre las partes (Art. 5 Ley 26872), consiste en que el acto o el intento de “ponerse de acuerdo” a pesar de las diferencias ó a causa de ellas, está exclusivamente en manos de las partes, específicamente de su voluntad.
El conciliador no entorpece y, menos aún, es una tercera voluntad dirimente respecto a la voluntad de las partes. El conciliador y el proceso conciliatorio se rigen por el principio de la “autonomía de la voluntad” (Art. 3 Reglamento). Esta autonomía de la voluntad de las partes rige tanto para la conciliación entendida como acto jurídico (Art. 3 Reglamento) como para la conciliación definida por su carácter institucional (Art. 3 Ley 26872).
Por la voluntad de las partes es posible el diálogo, la búsqueda del acuerdo y el acuerdo mismo. El Art. 4 del Reglamento lo dice así: “el acuerdo conciliatorio es fiel expresión de la voluntad de las partes y del consenso al que han llegado para solucionar sus diferencias”. Y está voluntad de las partes para dialogar, ponerse de acuerdo, hacerse concesiones reciprocas, nace gracias a la influencia que la ética y el llamado de la cultura de paz produce entre los miembros de nuestra sociedad.

V.- CONCLUSIÓN: PROPUESTA DE REFORMA CONSTITUCIONAL

Sin la menor duda, el papel de la ética en la conciliación es principalísimo por tres razones: la ética fundamenta, autocompone y regula la conciliación extrajudicial.

La ética fundamenta la conciliación en la medida en que implementa determinados principios éticos conducentes, más que a un buen funcionamiento de la conciliación, a la meta sustantiva que ella se propone alcanzar: la construcción de una cultura de paz. Este carácter de fundamento lo es porque sólo desde la ética se entiende la razón de ser de la cultura de paz, de la conciliación en referencia a esa cultura, y de la necesidad de nuestra sociedad por tal cultura y tal conciliación.

La ética autocompone la conciliación por que ella no sólo aspira a fines éticos sino que ella misma es una institución ética. Es decir, su significado y forma de llevarse a cabo es a través de una práctica ética como lo es el sentido de equidad y la terapia del diálogo en virtud de los cuales las partes componen sus ánimos e intentan conciliar. La conciliación no funcionaría ni sería claro su sentido si no se basara ni fomentara la voluntad al diálogo y la voluntad de encontrar un acuerdo entre las partes en disputa. Y ambas voluntades no son una creación espontánea de las partes. Es el resultado de la influencia de la ética sobre ellas, así como del mecanismo mismo que la propicia, invitando a conciliar.

Y la ética regula la conciliación porque el perfil del conciliador es básicamente ético (hacedor de paz). Además, la libertad de acción de éste y la autonomía de la voluntad de las partes tienen como límite regulador el marco de referencias descrito por la ética (normas éticas, buenas costumbres, principios, etc.). Y, específicamente, porque el centro de conciliación, donde se realiza el acto conciliatorio, mide su eficiencia entre otros criterios por la transparencia ética de todos sus integrantes. En suma, la ética regula la forma y el contenido de la conciliación extrajudicial. La hace un mecanismo efectivo y alternativo de solución de conflictos animada por un nuevo sentido de justicia. La justicia como equidad.

No es que la justicia en sede judicial se mude en equidad en el terreno de la conciliación extrajudicial. Creo que plantearlo de esa forma es un reduccionismo, pues sugiere que la equidad es un subproducto de un sentido judicial de lo justo. Cuando lo cierto es que la conciliación sitúa lo justo dentro de lo ético y los límites de lo debido dentro de una práctica mayor del bien. La equidad como justicia es el mensaje novedoso de la conciliación extrajudicial. En ella hay que encontrar su espíritu y no en la letra muerta de una ley o un reglamento que sólo describe en líneas generales el aspecto formal del procedimiento conciliatorio.

La ética en sí misma es ya valiosa por ser una reflexión que invita a una práctica debida o conveniente para acceder, de manera individual o comunitaria, a una vida justa y pacífica, de personas libres e iguales. Valor acrisolado aun más en nuestras sociedades contemporáneas. Fragmentadas por un sin número de malestares que retratan un debilitamiento, cuestionamiento y exclusión de la moral y una pérdida de sentido de la vida buena.

Y esta importancia general e histórica de la ética se redimensiona cuando toma cuerpo no sólo en el forjamiento de prácticas de comportamiento debido sino, y ante todo, en instituciones sociales donde se redefinen las metas de la ética. Donde se deja a tras la validez formal de una norma y se abre paso a una crítica de la misma de manera contextualizada y activa, por su capacidad vinculante en el tejido social. Esto sucede con el valor de la ética en la conciliación extrajudicial.

No es retórico sino elocuente sostener que la conciliación extrajudicial es el terreno ético necesario para situar a las partes en la disposición de que ellas mismas compongan sus ánimos indispuestos. Porqué la conciliación extrajudicial aspira a fines éticos (como la construcción de una cultura de la paz), constituye una práctica ética (como es la terapia del diálogo sobre la base de la equidad) y es una nueva forma de hacer justicia (en tanto mecanismo alternativo de solución de conflictos) es que se puede afirmar que la ética fundamenta, autocompone y regula la conciliación extrajudicial.

Por todas estas consideraciones, y ésta es nuestra propuesta, la conciliación debe ser incorporada en el texto constitucional. Su cultura de paz, la ética de su práctica y la democratización que origina en el acceso de la justicia como equidad para las mayorías postergadas de nuestro país, son suficientes razones para dicha iniciativa. Asimismo, sugerimos que la mención de la conciliación extrajudicial, en la Constitución Política del Perú, debe hacer en su artículo 138, con el siguiente texto modificado:

“La potestad de administrar justicia emana del pueblo y se ejerce por el Poder Judicial a través de sus órganos jerárquicos con arreglo a la Constitución y a las leyes. El Estado reconoce, institucionaliza y protege la cultura de paz propiciada por los mecanismos alternativos de resolución de conflictos, tales como la conciliación extrajudicial y el arbitraje, los cuales se regirán por la ley de la materia.
En todo proceso, de existir incompatibilidad entre una norma constitucional y una norma legal, los jueces prefieren la primera. Igualmente, prefieren la norma legal sobre toda otra norma de rango inferior”.

Creemos, sin temor a equivocarnos, que con ésta reforma constitucional se consolida de una manera vital, la democracia, la paz, el diálogo y el consenso entre todos los peruanos.

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