Platero y yo

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Algunos apuntes en torno a “El perro sarnoso” de Juan Ramón Jiménez

Entre los recuerdos de mis primeras lecturas, siendo aún niño, nunca pude olvidar una en particular debido a la notable impresión que me causó. Me refiero al poema titulado “El perro sarnoso” (poema XXVII) del libro Platero y yo (1917)[1]. Si bien recuerdo haber leído con cierto interés muchos de los otros poemas que componen el libro, ninguno de ellos, a excepción quizá de aquel en que Platero muere, consiguió dejar una huella tan perdurable en mi memoria. Es pues esa singular sensación de honda tristeza, la que fue capaz de emocionarme a tan temprana edad, a la que ahora apelo, con el propósito de intentar explicar los mecanismos internos de su composición.

A continuación, si bien comentaré diferentes aspectos del poema, principalmente abordaré dos temas centrales de análisis los cuales espero permitan desentrañar aquello que inspira este poema en particular. Uno de los temas será el asesinato del perro, hecho que representa el punto de quiebre de la historia y que, además, la divide en dos momentos de análisis significativo; asimismo, daré cuenta de los distintos juegos de correspondencias al interior de la estructura del poema.

Antes de dar inicio me gustaría empezar comentando el breve subtítulo contenido entre paréntesis que pasa casi inadvertido pero que sin duda pone en evidencia el carácter singular de esta composición. Como sabemos, el título completo que lleva el libro es Platero y yo (elegía andaluza), esta información adicional anotada entre paréntesis es más bien una suerte de aclaración en cuanto al género en que se pretende inscribir la obra. Esta precisión no es gratuita pues de inmediato conecta al lector atento con una gran tradición literaria precedente y sobre todo con la rica tradición de la elegía española. Si bien esta forma de elegía que ensaya Juan Ramón Jiménez en Platero no sigue exactamente los cánones del género (el mismo que había venido practicando con la escritura de su pequeño ciclo de elegías[2] hasta ese momento) sí manifiesta a lo largo de sus múltiples capitulillos la esencia de este tipo de composiciones. Platero es un libro que, a pesar de su alegre y colorido matiz temático, está impregnado en su totalidad de un aire de nostalgia y de profundo pesar. A las ricas descripciones de la naturaleza y de la placentera vida en Moguer, suelen oponerse múltiples escenas de violencia, injusticia y crueldad las cuales tienen como finalidad dotar de realidad[3] el escenario en donde transcurren las vivencias del poeta. Finalmente, es la propia presencia de la muerte, la que parece rondar en todo momento el cotidiano discurrir de la vida en Moguer, lo que da sustento al género que anuncia el subtítulo del libro. Precisamente este sentimiento de desgracia y de dolor causado por la muerte propio de la elegía es el referente del que parte mi comentario.

Una de las primeras características a destacar en este poema es su calculada sencillez, precisión que puede confundirse con simpleza o chatura (considerando que hablamos de poemas), pero que más bien apunta a expresar un estilo limpio y libre de adornos innecesarios. Así mismo, un aspecto asociado al primero que de inmediato llama la atención en este poema es la dificultad que surge al intentar clasificar el género en que está escrito (el libro íntegro) ya que a primera impresión uno está  aparentemente frente a un pequeño relato y, sin embargo, el lenguaje en muchos pasajes se torna más depurado, lleno de elementos y recursos propios de la poesía. El poema adquiere un ritmo o entonación especial, sobre todo de manera más enfática en la última parte: “Un velo parecía enlutecer el sol…”, esto en contraposición a la primera parte donde predomina el uso de la prosa, sobre esto comentaré más adelante. En todo caso, esta forma de composición híbrida (conocida también como prosa poética) si bien no permite una clasificación precisa, al recoger características de ambos géneros enriquece notablemente sus recursos de expresión permitiendo una lectura tanto a nivel literal como a nivel simbólico.        

Pasando propiamente al tema del poema (o “prosa poética”, como se prefiera), éste cuenta o trata un hecho bastante concreto: el asesinato de un perro con sarna a manos de un guarda el cual aparentemente sin motivo alguno dispara contra él. La parte más significativa del poema gira justamente alrededor de este “arranque de mal corazón” que tiene el guardián y que termina con la muerte del perro. Este hecho divide el poema en dos momentos. Uno breve, el primero, en el que se nos cuenta el penoso  día a día del pobre perro marginado por su repelente condición, y un segundo momento, el más importante, donde la conmoción provocada por el asesinato oscurece la atmósfera del paisaje, llevando, además, a un cambio ostensible la estética del lenguaje:

“Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana, temerosa, andaba escondiéndose de uno en otro. El guarda, arrepentido quizás, daba largas razones no sabía a quién, indignándose sin poder, queriendo acallar su remordimiento. Un velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el velo pequeñito que nublé el sano Ojo del perro asesinado.

Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban, más reciamente cada vez hacia la tormenta, en el hondo silencio aplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro, sobre el perro muerto”.

 Es notorio, pues, en este segundo momento del poema el cambio que se da, pues se pasa de un estilo conciso y equilibrado a otro con evidentes destellos liricos. En esta segunda parte, también, el tiempo parece detenerse para cada uno de los personajes presentes (la voz poética, Platero, Diana y el propio guarda); al disparo parece seguirle un gran silencio que logra acrecentarse y apoderarse de todo el espacio en donde transcurren los hechos, esto, en contraste al lastimero aullido del perro. En términos de efectividad  argumental, si cabe la expresión para lo que se viene comentando que es poesía, el acto insensible e injustificado cometido por el guarda motiva un efecto de malestar y vacío ante la muerte, el autor propicia un conflicto idóneo que suscita y mantiene el interés del lector y además llega a emocionarlo. En Platero abundan este tipo de momentos, donde suelen verse confrontados la serena cotidianeidad del pueblo y su entorno natural, con algún tipo de suceso injusto, cruel, triste o de cariz grotesco. Esto lo podemos ver en poemas como “El potro castrado”, “La sanguijuela”, “La yegua blanca” o “La niña chica” entre muchos otros.

Retomando lo dicho líneas arriba sobre esta convivencia de diferentes estilos de lenguaje en el poema, ante este vuelco hacia lo poético, hacia la aparición de imágenes y entonaciones líricas, es imposible dejar de notar la conexión existente entre la sensación de malestar y sobresalto por la muerte del animal en la última parte del poema, y las expresas manifestaciones de la naturaleza a través de las variaciones del clima. A la vez que la sensación de aflicción se apodera de la escena, vemos al sol “enlutecer cubierto con un gran velo” y a los eucaliptos llorar “abatidos por el viento del mar”. Las últimas palabras que aluden a ese “hondo silencio” tendido por el campo “aún de oro”, coronan finalmente esta sugerente sincronía entre uno y otro nivel de expresión. El sol y el viento, así como la ausencia de sonidos o el aplastante silencio de los campos; la naturaleza en su conjunto, reacciona a las pulsiones de los sucesos ocurridos. Este juego de correspondencias es una constante en el libro y suele repetirse en muchos otros capítulos (podemos mencionar “Lord” o “El pozo”).

En la misma línea de análisis, podemos encontrar otra importante relación la cual contrapone nuevamente los dos momentos en que hemos dividido el poema. Dentro de este marco de conexiones paralelas podemos notar que la intensidad en que se dividen los dos momentos del poema también se encuentra asociada a la gradual intensidad de la luz del sol. Al inicio del poema, el sol de la tarde (este momento del día es una constante en el libro) nos introduce en el mismo paisaje calmo y cotidiano en el que nos ha situado desde el principio, aunque ésta sea tormentosa y triste para el perro. La luz de la tarde, mal que bien, acompaña e ilumina esta forma de vida; tras el asesinato del perro, incluso en el mismo instante de su muerte, esta luz empieza a apagarse dando así paso a la sombra. Tras el disparo, el cuerpo inerte del perro cae bajo la sombra de la acacia, lo cual nos da el primer indicio de cambio en la luminosidad de la escena. Esta sombra que no se menciona en el poema, pero se puede deducir existe por la hora del día, cubre el cuerpo del animal como si de la sombra de la muerte se tratara. Enseguida, con el silencio y el vacío de la conmoción, el sol repentinamente queda oculto tras unas nubes como si este hubiera sido cubierto por un gran velo. La conexión directa entre los acontecimientos y la variación de la luz del sol[4] queda evidenciada explícitamente cuando se compara este “velo” que cubre el sol con aquel “velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado”.

Creo que ante la revisión hecha de estos elementos y características se puede hablar de una profunda simbiosis existente entre el espacio natural del pueblo de Moguer, los hechos y los personajes que lo habitan. Hay, pues, una notable integración y armonía al interior de este pequeño universo, esto, a pesar de su aparente sencillez argumental y expresiva. En este memorable poema (o prosa poética) todo parece guardar una cuidadosa correspondencia con el fin de que nada resulte gratuito, se llega a construir así una impresión de emotividad, la cual llega a ser efectiva pues logra interpelar y emocionar al lector. Si bien ahora solo he tocado algunos aspectos con esta breve revisión, he querido ante todo intentar desentrañar, como dije al principio, aquello que de niño pudo conmoverme de forma tan real y perdurable.


[1] Esta es la edición completa compuesta por 138 capítulos. Tres años antes se había publicado una versión para niños con el título de Elegía Andaluza el cual contaba con solo 63 capítulos.

[2] Me refiero aquí a Elegías Puras (1907), Elegías Intermedias (1908) y Elegías Lamentables (1908).

[3] Michael Predmore, estudioso de la obra de Juan Ramón Jiménez, sugiere que “estos temas reflejan la nueva preocupación del autor por los aspectos desagradables de la realidad social, por la miseria del hombre y por su crueldad para con los animales y los otros hombres”, esto en contraposición al “exceso de sentimiento” y “superficial emotividad” de trabajos anteriores. Aquí, como apunta Predmore, se “evidencia esa madurez artística (…) que comprende la necesidad de lo feo y lo sórdido para la mejor apreciación de lo hermoso y lo noble”.

[4] El sol de Moguer es protagonista absoluto de casi todas las pequeñas historias del libro (quizá en donde mejor se pueda ver esto sea en “El eclipse”). Su incidencia es vital pues con su presencia llena de energía se dota de vida al espacio y sus respectivos habitantes, transformándolos.

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