Hugh Rodley tenía un título nobiliario, una casa señorial y un Rolls-Royce blanco, pero no era lo que parecía.
Es la una de la mañana del sábado 2 de octubre de 2004, y en el distrito financiero de Londres hay un silencio sepulcral. Dos hombres —uno de ellos con una laptop en la mano, y el otro, peinado con una colita— llegan a las puertas cerradas de la oficina central europea de la Corporación Bancaria Sumitomo Matsui de Japón. Un hombre que se encuentra del otro lado de las puertas los deja entrar, después de haber ajustado los sensores de movimiento de las cámaras del circuito cerrado de televisión para que nadie los vea.
En septiembre, gracias al mismo “ayudante”, “Laptop” y “Cola de Caballo” instalaron un programa registrador de teclas en las computadoras personales de Sumitomo, lo que les permitió conocer las contraseñas y los detalles de las cuentasde los clientes del banco, y ahora se disponen a sacarle provecho a esa información confidencial.
Entran al sitio web de SWIFT, siglas en inglés de la Sociedad para las Telecomunicaciones Financieras Interbancarias Mundiales, que es utilizada por 8.000 organizaciones para realizar transferencias de dinero en todo el planeta.
Con las contraseñas robadas, acceden a las cuentas de Toshiba International, Nomura Asset Management y otras grandes compañías… y las atracan sistemáticamente. Transfieren los fondos a otros bancos, en los que previamente abrieron cuentas a nombre de empresas falsas, las cuales simulan comerciar con toda clase de productos, desde computadoras hasta aceites vegetales.
Primero preparan la transferencia de 13 millones de libras esterlinas a una cuenta bancaria en Liechtenstein, y otra de 19 millones de libras a varios bancos de España. Después realizan operaciones para transferir 57 millones de libras a cuentas en Dubai, de los cuales 10 millones son para Laxmi Devi Trading, empresa fabricante de ropa que lleva el nombre de la diosa hindú de la riqueza. Y luego disponen otras transferencias a Hong Kong, Turquía, Israel y Singapur.
Una vez que han preparado las instrucciones para sacar un total de 229 millones de libras de Sumitomo, revisan el formulario de transacción y oprimen la tecla “Enviar”. Luego se van, felicitándose por haber consumado el mayor robo bancario en la historia del Reino Unido.
EL LORD
Ataviado con sombrero de hongo de diseñador y corbata de moño, lord Hugh Rodley, de 57 años de edad, desciende de su Rolls-Royce blanco frente a su casa señorial en Tewkesbury, en el condado inglés de Gloucestershire, y es recibido por su esposa, lady Pamela.
La propiedad, donde Rodley suele hacer fiestas espléndidas, está valuada en 2 millones de libras y ocupa poco más de dos hectáreas de terreno. En ella hay establos y potreros, donde pacen y duermen los caballos pura sangre que Natasha, una de las dos hijas del dueño, ha montado en competencias ecuestres por todo el país y la han llevado a ganar diversos premios.
Sin embargo, este elegante señor con bigote de morsa no es tan respetable como parece. Un hombre de Irlanda del Norte y su esposa, ambos de más de 60 años, invirtieron 40.000 libras en una empresa de Rodley que se dedicaba a la venta de franquicias internacionales de tarjetas telefónicas. Cuando esa compañía quebró, la pareja contrató detectives privados, quienes descubrieron que Rodley había creado por lo menos 30 empresas, y todas ellas se habían ido a la quiebra misteriosamente.
Consternado, el inversionista irlandés le escribió una carta a Rodley para suplicarle que les devolviera los ahorros de toda su vida. En la misiva de respuesta, Rodley dijo secamente: “Tengo intención de demandarlo por mentiroso y estafador”.
EL PRIMER ERROR
El lunes 4 de octubre, a los pocos minutos de haber empezado a trabajar, los empleados de Sumitomo vieron que las pantallas de sus computadoras estaban en blanco y que los cables de la red habían sido cortados o removidos. Laptop y Cola de Caballo habían calculado que reinstalar el sistema llevaría varias horas y, para entonces, los 229 millones de libras del botín ya estarían a buen resguardo en los bancos de destino, de donde podrían transferir el dinero en sumas más pequeñas a cuentas secundarias y después lavarlo.
A media mañana, el personal de soporte técnico de Sumitomo ya había reinstalado el sistema. Los cientos de mensajes electrónicos acumulados durante el fin de semana inundaron las pantallas. Uno era de SWIFT, y se refería a los 229 millones de libras: “Ha habido un error de codificación. Por favor, confirme que las transacciones están autorizadas”.
Los ladrones habían cometido un pequeño error al llenar el formulario, de manera que el dinero seguía estando a salvo en las cuentas de los clientes de Sumitomo.
Ahora el banco debía tomar una decisión importante: no decir nada para no dañar su reputación de institución segura, o llamar a la policía para impedir que los fallidos atracadores intentaran usar la misma táctica en otro sitio.
Hicieron el llamado.
EMPIEZA LA CACERÍA
La Agencia contra el Crimen Organizado Grave del Reino Unido (SOCA, por sus siglas en inglés), trabaja en secreto en todo el mundo para combatir el fraude internacional, el narcotráfico, la trata de personas y la extorsión. Cuando recibió el llama-do ese lunes, poco antes de la hora del almuerzo, el jefe de investigación de delitos cibernéticos —al que identificaremos aquí como Paul— de inmediato envió un equipo de agentes a la oficina de Sumitomo.
Gran parte de las más de 50 horas de video del circuito cerrado de televisión estaba en blanco o parcialmente borrada. Pero entonces los investigadores tuvieron un golpe de suerte: las cámaras del exterior del edificio no habían sido tocadas.
Estas mostraban a dos hombres, uno con una laptop en la mano y el otro con una colita, a los que el gerente de seguridad, Kevin O’Donoghue, dejaba entrar al edificio.
Sumitomo había contratado a O’Donoghue, de 33 años, hacía apenas siete meses. En la estación de policía, este negó haber estado en el banco cuando ocurrió el robo, pero, al ser confrontado con el video, cambió su versión de los hechos. “Yo estaba en un bar cuando un tipo llegó y me mostró fotos de mi mamá, mi hermano y mi esposa, y me dijo que si no ayudaba a esos hombres a entrar en el banco, mis familiares pagarían las consecuencias”, declaró.
Sin embargo, los agentes encontraron otra cámara que O’Donaghue no había manipulado. En el video aparecían él y sus visitantes riéndose mientras usaban la laptop.
O’Donoghue se negó a identificar a los dos hombres hasta que, doblegado por la presión, dijo:
—Creo que eran belgas.
Luego rehusó seguir hablando.
Más tarde los agentes descubrieron que O’Donoghue había marcado muchos números telefónicos de Bélgica. Tendrían que investigar todos esos llamados, lo que podría llevarles hasta 18 meses. Paul temía que los ladrones intentaran cometer otro robo, pero en ese momento lo único que podía hacer su equipo de asistentes era alertar a las fuerzas policiales y a los bancos de todo el mundo sobre el atraco a
Sumitomo… y esperar.
EL SEGUNDO ERROR
Ocho días después, el 12 de octubre, los investigadores recibieron un llamado del Banco Internacional PJSC de los Emiratos Árabes Unidos, en Dubai: dos hombres habían tratado de transferir casi 11 millones de libras de la cuenta de una empresa de ropa a una cuenta en otro banco.
Habían presentado una carta de autorización en papel membretado de Sumitomo, enviada por fax, pero el PJSC?desconfió porque esa no era la manera habitual de transferir una cantidad tan grande de dinero. El nombre de la empresa de ropa era Laxmi Devi Trading, y los 11 millones de libras no estaban allí.
De inmediato Paul pidió una copia del fax, y la revisó. El número de origen impreso en la parte superior de la hoja mostraba que el fax había sido enviado a Dubai el domingo 3 —un día después del intento de atraco—, desde un local de fotografía de la ciudad balneario de Cheltenham, en Gloucestershire.
Una joven empleada del comercio ayudó a la policía a hacer un retrato de los dos hombres mediante la técnica de identificación facial electrónica. Uno de ellos era robusto y de mediana edad, con bigote y un sombrero de hongo; el otro era más bajo de estatura y gordo, con la cabeza rapada y barba de chivo.
Más bancos se pusieron en contacto con la SOCA. Otra de las cuentas a las que se pretendía transferir fondos de Sumitomo estaba en el Banco Santander de Gran Canaria. La cuenta estaba a nombre de una empresa llamada Furzefield, y debía recibir más de 26 millones de libras. Al parecer, esa compañía no tenía otra función más que recibir y enviar dinero. Uno de sus directores era David Nash, un nombre que también aparecía en varias otras cuentas.
La SOCA empezó a investigar a todos los residentes del Reino Unido que se llamaban así, hasta que dieron con un hombre de 42 años que era propietario de un comercio de artículos eróticos en el barrio londinense de Soho.
El individuo usaba también el nombre de David Coyne, que aparecía en otras cuentas beneficiarias del fallido intento de robo a Sumitomo. Tenía condenas previas por robo con allanamiento de morada, hurto, fraude y posesión y distribución de drogas. Su historial de viajes revelaba que había visitado Gran Canaria en el verano anterior, al mismo tiempo en que se abrió la cuenta de Furzefield.
Y el 4 de octubre había ido a un banco español junto a otros dos hombres y tratado de acceder a una de las cuentas beneficiarias de Sumitomo.
En marzo de 2006, los investigadores de la SOCA?por fin localizaron a Nash, en Miami, Florida. Era robusto, estaba rapado y llevaba una barba de chivo. Parecía casi aliviado de que lo hubieran encontrado. Cuando le preguntaron por Furzefield, dijo que lo habían engañado para que hiciera de testaferro:
—Me ofrecieron dinero para que aceptara ser nombrado director de esa empresa y de otras compañías, pero nunca me pagaron.
Aunque reconoció que sabía que aquello era parte de algo muy turbio, insistió en defenderse:
—No soy una blanca paloma, pero nada tengo que ver con esto. ¿Cómo puede uno entrar en un banco y salir con tal cantidad de dinero?
—Esperábamos que usted nos lo dijera —repuso un agente.
Nash se encogió de hombros.
—El 4 de octubre de 2004 usted fue a un banco en España con otros dos hombres —prosiguió el investigador— Accedió a una cuenta esperando encontrar millones de libras, y resultó que estaba vacía. El dinero de Sumitomo jamás llegó, ¿o sí?
—Yo sólo era el chofer, y no sabía más de lo que necesitaba saber.
—Pero sí sabe quiénes eran los otros dos hombres…
—Sí. Hugh Rodley y su socio, Bernard Davies. Es con Rodley con quien deben hablar. Él es el cerebro.
Las acusaciones de Nash no bastaban para aprehender y llevar a juicio a Rodley, así que la SOCA decidió esperar y ordenó a sus agentes que vigilaran a este y a Davies.
Lord Rodley había pensado que sus hijas necesitaban nuevos accesorios de equitación para estar más lindas en las competencias ecuestres del verano, así que fue a la sucursal de Harrods de Londres, se dirigió a la sección de deportes y entretenimiento y se puso a revisar el amplio surtido de sillas de montar, sombreros, pantalones y botas. Una vez que eligió lo que quería, se acercó a la caja.
—¿Cómo va a pagar? —le preguntó el dependiente.
—Con tarjeta —contestó Rodley.
Abrió su billetera y sacó una tarjeta que había estado usando mucho en los últimos meses.
—Gracias, señor Nash —le dijo el empleado al devolvérsela.
Hasta ese momento, Rodley había hecho compras por un total de 27.000 libras utilizando tarjetas de crédito y de grandes tiendas a nombre de David Nash.
EL FINAL DEL JUEGO
En julio de 2006, Paul recibió un llamado de un agente de la Policía Judicial Federal de Bélgica, desde Bruselas, el cual había visto tomas fijas del video del circuito cerrado de televisión de Sumitomo.
—El tipo de la colita se llama Gilles Poelvoorde —le dijo a Paul—. Tiene 29 años y vive entre Lille y Amberes. Se hace pasar por hombre de negocios, pero aparece en nuestra base de datos por un presunto fraude relacionado con documentos de identidad falsos.
Los registros telefónicos de Kevin O’Donoghue, el gerente de seguridad de Sumitomo, mostraban que había llamado muchas veces a Poelvoorde, y los viajes de este al Reino Unido coincidían con sus visitas al banco japonés, realizadas el 16 de septiembre de 2004, como revelaba el video del circuito cerrado de televisión.
Poelvoorde había tenido un compañero de viaje cuyo número telefónico también había aparecido muchas veces en el teléfono de O’Donoghue: era Jan Van Osselaer, un técnico de computadoras de 27 años que vivía en la ciudad belga de Sint-Niklaas, en Flandes. Él era el hombre de la laptop.
Paul ordenó a sus hombres investigar más a fondo las actividades de Rodley. Aunque su nombre no aparecía en la nómina de ninguna de las empresas falsas, era un visitante asiduo de todas las ciudades donde se habían abierto cuentas bancarias. Mientras vigilaban sus movimientos, los agentes lo vieron hablar con un hombre llamado Tommy Adams, el cual era miembro de una conocida familia de delincuentes que había hecho una fortuna vendiendo drogas y cometiendo extorsiones.
El 14 de noviembre de 2006, los investigadores de la SOCA llegaron a la casa de Hugh Rodley y lo detuvieron. A lo largo de las horas que duró el interrogatorio, este permaneció sereno y lúcido, y alegó que todos sus negocios eran lícitos y que nada sabía de las cuentas bancarias.
—Háblenos de su encuentro con Tommy Adams en el hotel Holiday Inn del distrito de Finchley, el 24 de septiembre de 2004.
—Fue por un negocio legítimo de compraventa de diamantes —contestó Rodley con seguridad.
Sin embargo, Paul se había enterado de que Poelvoorde también se había reunido con Adams. Aunque este no había participado en el fallido robo de Sumitomo, la SOCA ahora estaba segura de que existía un vínculo entre Rodley y Poelvoorde.
Un registro exhaustivo de la casa señorial de Rodley resultó aún más revelador: encontraron correspondencia de Furzefield en papel membretado.
—Estaba imprimiendo papel y sobres para Nash —dijo el lord, pero no pu-do explicar por qué tenía acceso a cartas confidenciales de esa firma.
Varios otros documentos lo vinculaban de manera directa con empresas que supuestamente comerciaban con bienes raíces y repuestos de auto, y que habían sido creadas para recibir dinero de Sumitomo a través de las cuentas beneficiarias.
Pero la mayor sorpresa de todas fue el resultado del análisis de sus huellas digitales: el hombre del sombrero de hongo ni por asomo era un aristócrata. El verdadero nombre de Rodley era Hugh James McGeough, y había nacido en Irlanda en 1947. Con ese nombre había pasado 15 meses en prisión en 1980, por falsificación de documentos y adquisición fraudulenta de bienes. Había comprado la casa señorial y el título de lord —ambos legalmente— con el dinero acumulado durante muchos años como estafador y lavador de dinero.
Hubo un giro de tuerca final.
El 16 de enero de 2009, dos días antes de ser llevado a juicio junto con Rodley y Nash, Bernard Davies, de 74 años, se suicidó. “Cuando un socio te hace una mala jugada, te desquitas”, dejó escrito en una carta.
No dijo a qué se refería, pero reveló que unas horas antes se había reunido con Rodley y con Nash en un bar de la ciudad de Waltham Abbey, en el condado de Essex. Su socio les había suplicado para que mintieran durante el juicio. Según Davies, Rodley dijo: “Si ustedes cuentan que yo entré en el local de fotografía a enviar el fax a Dubai, me declararán culpable”.
En el tribunal, Nash confirmó que él y Rodley habían enviado el fax a Dubai. Rodley, hoy día de 63 años, se negó a presentar pruebas de descargo y su delito quedó demostrado.
Van Osselaer, Poelvoorde (quien para entonces estaba en prisión en Bélgica por otro fraude) y O’Donoghue ya se habían declarado culpables. Fueron sentenciados a entre 42 y 54 meses de cárcel cada uno. A David Nash le dieron tres años por conspirar para transferir bienes procedentes de actividades ilícitas. Hugh Rodley, apodado el Lord del Fraude, está cumpliendo una condena de ocho años por conspirar para defraudar. El astuto delincuente se las arregló para meter al banco japonés a los hackers Laptop y Cola de Caballo, y fue el cerebro de lo que en el tribunal se describió como “una audaz y compleja red mundial de empresas y cuentas bancarias falsas” creada para recibir los millones de libras de Sumitomo. El juez llamó a Rodley “el presidente ejecutivo de una estafa gigantesca”.
La SOCA congeló 1,7 millón de libras esterlinas en bienes de Rodley, y tiene previsto dictar más órdenes de confiscación en su contra. Cuando salga de prisión, tendrá que presentar un informe detallado de sus propiedades e ingresos cada seis meses durante 15 años. Cualquier cantidad de dinero que no pueda justificar legítimamente le será incautada.
FUENTE: http://cl.selecciones.com/contenido/a652_hugh-rodley-el-lord-del-fraude
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