Uncía: El dilema de la nueva justicia boliviana
Desde hace unas semanas, el debate sobre la justicia en Bolivia ha dejado de estar centrado alrededor de los líos entre los magistrados de la Corte Suprema y el Ejecutivo, para trasladarse a una zona mucho más alejada e inhóspita: el poblado de Uncía, capital de la provincia de Rafael Bustillo, ubicada en la zona noroeste en el departamento de Potosí y al suroeste del país.
Y es que en esta localidad –famosa por su festividad en honor a San Miguel Arcángel- es donde el Estado boliviano está viviendo su primer gran dilema, su primer conflicto de gravedad entre las dos jurisdicciones reconocidas y “equivalentemente válidas” desde la aprobación de la nueva Constitución Política: la justicia ordinaria y la justicia originaria indígena campesina, a partir de un caso de linchamiento popular que viene mostrando que las cuestiones de “deslinde” o “coordinación” entre ambas formas de justicia no es tan sencilla ni ideal como muchos quieren creer, ni menos es una cuestión que se resuelve entre juristas o dentro del propio ámbito jurídico, desnudando la naturaleza eminentemente política que tiene esta cuestión.
El linchamiento
La localidad de Uncía se ubica en la zona quechua del departamento de Potosí, el mismo que es uno de los más representativos de la pluriculturalidad boliviana; allí se reconocen tres idiomas oficiales: el quechua, el aymara y el castellano. Más allá de sus áreas urbanas, Uncía se encuentra organizada en cinco ayllus (Karacha, Aymaya, Layme, Puraca y Jucuma), cada uno de los cuales cuenta con sus autoridades originarias pero que se encuentran unidos también en una federación local. De acuerdo a los datos recogidos, la economía de la zona es bastante diversificada: si bien hay cierto predominio de la agricultura y la ganadería, la población se dedica también a la artesanía, la minería artesanal y a una forma particular de contrabando que al parecer se encuentra bastante extendida en el lugar, como es el de vehículos indocumentados –conocidos como autos “chutos”- que son negociados e ingresados a este país a través de la cercana frontera con Chile.
Como veremos, este contexto es importante para comprender mejor la postura asumida por estos ayllus frente a lo ocurrido, así como los aparentes motivos que habrían tenido éstos para llevar a cabo el linchamiento. En realidad, las condiciones que rodearon este hecho, así como las razones del mismo, aún no se encuentran del todo claras. Lo que sí se sabe –a partir de lo reconocido por las mismas autoridades indígenas- es que el pasado domingo 23 de mayo, comuneros de estos ayllus capturaron a cuatro policías integrantes de la Dirección de Prevención de Robo de Vehículos (DIPROVE) con sede en Oruro -el suboficial Nelson Alcócer Casano, el policía Miguel Ramos Palluni y los cabos Rubén Cruz Aruquipa y Esteban Alave Arias- en las cercanías de la zona de Saca Saca, siendo golpeados y torturados de manera pública, para ser finalmente asesinados y enterrados de acuerdo a las costumbres del lugar; esto es, boca abajo, a fin de “evitar que el alma de los victimados persiga a los que los asesinaron”, según explicaron los comuneros al Defensor del Pueblo de Bolivia, Rolando Villena.
El dilema
Una vez conocido el hecho, la primera actitud asumida por los comuneros fue negar que los linchados eran policías, indicando que habían sido capturados tratando de extorsionar a los contrabandistas locales. Posteriormente, si bien reconocieron que los uniformados eran miembros de la DIPROVE-Oruro, mantuvieron su postura de que muchos comuneros habían sido víctimas de robos y extorsiones por parte de estos efectivos. “Hermanos no hemos matado policías, (sino) hemos hecho morir a ladrones disfrazados de policías”, aseveró uno de las autoridades de los ayllus, en una Asamblea donde estas comunidades declaraban a este hecho como un acto de “justicia comunitaria”, y por tanto no podía ser perseguido por el Gobierno.
Por su parte, la policía de Oruro ha señalado que los efectivos victimados se encontraban llevando a cabo una investigación en la zona sobre el contrabando de “autos chutos”, responsabilizando a las redes involucradas en este delito de haber motivado la captura y posterior linchamiento de los efectivos. De acuerdo a medios locales, en la zona había malestar porque la policía aduanera había decomisado más de 400 vehículos de contrabando en los últimos cuatro meses. Más aún, el jefe de la policía de Oruro lanzó la hipótesis que el crimen de los policías fue realizado en venganza porque en esa región se habían destruido poco tiempo atrás laboratorios de producción de cocaína, incorporando así al narcotráfico como agente motivador del linchamiento.
Lo cierto es que la actitud que han ido asumiendo los ayllus de Uncía, en vez de negar estas vinculaciones, parecen abonar más a favor de las hipótesis planteadas por el gobierno, las que han sido respaldadas incluso por el Presidente Morales. Muestra de ello es que durante varias semanas se negaron a entregar el cuerpo de los policías victimados, a pesar de los ruegos de los familiares de las víctimas, de la Iglesia Católica e incluso de la presencia de altas autoridades del Estado, como el ministro del Interior, Sacha Llorenti; el ministro de la Presidencia, Oscar Coca; el comandante de la Policía boliviana, general Oscar Nina y el Defensor del Pueblo, Rolando Villena, quienes han sido más bien cuestionados por “negociar” con las comunidades antes que aplicar las medidas legales correspondientes.
Asimismo, en la masiva asamblea donde reconocieron su participación en el linchamiento, los cuatro ayllus se declararon en “pie de guerra” y declararon a Uncía como “zona roja”, formando piquetes para evitar la entrada de policías o de cualquiera que quisiera investigar el hecho. También acordaron un “voto de silencio” sobre lo ocurrido, solicitaron al Gobierno que se indulte a los responsables, exigieron la investigación previa de la muerte de siete indígenas a manos de la policía antes de la entrega de los cadáveres, y –de manera sorprendente- plantearon que la zona sea declarada de “libre transitabilidad” para los vehículos “importados” de Chile, indicando que ya no querían más presencia de policías en el lugar.
A pesar del tiempo transcurrido, los ayllus han mantenido férreamente esta posición, llevando a las autoridades bolivianas a una situación que aún no tiene visos de solución. Ni el Ministerio Público ni la policía han logrado ingresar a la zona para revisar la escena del crimen, ni se conocen aún mayores pormenores del suceso. El único avance logrado hasta el momento ha sido la entrega de los cuerpos de los policías victimados a sus familiares, luego de negociaciones directas donde éstos tuvieron que aceptar una serie de condiciones de los ayllus. Por el contrario, ante el anuncio de la llegada de una comisión de fiscales y policías para iniciar la investigación del caso, los comuneros han amenazado más bien con aplicar su “justicia comunitaria” a toda persona que intente ingresar a sus comunidades. Tal como ha afirmado Leoncio Calluni, una de las autoridades de los ayllus, “no se va a dejar a ninguna instancia que entre…como autoridad no me responsabilizo si cualquier cosa pasaría. Si quieren justicia comunitaria, eso vamos a tener que hacer”.
¿Estamos ante un caso de justicia comunitaria?
En el contexto planteado, sin embargo, es difícil aceptar que este caso sea entendido como un caso de “justicia comunitaria” o de “justicia originaria indígena”, lo que a mi entender personal no puede basarse solamente en el grupo que tiene a su cargo el ejercicio de la justicia, sino que requiere también del cumplimiento de ciertos criterios y principios que permitan otorgarle a la práctica o proceso en cuestión el carácter de “justicia”. Esto es algo que he venido sosteniendo desde tiempo atrás con respecto al caso específico de los linchamientos, los que a mi entender deben ser entendidos como prácticas de violencia colectiva antes que como formas de justicia (Al respecto ver mi ensayo del 2001 “La Justicia en Tiempos de la Ira: Linchamientos Urbano Populares en América Latina”).
Al respecto, cabe señalar que incluso el mismo acto de linchamiento, como respuesta colectiva a un hecho considerado socialmente dañoso, viene siendo cuestionado a partir de lo poco que se ha logrado avanzar en el conocimiento de este suceso. El punto más contundente para ello es el resultado de la autopsia practicada al suboficial Nelson Alcócer –uno de los efectivos victimados-, la cual concluyó que éste habría sido asesinado el 30 de mayo; es decir, 7 días después de su captura y cuando el Gobierno se encontraba en plena negociación con los ayllus. Si ello se comprueba, es claro que este resultado echaría por los suelos la versión de un linchamiento –por lo menos en los términos en los que éstos suelen darse- para pasar a convertirse en un asesinato premeditado y a sangre fría.
En segundo lugar, el argumento esgrimido por los ayllus de que lo ocurrido sería un acto de “justicia” por tratarse de policías ladrones, es cuestionable también tanto por el límite constitucional de respeto a los derechos fundamentales dispuesto por el artículo 190, acápite II –conocido a nivel comunitario vía el referéndum- como por el principio de igualdad, dado que la sanción aplicada no responde a la manera en que se han sancionado otros casos de robo en estas comunidades. Aún así, este argumento viene siendo defendido por sectores como el CSUTCB, cuyo líder Felipe Quispe –conocido como el “Mallku”- ha afirmado que el linchamiento de Uncía es un aviso para Evo Morales, “más preocupado por asuntos partidarios que por las comunidades víctimas del abuso de malos policías”.
Sin embargo, lo que viene generando mayor rechazo hacia el caso de Uncía es el aprovechamiento político de este delito por parte de los ayllus, al demandar no solo una total impunidad con respecto a este linchamiento sino también sobre sus otras actividades ilícitas, como el contrabando de autos. Así, el Gobierno parece estar tomando conciencia, a partir de este suceso, que su actitud pasiva hacia el incremento de linchamientos comunales en diferentes puntos del país (para un recuento de los mismos, ver aquí) está tomando un giro inesperado y preocupante. El propio vicepresidente de la República, Alvaro García Linera, tuvo que reconocer que el gobierno “perdió el control” de la situación en Uncía, teniendo “problemas temporales para imponer su mandato”.
Uncía no ha sido, empero, el primer lugar en el que han muerto policías a manos de las comunidades. En la localidad de Epizana (Cochabamba) se registró también el linchamiento de tres policías, algunos de cuyos responsables sí vienen siendo juzgados. También fueron policías las víctimas de linchamientos producidos en Matarani (Sacabamba) e Ivirgarzama, si bien se presume que estos casos fueron promovidos por redes de narcotraficantes que operan en estos lugares (para casos similares en otros países, como México, ver aquí). En general, existe un fuerte cuestionamiento de que, en cerca de 5 años, no se haya condenado hasta ahora a ningún partícipe o promotor de linchamientos, lo que ha favorecido su crecimiento a nivel nacional.
En resumen, el caso de Uncía muestra de manera emblemática que bajo, el rótulo de la “justicia comunitaria” o “justicia originaria indígena”, existen grupos que están tratando de imponer otros intereses frente a la necesidad de las comunidades de contar con un orden propio basado en sus tradiciones o costumbres; pero ante todo, muestran las dificultades de separar la cuestión de la administración de justicia de otras esferas específicas de acción al interior de los ayllus. Creer que la aplicación de la justicia comunal va a estar siempre guiada por principios de “armonía”, de “paz comunal” y de “reciprocidad” se muestra entonces como una falacia, frente a intereses políticos y/o económicos predominantes que orientan la definición que se hace de esta forma de justicia.
El Estado boliviano tiene, por tanto, un desafío importante por delante, no solo para restablecer el orden en la zona de Uncía, sino también para iniciar un proceso de adecuación de las prácticas judiciales indígenas a lo dispuesto en la nCPE. En esta tarea, un rol fundamental le corresponde al nuevo Tribunal Constitucional Plurinacional, entre cuyas atribuciones se encuentra precisamente resolver los conflictos de competencia entre la jurisdicción indígena originario campesina y la jurisdicción ordinaria (art. 202º, inciso 11), así como atender las consultas de las autoridades indígenas originario campesinas sobre la aplicación de sus normas jurídicas aplicables a un caso concreto (art. 202º, inciso 8).
Por su parte, y a pesar del jaque en que la ha puesto la Constitución boliviana, la justicia ordinaria no puede abandonar su función de investigar los diferentes casos de linchamiento que se produzcan y sancionar de manera debida a sus responsables, así como a cualquier otra práctica que quiera ir más allá de los límites planteados constitucionalmente. A mi entender, el linchamiento como práctica no debe ser entendida de manera alguna como una forma de “justicia comunitaria”, salvo que queramos convertir a nuestras frágiles sociedades en sociedades inviables. Ya lo advirtió Hobbes hace 359 años: si nos dejamos guiar por nuestras pasiones y nuestros impulsos, nos convertiremos en lobos de nosotros mismos, devorándonos unos a otros, así seamos indígenas o no.
Esta justicia no tiene legitimidad porque fue solo impuesto por el ofialismo masista por esa razon se los denominara LOS MASISTRADOS DEL EVO.