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Tenía sólo dos semanas de vida cuando me trasladé de Birmingham a la costa cerca de Roma, con mi madre inglesa y mi padre italiano.Me casé con 19 años y tuve a mi hija Tania con 20.

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Pronto descubrí que mi marido tenía un lado que él no podía controlar. Encontraba cualquier excusa para pegarme, a veces saltando sobre mí con ambos pies. Más de una vez terminé en el hospital. Pero le quería y traté de que lo nuestro funcionara: había sido educada en la creencia de que si tienes un marido, te quedas con él. Esperaba que cambiaría.

Pero, por supuesto, no lo hizo, y yo supe que ya había tenido suficiente el día que mi madre me vio con un ojo morado y el labio roto. “¿Qué ha pasado?”, me preguntó, horrorizada. Antes de que yo pudiera poner una excusa, Tania, de cuatro años, se me adelantó y dijo: “Estábamos jugando al fútbol y el balón le dio a mamá”. Oír esa mentira para protegerme a una edad tan temprana fue terrible.

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Incluso después de que Tania y yo nos mudáramos, mi marido solía venir a mi casa y atacarme. Como yo no tenía ningún derecho a manutención o pensión, tenía dos empleos, incluyendo uno como camarera en un restaurante de pizzas, pero mi marido se presentaba en mis lugares de trabajo y perdí ambos. Realmente no tenía vida.

Después de pedir el divorcio, decidí volver a Inglaterra para evitar la violencia y dar un mejor futuro a mi hija. En marzo de 1998, con 11 euros en el bolsillo y mi hija Tania, de siete años, agarrada a mi mano, llegué al umbral de la casa de mi abuela en Redditch, Worcestershire.

Cuando fui a la oficina de empleo comprendí que, debido a mi pobre inglés, no tendría muchas posibilidades. Como había estudiado bellas artes en Italia, me matriculé en un curso de diseño gráfico. Por la tarde iba a clases de inglés y en medio hacía un trabajo mal pagado, pintar estatuillas en casa.

Era una rutina agotadora. A veces me sentía optimista e hiperactiva, pero otras veces tenía ganas de rendirme, me sentía tan cansada que no podía levantarme de la cama o dejar de gritar. Incluso después de graduarme y conseguir un trabajo como gerente de una concesión de ropa en unos grandes almacenes, mis cambios de humor continuaron. Y los antidepresivos no me hicieron sentirme mejor. Sin embargo, comencé algo a tiempo parcial: hacer joyería para bodas, como diademas para mis amigas, y comencé soñar con crear un negocio nupcial.

Pero la oscuridad de los recuerdos de los abusos sufridos en mi matrimonio podía conmigo. En 2006 mi estado mental se deterioró. Un crucigrama o un comentario irreflexivo podían parecerme el fin del mundo. Encontraba difícil estar entre mucha gente en la tienda y empezaba a sudar cuando salía por la puerta por la mañana. Incluso tenía pensamientos suicidas.

Cuando un psiquiatra me diagnosticó trastorno bipolar me sentí destrozada. Estoy loca, pensé, y no hay nada que pueda hacer.
“Deje su trabajo”, me aconsejó el psiquiatra. “Necesita echarse una siesta por las tardes”.

¡Pero no quiero echarme la siesta por las tardes!, pensé. ¿Cómo podía hacer creer a mi hija que estaba bien vivir de ayudas públicas? ¿Cómo podía dejar que las cosas malas del pasado estropearan mi vida actual? Sabía que si me quedaba en casa sería peor.

Entonces decidí que dejaría mi trabajo, pero en vez de vivir una vida fácil solamente tomando tranquilizantes, que me daban sueño, pediría un préstamo al banco y montaría un negocio nupcial.

Cuando abrí mi tienda Bella Bride —de diseño y fabricación de joyería, accesorios, papel de escribir, y motivos decorativos para las mesas— me sentí muy orgullosa. Era un trabajo duro y debía dinero, pero finalmente tenía un objetivo. Una novia entró con el fotógrafo vestida de novia y con la diadema que yo había creado. Me abrazó y preguntó si me haría una foto con ella antes de que entrara en la iglesia. Aquel momento hizo que todo lo pasado hubiera valido la pena.

Ahora, si tengo días malos también tengo que ir a trabajar porque esto es mi propio negocio. Suspiro y me digo, “ya irá todo mejor”. En realidad me gusta ser bipolar porque esto me hace ser más creativa, como si sacara mi frustración a través del trabajo. Vale la pena tener días malos para disfrutar de días buenos.

Y ayudando a otras mujeres a realizar sus sueños de boda, siento que finalmente he tomado el control de mi propio pasado.

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