“El tiempo es el mejor autor: siempre encuentra un final perfecto.”

Nacido en Londres el 16 de abril de 1889, Charles Spencer Chaplin, el que fuera santo y seña del séptimo arte durante décadas, pertenecía a una familia de artistas de variedades de origen judío que hizo debutar al joven Charles en el teatro con tan sólo cinco años sustituyendo a su madre afónica para cantar la canción que ésta debía interpretar.

El ambiente familiar en el que se desarrolló su infancia no fue ni mucho menos sencillo. Su padre, actor y virtuoso del violonchelo, cayó en las garras del alcohol y abandonó a su familia. Fue su madre, actriz de segunda fila y también alcohólica, la que se hizo cargo de Charles y de su hermano Sydney.Pero el estado de la madre continuó empeorando hasta tener que ingresar en un sanatorio psiquiátrico, lo que provocó que sus hijos se vieran obligados a transitar duarnte años por los orfanatos de la capital inglesa.

Aún niño, Chaplin se ganaba la vida actuando en las calles de Londres a cambio de unas monedas hasta que a los doce años consiguió trabajo estable en una compañía teatral.

Fue en 1912 cuando el actor llega a Estados Unidos enrolado en una troupe de cómicos cuyo espectáculo fue visto por el que llegaría a ser reconocido como el rey de la comedia, Mack Sennett, que reconoció de inmediato el talento de Chaplin y le contrató para trabajar en Hollywood con su productora, Keystone, en la que rodó decenas de películas antes de comenzar a firmar sus primeros filmes.

Desde su llegada a Norteamérica, el genial cómico trabajó, hasta 1923, en 69 películas como actor, guionista, productor y director. Su primera película, rodada en 1914, fue Charlot periodista y en ella ya se apuntaba la caracterización del vagabundo cuya indumentaria quedaría definitivamente fijada en su segundo film, Carreteras sofocantes.

Del mudo al sonoro

Fueron años en los que realizó cortometrajes históricos que dieron fama mundial al entrañable personaje de Charlot, pero también una etapa en la que llegó su primer largometraje, El Chico, estrenado en 1921, donde ya se reflejan, junto a su inconfundible humor, la tremenda importancia que para Chaplin tuvieron el amor como eje de la existencia y las preocupaciones sociales que siempre se empeñó en llevar a la pantalla reflejadas aquí por el drama de los niños abandonados.

En 1925 realizó una de sus obras más celebradas La quimera del oro, y tres años después El circo, consideradas ambas por la crítica como dos de las mejores películas de su extensa filmografía. De hecho, Chaplin recibiría por El Circo su primer Oscar, un premio que no volvería a levantar hasta que en 1972 se le concedió una nueva estatuilla, en esta ocasión en reconocimiento a toda su carrera.

Chaplin estaba en la cima del éxito, pero la llegada del cine sonoro no dejaba de preocupar al cómico británico que comenzó a incluir en sus películas música y otros sonidos a pesar de que la base de las mismas continuaban siendo los gags mudos del inefable Charlot.

La llegada del sonido acabó con la carrera de muchos actores y directores que no lograron adaptarse a la nueva tecnología, pero no fue este el caso de Chaplin que supo integrar a su personaje en los nuevos tiempos, si bien el que hablaba en la pantalla era Chaplin, no Charlot, que nunca habló delante de las cámaras, ni siquiera en Tiempos modernos, rodada en 1936, a pesar de que el resto de personajes sí lo hicieron ya en este retrato de las desesperadas condiciones de trabajo que padeció la clase obrera durante la Gran Depresión.

La perfecta adaptación de Chaplin al sonoro quedó patente en 1940 cuando rodó una de las mejores películas de todos los tiempos “El gran dictador”, una sátira contra las dictaduras fascistas, personificadas en la figura de Adolfo Hitler, realizada en plena Guerra Mundial.

Una película sobre la que el propio artista comentaría años más tarde que nunca habría rodado de haber conocido entonces el horror de los campos de concentración y exterminio nazis.

Víctima de la caza de brujas

Tras la segunda Guerra Mundial, las denuncias de las injusticias sociales y las agrias críticas al puritanismo norteamericano que ocupaban el cine de Chaplin no pasaron desapercibidas para el Mccarthismo que desató en Estados Unidos los tristes años de la “caza de brujas”.

El Comité de Actividades Antiamericanas, le acusó de comunista y de violar la Ley Mann que establecía como delito trasladarse de un estado a otro con el fin de mantener relaciones sexuales. La gota que colmó el vaso fue Monsieur Verdoux, la película que el británico rodó en 1947 contando la historia de un cínico Barba Azul que asesinaba a las mujeres para apoderarse de sus fortunas y con ellas mantener a su familia.

Los paralelismos que se hicieron entre el personaje de Verdoux y la actuación de algunos políticos durante los años de la Guertra Fría desató en Estados Unidos una ola de críticas contra el actor cuya forma de vida, para el Comité de Actividades Antiamericanas, contribuía a “destruir la fibra moral de América”. A Chaplin se le llegó a acusar de “menosprecio al país gracias a cuya hospitalidad se ha enriquecido”.

Harto de esta situación, el actor decidió exiliarse en 1953, un año después de finalizar el rodaje de su última gran obra Candilejas, un film repleto de referencias autobiográficas en la que el genial cómico logró fundir de manera magistral la carcajada con el llanto y que marcó para siempre la memoria colectiva de cualquier cinéfilo con la escena en la que el artista, ante el espejo de su camerino, va despojándose de sus atributos de cómico hasta quedar transformado en una patética y desgarradora máscara de sí mismo.

Ya exiliado en Suiza, Chaplin decidió vengarse del injusto trato que consideraba haber recibido de la sociedad norteamericana ridiculizándola en Un rey en Nueva York, de 1957. Su última obra llegó en 1967, La condesa de Hong Kong, una película que dirigió a los 78 años, pero en la que no participó como actor acompañando a sus dos protagonistas Sofía Loren y Marlon Brando.

Diez años después, el día de Navidad de 1977, Charles Chaplin fallecía en su casa de Corsier-sur-Vevey, en Suiza, rodeado de sus hijos y nietos y de su última esposa, Oona, la hija del gran dramaturgo Eugene ONeil. Tras su muerte, su hija Geraldine declaró que su padre, al que nunca gustó la Navidad, murió ese día para que el mundo entero recordase cada año la fecha de su muerte.

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