Biblioteca pública: bitácora de vida


Biblioteca pública: bitácora de vida
Consuelo Marín, Promotora de lectura, Biblioteca Pública COMFENALCO Centro Occidental

Cuando se menciona la Comuna 13 de Medellín, es difícil para las personas de otros sectores de la ciudad, o de otras ciudades y países, imaginar algo más que las imágenes de guerra captadas por la televisión en 2002, desde los pocos puntos a los que los periodistas podían llegar, detrás de la fuerza pública. Las panorámicas mostraban un caserío de ladera como el de cualquier otro barrio pobre del mundo: ladrillos y techos superpuestos, escasos árboles que le dan un poco de aire al paisaje y pequeños tramos de las eternas y laberínticas escaleras, con que el trabajo comunitario ha superado los caminos fangosos.

¿Qué queda después de esas imágenes? Un recuerdo borroso y mucha prevención hacia “esa zona de Medellín tan peligrosa”.
Los que habitan el barrio, los que trabajamos en él, los que lo sentimos propio, sabemos que hay más: eventos muy diferentes a los que siempre llamaron la atención de los medios de comunicación y que nos pusieron un inevitable estigma, verdades a medias y demostraciones de fuerza de unos pocos, legales o ilegales, lanzadas por el mundo, que nos afectaron, pero no nos inmovilizaron.

Medellín se tiende en la hondonada que forma la Comuna 13 rodeando la ciudad en su parte centro occidental. Si se mira desde alguno de los barrios altos, se asemeja al arco que hacen los dedos índice y pulgar en el borde interno de la mano, incluidos sus declives. Sobre ese territorio se asientan 22 barrios con una población de unos 115.000 habitantes, de ellos, ocho conforman la zona de influencia de la Biblioteca.

Hacia el sur occidente de la comuna están los barrios que comunican más directamente con la parte rural, sectores con pocas carreteras y, por tanto, con menos posibilidad de acceso de la fuerza pública. Para ir en carro de uno a otro barrio es necesario salir hasta la zona central, cerca de la estación del metro, y allí tomar otro transporte, por ello la mayoría de los habitantes hacen el trayecto a pie, aventurándose por el laberinto de escaleras, recomendable sólo para quienes conocen el camino.

La biblioteca está en un sector de importancia estratégica para los grupos armados ilegales que lo dominaron por años, pues es como la puerta de la casa desde donde estos grupos intentaban detener el avance de la oposición y desde donde ejercían un mayor control sobre las personas que ingresaban, tanto de día como de noche, en los meses en los que se recrudeció el conflicto armado. A partir de las siete de la noche, sólo hasta allí permitían el acceso de vehículos. Esto ayuda a entender por qué quedamos atrapados en buena parte de los enfrentamientos armados.

Se forma el barrio: tenacidad de sal
Antiguo sitio de libertos y más tarde barrio de tradición alfarera, lo que hoy es El Salado era un paraje escondido entre las cuencas de aguas saladas de la quebrada La Hueso y El Salado, de cuyas propiedades benéficas tomó su nombre. Sus primeros pobladores fueron esclavos, libertos o fugitivos, que durante el siglo XVIII encontraron en la espesura de la vegetación y en la salubridad de sus aguas un refugio lejos del hombre blanco.

Debido a la vertiginosa colonización del Valle del Aburrá durante las primeras décadas del siglo XIX y a la cercanía de un nuevo camino entre Santa Fe de Antioquia y Medellín, la riqueza de estos terrenos de tenencia ancestral, pero “baldíos” e “incultos” para los propietarios de los hatos ganaderos, comenzó a ser expropiada para fines productivos. Las pocas familias de mulatos y blancos pobres, que poseían sembrados de maíz, plátano o cultivos de pancoger, terminaron como dependientes de las nacientes haciendas que, con los nombres de El Paraíso o El Salado de Correa, se repartieron los terrenos.

El poblamiento de los barrios posteriores al asentamiento veredal de El Salado se hizo entre las décadas de los años 20 y 70 del siglo XX, impulsado por varios intereses que incluyeron desde el desarrollo de proyectos urbanísticos oficiales y privados, hasta formas de apropiación espontánea de terrenos, empujadas por la migración urbana y rural.
A finales de la década de los 70, el desarrollo urbano de Medellín y la presión de los migrantes expulsados por la violencia concretaron en la zona un proceso de urbanización masiva .
Más allá de la sombra de persecución y asedio vividos por sus antepasados, los habitantes de este sector de la Comuna 13 han tenido que pedirlo todo, exigirlo, las más de las veces, y para ello han unido esfuerzos y creado lazos de trabajo comunitario que les han favorecido en el devenir de la guerra. Sin embargo, las dificultades de fondo, como las carencias económicas, siguen siendo preocupantes, “el 80% de los habitantes de El Salado, Nuevos Conquistadores, Independencias 1, 2 y 3, se desempeña en la economía informal, el desempleo llega al 60%, y la mayoría de las familias tiene que vivir con menos de un salario mínimo al mes.”
La vida no se detiene a pesar de la tormenta
Quizás la vida se hace creativa, quizás recursiva, en todo caso, la vida se adapta. Eso lo ha demostrado siempre el ser humano con su admirable capacidad de ajustarse a las situaciones más desfavorables, sin desconocer que eso le ha implicado duelos, pérdidas, grandes esfuerzos, para, finalmente, sobrevivir y sostenerse.
Ray Bradbury hace una hermosa recreación de esta capacidad en Hielo y fuego , en el que relata cómo un grupo de humanos se adapta a la vida en otro planeta, donde han quedado atrapados después de averiarse su nave. El planeta tiene un clima extremo con intensos fríos que lo congelan todo y fuertes calores que todo lo funden, incluso las piedras. Y, sin embargo, esos humanos hallan la manera de sobrevivir. Cito este texto porque en muchas ocasiones, en el desasosiego de la Comuna 13, la vida se veía fluir a pesar de la dureza de la situación, igual que en ese planeta de Bradbury. En medio de los enfrentamientos la vida parecía suspenderse (no había transporte, pocos transeúntes en la calle y el eco de las agresiones de día o de noche), pero cuando el traqueteo de las armas se dejaba de escuchar, volvía la cotidianidad en un vértigo de movimientos: sólo había el tiempo suficiente para ir a la tienda, entrar y salir del barrio, traer a los hijos de la escuela o llevarlos, llegar hasta la biblioteca o salir de ella… Había que hacer lo que se pudiera de las tareas pendientes, para después volver a encerrarse en las casas.
Las guerras internas suceden poco a poco, a diferencia de las de ocupación, que se desatan con toda su crueldad en unos cuantos meses, como hemos visto recientemente; las guerras internas se van mezclando con la vida diaria de tal manera que parece que quienes las padecen conviven con ellas. Sin embargo, más que eso, es que la vida tiene que seguir, que los habitantes de las zonas en conflicto armado tratan de no perderlo todo y, entonces, reacomodan sus rutinas, hasta donde pueden, a las situaciones de guerra.
Señalaré algunas de esas situaciones para que, en un ejercicio de la ética propuesta por Emmanuel Kant, “ponernos en el lugar del otro”, podamos “imaginarnos en el lugar de los habitantes de la Comuna 13”. Este ejercicio nos permitirá ir mas allá de las imágenes divulgadas por los medios de comunicación, para descubrir sentimientos solidarios por encima de los posibles sentimientos de compasión que ellas generan.
Todas estas situaciones se vivieron durante varios años, pero algunas sólo se conocieron fuera del sector a partir de 2000, cuando los grupos paramilitares empezaron a disputarle el territorio a los grupos subversivos y los medios de comunicación llegaron a cubrir las noticias de guerra:
• Hubo saqueo y ocupación de viviendas abandonadas, que los grupos subversivos o paramilitares destruían para evitar que fueran tomadas como refugio por el bando opuesto.
• Se desplazaron familias completas, que se arriesgaron a dejarlo todo, en muchas ocasiones custodiadas por la fuerza pública o por la Defensoría del Pueblo. Estas familias se debatían entre dos fuerzas: la de los grupos subversivos, que no les permitían salir de la zona, y la de los grupos paramilitares, que los obligaban a salir de los territorios ocupados. Otras familias preferían dejar a alguno de sus integrantes cuidando el hogar y enviaban fuera preferiblemente a los hombres jóvenes y adultos, exhortados a vincularse a los grupos armados, con amenazas de reclutamiento o presiones para abandonar la zona en caso de negarse. Salían de uno en uno y llevaban sólo unas pocas pertenencias para no despertar sospechas. Los trabajadores y estudiantes nocturnos tenían que buscar donde dormir cuando había enfrentamientos. También algunas familias, novias y amigos de soldados y guardas bachilleres tuvieron que dejar el barrio porque los grupos subversivos los asediaban con amenazas y preguntas sobre sus seres queridos, declarados “objetivos militares”; por su parte, los soldados que llegaban de licencia tenían que buscar albergue con familiares que vivieran en otros lugares. Por el bien de unos y otros, y sin importar el lugar donde se dieran, estas visitas se convirtieron en un secreto familiar. Pocos casos de desplazamiento forzado se reportaron a las autoridades, por lo que sólo se tiene el dato de 180 desplazamientos intraurbanos entre enero y agosto de 2002.
• En cuanto a la educación, hubo una deserción del 30% de los estudiantes durante 2002. Las rutinas escolares se hicieron irregulares, y hubo que recurrir a jornadas de emergencia en las que se trataba de enviar temprano a los estudiantes para sus hogares. Para compensar el incumplimiento en los planes académicos, los docentes diseñaron actividades en módulos, que los estudiantes podían trabajar en sus casas; en hogares comunitarios y jardines infantiles se ponían canciones a todo volumen para evitar que los niños oyeran las balaceras; algunas madres optaron por hacer lo mismo en sus casas. Uno de estos centros rodeó con costales llenos de arena la entrada al preescolar, como en las instalaciones militares, porque allí siempre impactaban las balas. Todas las instituciones educativas tuvieron que recurrir a una red de comunicación, constituida por padres de familia vecinos a los establecimientos, para ser informados, cada día, de si era posible ir a dictar las clases. En caso negativo, los docentes, que aprendieron a tener a mano la lista de los alumnos, llamaban a los hogares para que los padres no llevaran a los niños. La mayoría de las familias tuvieron que invertir dinero en transporte escolar, ya que era bastante peligroso desplazarse a pie para ir a las escuelas. Los docentes se esforzaron en ofrecer actividades lúdicas que distrajeran a los alumnos porque en ocasiones todos tenían que permanecer en las escuelas y colegios durante los enfrentamientos. Muchas de las actividades escolares se realizaron bajo los pupitres o en las aulas más seguras, en donde todos se amontonaban.
• La enfermedad del insomnio llegó al barrio; aunque, a diferencia de los habitantes de Macondo, en la Comuna 13 los habitantes tenían el cuerpo en condiciones para el reposo, pero el miedo, el ruido de las balas, las explosiones, los gritos de personas atacadas y los insultos entre los combatientes, les espantaban el sueño. Sin dormir, a veces durante varias noches, debían ir al trabajo, al rebusque y al estudio. Por eso sucedieron casos como el de una señora, que se quedó dormida mientras planchaba ropa y se quemó un brazo.
• La casa fue tomada, como en el cuento de Julio Cortázar, en este caso, por el fantasma de la muerte. Las habitaciones más próximas a la calle fueron abandonadas. Las casas eran inspeccionadas con frialdad por sus habitantes para determinar qué sitios de ellas podían ser refugio y cumplían con unas condiciones de seguridad básicas, que la intuición o el sentido de conservación les dictaban. En el sitio elegido, generalmente en la parte trasera, protegido por una terraza o por paredes de ladrillos, se organizaba un pequeño búnker con colchones y las paredes se reforzaban con muebles o cobijas. A veces, la realidad se diluía en una ficción que reclamaba un asomo de esperanza y, entonces, algunas personas llegaban a creer que con toallas mojadas se podría detener el certero romper de las balas. Se perdió toda intimidad, aunque, por las condiciones de pobreza del barrio, esta situación ya se vivía.
• Las amenazas de los grupos paramilitares de ingresar al barrio se presentaban casi siempre en días festivos y fines de semana. Anunciaban un “sábado negro” o un “diciembre negro” y así, esas fechas en las que debía haber baile, fueron de calles fantasmales. Las amenazas caían sobre todo lo que fuera divertido o importante para la comunidad: amenazaban con envenenar el agua o con quitar la luz (lo que producía especial temor porque “estar en medio de las balaceras, sin luz, es más terrorífico que cuando al menos se puede ver luz en la calle”, decían algunos). En varios sectores de la parte alta los grupos ilegales tenían prohibido que la gente encendiera el televisor o la luz después de las siete de la noche.
• Los grupos subversivos hacían las veces de conciliadores en los conflictos del vecindario. Aunque no los llamaran, al enterarse de algún problema, buscaban a las personas y les ofrecían sus servicios o intervenían sin autorización, especialmente en los casos de niños que cometían pequeños delitos o se peleaban y luego eran obligados a participar en brigadas de limpieza. Con medidas más fuertes, proscribieron a los delincuentes comunes y a los drogadictos.
• Varios productos escasearon y aumentaron los costos de los víveres. Los tenderos tenían que encargarse del transporte pues como los abastecedores debían pagar la “vacuna” para surtir las tiendas, muchos prefirieron no volver.
• Las costumbres en el uso del vestuario también se vieron afectadas por amenazas. Los grupos paramilitares prohibieron el uso de pantalones descaderados y blusas ombligueras a las chicas, los grupos subversivos reconvenían a los jóvenes rockeros por su vestuario y peinado. Las personas comenzaron a evitar el uso de chaquetas anchas, riñoneras o ropas oscuras para no ser confundidos con los combatientes y ser blanco de las balas, como había sucedido.
• Los grupos juveniles y las organizaciones comunitarias tuvieron que dejar buena parte de sus actividades porque se negaron a favorecer con ellas los intereses de los grupos subversivos. Esa negativa implicó, para varios líderes comunitarios, la obligación de abandonar el barrio.
• En lo más recio del conflicto, los subversivos no permitían que las personas sacaran los cadáveres hasta la unidad de salud o hasta donde la policía pudiera recogerlos. Pasados hasta dos días, obligaban a los pocos taxistas que se aventuraban por el barrio, e incluso a jóvenes y niños, a llevar los cuerpos.
• Toda la comunidad sufrió de una manera u otra, como una enfermedad contagiosa, la estigmatización. Para la fuerza pública, todos los que vivieran o transitaran por la Comuna 13 eran subversivos, suposición que extendieron a toda la ciudad. Así, los habitantes del barrio tuvieron que mentir para postularse a cualquier clase de trabajo o para solicitar cupos en colegios o universidades.
• Cuando ocurrían enfrentamientos muy fuertes, los vecinos del barrio tenían la esperanza de que los combatientes quedarían tan cansados que, finalmente, dejarían dormir en la noche o les dejarían tiempo y espacio para recuperar un poco de su cotidianidad en el día. “Anoche se dieron duro; por eso, hoy pudimos salir”, “Siquiera se han dado duro hoy, a ver si dejan dormir esta noche”-decían.
• Los habitantes de todas las edades desarrollaron variadas enfermedades de origen nervioso, bruxismo, alergias, dolores de cabeza, deficiencias en el control de esfínteres, etc. La Unidad Intermedia de Salud pasó de prestar servicios básicos a ser hospital de guerra , en un año aumentó en 40% la recepción de pacientes por traumas violentos.
Todas estas personas, pobres y de clase media, que exponían su vida y estaban al máximo de su capacidad de resistencia, eran, y son, los usuarios de la biblioteca.
La biblioteca un logro, un refugio
La Biblioteca Pública Centro Occidental se inauguró el 21 de diciembre de 1995. Fue creada como parte del Plan para el Fortalecimiento de Bibliotecas Públicas de la Consejería Presidencial y la Alcaldía de Medellín, al que fueron convocadas algunas instituciones de la ciudad, entre ellas las cajas de compensación familiar. Este plan hizo parte de las propuestas de intervención en los barrios afectados por la violencia del narcotráfico y del mejoramiento de vivienda desarrollado por el Primed.
Cuando la biblioteca inició, en los tiempos de lluvia, aún había deslizamientos y derrumbe de los ranchos, casi todos de teja y cartón. Ahora, la mayoría de las viviendas son de ladrillo y algunas tienen terraza, gracias a procesos de autoconstrucción liderados por mujeres, un buen número de ellas madres cabeza de familia que aprendieron a preparar mezcla de cemento, pegar adobes, nivelar pisos…
Estos planes de intervención fueron apoyados y concertados con las organizaciones comunitarias, que trabajaron en la toma de decisiones y en la destinación de recursos. Fue así como se convino que por lo menos la mitad del personal de la biblioteca debía habitar en el barrio. Aunque allí había muy pocos estudiantes universitarios, y la comunidad no conocía el trabajo bibliotecario, se vinculó a un auxiliar de biblioteca y a dos personas como vigilantes, con las que se inició un proceso de capacitación para que se desempeñaran luego como auxiliares. Uno de ellos aún continúa en la biblioteca, se especializó en el trabajo comunitario y es el encargado del Servicio de Información Local. La vinculación de estas personas ha sido un acierto en cuanto al sentido de pertenencia con que desarrollan su trabajo.
La comunidad reconoce el hecho de que Comfenalco haya respetado el compromiso inicial y ve en la biblioteca una posibilidad laboral para el futuro. La bibliotecología como estudio profesional está hoy en el imaginario de los niños y jóvenes que en otros tiempos carecían de expectativas de ingreso a la universidad.
El edificio, la decoración y los muebles, hacen de la biblioteca un espacio atractivo, y por esto en los primeros días la comunidad se intimidaba al ingresar a ella. Se tuvo que empezar por explicar a los usuarios lo que significaba un espacio público y los derechos que tenían sobre éste. En aquel tiempo una señora se empeñó en matricular a su hija en la biblioteca porque la niña quería estudiar en ese sitio tan bonito. Al explicarle en qué consistían los servicios que prestaba la biblioteca y ofrecerle que se inscribiera como usuaria, la señora insistió en que quería matricular a la niña: entendimos que para ella el proceso de matrícula que se hacía en las escuelas significaba mucho, era formar parte de una institución.
En el primer semestre de 1996 se hizo el diagnóstico de los espacios físicos y humanos de la comunidad en los que la biblioteca podía promover la lectura, inscribir usuarios, dar a conocer programas y servicios bibliotecarios, y donde se podía intervenir para construir sentido de pertenencia, factor que fue significativo para afrontar las vicisitudes del conflicto social que ya se sentía. Buena parte de la confianza para intervenir en la zona provenía del apoyo de los líderes comunitarios, que habían gestionado la creación de la biblioteca y que, en principio, serían los que podrían mediar ante los grupos armados para que respetaran el trabajo bibliotecario y la autonomía del equipo para desarrollarlo; otra garantía de respeto era la prestación de servicios con calidad humana y profesional en la biblioteca, donde se atendía a los usuarios reconociéndolos como ciudadanos con derechos y deberes, comprometidos con la práctica del Manifiesto de la Unesco para bibliotecas públicas y con la Declaración de Caracas.
A partir de 1997 se empezaron a implementar los programas propuestos para atraer lectores, formar usuarios e informar a la comunidad: Al Calor de La Palabra, El Refugio de los Cuentos, Lecturas en la Cárcel, Poemas para Leer y Oír, y Lecturas de Barrio, entre otros. Estos programas han sido pensados y desarrollados para favorecer a los usuarios, lo que se evidencia en la acogida que han tenido por parte de la comunidad, algunos se convirtieron en refugio en tiempos de guerra y otros se suspendieron en 2003.
Como la naturaleza ante la tormenta: recogerse y esperar
El recrudecimiento del conflicto armado en la Comuna 13 de Medellín se sintió con mayor fuerza desde finales de 2000 hasta finales de 2002. Expresarlo en pasado no quiere decir que ya no se vivan situaciones conflictivas, y menos de conflicto armado; ahora, la guerra urbana en la Comuna 13 tiene otras condiciones, desarrolla otra etapa, sin ruido de balas… Nadie puede afirmar que un largo combate, como la Operación Orión, garantizara la recuperación de la paz para una comunidad que sigue sin empleo, sin acceso a la salud, con índices altos de desnutrición infantil y de violencia intrafamiliar y con altos costos de servicios públicos, entre otros problemas.
En ese periodo de constantes combates, la biblioteca tuvo que replantear la realización de varios de sus programas, sobre todo de los que se desarrollaban en espacios abiertos y en horarios nocturnos, por el peligro que representaba para usuarios y empleados.
En los grupos de trabajo se analizaba la evolución de los acontecimientos y se tomaban decisiones, y a partir de la intuición y del sentido de conservación se determinaban las normas de seguridad tanto para los trabajadores de la biblioteca como para los usuarios. Fue así como se identificaron los sitios más protegidos del edificio, como el primer piso, debajo de las escaleras, a donde se debía ir cuando se oyeran explosiones o cuando los enfrentamientos sucedieran muy cerca. También se debía cuidar que los usuarios estuvieran alejados de las ventanas, a cubierto junto a alguna de las columnas. Si el enfrentamiento ocurría lejos, la biblioteca permanecía abierta y había flujo regular de usuarios; si se desataba cerca, mientras el auxiliar del segundo piso controlaba que los usuarios no corrieran hacia las ventanas, otro empleado debía cerrar la puerta (dando tiempo de refugiarse a quienes jugaban en la cancha ) para prevenir que alguno de los combatientes entrara y pusiera en riesgo a los que permanecíamos adentro.
Siempre se disponía el teléfono para que los usuarios pudieran llamar a sus casas mientras los empleados se esforzaban en atender sobre todo a los niños y, en general, a las personas más nerviosas. Las conversaciones y las bromas ayudaban a exorcizar el miedo.
Algunos usuarios empezaban a abandonar la biblioteca cuando los disparos se hacían más espaciados o más lejanos, pero a los menores de edad sólo se les dejaba ir cuando alguien de su familia lo autorizaba por teléfono. Si los enfrentamientos sucedían en la tarde y eran muy fuertes, la biblioteca se cerraba definitivamente hasta el día siguiente.
Desde que las directivas de la Caja conocieron del recrudecimiento del conflicto en la zona, dieron al equipo de trabajo la autonomía para decidir los horarios de atención al público, de acuerdo con el ritmo de los acontecimientos, e incluso sugirieron la posibilidad de suspender temporalmente el servicio. Esto último se discutió con mayor énfasis luego de la Operación Mariscal, el 21 de mayo de 2002, en la que murieron nueve personas de la población civil, entre ellas dos menores de edad, usuarios de la biblioteca. Y aunque el equipo de trabajo entendía la preocupación de las directivas, se decidió a continuar prestando el servicio, sobre todo porque, tras cinco años de trabajo con la comunidad para atraer lectores y apoyo humano de acción y presencia, había un compromiso que nunca se pensó en eludir en esos difíciles momentos. Además, la comunidad sentía la ausencia de otras instituciones que habrían sido significativas para ella: bien por amenazas de los grupos armados, o bien para proteger a sus funcionarios, las instituciones que apoyaban el trabajo comunitario en la zona se marcharon. Fue así como en el 2002 sólo los establecimientos educativos y la biblioteca de Comfenalco seguían ofreciendo sus servicios y sus lugares de trabajo en la Comuna 13.
Después de la crudeza de la Operación Mariscal, la Caja implementó actividades de acompañamiento a los empleados: capacitación en Derecho Internacional Humanitario, DIH, y asesoría psicológica individual y grupal, tanto para el equipo de trabajo de la biblioteca como para otros empleados y proveedores de la empresa que tenían familia o habitaban en la zona. Además, se dotó al personal de la biblioteca de chalecos de identificación, que inicialmente fueron de color azul oscuro y que luego se cambiaron por otros, de colores claros, cuando los usuarios dijeron que se parecían a los del CTI, organismo de seguridad del Estado vinculado a constantes operativos de arrestos en la zona.
En estas difíciles condiciones, la biblioteca quedó aislada de los usuarios de otros barrios e incluso de sus proveedores de servicios internos; por ejemplo, no se volvió a recibir soporte técnico para los computadores; los proveedores de correo interno hacían cuanto podían para evitar ir al barrio; los periódicos dejaron de enviar a sus repartidores y hubo que buscar un lugar más central para recoger allí los materiales.
Aparte de todo, el consumo de medicinas para el dolor de cabeza y de bebidas aromáticas para los nervios aumentó entre los empleados y, por supuesto, entre los usuarios.
En este panorama de guerra fue preciso recogerse y esperar a que la tormenta pasara, o menguara, esperar y tratar de permanecer allí para no dejar sola a una comunidad que había recibido y acogido a la biblioteca con toda la disposición posible.
Programas que se suspendieron
El primer programa que se cerró, aunque ya había tenido dificultades presupuestales, fue Al Calor de la Palabra, iniciado en 1997. Era un espacio de conocimiento de muestras culturales de la ciudad, que pretendió además vincular las manifestaciones artísticas propias de la comunidad. Sus actividades incluían música, danza, teatro, poesía, mimos y cuenteros, y siempre se ofrecía una bebida caliente, el tradicional canelazo, que se preparaba en la fogata, símbolo del encuentro.
La cita para la reunión era en la parte exterior de la biblioteca, el último sábado de cada mes a las siete de la noche, para que también pudieran asistir los adultos trabajadores. La fogata, el canelazo, el encuentro con los vecinos y la posibilidad de disfrutar de una actividad cultural gratuita, organizada y constante fueron los elementos que lograron que la comunidad acogiera el programa y se vinculara, a través de él, a la biblioteca.
Sin embargo, factores como el horario en que se realizaba y el número de personas que convocaba hicieron que el equipo de trabajo considerara prudente suspender el programa debido a los riesgos que podrían correr todas las personas en caso de enfrentamientos. Aunque se pensó en algún momento en continuar la actividad dentro de la biblioteca, la constante zozobra no menguaba y a eso se agregaba la dificultad, cada vez mayor, de conseguir grupos que quisieran ir al barrio, pues por sobradas razones sentían miedo del control permanente que los grupos armados ejercían sobre las personas desconocidas que llegaban a la zona.
Este programa se suspendió desde el segundo semestre de 2001. El reclamo de los usuarios no se hizo esperar: nos tildaron de miedosos y aseguraron que no iba a pasar nada. Entendimos sus protestas como muestra de la apropiación del programa por parte de la comunidad y de la sensación de soledad que generaba la retirada de las instituciones que trabajaban en la zona y que también hacían actividades culturales.
La soledad que las cercaba hizo que en algún momento las personas desarrollaran una falsa sensación de invulnerabilidad frente a la guerra; por el solo hecho de no pertenecer a ninguno de los bandos, llegaron a creer que los hombres armados o las balas perdidas no las alcanzarían, así como Vargas Llosa lo relata en La guerra del fin del mundo: “el tiroteo la aturdía pero no le daba miedo. Sentía que aquella guerra no la concernía y que, por eso, las balas la respetarían”. Por esta sensación errada, porque se empeñaban en continuar su vida como si allí no estuviera pasando nada, muchos civiles murieron en otros espacios del barrio y en otros momentos del conflicto.
El desarrollo de Al Calor de la Palabra nos dejó la certeza de que aportamos a la formación de nuestros usuarios como espectadores, que al principio se mofaban de los artistas invitados, de nuestro esfuerzo por decorar los espacios, de la fogata y del canelazo, todos elementos novedosos y raros, y al final, en 2002, ya comprendían el carácter ritual de los eventos artísticos, los respetaban y los disfrutaban.
Otro programa suspendido en 2002 fue Lecturas de Barrio, también iniciado en 1997, a través del cual se ofrecían libros y se realizaban “horas del cuento” con personas de sectores del barrio más alejados de la biblioteca. Hasta un parque infantil se transportaba una lona con 50 libros, se hacían una o dos lecturas en voz alta con los asistentes y se tramitaban préstamos domiciliarios; este material se cambiaba cada dos semanas, cuando nuevamente se realizaba la actividad. Asistían niños, jóvenes, amas de casa, señores… La mayoría de las veces los adultos sólo iban a sacar libros en préstamo, pero siempre se preocupaban de que estuviéramos bien instalados y limpiaban el parque antes de nuestra llegada. Dos veces por semestre se proyectaban películas en una de las casas de la zona o se llevaban juegos de mesa. Los encuentros eran los sábados, de 10 a 12 de la mañana.
Como este sector queda en una zona estratégica para vigilar la entrada al barrio, siempre había mayor presencia de los grupos armados, lo que durante el recrudecimiento del conflicto significaba el riesgo de quedar en medio de las balas. Aparte de eso, las casas en donde nos podríamos resguardar en caso de enfrentamiento eran de paredes delgadas, bastante pequeñas, de techos de zinc, y estaban situadas en ladera, así que las balas podían entrar por las paredes y por el techo, como sucedió durante la Operación Mariscal.
A pesar de los reclamos de los usuarios, se optó por interrumpir esta actividad de manera preventiva. Aunque se trasladó a otro sector de la comuna, cuando se supo que la zona estaba dominada por el grupo armado opuesto al del barrio donde funciona la biblioteca, se suspendió para no provocar susceptibilidades.
Otro programa suspendido fue Encuentro de Rock, que había comenzado a finales de 2000 para responder a las sugerencias de un grupo de jóvenes usuarios, seguidores de este género musical, interesados en tener un espacio para compartir, discutir y conocer más sobre esta música. Ellos mismos propusieron como facilitadores del programa a dos jóvenes del barrio, conocedores del tema. El taller se realizaba cada quince días con la metodología de videoforo y abordaba los temas acordados con los participantes.
Durante el primer año asistieron entre 30 y 40 jóvenes a cada sesión. A mediados del año siguiente, uno de los talleristas tuvo que irse del barrio, y la asistencia decayó porque los grupos subversivos advirtieron a los que venían de barrios vecinos que no querían rockeros en la zona. Este hecho intimidó también a los jóvenes del barrio, y el temor aumentó cuando el tallerista que quedaba también decidió irse. Aunque se consiguió uno nuevo y durante unos meses más asistieron todavía unos 15 jóvenes, en el 2001 la asistencia se redujo aún más. La biblioteca contactó a un grupo de jóvenes con sede en las afueras del barrio para realizar allí el programa, de modo que muchachos de otros barrios pudieran asistir, pero no se alcanzó la misma participación por las dificultades en la movilización de los participantes (algunos estuvieron encerrados en sus casas por varios meses para no llamar la atención de los grupos armados). El programa se suspendió definitivamente a finales de 2002.
Programas que continuaron, con cambios de horario o de lugar
Aparte de las actividades con escolares, todas las actividades culturales de la biblioteca se hacían en horarios extra a la atención al público, ya que no se contaba con un auditorio. Se realizaban después de las 6 p.m. y en muchos casos el horario debió cambiarse .
Animación a la Lectura con Grupos de Escolares
A mediados de 2001 los grupos escolares dejaron de ir a la biblioteca por decisión de las directivas, los docentes y los padres de familia. Las escuelas no acogieron la oferta de la biblioteca de recibir paquetes de libros para llevar a las clases, pues eso implicaba que los docentes debían detenerse en la biblioteca en su trayecto de ingreso o salida del barrio. Por obvias razones, los maestros preferían llegar de una vez a su sitio de trabajo, o salir de allí apenas terminaban la jornada, pues en cualquier momento podían quedar atrapados en un enfrentamiento.
Durante 2002 tuvimos dificultades para convocar a los estudiantes del servicio social del estudiantado que solían colaborar en distintas labores de la biblioteca, pues los padres de familia temían por la seguridad de sus hijos y, a pesar de que vivían en el barrio, preferían que los jóvenes desarrollaran su servicio social en otros sitios. Entonces, sólo pudimos contar con la ayuda de los estudiantes de la jornada nocturna (quienes también tuvieron que buscar un lugar fuera del barrio para recibir sus clases) y de los adultos en cursos de validación. Esta situación se sintió más durante el segundo semestre de 2002, cuando sólo hubo 10 alfabetizadores de los 31 con los que regularmente se contaba. Las instituciones educativas llegaron a considerar una osadía que solicitáramos el servicio social, pues sólo consideraban tolerable que los jóvenes transitaran por las calles del barrio para ir a sus clases.
Al igual que las otras actividades con grupos escolares, los cursos de inducción empezaron a decaer en el segundo semestre de 2001; en 2002 sólo los establecimientos más cercanos, como el liceo que está casi junto a la biblioteca, enviaban grupos.
Poemas para Leer y Oír
Cada tres meses, los viernes se realizaban actividades de lectura o audiciones de poemas de diferentes autores, lo mismo que del público. Puesto que la gente empezó a faltar, la biblioteca replanteó el horario pero la asistencia siguió siendo escasa.
Taller de Literatura y Escritura Cantera
Hubo muchas dificultades para modificar este programa, pues fue necesario tomar decisiones con los jóvenes que participaban en él de manera constante. Este programa, que comenzó a desarrollarse en 1999 con la coordinación de un reconocido poeta de la ciudad, busca ofrecer a los jóvenes con inquietudes literarias un espacio de conocimiento de autores y obras, al tiempo que orienta y estimula en ellos la creación literaria. Como resultado de sus labores, este programa ha reimpreso, con los demás talleres literarios de las bibliotecas de la Caja, el libro Raíz de cinco.
El horario de estos talleres se había acordado con los participantes, para que pudieran cumplir con sus compromisos de estudio y trabajo; por eso, la propuesta de cambiarlo causó malestar. A diferencia de otras actividades en las que la biblioteca tenía autonomía para programar o suspender, en el taller literario los participantes tenían incidencia directa tanto en la realización como en el cambio de horarios o en la suspensión. Estos jóvenes también experimentaron ese sentimiento inconsciente de negar la difícil realidad y, entonces, aparte de protestar por las dificultades para reacomodar horarios, nos acusaron de temerosos y exagerados en nuestras acciones de prevención, no obstante que varios de los integrantes del taller se habían ido del barrio porque habían recibido amenazas o por temor a ser presionados a vincularse a alguno de los grupos armados.
Finalmente se acordó adelantar los talleres los sábados desde las 3 de la tarde, a pesar de que dos personas no pudieron seguir asistiendo regularmente. Las actividades del programa han continuado en este horario desde octubre de 2001, y aunque el grupo no ha logrado fortalecerse, seguimos convocando a nuevos jóvenes porque estamos convencidos de la importancia de este taller.
Noches de Cine
Este programa consistía en proyectar, el primer sábado de cada mes, una película de buena calidad cinematográfica, para jóvenes y adultos. Durante la intensificación del conflicto armado la asistencia bajó notoriamente y, en consecuencia, se decidió cambiar el horario para los sábados a las 4 de la tarde. Con este cambio, el programa pasó a ser Tardes de Cine.
Albergue de miedos y soledades
Para satisfacción de la comunidad y de quienes laboraban en la biblioteca, no todo fue abandono, huida y transformación forzosa; también hubo actividades que se fortalecieron porque se constituyeron en alternativas de entretenimiento en las dificultades y en la única opción de aliviar la soledad.
El Refugio de los Cuentos
También llamado La Hora del Cuento a veces alternaba la lectura de cuentos con la proyección de videos documentales. Funcionó con mayor asistencia durante la estadía de los desplazados, en julio de 2002, en el Liceo La Independencia. Durante esa época las actividades de lectura se realizaban dos veces al día debido a que las personas alojadas en el Liceo iban y venían de la biblioteca al lugar de alojamiento buscando en qué entretenerse.
Como una manera de lograr que los niños tomaran distancia del dolor que vivieron durante la huida de sus hogares en llamas y en medio de las balas, se seleccionaron cuentos que estimularan su imaginación o que les ayudaran a nombrar sus miedos, para exorcizarlos por medio de las palabras. Fue así como durante la lectura de Sapo tiene miedo , uno de estos niños describió el miedo como una caída libre interrumpida por algo: “el miedo es como si a uno lo tiran de muy alto y no lo dejan caer seguido, es así”, decía y mostraba con su mano un movimiento descendiente, interrumpido a tramos. Una mañana, mientras con estos mismos niños se hacía la lectura de El unicornio y el mar , se oyeron disparos en la distancia; muy pronto se fueron acercando, tanto que la promotora intentó suspender la lectura, pero el grupo no lo permitió alegando que ya casi se terminaba el cuento. Estos niños que se pasaban las noches llorando por los corredores del liceo, llenos de miedo a la oscuridad y a la noche, como una segunda piel que no se podían quitar, no querían perderse el final de un cuento.
Hablando con los Abuelos
Los ancianos también incrementaron su asistencia a esta actividad, que se celebra anualmente el Día del Adulto Mayor. Ellos han agradecido y felicitado a la biblioteca por celebrarles su día y, sobre todo, por ofrecerles un encuentro en el mismo barrio; aunque otras instituciones los invitan a actividades por fuera del barrio, los abuelos, a diferencia de los jóvenes, prefieren las actividades que les permitan estar cerca de sus casas y sus familias.
Servicio de Información Local, SIL
Además de los programas, uno de los servicios que marcó la diferencia durante el conflicto armado fue el Servicio de Información Local, SIL, que se implementó en 1997. Al año siguiente, luego de un convenio con la Fundación Social, se dio impulso al servicio para que manejara buena parte de la información del Plan de Desarrollo de la zona, “Realizadores de Sueños”, con el que la biblioteca también estaba comprometida. El SIL participó en las asambleas barriales para formular el diagnóstico del plan de cinco barrios de la Comuna 13, que se lanzó dos años después.
El trabajo con el Plan de Desarrollo fue muy significativo para la proyección del SIL en la biblioteca porque permitió conocer las organizaciones comunitarias y acompañar de manera más directa a la mesa de información y comunicaciones, que correspondía directamente al eje estratégico del servicio. Con su trabajo en esta mesa, el SIL ayudó en la gestión de recursos con la administración municipal y con la Fundación Social, destinados a la capacitación de líderes barriales en fotografía, video, elaboración de pasacalles y carteleras. No obstante los logros alcanzados, los grupos sufrieron divisiones puesto que muchos de los líderes de la zona no podían pasar de un barrio a otro durante el recrudecimiento del conflicto armado, y los integrantes de la mesa de comunicaciones tenían que pedir permiso a los grupos armados para poner información en algunos sectores del barrio y para hacer cualquier registro fotográfico o fílmico.
Por otra parte, algunos grupos subversivos solicitaron las bases de datos sobre líderes comunitarios que se manejaban en el SIL, así que la biblioteca decidió no seguir actualizándolos y archivar los registros que se tenían.
Por sugerencia de los líderes comunitarios y de algunos usuarios se elaboró un directorio de emergencia para la comunidad, con los números telefónicos y las direcciones de la Defensoría del Pueblo, la Defensa Civil, la Fiscalía, la Personería y el DAS, así como los de los bomberos, hospitales y centros de salud, entre otras instituciones. La Defensoría del Pueblo fue la entidad a la que más recurrió la comunidad, sobre todo, el Comité de Emergencia y los desplazados. Para estos últimos se organizó una carpeta con toda la información que se publicaba sobre la ley 387 de 1997 y con la situación de otras familias desplazadas en el país. Otra de las carpetas del SIL más consultadas por la comunidad, y también por estudiantes universitarios, fue la que recogía la información de prensa y los artículos de revistas sobre el conflicto de la zona.
LO QUE NOS QUEDA
Después de todo, puede decirse que la Biblioteca ha sorteado con buena estrella el conflicto armado. En la parte física, sólo dos impactos de bala, recibidos en ausencia de usuarios y empleados; en la parte operativa, adaptación de programas a las circunstancias, unos fortalecidos y otros terminados; y en el aspecto afectivo, por un lado, tristeza por los usuarios desplazados, muertos o desaparecidos, y por otro, alegría porque la biblioteca ha sido respetada por los grupos armados y es valorada por la comunidad como un espacio cultural.
Mientras esperamos que las difíciles circunstancias cambien, nos deleitamos con los saludos calurosos de aquellos usuarios que han regresado al barrio y pasan por la biblioteca a anunciarse y a identificar cambios, libros nuevos, nuevo personal. Seguiremos haciendo lo mejor que podamos como consejeros espirituales a los que se les consulta información relacionada con los casos más tiernos de amores difíciles o con agobiantes rutinas de búsqueda de familiares desaparecidos.
Crónica de octubre
Por: Consuelo Marín.
Medellín, Octubre 24 de 2002. 11.30 p.m.

El miércoles regresamos a la biblioteca, después de ocho días de tenerla cerrada por la operación Orión. Pedro y yo acordamos que nos veríamos en la estación del metro para continuar juntos el trayecto. Otras veces nos bastaba con llamar antes de salir de casa, pero este nuevo miércoles de trabajo, llevábamos el miedo de tantos meses envuelto en una punzante incertidumbre por lo que nos esperaba en el camino. Se decían tantas cosas, se especulaba en todas partes sobre lo sucedido, que teníamos la certeza que lo que anunciaron los noticieros era muy diferente, que los periodistas no se han detenido al menos, a observar el silencio respetuoso de los gallinazos ante los cadáveres, que por fin y tristemente volvieron la vista sobre el barrio, ahora que una buena cuota de muertos los atraía.
Nuestra conversación en el colectivo fue lo más trivial de lo que pudimos aferrarnos para distraer la tensión. El centro de salud tenía un denso velo de normalidad, no se veía agitación, ni rostros llorosos, por supuesto los dolientes hacía días habían regresado a sus hogares, yo pude acompañar a sólo dos de las familias. Desde la entrada al barrio, donde queda la urbanización San Michel, se veían las Independencias, su brillo de ladrillos en un día soleado y al fondo los ranchos de los desplazados del mes de Julio, la montaña y los árboles donde jugaron los niños que me acompañaron en la hora del cuento mientras esperaban que a sus padres se les diera una alternativa de vivienda, mientras exorcizaban pesadillas de gritos, llantos y orinadas en la cama. Niños y niñas que se aferraban a las irónicas ventajas de su nueva situación: comida diaria, el patio del colegio y la cancha para jugar, la biblioteca, atención médica, algunas veces brigadas de recreacionistas cargados de dulces que acudieron a ayudarles a entretener sus duelos, para que pudieran seguir riendo en el día. Las noches les revivían, de los sueños, el terror que los obligó a huir. Allí estaba aun su montaña, refugio para otros desplazamientos, allí estará muchos años más sin ellos.
A la distancia, el barrio se veía tranquilo, los ladrillos no gritan, no sollozan, enmudecen de ser, aunque testigos ellos, las casas, los techos, los caminos, tienen que callar, más… si hablaran ¿quien podría soportar sus quejas?.
En el parqueadero de buses nos esperaba la fuerza pública del Estado Colombiano que hizo demostración del más absurdo de los recursos para proporcionar a los ciudadanos su llamada paz: la guerra. Y comprendimos “que la guerra era la paz del futuro” . El conductor redujo la velocidad y los soldados de turno nos miraron por la ventanillas, seguimos sin requisa.
Al bajarnos saludamos a Leobardo y su hermana, en su corredor de espectadores de todos los días y de casi todas las horas en los siete años que llevamos trabajando en el barrio. Un buen llamado a la tranquilidad, ellos como personajes de Rulfo sin paisajes desérticos.
El tendero del colegio salía a hacer sus compras, nos saludó con buen ánimo por nuestra llegada, y con mejor ánimo aún porque según él, y muchos otros de los habitantes, como pudimos escucharlo mas tarde, “ahora si vamos a poder vivir en paz”.
Miramos hasta donde alcanzaban los ojos. En la tienda el Descanso, cerrada, había dos soldados sentados y recostados en la pared, en el mismo lugar y en la misma posición que el martes de la semana pasada se veía a los soldados del bando saliente; esta imagen me produjo la sensación de haber cruzado el umbral que describen los libros para llegar a los mundos paralelos. Los sitios estratégicos son los mismos para los distintos dueños de los territorios, el reposo se ejerce de la misma manera aunque en diferentes expectativas de vida para los seres individuales.
Los demás compañeros de trabajo ya estaban en la biblioteca, como se había acordado la noche anterior, llegaron juntos por lo que encontraran o para responder a los soldados si iban a hacer sus requisas. Todo estuvo bien en su llegada y hasta esa hora de la mañana. El edificio estaba sin agujeros ni otras destrucciones de guerra. Pero el aire era pesado, mis fosas nasales parecían estar en operación tortuga, la zozobra apretaba mis pulmones, estaba alerta esperando las verdaderas noticias que llegaran con nuestros usuarios.
En el colegio hubo clases, se veía a los profesores y algunos alumnos en los corredores, en la cancha también había ya chicos jugando. Verlos a todos me dio un poco de calma, si ellos se veían bien yo también podía estarlo, si ellos se acoplaban yo también podía hacerlo, como lo hemos podido hacer durante varios años. Sin embargo algo seguía estando alerta en mi interior, cuando me he sentido así, recuerdo esa imagen de la virgen dolorosa de la que creo que cuando la miran llora, sino la mirasen perdería su reconocimiento y sus milagros. Así mis sentimientos en vilo, encadenados a la mas leve expresión de afecto o miedo. Mi madre me llamaba en mi niñez lágrima pronta. Y es que cuando tengo opresión en mi interior lloro por cualquier cosa, aunque aquí la situación, lo que habíamos sabido, lo que los noticieros divulgaron por el mundo, no daba para menos en mi ser.
Había que poner orden en los sentimientos y se me soltó la loca de la casa, como me dice mi amigo Fernando cuando me arrastra la urgencia de asear y organizar mi casa. Al poco rato estaba arreglando la papelería de mi escritorio y de los cajones, arreglándolos y viendo llegar a los usuarios y certificando como si corriera lista en una escuela, que los que llegaban estaban bien, bueno, por lo menos con vida y sin heridas físicas, otras cosas vería cuando hablara con algunos de ellos.
Aún no termino de correr esa lista, hemos conocido sobre todo rostros, comportamientos, gustos, en algunos casos unos y otros, pero son tantos los que se han servido de la biblioteca, que estoy segura que me seguirán apareciendo ausentes de guerra en la lista, por mucho tiempo…

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