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Comenzó a practicar kitesurf por diversión y casi le cuesta la vida si no es por la ayuda de un monitor.
By Kathleen Fifield

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Para John Ritter los días con viento son los mejores. Aprovecha cada oportunidad para dirigirse al Río Banana, un estuario largo y estrecho que rodea Cabo Cañaveral, en Florida, para practicar kitesurf, un deporte extremo que combina elementos del surf y la navegación a vela.
Se ata a un arnés conectado a una vela de 13 metros de longitud, se coloca sobre una tabla y el viento lo arrastra a través de la superficie del agua. “Es mi actividad favorita”, dice Ritter, comercial retirado de 53 años.
El otoño pasado, Michelle Henderson, corredora, buceadora y surfista consumada, se aficionó a este deporte. “Parecía divertido”, dice esta cirujana ortopédica de 50 años. “Una locura más que intentar”.
Henderson se hizo con un equipo de kitesurf, dio algunas clases y, pocos meses después, condujo hasta el Río Banana. Allí conoció a Ritter, quien la cogió como alumna. Se ofreció a ayudarla a perfeccionar su técnica. “Me convertí en su hada madrina”, dice John.
Quedaron una mañana de noviembre. John le daría clases mientras su mujer, Nancy, de 49 años, la seguiría en una moto acuática. De esa manera habría alguien para rescatar a Michelle en caso de surgir algún problema.
John le dio algunos consejos. La brisa era irresistible así que, tras colocar a Henderson contra el viento, salieron. Había navegado alrededor de 1.200 metros río abajo cuando sintió que el viento arreciaba. Sabía que, mientras más fuerte soplara el viento, más difícil sería para Henderson controlar su tabla. Preocupado, se dio la vuelta y comenzó a navegar hacia ambas mujeres.
Michelle ya había decidido dirigirse hacia la playa. El viento era demasiado fuerte para ella y quería ahorrar energías para la clase de la tarde. Soltó una de las cuatro cuerdas que mantenían la vela en el aire, preparándose para bajarla.
No pudo hacerlo. Segundos después, una poderosa ráfaga lanzó la vela hacia arriba, arrastrando a Michelle, que aún no se había desenganchado del arnés.
Soltó la tabla y trató de tirar del broche de seguridad. Normalmente esto habría desenganchado el arnés de la vela, que habría caído al agua. Sin embargo, una fuerte ráfaga de viento impulsó la vela hacia arriba de nuevo. Para aumentar el peligro, las cuerdas de la vela comenzaron a enredarse, creando lo que se conoce entre los practicantes del kitesurf como una espiral de la muerte.
Aún atada a la vela, Henderson rebotó en el agua y se sumergió. La boca y la nariz se le llenaron de agua; la presión del arnés sobre sus costillas le oprimía cada vez más los pulmones. No podía respirar.
Henderson sabía que debía tirar del broche de seguridad para soltarse de la vela, pero ni siquiera había podido localizarlo entre el montón de cuerdas enredadas. Nancy estaba a cientos de metros de distancia en la moto acuática y no llegaría a tiempo para ayudarla. Mientras luchaba por respirar, Henderson supo que estaba a pocos minutos de ahogarse. Su corazón le decía que no estaba dispuesta a morir. Se puso a rezar: “Aún no estoy preparada”.
Para entonces la velocidad del viento había aumentado de 24 kilómetros por hora a casi 65 y las olas medían por lo menos 60 centímetros de altura. John, aún a 400 metros de distancia, veía cómo Michelle intentaba soltarse de la vela. Buena idea, pensó. Entonces se dio cuenta de que no podía soltarse.
“Iba con viento a favor a 32 kilómetros por hora”, dice. “Fue entonces cuando supe que teníamos un verdadero problema”. Salió tras ella en su tabla, pero iba tan rápido que no estaba seguro de poder alcanzarla.
Al aproximarse, John perdió su tabla. Mientras luchaba por controlar su vela, que lo arrastraba de cabeza por el agua, se golpeó contra una ola ascendente y saltó delante de Michelle. Controló la vela con una mano y con la otra agarró las cuerdas y se colocó junto a ella.
Michelle sintió que John la sacaba del agua. “¡Agárrate a mí!”, gritó. Cuando ella se agarró a su brazo, él intentó soltar el broche pero no pudo alcanzarlo. De pronto, John la soltó. En ese momento, Michelle estuvo segura de que iba a morir.
Pero John había visto que Nancy se acercaba y calculó que podría ayudarla mejor desde la moto acuática; bajó su vela, saltó sobre el vehículo y lo condujo con su mujer delante. “Apenas podíamos hacerlo avanzar”, recuerda. “Las olas eran tan grandes que no podíamos atravesarlas”.
La pareja se agachó cuando la vela de Michelle se precipitó sobre sus cabezas. Entonces, mientras la vela caía en picado, John se tiró de la moto acuática. Con toda su fuerza saltó del vehículo, cayó sobre la vela y luchó con ella hasta hacerla hundirse en el agua.
Michelle flotó unos cuantos minutos hasta recuperarse, entonces se puso a desenredar sus cuerdas. Cuando contó las vueltas (más de 200) se asombró de que la vela hubiera girado tantas veces.
A Nancy no le sorprende la actitud de su marido ese día. “Supe que John sería capaz de saltar sobre la vela”, dice.
Por su parte, John alaba a Michelle: “Tiene una forma física impresionante; de no ser así, habría muerto antes de que yo llegara”.
Esta experiencia no ha hecho que Michelle desista. Está dando más clases y quiere seguir practicando kitesurf. “La vida es frágil, pero hay que disfrutarla”, dice. “Doy gracias porque aún estoy aquí para hacerlo”.

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