Construyendo interlegalidad en espacios mineros: Minería, conflictos sociales y pluralismo jurídico en el Perú

1. La invisibilidad del pluralismo jurídico

La existencia del pluralismo jurídico –entendido aquí inicialmente como la coexistencia de dos o más ordenamientos normativos en un mismo espacio social- ha sido una de las principales preocupaciones en la investigación social sobre el derecho en nuestro país, si bien la mirada sobre este fenómeno ha ido variando con los años producto de su mayor o menor relevancia en la vida nacional.

Hasta más de la mitad del siglo pasado, las miradas sobre el pluralismo jurídico estuvieron marcadas por un modelo colonial que distinguía fundamentalmente entre dos formas de derecho presentes en el país: un “derecho colonizador” de un lado, y uno o más “derechos consuetudinarios indígenas” del otro, el primero de los cuales se transformó, a partir de la era republicana –aunque sin perder por ello sus atributos coloniales- en un “derecho estatal” que se percibía igualmente impuesto sobre “derechos indígenas” (los que en algunos casos fueron asumidos, erróneamente, como un único “derecho andino”). Cabe señalar que esta visión jurídica era además complementada con una visión política que distinguía entre un “Perú legal” y un “Perú real” (Rubio y Bernales, 1983), dando cuenta así de una suerte de “abismo” entre ambos ordenamientos, por lo que la solución clara era cómo ampliar el campo de la legalidad estatal a fin de hacer llegar sus beneficios a todos los peruanos.

En la actualidad, esta visión dicotómica ha ido dando paso a una mirada más compleja sobre la realidad jurídica del país, producto de una serie de investigaciones iniciadas a fines de los setenta que dieron cuenta de una diversidad de ordenamientos y prácticas jurídicas mayor a lo esperado, los cuales guardan además una variedad de relaciones con la legalidad estatal en conjugaciones aún poco estudiadas. Por un lado, la aparición de las rondas campesinas mostró la posibilidad de nuevas formas de regulación de la vida social en el área rural, revelando además un potencial político importante que ha variado las redes de poder existentes en muchas regiones (Yrigoyen 1992, 1998; Starn, 1991; Huber, 1995); de otro lado, los asentamientos humanos de las grandes ciudades son escenario de una “legalidad informal” sobre la cual se han construido múltiples actividades económicas, aunque también formas violentas de autojusticia, como los linchamientos (ver De Soto, 1989; Castillo, 1995). Otros estudios han roto además el mito de un único “derecho andino”, mostrando diferencias entre aquellos sistemas jurídicos de raíces quechuas de aquellos enmarcados en otras culturas andinas, como la aymara (Peña, 1991). Finalmente, las formas de “justicia popular” desarrolladas por grupos subversivos como Sendero Luminoso para legitimar su violencia, han sido estudiadas también desde este enfoque en años recientes (Gonzáles, 1999; Toche, 2002). Todos estos estudios muestran así que el derecho no puede ser entendido como un fenómeno aparte de la realidad social, económica y cultural, sino que se encuentra profundamente inmerso en este contexto.

A pesar de ello, el tratamiento del pluralismo legal en el Perú sigue siendo un asunto “tímido y tedioso”, como bien lo califica Guevara Gil, enmarcado en una serie de confusiones, dualismos y vacíos que poco le ha permitido cuestionar en forma efectiva el centralismo legal aún vigente en el país. De esta manera, la ecuación Derecho-Estado sigue constituyendo la ideología predominante para el conjunto de operadores jurídicos e incluso para buena parte de las ciencias sociales, siendo objeto de transmisión privilegiada en las Universidades. Los avances en la comprensión de la realidad plural del derecho tampoco han ido de la mano de una reformulación de la teoría del Estado que apunte a la construcción de un Estado multicultural, como viene ocurriendo en países como Bolivia (García Linera, 2008). A lo más, ello se ha plasmado en un débil reconocimiento del “derecho consuetudinario indígena” y de una “jurisdicción especial” así como en una demanda aún no cubierta de coordinación entre estas instancias y la justicia estatal. Como resultado, la pluralidad jurídica sigue siendo “invisible” para la mayor parte de juristas, científicos sociales e incluso para buena parte de la población peruana, para las cuales el derecho estatalmente producido constituye el referente obligado para orientar sus conductas gracias al predominio del mercado, el crecimiento de las instancias burocráticas y la expansión de los servicios públicos.

2. Pluralismo jurídico y conflicto social.

Las consecuencias de la “invisibilidad” del pluralismo jurídico como referente de análisis pueden apreciarse en el reciente debate suscitado a raíz del surgimiento y expansión de diferentes conflictos sociales en nuestro país, especialmente de aquellos surgidos como resultado de operaciones de empresas extractivas dentro del ámbito de las comunidades campesinas y nativas. Salvo contadas excepciones, en la mayor parte de estudios y tratamientos de estos conflictos subyace la idea de que solo existe un derecho u ordenamiento jurídico vigente en el país –esto es, el estatal- cuyas deficiencias, vacíos o erradas interpretaciones o aplicaciones constituirían una de las causas principales del surgimiento de los mismos. De este modo, otros ordenamientos no estatales, como el “derecho consuetudinario” de las comunidades campesinas y nativas, o las prácticas jurídicas de las rondas campesinas –que suelen ser actores clave en estos conflictos- no son percibidos como elementos que pueden dar cuenta de la dinámica de estos conflictos, de la actuación de sus actores o de las demandas que ellos se expresan. Menos aún son incorporados en estos análisis formas “no reconocidas” del pluralismo jurídico, como el ordenamiento privado que regula las actividades de las empresas extractivas, o la manera en la cual algunos agentes locales involucrados –llámense municipalidades, direcciones regionales u oficinas provinciales de diferentes instancias de control técnico y ambiental- redefinen y rearticulan los elementos del derecho estatal en función de sus intereses y contextos, asuntos que suelen ser entendidos –en el marco de la ideología centralista- como meras “distorsiones” o “corrupciones” de un derecho estatal efectiva y universalmente vigente a nivel nacional.

En general, una revisión somera de varios de estos trabajos, especialmente de aquellos que parten de una perspectiva comparativa (Barrantes, Zárate y Durand, 2005; Bebbington, 2007; Portocarrero, Sanborn y Camacho, 2007; Scurrah, 2008; De Echave, Diez y otros, 2009) da cuenta de diferentes perspectivas sobre la dimensión jurídica de los conflictos sociales, en especial de los llamados “conflictos socioambientales” o “conflictos minero-comunales”. Algunos de ellos, por ejemplo, hacen hincapié en las violaciones de derechos subjetivos, sean individuales o colectivos, que se producen en el marco de estos conflictos, sea por parte de las fuerzas de seguridad del Estado o por acciones de las empresas mineras (Scurrah, 2008); otros en cambio, se centran en el componente normativo del derecho, a fin de identificar cuáles son los vacíos o problemas que existen en la legislación (por ejemplo, con respecto al uso y distribución del canon minero), cuáles son las ventajas legales que se le otorgan a ciertos sectores sociales frente a otros, cuáles son los desencuentros que existen entre estos ordenamientos sectoriales o la falta de regulación que existe sobre ciertos aspectos vinculados a estos conflictos (Defensoría del Pueblo, 2005 y 2007; Medina, 2007). Un tercer grupo apunta, finalmente, a la cuestión institucional del derecho, sea para dejar ver la carencia de mecanismos institucionalizados de prevención y gestión de estos conflictos, la escasa presencia y eficacia del sistema judicial para atender estos problemas o la escasa capacidad negociadora que parece mostrar el Estado frente a estos conflictos (De Echave, Diez y otros, 2009).

A nuestro entender, y siguiendo a Gouley, estas miradas sobre el derecho responden a su vez a una visión limitada de estos estudios sobre el conflicto social, en la cual se privilegia la discrepancia entre los intereses socio-económicos de las empresas mineras, el Estado y la población del entorno sobre la base de lo que esta autora denomina el paradigma de la “incompatibilidad de intereses por el acceso a recursos escasos”. Este paradigma retomaría el modelo neoclásico de la “elección racional” de los actores, según el cual “los actores eligen el curso de acción que prefieren y toman decisiones racionales en función a la evaluación de los costos y beneficios de la situación” (2005: 39). En consecuencia, estas miradas proponen una visión parcial del conflicto, en el cual, de un lado, el Estado y las empresas mineras se convierten “naturalmente” en aliadas por compartir en interés de expansión económica, junto a los intereses específicos de cada una, mientras del otro lado las comunidades buscarían maximizar su bienestar socioeconómico, sea considerando al proyecto minero como una oportunidad para lograr aspiraciones insatisfechas –como mayor empleo, mejora de servicios de salud, educación y transporte, mejora de infraestructura, etc.- o rechazándolo debido a las externalidades ambientales que podrían afectar a sus fuentes de vida.

Como es claro, esta visión del conflicto mantiene algunas deficiencias y limitaciones. En primer lugar, los actores no tienen en realidad un margen de libertad suficiente para tomar decisiones racionales económicamente, debido a la falta de un acceso equitativo a la información. Si bien Gouley resalta aquí la falta de información de las comunidades frente al conjunto del proyecto minero, lo cierto es que las empresas tampoco suelen contar con información sobre las comunidades, a pesar de las líneas de base social que son exigidas como parte de los estudios de impacto ambiental. Otra limitación en el caso de las comunidades es el contexto de pobreza aguda en el que éstas viven, por lo que sus decisiones “no siempre representan una selección entre varias opciones sino que las decisiones se imponen por sí mismas”. En tercer lugar, este enfoque privilegia los intereses individuales de los actores, que actuarían en función a un cálculo racional de costo y beneficio de manera individualista, mientras que la realidad muestra que al lado de reinvidicaciones de tipo individual –como la contratación en la empresa- existen también demandas colectivas, como la protección al medio ambiente, la protección de los derechos de la población local y el respeto de la cultura local (Op. Cit.: 41-42).

Frente a este enfoque, Gouley propone rescatar la dimensión sociocultural de estos conflictos, lo que incluiría la divergencia de identidades, objetivos, comprensiones del conflicto y concepciones de justicia; de esta manera, para Gouley los conflictos mineros son también conflictos interculturales, afirmación que compartimos y que nos conduce, a su vez, a plantear la idea de que estos conflictos son también conflictos interlegales, tal como lo expresa la experiencia que presentamos a continuación.

3. Incorporando el concepto de interlegalidad en los conflictos minero-comunales.

Siendo así, ¿cuál puede ser el efecto de agregar el componente plural a la visión que se tiene del derecho en estos conflictos sociales? De acuerdo a nuestra experiencia el resultado es más relevante de lo que puede pensarse. Ello nos permite ver, en primer lugar, que el derecho estatal no actúa en un espacio social normativamente vacío, sino que actúa al interior de una extensa urdimbre de prácticas y discursos generados socialmente que buscan ser vistos como válidos y obligatorios dentro un determinado contexto o campo social –en términos de Bourdieu-, y por tanto que luchan por merecer el calificativo de “jurídicos”. Esta pugna puede ser manejada en ocasiones a través de las vías del diálogo y del entendimiento, pero en otros momentos puede derivar en confrontaciones abiertas y violentas entre los actores involucrados, lo que conduce a que esta lucha por “decir el derecho” se transforme en un conflicto social. Tanto en uno como en otro caso, el resultado de esta pugna no será solamente la imposición de un derecho sobre los demás, sino que puede derivar en la creación de formas jurídicas “híbridas” que expresen una reconfiguración del pluralismo jurídico existente en un espacio social determinado.

Para entender mejor este planteamiento, parece conveniente incorporar el concepto de interlegalidad propuesto por Sousa Santos al análisis de los conflictos minero-comunales. A diferencia del concepto de pluralismo jurídico, el concepto de interlegalidad –que de acuerdo a este autor constituye la parte fenomenológica de la pluralidad jurídica- nos brinda la ventaja de no tener que centrarnos en el aspecto sistémico o institucional del derecho, sino en su aspecto vivencial e intersubjetivo. Así, mientras con el primer concepto tenemos que hacer un esfuerzo por delimitar las fronteras y límites de los ordenamientos jurídicos que formarían parte del contexto de pluralidad, con el concepto de interlegalidad nuestra preocupación se centra más bien en recoger los bagajes jurídicos que carga cada individuo y/o grupo social al momento de relacionarse con otros individuos y grupos, las trayectorias que estos actores muestran dentro de los espacios-tiempo del derecho y los cambios que sus encuentros intersubjetivos generan en su concepción, sus discursos y prácticas sobre el derecho.

En segundo lugar, el concepto de interlegalidad nos permite salir también de la visión meramente “conflictivista” que se tiene sobre este tema –esto es, ver estas relaciones como algo deteriorante o negativo para los actores- para optar por una visión “relacional” mucho más amplia e integral, donde se van produciendo tanto cambios y aprendizajes positivos como negativos para cada una de las partes. Ello es importante porque nos permite apreciar también como se van construyendo y reconstruyendo intereses, identidades y estrategias de uno y otro lado a lo largo del tiempo, por lo que el conflicto va a ser solo una expresión de la historia de estas relaciones.

En tercer lugar, el concepto de interlegalidad nos permite replantear también la presencia del Estado –y de la legalidad estatal- en estos conflictos, brindándonos una visión más rica de esta realidad. Como vimos arriba, los análisis actuales brindan una visión contradictoria del Estado, ya que mientras de un lado señalan la ausencia de éste como uno de los factores de surgimiento o desarrollo del conflicto social, del otro afirman que su presencia mantiene una consecuencia similar, sea porque el Estado no aporta mecanismos institucionales dirigidos a la gestión del conflicto, sea porque los que aporta resultan ineficaces para este fin.

Sin embargo, cuando abandonamos una perspectiva institucional para pasar a una mirada relacional e intersubjetiva del problema, la cuestión del Estado cambia radicalmente, encontrando que éste nunca está del todo ausente, dado que el aparato estatal y su legalidad constituye un referente permanente para los actores del conflicto: tanto las empresas mineras como las comunidades campesinas construyen sus discursos y definen sus prácticas sobre derechos definidos por, o confrontados con, el derecho estatalmente producido. En resumen, si bien es cierto que el Estado no se incorpora institucionalmente a las relaciones entre empresas mineras y comunidades desde un inicio, también lo es que la fuerza simbólica que tiene el derecho estatal deja su marca en estas relaciones y en la interlegalidad que se va a ir construyendo al interior de las mismas.

Finalmente, una mirada desde la interlegalidad nos permite ampliar el espectro de bagajes jurídicos que suelen ser considerados a partir de los paradigmas tradicionales de pluralidad jurídica vigentes en el país. Así, a partir del marco constitucional, el campo del pluralismo jurídico suele ser delimitado a dos tipos de juridicidad: la juridicidad estatal de un lado, y la consuetudinaria indígena del otro. Sin embargo, en el caso de los conflictos minero-comunales, es evidente que este marco nos resulta estrecho para entender la dinámica que se presenta entre estos actores, lo que nos lleva a incorporar dos marcos de juridicidad adicionales: por un lado, lo que denominaremos aquí el “derecho privado” que surge de las expectativas, necesidades y criterios jurídicos propios que desarrolla la empresa minera; y de otro lado el “derecho local” que es producido por las municipalidades a partir de su interpretación de la legalidad estatal y de las normas que produce para atender situaciones específicas que se presentan en su entorno. Y si bien esta última modalidad no será parte de los casos que presentamos seguidamente, no podemos dejar de mencionar la importancia que tiene esta forma de legalidad en algunas situaciones de interlegalidad que se producen en el país a nivel local.

4. Presentación de la experiencia

En este marco, la experiencia que presentamos da cuenta de la manera en que se fue construyendo un espacio de interlegalidad a partir de la confluencia e interpenetración de los bagajes jurídicos mencionados, en el marco de las relaciones que se fueron constituyendo entre una empresa minera mediana –dedicada a la extracción polimetálica- y dos comunidades campesinas, la primera ubicada en el centro del país –específicamente en el distrito de Comas, provincia de Concepción, región Junín- y la segunda ubicada en la zona norte, específicamente en el distrito de Lucma, provincia de Gran Chimú, región La Libertad.

Nuestra participación en esta experiencia se produjo gracias a la oportunidad que tuvimos de integrar el equipo de relaciones comunitarias de la empresa minera, permitiéndonos entrar en contacto con las comunidades y grupos campesinos y participar de manera directa y presencial de diversas negociaciones y espacios de diálogo que se fueron dando entre ambas partes a lo largo de un período de dos años y medio. Una ventaja fue que este contacto se dio desde el inicio de la presencia de la empresa minera en ambas zonas –esto es, desde la etapa de exploración- hasta el primer período de explotación, el cual en ambos casos no pasó de un año debido al cierre intempestivo de las operaciones por la eventual insolvencia de la empresa y su adquisición por otra empresa rival.

Cabe señalar aquí que, inicialmente, no tuvimos conciencia de cómo nuestra labor implicaba la construcción y operatividad de un espacio de interlegalidad, dado que ésta es una dimensión que también suele ser soslayada en el campo de las relaciones comunitarias. Las principales guías que orientan esta labor, tanto a nivel nacional como internacional (AccountAbility, 2006; CEPAL/UNCTAD, 2003; Ministerio de Energía y Minas, 2001) no suelen tocar el tema del derecho en las pautas que brindan al respecto; a lo más algunas de ellas incorporan algún elemento normativo general o intercultural, aunque básicamente señalando la necesidad de que las diferentes áreas de la empresa minera deben respetar las costumbres de las poblaciones del entorno, debiendo buscar en lo posible evitar el contacto con éstas a fin de no interferir en su vida cotidiana.

Como es claro, esta postura denota ya una forma de construir relaciones que apunta más a constituir espacios separados –casi diríamos, de apartheid- que a espacios de convivencia intercultural. Una práctica común de muchas empresas suele ser así la construcción de muros o alambrados que separen a los campamentos mineros del resto de la comunidad, aunque algunas veces ello no es necesario debido a la distancia física que existe entre unos y otros; aún así, ello no impide que se den contactos esporádicos, sea porque los comuneros mantienen zonas de reserva ganadera o agrícola en las cercanías, sea por el uso constante de las vías comunales que hacen las camionetas y vehículos de transporte de las empresas mineras.

Ello lleva a que, quiéranlo o no, los miembros de las empresas mineras y de las comunidades tengan en forma cotidiana encuentros intersubjetivos a partir de los cuales surgirán preguntas y dudas acerca de los derechos y obligaciones de cada una de las partes frente a la otra u otras, las mismas que no podrán ser respondidas a partir de su referencia al derecho estatalmente producido o a alguno de los marcos jurídicos propios de cada actor; por tanto, son situaciones que requerirán de respuestas interlegales, que se irán construyendo a partir de la hibridación de lo que cada uno de los actores considerará como “jurídicamente válido y aplicable” hasta llegar a una solución considerada válida por todos en un momento determinado.

Para comprender mejor cuáles son estas situaciones, cómo se presentan y cómo se van construyendo respuestas interlegales, voy a presentar cuatro casos o tipos de situación que me parecen prototípicas al respecto, en tanto suelen darse generalmente en cualquier marco de relaciones entre empresas mineras y comunidades. Como veremos, algunas de estas situaciones son más cotidianas y simples que otras, pero ninguna deja de merecer una respuesta interlegal. Una vez presentados estos casos, pasaré a derivar algunas conclusiones acerca de la manera en que se produce esta interlegalidad y lo que ello puede enseñarnos acerca de los conflictos minero-comunales que hoy afectan al país.

Caso 1: El transporte de comuneros.

El primer caso que quisiera presentar es uno que para muchos puede parecer sencillo e irrelevante, pero que creo permite ir ejemplificando el carácter interlegal de los encuentros y relaciones que se van constituyendo entre el personal de las empresas mineras y los integrantes de una determinada comunidad rural.

Para comprender mejor este caso, hay que tocar una cuestión previa, como son las dificultades de transporte que suele existir al interior de la sierra peruana. Para cualquiera que haya visitado o intentado visitar una comunidad, sabe que uno de los principales problemas que existe para acudir allí es la falta de movilidad pública para llegar a estas zonas alejadas. En realidad, conforme se va adentrando uno al interior de la sierra estas dificultades se acrecientan. Por ejemplo, para las capitales de departamento uno puede encontrar hasta dos o tres turnos diarios en distintas líneas que van por carreteras generalmente asfaltadas; para capitales de provincia, sin embargo, generalmente hay menos líneas de transporte que pueden tener una sola salida diaria, y donde muchas cuentan con caminos de herradura. La cosa se agrava para capitales de distrito, donde muchas veces solo se cuenta con camionetas rurales denominadas “combis” o líneas de colectivos que salen conformen se llenan de pasajeros, y que pueden demorar varias horas a su destino debido a caminos que apenas pueden estar marcados por la costumbre. Y de allí a una comunidad –o peor, hasta un anexo- no es raro que las personas deban caminar varias horas más, muchas veces en medio de un frío extremo o de un sol inclemente.

En estas circunstancias, una expresión de solidaridad que suele darse en la sierra es el denominado “jale”, mediante el cual un vehículo privado transporta de manera gratuita a personas que recoge en medio del camino para llevarlas hasta un punto determinado donde puedan acceder a un mejor transporte. Este “jale” involucra además, en muchas ocasiones, no solo a personas sino incluso a animales y costales de productos agrícolas, facilitándoles que puedan llevar sus productos a las ferias y mercados locales. Obviamente, en circunstancias normales el “jale” es un acto gratuito a la vez que esporádico, que depende de la voluntad y condiciones del “jalador” sin que sea entendido como una obligación, aunque para muchos el no practicarlo cuando puede hacerse puede ser entendido como una suerte de afrenta o un acto de discriminación, de tratamiento desigual y poco humanitario.

Precisamente, la presencia de una empresa minera en un entorno local va a ser un factor de cambio frente al “jale”, trastornando el esquema de esta práctica de diversas maneras. En primer lugar, la llegada de la empresa y el inicio de sus operaciones va a significar el incremento del tráfico en las vías comunales, tanto con camiones de carga como con camionetas último modelo que suelen ser usadas para trasladar a los ingenieros y profesionales de mayor rango. Para algunos comuneros esto puede significar una incomodidad, pero para otros es más bien una oportunidad para aumentar sus posibilidades de ser “jalado” de manera gratuita, de acuerdo a la regla social antes analizada.

Sin embargo, la empresa minera va a llegar con sus propias reglas de transporte de personas que van a confrontarse con esta norma comunal, las que responden en parte a sus propias normas internas –plasmadas en un reglamento o protocolo de transporte de personal, maquinarias y minerales- y en parte a normas del Estado, construidas más bien sobre exigencias propias del transporte urbano antes que sobre las necesidades del transporte rural. Sobre la base de estas normas, por ejemplo, las empresas mineras suelen establecer una prohibición absoluta para que los choferes o funcionarios recojan a pasajeros en medio del camino, lo que responde además a una lógica económica contundente: en caso de producirse un accidente –algo normal además debido al estado de los caminos rurales- las empresas no quieren asumir responsabilidad por algún tercero distinto a la empresa (cuyo personal suele contar además, también por obligación derivada de una norma del Estado, de un seguro personal contra accidentes), ya que ello significaría tanto el pago de una fuerte indemnización al afectado, una fuerte multa por parte del Estado y ganarse el odio de la comunidad por el daño causado a uno de sus miembros.

En esta lógica, lo que los funcionarios de las empresas mineras no suelen considerar que, aún cuando no generen un daño directo a ningún comunero o comunera por no “jalarlos”, sí van creando un resentimiento y un sentimiento de discriminación desde la comunidad por esta regla empresarial. Y es que es difícil esperar una postura distinta cuando alguien ve que por sus caminos pasan vehículos modernos, a toda velocidad y con sus espacios casi vacíos, que no se dignan en parar siquiera a pesar de las señales que hacen los comuneros, mientras que éstos deban seguir caminando varios kilómetros por muchas horas para llegar a sus casas o a los mercados que les permiten subsistir a ellos y sus familias. Por experiencia propia, es bastante difícil convencer a un comunero de que no recogerlo en medio del camino es mejor para él, cuando éste sabe que cualquier otra alternativa es más riesgosa, y menos aún entiende que ello se hace por seguir tanto una regla de la empresa como una regla del Estado, cuando la regla que para él es mucho más válida es la regla de la solidaridad que se expresa en el “jale”.

Como vemos, esta situación va creando entonces una situación de confrontación entre distintas posturas acerca de lo que debe ser considerado como una “regla” para todos: esto es, si debe mantenerse la regla local del “jale”, o si debe respetarse la norma empresarial/estatal del “no jale” por motivos de seguridad. En ocasiones, esta confrontación puede ser soslayada a partir de quebrantamientos esporádicos de la segunda norma –por ejemplo, cuando los ingenieros en viaje ordenan a los choferes que recojan a comuneros bajo ciertas condiciones, como que todos vayan dentro de la camioneta- pero ello no impedirá que esta situación de tensión permanezca, debido sobre todo a la imposibilidad de llegar a una posición sostenida que sea ventajosa para todos, tanto por el efecto obligatorio que impone la norma estatal como por la lógica económica de no asumir el riesgo de una posible indemnización.

A pesar de ello, situaciones como éstas pueden ser incorporadas en ocasiones dentro de los espacios de negociación y diálogo que se establecen entre empresas y comunidades, estableciendo algunos criterios que expresan una nueva forma de enfrentar este problema, convirtiéndose así en una salida interlegal. Por ejemplo, ello se dio en el caso de la comunidad campesina ubicada en la sierra central, la cual ante el diálogo abierto por un acontecimiento suscitado nos planteó directamente la necesidad de “poner orden” en este tema, debido a que la Junta Directiva ya había recibido muchas quejas de los comuneros por la “poca sensibilidad” y la actitud “discriminatoria” de la empresa por no “jalarlos” a la capital del distrito, a pesar de que las camionetas iban casi vacías todo el tiempo.

Frente a este pedido, evidentemente repetimos las explicaciones que dábamos al respecto, acentuando sobre todo que esta prohibición no provenía solo de la Alta Dirección de la empresa sino que también respondía a las normas de transporte del Estado, la cual prohibía expresamente llevar a cualquier persona en las tolvas de las camionetas. Por su parte, las autoridades comunales señalaban que esta era más bien una práctica común en la zona, ya que todos los camiones, camionetas y autos que pasaban por la zona solían parar para recoger a los comuneros y llevarlos sin problemas hasta Comas, además de acentuar que casi no se daban accidentes por este motivo. Más aún, señalaron que el malestar principal de la comunidad se centraba en que todos los días subía un station wagon grande a la parte alta –donde estaba ubicada la planta y los almacenes- prácticamente vacío a la misma hora en que los niños salían de la escuela, quienes debían subir varios kilómetros hacia sus hogares cuando bien podían ser “jalados” por el transporte de la empresa.

Finalmente, junto con las autoridades comunales llegamos al acuerdo –que consta en una de las muchas actas de negociación- de permitir a dicho vehículo (que en realidad llevaba el almuerzo del personal ubicado en la zona alta) recoger a todos aquellos menores que vivían en la parte alta para dejarlos en sus hogares, bajo la condición de que éstos esperaran a la salida del campamento para que los vigilantes pudieran constatar que todos los menores viajarían de manera segura. Cabe señalar, sin embargo, que paulatinamente ello involucró también a comuneros de mayor edad, los que esperaban junto con los menores la subida del vehículo para retornar a sus hogares. Adicionalmente, desde la empresa se relajaron parcialmente las órdenes de no subir a nadie que no fuera de la empresa para permitir el “jale” de los comuneros, siempre y cuando éstos se instalaran dentro de la camioneta y no en la tolva -donde se mantuvo una prohibición absoluta- y aceptaran las reglas que les impusiera el chofer o el funcionario a cargo del viaje. En otras palabras, se abrió un espacio para la vigencia de la regla comunal aunque ello significara flexibilizar la norma empresarial y violar la norma estatal, si bien la primera también fue aplicada con limitaciones, fijándose así nuevos criterios y “derechos” que no respondían ni a uno ni otro de los bagajes jurídicos de quienes participamos de esta negociación.

Caso 2: La contratación de madres solteras.

Al igual que el anterior, en otros casos el juego de principios y necesidades va a ir dando paso a redefiniciones de los espacios de vigencia de uno u otro ordenamiento jurídico hasta formar un nuevo marco interlegal de expectativas. Uno de los casos que implicó más bien un retroceso de la norma comunal frente a los nuevos criterios que brindaba la norma empresarial fue el de la contratación de madres solteras, situación que también merece una explicación previa y breve a fin de comprender mejor las implicancias del mismo.

Como se sabe, en las comunidades andinas tradicionales la dimensión familiar tiene una preponderancia central, no solo por constituir la unidad productiva sino por fijar también las reglas de transmisión y herencia de los recursos comunales. Ello implica mantener una estructura familiar fuerte, asentada sobre la base de una cabeza de familia que es el varón, al que se someten el resto de los miembros de la familia –inclusive la cónyuge- de acuerdo a reglas tradicionales de género. A pesar de que, sobre todo en los últimos años, esta estructura se ha flexibilizado para permitir un rol más activo de las mujeres –sea por necesidad, cuando el varón trabaja fuera de la comunidad; sea porque la mujer labore para conseguir mayores recursos- lo cierto es que, en general, las mujeres siguen manteniendo un papel subordinado dentro de la estructura familiar y, por ende, dentro de la estructura comunal.

Este papel subordinado se expresa perversamente en el caso de las madres solteras, problema que parece estarse incrementando no solo en las áreas urbanas sino también en las rurales, donde además las mujeres sufren una discriminación mayor por el “pecado” cometido. Si bien en la mayor parte de casos estas madres siguen bajo la protección de su grupo familiar, lo cierto es que sus ya escasos derechos se ven más recortados debido a su “desliz”, de modo tal que casi no pueden realizar alguna actividad si no cuentan con el permiso del cabeza de familia, so pena de ser expulsada del grupo y por tanto prácticamente abandonada a su suerte.

En las dos comunidades con las que trabajamos, encontramos así que la realidad de las madres solteras era bastante precaria, no contando con mayores oportunidades de poder desarrollarse como persona y por ende de poder darle mayores comodidades a sus hijos. Poco a poco fuimos conociendo esta realidad a partir de la labor de las trabajadoras sociales, además de que algunas de estas madres se acercaron a la Gerencia General para solicitarle su apoyo y una oportunidad para trabajar.

Ante ello, se iniciaron coordinaciones entre la Oficina de Relaciones Comunitarias, Recursos Humanos y Trabajo Social para definir la mejor estrategia de apoyo a estas mujeres, debido sobre todo a su falta de experiencia como a su escasa capacitación laboral. En verdad, la mayor parte de ellas apenas sabía leer y escribir, y nunca habían trabajado fuera de sus casas y chacras. Bajo estas consideraciones, se acordó abrir un espacio para un número determinado de estas mujeres en labores de limpieza de los campamentos, las que serían contratadas directamente por la Administración; además, dado el alto número de solicitudes que se fueron presentando en cada zona, se acordó también que la labor de estas mujeres tendría un carácter rotativo, de manera tal que se pudiera brindar la oportunidad de trabajar y tener un ingreso a la mayor cantidad de madres solteras posible.

En este esfuerzo, lo que nunca se nos pasó por la cabeza es que la resistencia a esta propuesta vendría de la misma comunidad, específicamente de las Juntas Directivas, llegando incluso a recibir –en el caso de la comunidad de la sierra central- un oficio expresando su rechazo por la contratación de las madres solteras de la zona, señalando explícitamente que, en su opinión, la empresa debió preferir contratar a otras mujeres que a aquellas. Ello condujo entonces a una reunión en la que ambas partes –los representantes de la empresa y la Junta Directiva- tuvimos que sentarnos a dialogar para resolver el problema suscitado.

A pesar de que finalmente la Junta aceptó que las madres solteras de la comunidad siguieran participando del programa de contratación, lo cierto es que ello fue aceptado a regañadientes, por lo que las mujeres contratadas empezaron a ser mal vistas dentro de la comunidad, sufriendo una discriminación mayor a la que ya estaban sometidas. Más aún, la Junta logró también imponer parte de sus criterios, en el sentido de que cualquier madre soltera que quisiera participar del programa debía recibir el respaldo de la Junta Directiva, tal como se hacía con el resto de los comuneros que eran contratados por la minera. De esta manera, nuevamente se impuso un criterio que no respondía del todo ni a las reglas de la comunidad ni a los criterios de la empresa, generándose un criterio mixto de admisión y control de las labores de estas mujeres.

No obstante, el programa tuvo algunos resultados positivos, pudiendo constatar que las mujeres que participaron del mismo lograron ciertas satisfacciones en trabajar para la empresa, no solo por el beneficio económico que recibían sino porque ello les otorgó finalmente una nueva identidad frente a las demás mujeres y a los miembros de la comunidad. Además, en algunos casos se les pudo brindar un nivel de capacitación adicional que les permitiera aspirar a otras labores, a pesar de que la mayor parte de ellas tenía como regla regresar a sus hogares apenas culminaran su horario de trabajo para hacerse cargo de sus hijos.

Caso 3: La “compra” de terrenos comunales.

El tercer caso de interlegalidad que quisiera presentar tiene que ver con un tema mucho más conocido y cuestionado, pero que –como veremos- no es aún comprendido en cuanto a la forma práctica en que suele darse al interior de las relaciones entre empresas mineras y comunidades, como es el de la “compraventa” de terrenos “comunales” por parte de las empresas mineras.

Al respecto, una primer precisión que nos gustaría hacer es que el caso a presentar se centra concretamente en la compraventa de pequeños lotes dentro o en los alrededores de centros poblados que han sido asignados a determinadas familias comuneros, y no al caso más conocido de la compra o alquiler de amplias extensiones de terrenos superficiales de las comunidades para la instalación de campamentos o el desarrollo de operaciones mineras. Estas últimas suelen requerir negociaciones de largo plazo que pasan por una aceptación previa de aceptación de las operaciones mineras en el entorno comunal. El caso a presentar implica, más bien, la existencia previa de esta suerte de “licencia social”, dado que la posibilidad de comprar terrenos a comuneros individuales es imposible si es que no hay un reconocimiento previo de la empresa minera como actor que tiene determinados derechos al interior de la comunidad.

Como señala Alex Diez, el tema de la propiedad de las comunidades campesinas, y como parte de él, de los derechos de las familias que las integran, remite a un espectro de derechos que se van construyendo a lo largo de decenios y que son modificados lenta pero constantemente en la interacción entre el uso del territorio y la adaptación del grupo comunal a éste (2003: 71). Un punto central al respecto es la confusión entre propiedad y posesión o usufructo en términos del derecho estatal, dado que si en términos formales es la comunidad la propietaria de la tierra, en términos prácticos los comuneros tienen la capacidad real de transferir sus derechos de usufructo sobre determinados pedazos del territorio comunal, tanto bajo la modalidad de “venta” cuanto de herencia, dentro de los márgenes y límites que le impone la colectividad:

“Así, si por lo general los comuneros admiten la propiedad de la comunidad, reconociéndose ellos mismos solo como “posesionarios” o “usufructuarios” de la porción de tierras que trabajan, se consideran a sí mismos “dueños” y “propietarios” de dichas tierras. Con ello, los papeles se invierten y para ellos la comunidad es ante todo un garante que certifica la propiedad y los derechos de cada una de las familias que la integran” (Op. cit.: 74).

En este panorama, una anotación que hace Diez en su ensayo –y que se convierte en central en nuestro trabajo- es la afirmación de que, como regla general, las comunidades no permiten la venta libre de tierras a no comuneros, favoreciendo más bien las transferencias internas; “sin embargo, en los últimos tiempos algunas comunidades han ido relajando este criterio ante la falta de fortaleza y legitimidad para impedir dichos intercambios” (Ibid.: nota pie 4). Este relajamiento se debería a diversos factores, como la incorporación de una mayor cultura de mercado en las comunidades, la promoción de procesos de individualización de la propiedad comunal, el crecimiento de la migración rural –que deja muchos terrenos sin un usuario efectivo- y el aumento de la demanda de terrenos comunales por parte de ciertos sectores económicos, como la minería.

Esta demanda, sin embargo, se enfrenta con la dificultad de no contar con un marco claro de reglas para el acceso de los foráneos a estos procesos, a diferencia de lo que ocurre con las transferencias internas. En el caso de las comunidades con las que nos relacionamos, estas transferencias se formalizaban sobre todo a través de dos acciones: primero, la firma de un “contrato” entre el comunero vendedor y el comunero comprador –generalmente escrito a mano en un papel cualquiera-, y luego la “inscripción” de este contrato en los registros de la comunidad. Cabe añadir además dos cosas importantes: la primera es que el contenido de estos contratos buscaba seguir un discurso medio legalista, pero construido a partir de conceptos comunales; y la segunda es que, en algunos casos, estos contratos debían ser reconocidos por los hermanos y/o familiares de la parte vendedora, dado que los terrenos no suelen ser “propiedad” de una sola persona sino de un “clan” familiar, especialmente cuando ha sido adquirido mediante herencia.

Particularmente, estos dos aspectos eran los que mayores problemas traían en el caso de la transferencia de estos terrenos a terceros, debido a que los de fuera asumían generalmente que bastaba contratar con la persona que estuviera registrada como “propietario” en los registros de la comunidad para que la transferencia sea válida; sin embargo, con lo que no se suele contar es que luego esta “venta” podía ser impugnada por alguno de los familiares a los que la comunidad les reconocía también derechos sobre estos terrenos, lo que llevaba a un conflicto sobre el destino del pago realizado; esto es, si el comprador debía agregar un pago adicional al comunero afectado en sus derechos, o si correspondía al vendedor dar una porción del pago recibido a su pariente, problema que –a pesar de lo afirmado por Diez- no era necesariamente asumido por la Junta Directiva como “garante” de estos derechos, dejando el tema en manos de las mismas partes.

Si esto era problemático cuando la parte foránea, extraña, era una persona individual, el problema se hacía mucho mayor cuando esta parte era una persona jurídica que no solo exigía una contraparte clara y única (cómo exigía el moderno derecho de propiedad) sino un contrato debidamente redactado que permitiera trasladar este documento ante los registros públicos del Estado, como manera privilegiada de garantizar sus derechos adquiridos. Este fue precisamente el panorama al que nos empezamos a enfrentar cuando, en la comunidad del centro, la Gerencia –por orden del Directorio- empezó a solicitarnos la adquisición de algunos terrenos en los alrededores del campamento a fin de ampliar las instalaciones y las vías de acceso, ante el crecimiento del personal y el incremento del tráfico de transporte.

Como en los casos anteriores, a lo que nos enfrentamos fue una situación que no estaba totalmente regulada por el derecho comunal, que solo estaba superficialmente regulada por el derecho estatal –además de ser contrario a éste, por referirse formalmente a una propiedad colectiva- y que incorporaba ciertas exigencias provenientes del derecho empresarial, a partir de lo que sus órganos directivos consideraban “debía ser” la manera de adquirir derechos en una comunidad. Y es que uno de los dilemas más gruesos era la exigencia del Directorio de que todo terreno a comprar debía ser debidamente inscrito en los Registros Públicos de la zona respectiva, como requisito previo para aprobar el pago final del mismo a sus “propietarios”.

Esta exigencia condujo al inicio de una serie de reuniones de trabajo entre el Area Legal de la empresa y el equipo de Relaciones Comunitarias, a solicitud de la Gerencia de ResponsabilidadSocial y Medio Ambiente, a fin de plantear la mejor manera de resolver el dilema creado. Y es que, por más que el Directorio reclamara una garantía plena de “sus” derechos como comprador (esto es, una garantía proveniente del Estado), lo cierto es que el régimen de propiedad formalmente válido de las comunidades impedía que ello se llevara a cabo, lo que estaba creando una tensión con la comunidad debido a que ya se habían adquirido terrenos bajo promesa de pago final sin que ello se concretara debido a la negativa del Directorio de aprobar dichos pagos, deteriorando con ello la imagen de la empresa.

Además de este problema, otros problemas fueron surgiendo debido a la aparición, en algunos casos, de familiares de los comuneros vendedores que afirmaban ser co-propietarios y, por tanto, reclamaban se les pague lo correspondiente a sus derechos. Ello nos hizo tomar conciencia también de la fragilidad de los registros comunales –que muchas veces no consideraban a estos múltiples “propietarios”- y de la poca integración de los grupos familiares, ya que muchas veces ello ocurría por el aprovechamiento de un familiar que se presentaba como “dueño” del terreno mientras sus parientes se encontraban trabajando fuera de la comunidad por temporadas.

¿Cómo se fue resolviendo finalmente esto? Ello ocurrió mediante la construcción de una suerte de “derecho contractual interlegal” que, recogiendo elementos de cada bagaje jurídico, fue sistematizando un conjunto de reglas y criterios aceptados por todas las partes como válidos y, por tanto, que permitían una garantía relativa de que los terrenos adquiridos iban a ser aceptados y reconocidos como “propiedad” de la empresa minera, especialmente al interior de la comunidad.

Uno de estos criterios fueron las formalidades de los contratos de compraventa que se firmaban entre la empresa y los miembros de la comunidad. Por un lado, a partir de las exigencias de la empresa se seguía un formato típico de un contrato moderno: tipeado a máquina, con cláusulas precisas y ordenadas y con ciertas formalidades a cumplir en materia de firmas, incluyendo la huella digital del comunero/a; sin embargo, a ello se agregaba como exigencia adicional una foto del terreno y un mapa metrado del mismo con GPS, norma que puede incluirse entonces como parte del “derecho privado” de la empresa. Por otro lado, junto a estas formalidades modernas, el contenido el contrato de compraventa incorporaba algunos elementos del derecho comunal, comenzando con el reconocimiento del comunero vendedor como “propietario” y del terreno como “propiedad” del mismo, a pesar de ser conscientes de que, desde el punto del derecho estatal, lo que se transfería era solamente la posesión más no la propiedad, la que seguía siendo colectiva.

Otro criterio se refería a la forma de cumplimiento de este derecho, el cual también tenía un carácter interlegal. Dada la imposibilidad de utilizar el registro público del Estado para garantizar la transferencia de los terrenos, se optó como mecanismo de garantía una figura que constituye también un híbrido entre juez y notario a nivel local, como es el juez de paz. De esta manera, el contrato era fortalecido mediante una instancia comunal reconocida por la misma comunidad y que tenía cierta validez desde el derecho estatal, lo cual fue también aceptado finalmente por el Directorio de la empresa, permitiendo de esta manera que las compras se cancelen en su totalidad.

De esta manera, podemos ver que una situación de potencial conflicto –y que, en otras zonas, ha llevado a enfrentamientos directos entre empresas mineras y comunidades- pudo irse resolviendo a partir del reconocimiento del problema existente y de la posibilidad de salidas que no tenían que ajustarse a las exigencias monopólicas del derecho estatal, como tampoco a la aceptación total de los mecanismos del derecho comunal, como propondrían los seguidores del paradigma dual del pluralismo jurídico, sino que podían responder a una hibridación de ambos ordenamientos dando paso a un marco distinto y creativo de derechos y obligaciones.

5. Conclusiones: hacia la construcción de una interlegalidad fuerte

Al igual que las situaciones descritas, existen muchas situaciones de interlegalidad que podemos identificar en el curso de las relaciones entre empresas y comunidades, las que con toda seguridad se repiten a lo largo y ancho del país, gracias a la expansión de la actividad minera. Sin embargo, a pesar de la contundencia de esta realidad, la interlegalidad que nace de estas relaciones es escasamente reconocida y menos aún cuenta con alguna instancia u órgano que oriente, señale u establezca alguna suerte de criterio a seguir para que esta interlegalidad pueda favorecer la construcción de relaciones igualitarias, equitativas y mutuamente beneficiosas entre estas partes.

Por tal motivo, consideramos que lo que se viene dando en el país es un proceso de construcción de una “interlegalidad débil”, en tanto carente de proveer de un marco de derechos y obligaciones sólidos que puedan ser considerados válidos y debidamente respetados, tanto por las partes como por terceros, a lo largo del tiempo. De esta manera, lo que vamos a encontrar generalmente son situaciones de interlegalidad difusas, frágiles, donde los derechos se encuentran sujetos a ciertas condiciones de tiempo y a la sola voluntad de las partes, limitados espacialmente y donde se hace difícil muchas veces la interpenetración entre los bagajes jurídicos presentes, debido a la primacía que se le da a los intereses de los actores.

Desde esta perspectiva, los conflictos sociales que se presentan en las relaciones empresa minera-comunidades pueden ser replanteados como expresión del fracaso en la construcción de un espacio de interlegalidad fuerte, y no solo como la expresión de intereses confrontados que no pueden ser debidamente integrados. Leer estos conflictos a través de los lentes de la interlegalidad nos permite, así, abordar una dimensión de los mismos que no suele ser aprehendida a partir de los esquemas de interpretación vigentes, que reducen estos conflictos a una situación “socioambiental” que oscurece su dimensión interlegal.

Si ello es así, una gestión más adecuada de estos conflictos, e incluso la prevención de los mismos, requiere por tanto de una mejor comprensión de la manera en que se construyen y reconstruyen los espacios de interlegalidad en las relaciones entre empresas mineras y comunidades, lo que a su vez pasa previamente por el reconocimiento de su carácter intercultural, como propone Gouley.

Para ello, debemos abandonar también los mapas mentales con los que solemos leer estos conflictos, los que –si seguimos la noción de escala que propone Sousa Santos- se enfocan sobre todo en las relaciones de poder de gran escala que se presentan entre empresas mineras y comunidades, para enfocarnos en las relaciones y situaciones de menor escala. Cuando enfocamos solamente las primeras relaciones, es claro que vamos a encontrar un desequilibrio de poder a favor de las empresas debido a su ubicación en el escenario político y social, más aún cuando éstas tienen un carácter trasnacional; sin embargo, cuando nos enfocamos en las microsituaciones de poder que se presentan entre ambas partes, lo que seguramente vamos a encontrar es una mayor capacidad de acción y resistencia de las comunidades y una menor capacidad de manejo por parte de las empresas, llevando por tanto a la necesidad de arreglos, acuerdos y transacciones de distinto tipo en aras de alcanzar sus objetivos.

Finalmente, consideramos que el reconocimiento de esta dimensión interlegal de las relaciones entre empresas mineras y comunidades debe conducir no a una aceptación pasiva de su debilidad sino, por el contrario, a iniciar un debate que nos permita ir generando criterios y propuestas para que esta interlegalidad se vea fortalecida, sirviendo como un marco para que ambas partes puedan construir relaciones más justas, democráticas y sostenibles a mediano plazo. A nuestro entender, la incorporación de este debate dentro del debate más amplio del pluralismo jurídico permitirá a su vez enriquecer un tema que para muchos aparece como lejano de los problemas concretos que enfrenta el país, mostrando por el contrario que una visión plural del derecho es imprescindible si queremos ir superando los conflictos y problemas que nos aquejan como sociedad. Gracias.

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