Escrito por César Hildebrant el 30 de agosto del 2007.
Se acaba de morir, en el Madrid de los Austrias, uno de los mayores escritores de periódico que España haya parido. Se llamaba Francisco Umbral y era mi desayuno de cada mañana durante esos años felices que pasé en el país que jamás pensé amar pero que amé profundamente.
La verdad es que era la mitad de mi desayuno. La otra mitad era Eduardo Haro Tecglen, que también se murió años atrás.
A Jaime Campmany, otro difunto, se le podía leer pero por su boca hablaba Franco, gritaban los legionarios y mandaba callar la Falange. Lo que pasa es que era tan culto y divertido que hasta su militancia en las ferocidades del vencedor de la guerra civil pasaba a segundo plano.
Esos eran los tres platos diarios del columnismo español. Umbral en El Mundo, Haro Tecglen en El País y Campmany en el ABC, donde yo trabajaba porque así lo quiso mi monárquico amigo Luis María Anson, continuaban la tradición del periodismo como goce literario y el hábito estupendo de la columna como caja china o caja de Pandora.
Eran columnas para lectores. Y lo que pasa en España es que hay lectores, a diferencia de Lima, donde la mayor parte de los lectores son los que leen medidores de luz y leyendas de revistas dadas al calzón. Y eran columnas que no huían de la candela, que disparaban a matar pero con una clase que a veces daba ganas de ser el blanco. Qué tipazos eran los tres para mantener, con sus espaldas, el edificio del periodismo español de ideas y de gracias. Qué espantosa diferencia con el periodismo nuestro, sembrado de estiércol tercermundista y pobres diablos con pinta de celebridad.
Qué tipazo era Umbral para escribir todos los días algo que valiera la pena en un periódico que no valía la pena, como era –y es– El Mundo, un periódico que eligió ser reaccionario, mentiroso y aznarista sólo porque ya estaba El País antes que él y porque, además, la plata fundacional la puso el banquero fraudulento Mario Conde, el de Banesto.
Pero no importaba. Uno cogía El Mundo con guantes quirúrgicos, leía la primera y volteaba el mamotreto, porque en la última página estaba Umbral en plan de contentarnos.
Umbral, que jamás pisó una universidad y que apenas fue al colegio, era una fuerza de la naturaleza para construir, cada mañana, una columna que era pura arquitectura futurista y en la que no sobraba un alféizar. Sabía, además, que lo más malo que puede sucederle a un periodista –aparte de aburrir– es volverse tan predecible como el té de las cinco de los Windsor cornudos. Así que, cuando menos te lo esperabas, salía hablando bien de quien no podía ser y hablando mal de quien no parecía merecerlo, con la resuelta arbitrariedad de aquellos que pueden, gracias a las palabras, convencernos de algo que jamás debimos admitir.
Es cierto que en los últimos años escoró demasiado al lado de Pedro J., el director de El Mundo, y que esa mezquindad prestada para con Zapatero, por ejemplo, le fruncía el ceño a la columna otrora libertina. Pero no me cabe la menor duda de que con la muerte de Umbral, a los 72 años, el periodismo escrito en español pierde a una de sus últimas estrellas.
Una vez entrevisté a Umbral en su casa de La Moraleja. Me recibió pensando que le hacía bien a su márketin salir en alguna tele sudaca y fue muy amable. Estaba sentado en un auténtico trono de mimbre, que era su manera de ser rey del café Gijón, y en la pared de al lado colgaba un retrato suyo hecho al óleo y pintado, a no dudarlo, por un pintor que tenía que adorarlo o temerle mucho. Durante toda la entrevista no se apartó de un vaso de whisky, no se quitó la bufanda blanca con la que podía ahorcarte y no dejó de tratar a Vargas Llosa con la punta del pie. “Es un magnífico ensayista”, decía. Y en su exagerado “Diccionario de Literatura” añade: “Faulkneriano en su primera novela, incomprensible en la segunda, realista aburrido y numeroso en las siguientes, lo que tiene Mario Vargas Llosa es una gran pluma de ensayista…” Se odiaban minuciosamente. Y cuando Umbral escribía o decía cosas como ésa yo pensaba que lo que quería, al final, era un entierro breve y con pocas personas, aquellas no tocadas por sus perversidades.
Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1996, Premio Cervantes en el 2000, Umbral deja libros memorables como “Mortal y rosa”, la historia novelada de un hijo muerto prematuramente, o “Leyenda del César visionario”, una de las más inteligentes aproximaciones a Franco que se hayan escrito. Ya los críticos literarios se encargarán de comentar su legado y ojalá que al hacerlo prescindan del provocador profesional que se ganó la mar de enemigos. Porque como periodista o como escritor, Umbral ha sido uno de los grandes.
Con Umbral muere alguien importante para el periodismo mundial. Umbral venía de Ramón Gómez de la Serna y conduce a Manuel Vicent, ese valenciano que escribe como los dioses y al que, felizmente, la parca no parece todavía rondar.