‘L’amour est un oiseau rebelle’ por Manuel Gonzalo Rivas

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«¿Qué sería de París sin Eiffel, monsieur?» Te pregunta y se queda largo rato mirándote, inquisitivo. No le das respuesta, pero se te erizan los pelos, los nervios te traicionan, titubeas y te echas en el diván.
– No lo sé, no lo sé…-le contestas, te tapas los ojos con la mano e intentas soñar –solamente he decidido dejar este lugar. Me agobian tus cuatro paredes, París.
– Pero…Eiffel. ¡Oh, Eiffel de mis amores! Piénsalo todo dos veces, o acaso muchas veces más. Acá lo tienes todo ¿y yo? ¿Acaso no piensas en mí?
Su voz apenas y llega a tus oídos. No distingues su suplicante verbo, pero igualmente todo esto agobia tus sentidos, te estremece el alma. Le mandas callar y pides la soledad en el reposo.

Mírate, pues. Estás hecho un desastre, de los que andan por las calles y apenas tienen la vergüenza suficiente para ir con la cabeza agachada. Compras tus ropas y las de París en Le Fashion, sigues caminando, te tropiezas con tantos transeúntes y crees que el azul clarísimo del cielo no es sino una pizarra para tus antojos, ahí donde has de pintar las tribulaciones que han de cruzarse en tu vida, ya que estás a punto de partir, de decirle a París que has de dejarlo para emprender un nuevo rumbo, abrir tus pequeñas alas e intentar volar lo más lejos posible. Pero lo amas ¿o no, Eiffel?
«Lo amo», te repites en tu cabeza, pero tus tercos pies ya están tomando otro camino. Vas por la rue Legendre y te topas con un par de conocidos. Esquivas miradas, cabizbajo, doblas en Avenue de Clichy. Te matan los pies, te matan los nervios. Nada como pasear por las tumultuosas calles de la ciudad que no amas tanto.
Allí, de tanto caminar, has terminado en la Opera Garnier. Y te quedas contemplando. Piensas en Le Fantôme de l’Opéra. Te sonríes y sigues tu camino por las soleadas calles parisinas, sin rumbo y con dos sacos embolsados. Uno de los cuales has de regalarle a París, si es que acaso piensas ir a verlo ¿Cuál puede ser el otro plan, Eiffel?
Te encaminas, entonces: rumbo al Boulevard de Magenta para dar encuentro a París y darle el bonito saco escarlata que llevas en mano. El otro, el de color negro, es para ti, o al menos así lo has pensado. En tu exquisitez podrías invertir el asunto y darle el negro a París y quedarte con el escarlata; aún considerando que a tu amado París no le gustan los sacos negros, has sido tú el que se ha dado el trabajo de ir a comprarlos, y Le Fashion no es sino uno de los lugares mas caros de la ciudad, así que has de engreírte un poco mas a ti mismo, Eiffel.
Caminas ya, por rue la Fayette y los nervios se te erizan otra vez ¿y si él quiere el saco escarlata, Eiffel? No…pues entonces has de quedarte con el saco negro. Ni modo. Aun así te hubiese gustado tanto el escarlata. En tu momento de brillantez hubieses comprado dos sacos escarlata, pero no tienes muchos de esos momentos; al menos no últimamente.
Y el Boulevard de Magenta te extiende su generoso tramo, lo despliega ante tus ojos. Allí, en el último trecho de la extensa calle, te espera el amor de tu vida, el muchacho por el que te metiste en toda esta aventura a la europea. Aquel que te ha retenido ya casi dos años en esta ciudad que no amas tanto.

Él ya huele todo el asunto. Sabe de tus pretensiones de independencia, de tu afán de emancipación. Ha sospechado todo cuando te has echado a llorar aquella tarde y casi terminas sumergiéndote en las aguas del Sena, pero él te detuvo, justo cuando tus dos pies se apartaban del filo mismo del Pont d’Austerlitz. Te abrazó contra su pecho y te ha besado como a un niño. Te llevó de la mano a casa y no te pidió explicación alguna, pero lo ha guardado todo muy bien ¿no lo crees así, Eiffel?
Pero para ti, un hombre que anhela la libertad, toda esta muestra de amor no es suficiente. O al menos no por ahora. Por el momento, solamente piensas en surcar los cielos en un avión similar al que te trajo por acá.

Por fin, has llegado. Te has parado y has contemplado el alto edificio, ventana por ventana. Y ahí, en el sexto o séptimo piso, asoma su cabeza. París mirando bruscamente al horizonte y quebrando con la mirada el pequeño parque de la acera de enfrente, casi soñador.
-¡París! –le has gritado y has agitado la mano -¡Paris, mírame que ya he llegado!
Ha bajado la mirada, te ha contemplado con rudeza, pero ha ido ablandando el rostro y su ceño fruncido, hasta culminar en una notoria sonrisa.
-¡Oh, Eiffel!¡Si mereces el peor de los castigos!¡He estado esperando las horas necesarias, aquí, contemplando las calles por ti, sólo por ti!
Rápidamente ha dejado la ventana para venir a tu encuentro. Mientras baja has estado mirando el parque de enfrente ¿no es allí donde se conocieron? Pues no. Pero es tan romántico imaginarlo así. Es, acaso, el parque más interesante de esta ciudad, de la ciudad que no amas tanto y de la que quieres huir.
Y de repente, ahí, enfrente tuyo, ya está parado el hombre de tus amores, y que a la vez es tu carcelero. El mismo que no te ha dejado huir y lo odias por ello. El mismo que ha impedido que tu cuerpo flote inerte en las diáfanas aguas del Sena y lo odias por ello. El mismo que te besa y te acaricia todo el cuerpo con una intrépida lujuria y recorre tus tensos músculos para hacerte sentir sensaciones nuevas, y lo amas por ello.
Allí, plantado a menos de un metro tuyo, aquel hombre alto y de esos ojos brillantes y bien formados ¿es razón suficiente para quedarte, Eiffel?
Te ha tomado de la mano, ha hecho una reverencia, te la ha besado y se ha vuelto a poner de pie, sonriéndote con la misma candidez del primer día que se vieron, hacia ya poco mas de dos años. Luego ha mirado las bolsas que cargas.
-¿Qué llevas en las bolsas, Eiffel? –te ha preguntando, como un niño emocionado que aguarda un presente.
Le has sonreído y has alzado una de las bolsas, dejando la otra apoyada contra el empedrado. Has sacado el contenido y le has mostrado el saco, el escarlata.
París se ha quedado embobado un largo rato, ha acariciado el saco, ha sentido la suavidad del tejido. Luego se ha abalanzado contra ti y te ha dado un largo beso en los labios y te ha abrazado con fuerza.
-Pero…si eres terrible, Eiffel –te ha dicho sonriente, tomando en sus manos el saco –Esto debe costar una millonada, querido. ¿Le Fashion, eh? La mala costumbre no te la quita nadie, Eiffel mío.
Se lo ha probado y voilà, le queda tan magnífico como te lo habías imaginado. Sus delicados hombros encajan perfectamente tras la rojiza tela. Su rostro, bastante pálido, resplandece como una luz, y sus suaves bucles contrastan con el saco.
-Está perfecto, París. Más que perfecto…-le has dicho y te has quedado mirando.
Te ha tomando nuevamente de la mano, y esta vez te ha halado consigo. Apenas has podido coger la bolsa con el otro saco y seguirle el paso.
-Pues esto habrá que celebrarlo…-te ha dicho muy alegre, aun halándote –Cómo si pudiésemos darnos estos lujos ¿eh, Eiffel? Pero bah, el gasto ya está hecho y unos gastos más no nos harán daño. O quizá si, pero no ha de matarnos.
Se ha detenido, frente al café Piccolo. Te ha lanzado una sonrisa, y te ha hecho señales para que pases primero.
Has cruzado la puerta, has hecho sonar la campana en el umbral y te has quedado mirando el lugar. Te ha traído tantos recuerdos.
Había sido allí, donde tú, pequeño viajero proveniente de Italia, te habías topado con París por primera vez y habías hecho obvio tu agrado hacia su persona.
‘Piccolo’, pues que nombre tan ridículo para un café situado en Boulevard de Magenta, uno de los lugares mas representativos de la metrópoli parisina. Pero a ti, proveniente entonces de Italia, te pareció el único lugar al que eras digno de entrar, ya que no te sentías para nada un poblador de esa ciudad, entonces nueva para ti.
Las banderas italianas en las paredes te hicieron reír. Esa era la idea de patriotismo que tenían los italianos, llenar de banderas cuanta esquina pudiesen, pintar los tableros de las mesas de verde, blanco y rojo y cantar fuerte Il Canto degli Italiani.

Fratelli d’Italia
L’Italia s’è desta
Dell’elmo di Scipio
S’è cinta la testa
Dov’è la vittoria?
Le porga la chioma,
Ché schiava di Roma
Iddio la creò

Todo esto te recordaba más a Mussolini y al saludo romano que expresaba Il Duce, antes que a tu queridísima Italia, ya casi extraída de tu memoria, para ser reemplazada por el sinnúmero de monumentos parisinos que apenas y despertaban algún interés en ti.
¿Has despertado, Eiffel? Pues si, has despertado. Te has dado cuenta lo lejos que estás de casa, de los lugares que amas, de la ciudad que anhelas.
Y ahí, el hombre que ha enturbiado tus sentidos, parado frente a la puerta, sonriéndote con toda la bondad (o será acaso malicia).
Pero no, has decidido que todo esto debe terminar. Has cogido la bolsa con el saco y se la has lanzado a la cara, lo has desconcertado. Has aprovechado el pánico para salir huyendo del local, mientras todos los parroquianos te observaban con curiosidad.
Has salido al Boulevard de Magenta y has mirado al cielo, a la pizarra azul donde has de trazar tu destino. Y si, ahora estás dispuesto a trazarlo.
Has corrido, como los mil demonios, dejando tu alma atrás. No has titubeado esta vez cuando has oído sus gritos atrás. «¡Eiffel, amor mío!». No, Eiffel. No debes retroceder. Ya todo esta planeado, ya sabes a donde vas y a donde no vas y sabes además como va acabar todo el asunto. Vaya ingratitud la tuya. Mejor has de voltearte unos segundos, lo ves allí a lo lejos, parado en la puerta del café, apenas y puede mantenerse de pie.
Adieu, París! Je t’aime –le has gritado, te has vuelto a dar vuelta y has seguido corriendo, todo está hecho.
Corres. Boulevard de Magenta, luego Boulevard du temple, luego Boulevard Beaumarchais, luego Boulevard de la Bastille. Y ya, ahí, frente a ti, ya casi llegas: el Pont d’Austerlitz, allí mismo, en el mismo lugar de siempre, el de los fatales recuerdos.
Te acercas, te asomas, miras al cielo una vez más y ves ahí dibujado el triste destino de un extranjero en París. Finalmente has de dejar la ciudad que no amas tanto y has de volver a casa, a donde perteneces, Eiffel; el Sena enfrente de ti y saltas…
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‘Anael’ por Fabiola Pérez

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Anael fue el primero en abrir los ojos aquel día. La mañana, nublada y húmeda, inexplicablemente lo habían puesto de un muy buen humor. Sabía que Luís aún dormía, así que decidió no llamarlo y extender su sueño un poco más. Se cambió con rapidez e ingirió por cumplirle a su cuerpo una taza de café a la volada. Un poco de agua en el cabello, sacudirlo y salir sin apuro del apartamento. Hacía mucho tiempo que Anael no se percataba de su alrededor y se sorprendió muchísimo al ver un edificio que decía Café Piccolo, cruzando la esquina. El apartamento de ella no estaba lejos, una cuadra más y lo vería, unos minutos más temprano y la hubiera visto salir apresurada dentro de aquella minifalda negra que él tanto detestaba. Sin embargo, decidió apoyarse en una baranda, encender un cigarrillo y contemplar analíticamente la insulsa ventana del apartamento de la muchacha. Sin quitarle la vista introduce parsimoniosamente el cigarrillo a su boca, inhala con fuerza y lo retiene por un largo rato para, finalmente, dejar salir el humo por sus fosas nasales. Parece ser que la noche de Lola fue de café y televisión a solas. No hay signo de algo con vida allá adentro y es cuando Anael decide seguir su camino. La casa de Luís no está lejos ni cerca y el madrugar le da tiempo para caminar sin apuros y pensar, en la noche y en Lola.
Sus pensamientos divagan en matices de sentir antagónicos y es en aquel profundo análisis que pierde el sentido cronométrico y llega en, él cree, un santiamén a casa de Luís. Doña Frida le abre la puerta sonriente y le dice que Luís aún duerme, pero que lo espere en la sala que lo despertaría en unos minutos. La empleada se acerca para ofrecerle una taza de té, pero él se niega. Lo quisquilloso que era él con el comer ya se lo sabía de memoria la pobre chica, pero por cortesía le ofrecía algo y rogaba en sus adentros que alguna vez le acepte. Anael se preocupaba mucho por su apariencia y casi nunca lo veías ingiriendo algo, su guardarropa era pobre pero él siempre lucía fantástico y cuidaba sus expresiones así como controlaba sus movimientos. Derecho cómo una señorita, espera que su amigo baje por esas escaleras y se dirijan al porche trasero. Luís demoró más de lo esperado, pero a Anael no le importó.
– ¡Hombre! Disculpa la demora, mi sueño ha sido bastante placentero – se acerca a darle un abrazo y camina delante de él en dirección al porche – Julia, dos copas de vino para acompañar nuestra amena conversación – y guiña un ojo a Anael en complicidad. Se sientan en aquella gran silla de cedro que daba la vista hacia un gran descampado verde y Anael comienza a hablar, como siempre:
– El tiempo es nuestro único competidor, mi amigo. Tenemos que ser más ágiles que él, ir en contra de él – lo mira con sigilo y baja el volumen de su voz – Lola está llegando temprano y ojalá que siga viniendo sola. No nos vaya a dar una sorpresa como hace algunas semanas, que andaba metiendo a cualquier muchachita en su apartamento – dice asqueado.
– Ah… ¡Lola! ¡Qué rica qué esta! – Luís muerde sus labios – ¿Has visto esa minifalda suya?
– Sí, la detesto – le contesta cortante.
– Pero no es justo, hombre. La gente bella no merece tal destino, creo yo – dice Luís, pensativo.
– ¡La belleza no es pretexto para detener lo que con tanto esfuerzo hemos logrado! – Le contesta indignado – No vas a dejar que tus alusiones de belleza celestial hacia esa mujerzuela, detengan TODO esto.
– “Lo que tanto hemos logrado”, ¿no? – acerca su rostro al de él y le contesta en burla – Lo que TÚ has logrado, querrás decir…
– No seas humilde, mi amigo – le contesta sonriendo – Mi obra no sería nada sin tu tan afable contribución.
Luís resopla una sonrisa y, oportunamente, llega Julia con las copas y una botella entera para evitar que la vuelvan a solicitar. Lo pone en la mesa de al lado y sirve el liquido en las copas con rapidez, asiente la cabeza y se dirige a la cocina, pero Luís la detiene cogiéndola por el brazo.
– ¿Por qué tanta demora para traer el vino y por qué tanta prisa para servirlo? – La interroga entre risas coquetas – Pareciese que no nos soportas, Julia, ¿es eso?
La muchacha lo mira con los ojos totalmente abiertos por el miedo y no pronuncia palabra alguna.
– ¿Te comió la lengua el ratón, Julita? – Su sonrisa se vuelve perversa y su mirada la penetra sin temor – ¡Jajaja! No estás de humor – dice entre risas y la suelta, por fin.
La muchacha sale disparada a la cocina en silencio bajo la mirada soberbia de Anael.
– ¡Pobre, niña! No la deberías torturar de esa manera – le dice a Luís mientras saborea el vino con finura – Aunque, para serte sincero, me parece tan insulsa y fea.
– Jajaja… ¿A quién le importa eso? Cuando es obediente en muchas cosas – Sonríe altivamente y levanta su copa – Pero, ¿Por qué hablamos de Julia? ¡Brindemos por Lola! – le dice entusiasmado.
– ¡Por Lola! – contesta Anael con un intento de sonrisa en los labios.
El resto de la mañana pasó entre bromas y copas de vino. Su tolerancia al alcohol no era muy alta, así que decidieron dejar de lado la botella y ponerse a planear la que sería una larga noche con Lola.

“Mujer es encontrada desnuda y muerta en un Parque de Long Views.”
“Cadáver de madre de familia es descubierto en un descampado.”
“Una tercera mujer es encontrada muerta cerca de Long Views.”
“Centro Policial especula que muertes podrían provenir de un mismo autor.”
“¡Racha de asesinatos femeninos no se detiene! La policía ha empezado investigaciones al respecto.

Luís leía detenidamente cada titular con una sonrisa en sus labios. Abajo Julia se movía con rapidez para acabar con su trabajo lo más pronto posible.
– Parece ser que nos volvemos famosos por ac… – El éxtasis invadió su cuerpo como una descarga eléctrica y dejó salir su gloria directo a la cara de Julia. La muchacha cogió un paño con rapidez, se limpió y salió de la habitación.
– ¡Perra! – murmuró Luís y dejó caer su cuerpo adormecido sobre la gran cama.
Anael observa con detenimiento la ventana de Lola y se percata que esta no está sola. Una muchachita la acompaña y parecen disfrutar mucho la una de la otra, comer fresas con crema y escuchar a David Bowie en la radio. Y es cuando su hermosa melena rubia se bate al ritmo de la música que Anael percibe ese inconfundible dolor en el pecho. Aquel dolor que lo seguía cuando recordaba a la antigua Lola y cuando predecía el cercano destino de la actual.
– Se lo merece – pensaba – Se lo merece tanto como las demás, creo que hasta lo merece más.
La angustia invadió su cuerpo y la inseguridad lo llenó por completo. Su respiración se agitó y sus manos empezaron a sudar. Anael giró su cuerpo hacía la siguiente esquina y tomó un taxi presuroso a la casa de Luís. Al llegar a esta, entró sin saludar y se dirigió con desesperación a la habitación de Luís. Abrió la puerta sin tocar y la sorpresa hace saltar al dueño del cuarto.
– ¡¿Qué carajos?! – Salta de la cama y lo mira asustado – ¡Joder hombre! Que acá uno no puede descansar ni en su propia habitación – arregla su camisa y le dice tranquilo – ¿Ahora qué pasó?
– Luís no puedo hacerlo. Mi cabeza se llena de imágenes de aquellos estúpidos buenos tiempos con Lola y mi indómito corazón se llena de dolor – se coge la cabeza con desesperación – ¡Me estoy volviendo débil!
Luís camina por la habitación pensativo y busca una cajetilla de cigarrillos en su mesa de noche. Le pide el encendedor a Anael, enciende un cigarrillo sin prisa y le contesta pesimista:
– Te dije que no podríamos…
Los ojos de Anael se inyectaron de odio y rabia. Su respiración se agitó y le soltó grandes gritos en la cara:
– ¡¿Pero, qué carajo estás hablando?! ¿Acaso te volviste loco? – Anael se acerca con los ojos inyectados de locura a Luís y le habla muy de cerca – ¡Esta es nuestra consagración! Es un reto que debemos superar.
– Joder, Anael, pensé que habías decidido dejarlo – le contesta Luís, decepcionado.
Anael inhala para tranquilizarse y junta las palmas de sus manos sobre su boca para pensar. Luís lo contempla callado mientras termina su cigarrillo y empieza a asimilar la idea de ver a su amor platónico convertido en un cadáver congelado por el frío de la intemperie. La imagen que creo de ella, desnuda y gélida, lo hicieron sonreír y pensar de que tal vez no era tan mala idea.
– Estaba semidesnuda y bailando con una muchachita – murmuró – No sé cuánto tiempo más le tomaría acostarse con ella, pero el solo hecho de pensar en aquello te juro que me revuelve el estomago.
– Tú no eres un pan de Dios – le contestó Luís.
– No he dicho eso, mi amigo. Pero es que lo que ella hace no es correcto. ¿Ves todo lo que hemos logrado? Arrancar de la ciudad a estas mujerzuelas que fornican entre ellas. Yo…
– Anael, pero tú…
– Yo las odio, Luís – le contestó devastado – Tan libres, tan felices y tan dispuesta amar sin ataduras ni prejuicios. Yo no sé, Luís, pero todo eso tiene que acabar de una vez…
– Yo solo pido mi parte y prometo buscar un lugar para el cuerpo, como siempre – le contesta Luís, resignado ya, a la idea.
– Hoy, en mi apartamento – murmura – y ya sabes que traer… – le dice mientras se desliza por la puerta.
Luís llega puntual con todo lo que Anael solicitó. Se pasan la tarde sin hablar y esperan que caiga la noche para actuar. Cuando el ocaso se dejó ver, la ventana de Lola parecía vestir un naranja casi rojo. Luís observó aquello dubitativo y fue una hora después, a las 19:00pm, que preguntó:
– ¿Hombre, crees que su sangre sea tan roja como el rojo que vi en su ventana? – Le preguntó curioso – ¡Demonios! Yo creo que sí.
– Yo no sé – le contestó cortante, Anael – Agarra las cosas, Lola ya está en casa.
Y salieron en silencio del apartamento.

20:30pm
El cuerpo inerte de su hermana tirado en el espacioso departamento le supuso un alivio. Luís le había dicho que luchó bruscamente para evitar sus embistes, pero que una mujer nunca sería más fuerte que un hombre así que no pudo evitar su fatal destino en manos del que se proclamaba admirador suyo. Y no evitaría tampoco el que sufriría en manos de su propio hermano. Lola lo miraba con ojos inertes directamente a los suyos, lo miraba con esos grandes y azules ojos inertes. El frío recorrió su cuerpo en un único escalofrío y ordenó con prisa a Luís que se encargara del cuerpo, como siempre. Las manos de Anael estaban manchadas de la negruzca sangre de su hermana, que él comparó con la brea.
– Debe de ser por el color de sus pecados – sentenció en voz baja y se encaminó al lavadero para quitársela toda.
Luís ya se había ido con el cuerpo y a él solo le quedaba arreglar todo el desbarajuste que allí había y quitar todas las manchas posibles. Luís regresó bastante rápido al apartamento y le comentó lo raro que lo miraban los vecinos de los pisos inferiores al verlo subir las escaleras con prisa.
– No creo que estén acostumbrados a ver entrar y salir HOMBRES del apartamento de Lola – Le contestó Anael. Luís alzó los hombros sin muchas ganas y se sentó en un gran sillón que ahí había.
– ¿Te dije lo mucho que se parecen? – Preguntó Luís – Me refiero, a ti y a Lola.
– Sí, lo habías mencionado – Contestó asqueado.
Salieron del apartamento en silencio al ver terminada su tarea. Estaba cayendo una garúa bastante molesta y se respiraba un aire húmedo en todas las calles. Los brazos de Anael aún estaban adoloridos por toda la fuerza que empleó para destrozar la cabeza de su hermana y su mente aún divagaba en los grandes ojos azules de la muchacha.
– Bueno, creo que esto fue todo, hermano – Le dijo Luís haciendo un ademán de despedida.
– Espera… – Contestó presuroso y cogió su mano con fuerza. Luís lo miró confundido y trató de zafar su mano de la de él. Anael se aferro con más fuerza a pesar de que el dolor aumentaba en sus débiles brazos. La lucha no fue muy larga, ya que Luís logró zafarse en un movimiento ágil. Lo miró con contrariedad y dijo:
– Y es mi amigo, que yo no soy como tú.
– No sé de que hablas – contestó para disimular su humillación.
– Bien lo sabes – le dijo con una sonrisa – Nosotros nos guiamos por cosas distintas y no sé si tú lo puedas entender. Yo lo hago… ¿Puedes tú? – terminó sonriente y le lanzó una última mirada a Anael. Dio media vuelta y desapareció por una esquina.
Anael dejó su cuerpo caer sobre la acera y su mente divagar en los inertes ojos azules de su hermana. ¨

“Policía confirma parentesco de la última víctima encontrada con el joven detenido por sospecha de asesinatos. Especulan la existencia de complicidad en la muerte de mujeres.”
“Anael García se confiesa autor de asesinatos y niega la existencia de un cómplice.”
“Investigaciones confirman que todas las victimas de García eran lesbianas. Psicólogos afirman tendencia homosexual en asesino.”
“Policía detiene investigaciones y esperan resultado de juicio contra García.”
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‘La mujer de blanco’ por María Claudia Huerta

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—¡Niña! —llamaste—. Acércate. Necesito que le avises a mi hija que ya no tengo zapatos.
—Camila —te respondió la mujer vestida de blanco—, usted sí tiene zapatos…
—No, no… no tengo. Se perdió uno cuando me cambiaron de cuarto ¿recuerdas? Esos enfermeros ladrones, cómo son capaces de robarle a una mujer anciana como yo…
—Ay, doña Camila —te interrumpió la mujer abriendo las cortinas de tu cuarto—, su zapato se perdió hace meses. Su hija ya le trajo dos pares nuevos, unos para que los use acá y otros para cuando salga a la calle. ¿Recuerda usted?
La mujer se acercó a tu mesa de noche y apagó la lámpara que habías prendido minutos antes. Luego se acercó a ti, cogió tus brazos y te jaló.
—¿Qué haces, niña? ¡¿Qué haces?! —gritaste espantada.
—Le ayudo a levantarse—te respondió la mujer sin inmutarse mientras colocaba almohadas en tu espalda—. Ya le vamos a traer el desayuno, a menos que quiera ir al comedor con los demás…
—Claro que no —respondiste mientras te dejabas sentar por la mujer—. Esos viejos son asquerosos. ¿No has visto cómo comen? Botan la comida por todo sitio… ni los bebés comen así.
—Como usted diga, Camilita. Ahora espéreme un ratito que don Fausto ya debe de estar despierto. Vuelvo con su desayuno…
La mujer sonrió y salió de tu habitación. Estiraste tu brazo para coger los lentes en la mesa de noche, te los pusiste y buscaste con la mirada los portarretratos en la cómoda al lado de la ventana. Tu hija, su esposo y tus dos nietos te sonreían desde la mesa de algún restaurante. Al costado, tu esposo miraba al vacío desde algún estudio fotográfico de pared azul. Lo contemplaste un momento sin concebir un pensamiento específico en tu mente, como todas las mañanas, y, luego, tu mirada se desvió hacia la ventana. Observaste el huachafo edificio ocre de cuatro pisos, el Café Piccolo que tenía toda la fachada decorada con madera y la casa gris que se caía en pedazos. Te preguntaste por qué habían escogido tan mala ubicación para una Casa de Reposo, nadie quería ver edificios al despertarse, tú querías ver parques.
Despacio, moviste tus piernas para bajarlas de la cama, pero, cuando por fin hiciste contacto con el tapete rojo en el suelo, recordaste que no tenías zapatos que ponerte.
—Estos enfermeros ladrones —murmuraste bajo tu aliento antes de gritar—: ¡Niña! ¡NIÑA!
La mujer de blanco demoró un minuto en llegar.
—¿Qué sucede doña Camila? Ya le están subiendo el desayuno…
—No tengo zapatos —interrumpiste furiosa—. Qué me voy a poner hoy, si me robaron un zapato cuando me mudaron de habitación. Tienes que decirle a mi hija…
—Sí, Camilita —dijo la mujer con una sonrisa paciente—. Ya le dije. Aquí están sus zapatos nuevos… —La mujer se agachó y sacó de debajo de la cama un par de zapatos anchos de cuero marrón—. ¿Le ayudo a ponérselos, Camila?
La mujer no esperó tu respuesta para colocarte los zapatos. Observaste cómo calzaban perfectamente en tu pie y te parecieron extrañamente familiares.
—Dale a mi hija las gracias de mi parte, si hablas con ella —dijiste todavía observando tus nuevos zapatos.
—Claro que sí, no se preocupe. Ahora, me tengo que ir porque la casa está patas arriba…
—¿Qué sucede? —Preguntaste de buen humor—. ¿Alguno de esos viejos decrépitos ya estiró la pata?
—Ay, doña Camila —dijo la mujer con pesar—. Me temo que sí.
La mujer de blanco se dio media vuelta y te volvió a dejar sola. Pensaste un rato en lo que te había dicho: uno de los viejos había muerto. ¿Cuál de los viejos? Pensaste en tu vecino que siempre roncaba, en la señora que te daba las galletas de soda que su yerno le llevaba, pensaste en la señora que nunca se quitaba el babero de bobitos, pensaste en el joven con cáncer que había entrado la semana pasada, en la señora del andador… No pudiste evitar sentir cierta pena por cada uno de ellos. Sabías que los días de todos aquellos vejestorios estaban contados, pero nunca habías hecho la cuenta.
Decidiste alistarte de una vez. No te tocaba bañarte ese día, o tal vez sí te tocaba, pero no querías. Cogiste la ropa de la silla y fuiste a sentarte en la cama para cambiarte. Después de muchos jadeos y varias pausas, terminaste de vestirte. Como estabas de buen humor por tus nuevos zapatos, no pediste ayuda para peinarte tampoco. Fue más sencillo que vestirte, pero no estabas segura de si lo hacías bien. Tus cabellos grises se retorcían como si estuviesen chamuscados. Los recogiste todos, o recogiste todos los que pudiste recoger, con el gancho negro que la mujer de blanco te había regalado. Sin embargo, cuando terminaste, reparaste en que ya había pasado mucho tiempo y tu desayuno todavía no había llegado.
—¡Mi desayuno! —vociferaste—. ¡Desde hace una hora estoy esperando mi desayuno! ¡Niña! ¡NIÑAAA!
Te detuviste porque un dolor desgarrador atacó a tu garganta. Buscaste la jarrita de agua caliente en la cómoda, pero no estaba porque la traían junto con el desayuno. No te atreviste a gritar de nuevo por miedo al dolor. Felizmente la mujer de blanco llegó a los tres minutos con una bandeja en sus manos.
—Discúlpeme, Camila. Se nos olvidó por completo —dijo—. Abajo hay un alboroto enorme…
—¡Claro! ¡Y mientras yo me muero de hambre! —respondiste furiosa—. ¿Para qué crees que les paga mi hija? Le voy a contar del horrible trato que recibo. ¡Esto no se va a quedar así! ¡Alcánzame el azúcar!
La mujer suspiró exhausta y te pasó la azucarera. Te acercaste a la mesita auxiliar sobre la cual había puesto tu bandeja y te persignaste antes de recibir lo que la mujer te alcanzaba.
—Señora Camila, la dejo. Tengo que bajar para ayudar.
—¿Bajar? ¿Qué hay abajo?
—Ya le dije. Murió una señora y la familia está molesta.
No dijiste nada porque no estabas segura de lo que eso significaba. La familia estaba molesta. ¿No debería acaso de estar triste? Y porqué se iba la mujer de blanco. ¿No tenía ella que quedarse en el segundo piso, contigo?
—Niña —llamaste antes de que la mujer cruzara la puerta—, ¿quién murió?
—La señora Ducelia, no sé si la conoció usted.
—No —respondiste sincera y un sentimiento de alivio te invadió—. ¿Cómo se murió?
—Eso es lo que la familia quiere saber —respondió la mujer y salió de la habitación.
Te molestaste porque la mujer se fue sin preguntarte qué querías hacer. Observaste tu habitación unos instantes y decidiste ir a la salita del segundo piso. Caminaste lentamente hasta entrar en esa habitación bien amueblada y perfectamente iluminada que tenía el defecto de ser compartida. Sólo había dos personas en ese instante: el señor que roncaba estaba viendo televisión y la señora del babero de bobitos estaba sentada en su silla de ruedas con la mirada en ninguna parte. No te molestaste en saludar y fuiste directamente al sillón individual al otro lado de la habitación, pero antes de llegar viste algo que llamó tu atención.
Desde el ventanal de la sala podías observar dos camionetas policiales estacionadas frente al ingreso de la Casa de Reposo. No recordabas haber visto camionetas policiales en ese lugar antes, y no podías pensar en alguna razón para que estén ahí. Observaste un buen rato, pero como la situación no cambió, continuaste tu camino y te sentaste en tu sillón favorito.
Perdiste la noción del tiempo hasta que entró la mujer vestida de blanco.
—¿Por qué me dejaste? —le gritaste apenas la viste—. Me pude haber caído viniendo aquí. Me pude haber roto todos los huesos. Le voy a decir a mi hija… ¡Ella paga para que me traten bien!
—Oh, lo siento tanto señora Camila —se excusó la mujer—. Pero me necesitaban abajo… Señor Fausto —dijo acercándose al otro señor—, tenía que tomar su pastilla a las diez, ya son las once y media.
La mujer le dio al hombre una pastilla y le sirvió un vaso de agua de la jarra en la mesa de centro. El hombre tragó su pastilla y siguió viendo televisión.
—¿Y mis pastillas? ¿A qué hora tengo que tomar mis pastillas? —preguntaste.
—¿Sus pastillas, señora Camila? ¿No son en la tarde? —dijo la mujer dubitativa—. Déjeme ver su ficha y vuelvo para decirle.
—¡No! No me vuelvas a dejar sola… —exclamaste.
—No se preocupe, Camilita —dijo la mujer con dulzura—, voy y vengo. Sólo tengo que bajar un instante.
—¿Bajar? ¿Por qué tendrías que bajar? Tú trabajas en este piso, no abajo.
La mujer sonrió y salió de la sala, pero no volvió al instante. Observaste el cielo afuera, recordaste la foto de tu esposo mirando a la nada en tu cómoda, y te sorprendiste al levantar la cabeza y encontrar la mitad de la sala llena de viejos. Antes de que pudieras preguntar en qué momento habían entrado, dos jóvenes vestidos de blanco cruzaron las puertas con dos mesitas de ruedas llenas de comida.
Llevaron a los viejos de uno en uno a la mesa del comedor al otro lado. Tú te negaste a comer con el grupo y le ordenaste al joven que te llevara el almuerzo a tu sillón individual. Cuando colocó la mesa auxiliar frente a ti, aprovechaste para preguntar aquello que inundó tu cabeza mientras recordabas a tu esposo.
—¿Cómo murió la señora del primer piso?
El muchacho de blanco parecía verdaderamente sorprendido:
—Ah… eh, todavía no lo saben. Para eso está la policía.
—¿La policía?
—Sí, usted debe de haber visto sus carros afuera—dijo él.
Lo pensaste un momento pero no estabas segura de lo que quería decir. Tomaste tu sopa y luego le pediste a uno de los jóvenes que llame a la mujer de blanco para que te acompañe a tu habitación.
—Lo siento, señora Camila. Ella no puede subir ahorita. Pero yo la ayudo.
—¡Yo no voy a dejar que uno de ustedes vuelva a entrar en mi habitación! ¡Después de que me robaron, todavía quieren volver! —gritaste indignada.
—Lo siento señora —se excusó el otro rápidamente—. Sólo le estaba sugiriendo que…
—¡Cállate! —ordenaste—. Ahora, sólo ayúdame a pararme.
—Sí, señora —respondió el joven intimidado mientras te jalaba de los brazos para ponerte de pie.
Caminaste lentamente hasta tu habitación, te quitaste los zapatos con dificultad y te recostaste en tu cama, pero antes de conciliar el sueño, un ruido en la calle te inquietó. No quisiste levantarte, pero el ruido no cesaba. Era gente discutiendo a grandes voces. Te pusiste de pie con un enorme esfuerzo y caminaste descalza hasta la ventana.
El alboroto lo armaban un grupo de personas reunidas alrededor de dos camionetas policiales. Te acomodaste los lentes y viste que un grupo de personas, los policías, arrastraban a una mujer vestida de blanco, y otro, los vecinos, interferían en su camino. Pensaste en la mujer de blanco que trabajaba en el segundo piso, pero no comprendiste qué relación podría tener esta con la del alboroto. Finalmente, los policías lograron meter a la mujer a una de las camionetas y, apenas ellos estuvieron dentro también, arrancaron. Los vecinos se dispersaron, volvieron al edificio, a las casas cercanas y algunos entraron al Café Piccolo.
Observaste el panorama exterior y te preguntaste por qué habían escogido tan terrible ubicación para la Casa de Reposo. Volviste a tu cama y te recostaste de nuevo. Estuviste ahí horas, sin saber si estabas dormida o despierta.
Una mujer de blanco te trajo la cena a la habitación, pero no era la mujer de blanco de la mañana ni de las otras veces. Preguntaste por ella y la otra respondió secamente:
—¿Qué? ¿No escuchó, señora? Se la llevaron presa, por su culpa la señora Ducelia se murió.
—¿Quién es la señora Ducelia? —Preguntaste curiosa.
—Es, o era, una señora del primer piso. Yo estaba a cargo de ella, pero como tomé mi descanso la semana pasada, Nina me reemplazó. ¿Ya está cómoda?
La mujer de blanco te había sentado en la cama frente a tu cena.
—Sí, sí… —respondiste sin cuidado—. ¿Y por qué se murió la señora?
—Ah, parece que fue la medicina. Nina le estuvo dando las pastillas que no eran… pobre, las dos. La señora Ducelia, que en paz descanse, y Nina, que ni sabía qué cosa le tenía que dar a la señora… Bueno, aquí la dejo… —la mujer de blanco miró el folder que tenía en el brazo— señora Camila. Vuelvo más tarde a recoger su bandeja. Tengo que ver a todos los otros hijos de Nina.
La mujer salió de tu habitación y tú perdiste el apetito. Te echaste en la cama y te quedaste dormida al instante. Cuando despertaste al día siguiente, nadie había abierto las cortinas.
—¡Niña! ¡NIÑA! —gritaste fastidiada.
Esperaste, pero nadie vino. Furiosa ya, hiciste un esfuerzo y te levantaste sola. Pusiste los pies en el tapete y recordaste que unos enfermeros se habían llevado tu zapato y que necesitaban avisarle a tu hija para que te compre otros.
—¡¡NIÑAAA!! —gritaste con todas tus fuerzas y tu garganta se resintió.
Tosiste un poco y caminaste descalza para abrir tus propias cortinas. Te encontraste con el edificio, el café y la casa, pensaste en la pésima ubicación de la Casa de Reposo, tú querías ver parques al despertar. Tosiste un poco más y volviste a tu cama a sentarte. Al rato llegó una mujer de blanco que te ayudó a vestirte sin decir una palabra. No le gritaste porque tu garganta no te lo permitía, pero mientras abotonaba la blusa lila que usarías ese día, no pudiste evitar sentirte terriblemente mal. La furia te había abandonado, pero el nuevo sentimiento era peor. Cuando viste a la mujer de blanco de cerca no pudiste reconocer a la niña llamada Nina con la que te gustaba conversar. La mujer de blanco era otra.

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‘El amuleto’ por Francisco Serrano

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¿Si o no Carlitos? Tu enferma predilección hacia las fotos es incomparable. Foto a la señora, foto a su amiga también. Foto a la pareja y al traserazo que se manda la ‘chamita’ esa ¿no tendrá más de 14, verdad? Tremendas cinturas, desbordantes nalgas e hipnotizantes caderas has plasmado para la eternidad. ¡Ni Playboy puede hacerte competencia!

Sacas cada foto con el ojo de tu abdomen, que siempre está cubierto con tu polo de siempre, el negro ese. Te arrodillas solo si es necesario, creo que por eso tus jeans no dan pena. Pelo corto, pues si es largo además de distraer, llama mucho la atención. Y una linda nariz respingada, intacta a pesar de tantas broncas con pandillas…

Limpio loco, hay que estar limpio; a las flacas no les gustan los pobres, sino los que tienen su carro, con asientos de cuero como regla general y su reloj de oro si es posible. Como tu imbécil, a ti te envidian y fanfarroneas al respecto. No eres un maricón que camina en la pista, te pegas a la pared y apenas sientes que te quieren meter la mano… ¡Zas! Tu brazo musculoso irrumpe en el rostro de quien te quiera ‘chorear’ ¿Qué útil es tu manopla, no?

Ay Carlitos, mañoso por naturaleza, como has crecido en este mundo pueril, donde las protagonistas varían constantemente e, incluso, a algunas nunca se les conocerá el nombre ¿Cuándo te cagaste loco? ¿Cuándo te violó tu papá a falta de ‘jerma’? ¿Cuándo te devoraste a 5 en una noche? ¿O cuándo recibiste tu primera paga por aportar al negocio? Muchos dicen que todo fue un dominó, pero tu sabes la verdad enfermito, tu sabes que lo último fue lo que de verdad te disfrutaste a gusto. Eres único en el negocio Carlitos, solo tu la haces linda, sin riesgo de que nos demanden. ¡Cómo cambian los tiempos, mi enfermito! Lo que antes costaba una vida encontrar, ahora tu solo las miras, les hablas, las llevas al ‘telo’ con tu cámara en mano y ya está. 2000 mangos o más al bolsillo. Tus ‘cachuelos’ si venden loquito.

Escucha tu celular, creo que hay una llamada para ti. Bah… ¿Otra vez al Café Piccolo? Si lo sé loquito, te encanta ir allá, ahí te levantas a cualquiera además de que todas están para darle. Pero es Miraflores loco, es un barrio de puro pituco y lo sabes, llaman a un tombo y te cagan en una, ahí no todos son tarados como las ‘chamitas’ que te levantas en Niza. El dinero les vacía lo poco de cerebro que tienen, pero no les quita la codicia y avaricia de su mente.

Encima ese café, por Dios, mejor que te lo sirvan en cuchara; yo sé hermano, tu tienes plata y tienes que hacerte ver con plata, por eso, por tu complejo de agrandado, te haces el bacán y tomas la cucharita con asa.

Estamos en plena Pardo, casi llegando al Parque Kennedy. Muchas chiquillas admirando la comida chatarra. Te da una repugnancia inmensa al verlas comer esas porquerías ¿No Carlos? Te gustan las bien cuidadas, que no abusen de sus antojos. Sin embargo, si se trata de placer, que lo exploten siempre frente a la cámara, lo caseritos te reclaman a cada segundo mal grabado.

Bueno, ya llegamos, el ‘Pepe’ quiere que nos esmeremos en este trabajo, que saquemos la aguja del pajar. ¿Siempre nos manda de polizontes no? Un trabajito aquí, un cachuelito por allá, ya nos agota el bruto ese, pero es el que nos paga y no tenemos alternativa cholo, a seguir como obrero hasta que el payaso ese caiga de una vez ¿Y tú? ¿Que piensas? Ni con el jefe ni con la plebe, solo haces tu chamba lo mejor que se pueda, si bien eres el preferido de la zona, te esfuerzas a cada momento como si fuese el ultimo video, la última foto… ¿No te cansas?

Ni bien nos hemos estacionado en pleno Benavides con Larco, una ‘chamita’ ha salido corriendo y llorando del café de la esquina ‘Se ha peleado con su flaco’, dijiste en un murmullo. ‘¡Es la oportunidad!’ Exclamaste mentalmente.

La cogiste. Ella no ofreció resistencia. Te sorprendió que no gritara, pero igual la empujaste hacia el carro para que entre rápido, muy concurrida es esa zona.. Era un tenue atardecer manchado de rojo, y tu tez morena se veía mas oscura que de costumbre. Mientras pisabas el acelerador hasta el fondo, haciendo cambios de primera a quinta en 10 segundos, miré por el espejo retrovisor. El flaco nos maldecía y se guardaba algo en uno de los bolsillos. ‘Debe ser la manopla’, dije, ‘la que siempre llevas contigo’, pero nunca me escuchaste.

Seguimos la rutina de siempre, solo que sin el preludio de gritos. Ya sabes loquito, cuando caminamos hacia el cuarto y forcejean con sus cuerpitos tan delicados. Apenas las lanzamos a la cama gritamos antes que ellas, como signo de autoridad. Los mejores hostales son los de avenidas concurridas, ahí cualquier grito es ahogado por el tránsito. Eso sí, cuestan un ojo de la cara, pero como te conocen te dejan el cuarto a mitad de precio.

Ascensor, último piso. Pasillo. Cuarto con las ventanas bien cerradas y las cortinas corridas, así ni el mejor ‘paparazzi’ nos caga. No hemos necesitado una charlita inicial para ablandarla, ella solita se ha ofrecido. Con sus exuberantes pechos, bien erguidos por cierto. Su cintura es ideal. Su cabello es ondulado en las puntas, castaño en su totalidad, una nariz recta y un trasero que mata cualquier pensamiento que no sea erótico.

– Esta trigueñita nos va a dar una buena paga de placer… Menuda perra nos ha tocado loco –pensabas.

Parece que es su primera vez, pues le ha dolido mucho cuando le metiste el dedo. ‘Pepe’ nos pagará una fortuna por el material o sino un plomazo atravesará su cráneo, eso si es que tiene suerte. Ya antes de tocar la cama estaba mojada. ¿Qué le habrá pasado? ‘Que chucha’, dices, ‘el tiempo es oro y no me pagan por analizar los contextos.’

¿Esos movimientos los aprendiste en Ecuador, no loco? Ahí debutaste a los 10 creo, cuando recién conocías a parodi. Ahora vas a tocar los 30 y sigues, pobre próstata. No tengo cáncer. ¿Y el SIDA? Por eso las prefiero jóvenes, algunas son cacherasas, pero yo sé identificar a las que apenas han probado. Aparte, atracan más rápido de lo que piensas. Dices todo esto siendo fiel a tu estilo, con tu video grabadora en la mano, desde tu perspectiva para que todos te puteen por lo suertudo que resultaste este día. Ya lo editarás más tarde, para que hasta el mismo ‘Pepe’ se masturbe al verlo. Luego de fotografiar, tanto con tus ojos y el lente, guardaste la cámara en seguida, todo sale perfecto hoy.

Media hora ya ha pasado y recién te vaciaste dentro. Consideras que ya es suficiente, no puedes esperar a que el ‘Pepe’ te felicite. Guardas la filmadora en tu mochila Adedas, conseguida a 10 lucas en Polvos. Te sientes realizado, hacía tanto tiempo que nos disfrutabas tanto, tanto como tu primera vez. Para que la chibola no joda después le has dejado la píldora y una botella de agua, además del sedante que corre por sus venas y arterias. Te guardaste el más fuerte de los narcóticos; en medio de esta noche podrás encontrar a otra ‘chamita’ a quien levantarte, y si no hay, pues a una señora no muy vieja, que más da.

Apenas has tocado la vereda sentiste alguien detrás, alguien que tenía esa aura asesina. No tuviste miedo, de hecho ni siquiera sabías quien era ese chato. En un chispazo de lucidez recordaste que era el flaco de la desvirgada del último piso. El otro loco se parece mucho a ti, solo en el vestuario, tu tienes un terno que te hacer ver todo un ejecutivo. Él, en cambio, lleva un zarrapastroso uniforme escolar de algún colegio privado, creo que dice SM en su insignia, con una cruz roja y los demás azul, todo encerrado en un escudo.

Pelo largo, se la da de valiente por romper reglas estúpidas, como las del colegio. Le pongo un metro ochenta de estatura (tu eres más alto que él, tranquilo), a duras penas tiene músculo en cada pierna. Buscas tu manopla en el bolsillo derecho… Chamare… ¿En qué momento se cayó?… La respuesta estaba en frente suyo. A aquel chico le brillaban los ojos, como fuego en plena oscuridad. De su bolsillo izquierdo sacó una daga y del otro una manopla. Carlitos, admítelo, te measte de miedo por un momento. La tola la tenías en la maletera, y el chico era un obstáculo entre tu y el auto. Como nos cagaron Carlitos.

Era un niñato, pero tiene el mismo carácter que tu cuando tenias su edad, temerario e insolente. Te gritó puras cojudeces, pero de tanto ruido salió algo interesante de su boca. Se la quitaste Carlitos, pero no se quejaba por el amor que sentía hacia ella, ‘¡Que amor ni que mierda!’, te grito. Tu le habías arruinado todo, la estaba trabajando para poder grabarlo, para poder subirlo a la red o ‘quemarlo’ para después venderlo. Tiene tu misma visión, cholo, esa visión donde un punto es nítido y lo demás difuso. Se encontraba no muy lejos de nosotros, un cigarrillo de distancia, un poco menos. Empero, su voz era potente, dirigida y hasta temible. Aún así no te dejaste amedrentar por ese chato, defender tu trabajo era la prioridad.

No te acercas, su puñal se ve bien afilado. En cuanto al puñal, es un poco pesado, así que pronto se le cansará el brazo. Estas a medio cigarro de distancia, pero por la manera que prepara carrera, pronto estarás a una bocanada de humo de morir si no te concentras. Se ha alejado. Apenas llega a la segunda casa de la esquina, la que esta al costado del hostal, ha vuelto su cuerpo para tacarte. En medio de su ataque berserker has logrado coger su brazo con el puñal, pero no pudiste con la manopla y te lanzó al suelo. Ese enfermo seguía maldiciéndote, a cada golpe, a cada moretón que te dejaba en el rostro. El puñal seguía sin tocar tu epidermis, sin siquiera acariciarla.

Era otro enfermo sexual como tu, solo que él lo hacía porque lo gozaba más, no le importaba el dinero, pensaba que se sacaba de los árboles, como tu de pequeño. En un momento, pensaste en patearle los huevos y correr hacia el auto, en deshacerte del lujo del orgullo e irte de una vez al Callao y empezar a editar. Creo que se dio cuenta de tu intento de huir, por eso te apuñaló por la espalda… ¡Ese grito de dolor jamás lo olvidaré enfermito! Fue desgarrador, tétrico. Fue un chillido que derrumbó el silencio de la noche, fue el zanjar de carnes más espantoso que sentiste. Atravesó el pulmón y recorrió el vacío de ese par de costillas, sin piedad, como si fueras un pollo. Sentiste la sangre salir por tu boca. El chibolo no sabía qué hacer y piensa en irse corriendo.

Ha comenzado la lluvia, Carlitos. No quieres morir, te niegas a morir….

Duele como mierda, duele más que cuando tu vieja de dejó abandonado, que cuando viste a tu flaca mientras la violaban. Eso es, no quieres sufrir más. Al chibolo, antes de irse, le gritaste que se quede con la mochila, y que comience un negocio. Ojala haya entendido, ojala te haya escuchado. ‘Hay muchas ‘jermas’, el mercado está abierto para ti, tienes lo que yo no tengo, esa ambición, esa seducción…. Lo mío es la violación… pero tu la vas a hacer linda loco, vas a tener mas plata que yo…’, le decías entre jadeos, entre vómitos de sangre. El chispeo de las primeras gotas empezó a empapar tu camisa mientras le decías…

Fue todo muy rápido, no tuviste tiempo para decirme adiós. Si, me debes todas esas noches de lujuria que tanto disfrutaste, a todas esas mujeres que cayeron ante tus dones. Ahora que te desangras inconciente en medio de la vereda, antes que tu cerebro se apague, junto conmigo, al menos alégrate no morirás solo, me tienes a mi. ¿Si o no Carlitos?

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‘De madrugada’ de Julio Rospigliosi

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“Dios, no inventes el final.
Es lo único que te pido”
Pedro Suárez-Vértiz


Aún estaba vivo, y no era que le sorprendiera pero sentía esa necesidad de agradecerle a alguien su estado actual (el de la vida). A falta de un Dios, decidió agradecerle a la empleada que lo había ido a socorrer en el momento del accidente. Fue como un aviso de muerte, como si el sueño (que no recordaba cuál era) lo hubiera empujado a ella y de no ser por la cómoda de madera sobre la que cayó, el sueño habría cumplido su objetivo, y no habría sido de mal gusto morir soñando. Pero, tampoco estaba mal vivir.
De todas maneras Rumba se sintió como en una película de Kubrick en cuanto llegó a la clínica de madrugada (porque la caída fue de madrugada y no había quien descartara que estuviera ebrio y que se hubiera peleado con alguien, desestimando y poniendo en tela de juicio la teoría del sueño). Sobre una silla de ruedas lo pasearon entre pasillos oscuros, de salón en salón, revisándolo con distintos artefactos a ver si todo iba bien, mientras él pensaba en sí mismo como el arrepentido cabecilla de los Drugos con el que comenzarían un experimento aterrador. Pero, claro, todo esto a raíz del susto y del paisaje aterrador de lo que es una clínica de madrugada. De todas maneras, sólo había sido un golpe al ojo izquierdo, un corte bajo el párpado, eso era todo. Pero la experiencia de la clínica no la había olvidado, en un momento pensó que era el paso de la vida a la muerte y que toda la realidad había sido un sueño que se aburrió de él hasta empujarlo de su cama. Sin embargo la mesa. Es difícil de explicar lo de la mesa, si hubiera caído al suelo, que estaba a más de metro y medio de su cama, quizá hubiera muerto, pero cayó sobre la mesa. Y, luego, la empleada a socorrerlo y a llamar a los paramédicos que preguntaban por un seguro, como si no tener uno lo condenara.
Había sido una mañana difícil, con la abuela desesperada y asustada que lo recibió casi llorando cuando regresó de la clínica y el abuelo que ni lo miró, porque esa mañana no le habían dado de desayunar, en esos momentos se ponía a dormir y soñaba, pero él era más consciente de sus sueños y ya ninguno de ellos atentaba contra él. Entonces, su abuela le ofreció a Rumba su cama para que reposara, algo de té y unos cuantos panes para el desayuno. Desde la sala hacia el dormitorio se escuchaba al abuelo reclamar su casa y tantas otras cosas que reclamaba cuando soñaba (los sueños del abuelo nunca se resolvían). Tal vez, para Rumba hubiera sido mejor soñar en esas cosas y no en lo otro que todavía era un misterio.
La familia había llamado todo el día a preguntar por su salud y sus padres, que acababan de llegar de viaje, les contaban el asunto con el corazón en la boca, como padres. Luego del susto familiar y de la visita de su tía con una gran torta en la mano para el enfermo (si cabe el término, yo hubiera preferido lisiado o lesionado, pero ya qué más da el cambiarlo), la experiencia se fue llevando al buen humor, a crear hipótesis del sueño. “¿A quién estabas persiguiendo, Rumbita?”, le decían. En ese momento la risa era oportuna, era saludable y nada más.
Esos días de descanso no le habían servido mucho para estar tranquilo y por más que las bromas sobre su caída fueran aceptadas buenamente, Rumba seguía desesperado por averiguar lo del sueño, porque para él la muerte no lo podía haber atacado de esa manera tan cobarde, entre sueños y sin dar la cara, pero también sabía que la muerte estaba cerca, que podía no haberlo buscado a él, sino a otros con menos suerte y menos fuerzas y menos cómodas de madera que resistieran la caída.
Por la ventana del Café Picollo, es sus días de descanso, había visto a esa anciana con un velo negro que cubría su cabeza vendiendo rosas a los transeúntes indiferentes que pasaban y la miraban, y cuando la miraban huían. Entonces, veía a la anciana derrumbarse de rodillas sobre el suelo, sobre las grietas del cemento en las afueras del Café. En ese momento dejó pagada la cuenta, un beso en la mejilla de su novia y salió corriendo tras la anciana que ya se había parado y huía como quien se sabe perseguida, pero no volteaba nunca a ver quién la perseguía como si hubiera perdido todo interés en las calles pasadas, en los ojos del cazador que venía tras ella, en la vida misma.
Cómo corría la vieja, hasta que se detuvo en el filo del malecón, ya en la playa, y se detuvo en seco cuando Rumba no atinó a más que estirar su brazo estrepitoso sobre la espalda de la anciana. De pronto se daba cuenta de las cosas. La había perseguido como buscando en ella la explicación. Y juzgaste mal, de nuevo, Rumba, porque al contacto con su espalda te diste cuenta del estado real del mundo y viste las cosas desde fuera de tu desesperación. Y ya la anciana no era una anciana, el velo no era un velo y las rosas, Rumba, no eran rosas. No eran más que manos sucias, hambrientas de aquel anciano al que no le habían dado de desayunar, de aquel al que nadie le interesaba sus sueños. Fallaste, fue un error, el empujón fue un error. Pero, era tarde, siempre tarde cuando te diste cuenta de que la muerte no era la muerte y tu misterio todavía no se resolvía. Tarde, porque no habías empujado a la muerte y, al contrario, la habías encontrado en ti mismo. Y, lo peor, siempre supiste que estaba por ahí, que te había atacado a ti esa madrugada y que ahora ejercía su condición final manifestándose en el empujón, en tu mano estirada sobre una espalda que creías era la espalda de la muerte (¿Sería tu propia espalda? ¿En ese momento tampoco lo sabías, Rumba? Era otra espalda). Y de pronto, todo el domingo en tu cabeza: los salones de la clínica, la silla de ruedas, tu abuela, la sangre en tu ojo, la cómoda de madera, la empleada, toda la naranja mecánica y el abuelo en el sofá esperando el desayuno. Pero, Rumba, cómo son los sueños: de pronto, tú sobre la cómoda, gritando, pidiendo ayuda con un corte bajo el párpado y el domingo que no se iba, esa madrugada que felizmente no se iba. Y gracias a Dios.

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‘Bienvenido al mundo’ por Luis Málaga Alarco

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Topo no era como una persona normal; de hecho no era para nada normal. Su cabellera larga lo identificaba; lo hacía siempre resaltar sobre el resto. Tenía una mirada fija, penetrante, a veces algo maniaca. Hablaba muy rápido y muchas veces, o casi todas, sin pensar en lo que estaba diciendo con esa grande boca y esos amarillos dientes que por veces sobresalen; era también muy propio de él, esa risa de hiena, que siempre dejaba encolerizado al resto y así reconfortándolo. Era medio sordo, literalmente, ya que cuando niño se le tapo un oído en la piscina el cual luego se infectó y perdió totalmente su fisiología. Hace mucho dejó de afeitarse y ahora muestra esos crecidos bigotes y esa larga barbilla por las cuales siempre le dicen cosas como “bagre” o “aféitate los pendejos”.
Siempre vistiendo con ropas negras. Su saco empolvado, sucio, gastado; el polo de algún grupo de uno de los tantos subgéneros del metal que a diario escuchaba. Su pantalón, también negro, adornado con huecos que el mismo había hecho y con cadenas que le colgaban, las cuales más de una vez le dieron un sinfín de problemas enganchándose en barandas, sillas y asientos de microbús. Tenía esas zapatillas con sus suelas ya gastadas de tanto caminar arrastrando los pies; de hecho pareciera que topo se arrastrara, siempre con el esbelto cuerpo suelto, moviendo el cuello de adelante hacia atrás y la cabeza de arriba hacia abajo.
Su “legítimo” nombre es Diego. Él vivió los primeros años en el Callao, con su madre su padre y su hermano. Vivió una infancia sana con muchos juegos de video amigos, paseos. Estudiaba en un colegio que le quedaba a dos horas de ahí. Muchas veces el cobrador lo hizo bajar del carro porque no quería cobrarle cincuenta céntimos por el recorrido directo. Ya a fines de primaria se mudaría a unos escasos quince minutos de su prestigioso colegio. Fue así donde se conoció más a fondo con sus amigos, los cuales poco a poco lo convertirían en lo que es, o al menos hace poco era, ahora. Según dicen, ya en la secundaria un amigo lo incito a cambiar y, cual cierto ebrio de serie de televisión que vuelve idiotas a los adultos, al probar las primera gota de alcohol nació de Diego, Topo. Empezó a escuchar metal con sus amigos, a tomar cada vez más y más. A esto se le sumó la mala suerte, ya que su padre perdió el trabajo, y su familia tuvo que hacer una serie de esfuerzos para pagar el colegio. El sueldo de maestra de su madre no alcanzó y su padre tuvo que trabajar de ilegal en otro país. Pese a todo Topo es, fuera de las apariencias, alguien sencillo, humilde e inteligente. Terminó el colegio con buenas notas; hasta ingresó a una prestigiosa universidad en buenos puestos, pero decidió no estudiar; porque él no quería ser parte del sistema. Bajo presión tuvo que conseguir un trabajo, porque su familia no mantenía vagos, estuvo hasta hace poco vendiendo juegos y programas piratas en una galería en Wilson.
A Topo poco o nada le interesaba lo que los demás pensaban. Él se consideraba un Dios, el hacía lo que quería cuando quería. Lo que para un ser común y corriente es considerado falta de respeto o conchudez desmedida, para Topo era la forma de demostrar su libertad; por ejemplo cosas como recoger comida en los restaurantes, gritar en plena vía pública, ir a la playa con pantalón y casaca, llevar una paloma muerta en su mochila, y en sus ratos libres hacer bizarros dibujos como un hombre con un árbol que salía de su espalda que le daba frutos podridos entre otros. Sin embargo, muchas veces su libertad era desmedida causándole graves problemas, como la vez que hace mas de un año se quemó la mano y por poco el rostro al caerse en una fogata; su madre preocupada le dijo que eso no era bueno para él, que debía cambiar, que recapacite, le pidió que por favor muestre algún cambio en él, Topo se cortó el pelo. Y fue una de estas imprudencias y estos desmedidos excesos los que llevaron a Topo a su muerte.
Ni bien escucho la noticia, Topo comenzó a ahorrar, venían a Lima dos grupos de trash metal de los cuales era fanático, Kreator y Exodus. Tenía hasta el quince de octubre para juntar todo el dinero necesario y quería juntar todo el dinero posible en el menor tiempo. Eran aproximadamente 140 soles y 110 si conseguía la preventa; trabajo duro hasta la quincena cuando se enteró que dos bandas más venían; Stratovarius en octubre y Obituary en noviembre, y lanzaron una promoción en la cual las 3 entradas costaban doscientos soles. Topo trabajo más que nunca, incluso daba clases de nivelación a alumnos de su ex colegio. Después de un gran esfuerzo que incluía abstinencia de alcohol, consiguió el dinero y compro las entradas. Solo le quedaba esperar un par de semanas hasta el día añorado.
Ya era quince de octubre, Topo se reunía con sus amigos Junior y Ñoñez. Era el primer concierto de Junior, un chico que a los 15 años ya estudiaba en la universidad.
– Unas previas.- dijo Ñoñez sacando de una bolsa la botella de ron.
– Pero de una vez, que ya es tarde- dijo Topo.- Si me pierdo Exodus te reviento. No quiero terminar ebrio otra vez y perderme de todo.
– Anda nomas, bien que quieres, salud.
– ¿Y tú no quieres, Junior?- Le pregunto Topo.
– No, no tomo. – dijo Junior, por temor a represalias de sus padres.
Se sentaron en la vereda frente a un lugar llamado “café piccolo”. Con la botella acabada y Ñoñez ebrio, entraron al concierto. Junior comenzó a poguear, saltando, empujando y golpeando a los demás en una especie de círculo violento acompañado por la música de los teloneros, cuando acabaron ya estaba cansado. Por fin empezó el concierto con Exodus. Se armó un pogo aún más grande que duro hasta el final, Topo estaba como siempre adelante moviendo su cabeza de atrás hacia adelante moviendo toda su nuevamente larga cabellera y gritando hasta quedar afónico. Ñoñez termino ebrio en el baño y desapareció quedando Topo y Junior. Termino Exodus; Topo consiguió que los integrantes le firmen los brazos y se propuso a no bañarse, cosa que raramente hacía. Comenzó Kreator y el caos aumentó, más pogo, más violencia, todo era misantropía y Topo estaba en su clímax. De repente ya por terminar, algo que lo llevaría a su final sucedió, tanta violencia no podía acabar de otra forma, tantos excesos desencadenaron en algo previsto. Un tipo gordo y alto sube al escenario, y se lanza sobre el público; después de bajar y alzar la cabeza Topo no tuvo tiempo para reaccionar, sintió un dolor insoportable en el rostro; se había roto la nariz. Rápidamente aguanto lo más que pudo y con sus manos la enderezó. Tuvo que irse inmediatamente a su casa.
En su casa su madre lo esperaba con una taza con leche, que le hacía tomar siempre que llegaba tarde para ver si había bebido. Al verlo la taza cayó al y la leche caliente les derramó los pies. Toda su ropa ahora guinda, el cabello más desordenado que lo habitual, Su rostro pálido con restos de sangre en el bigote y la barbilla que no pudo limpiar bien con su polo. Llegaron a emergencias pero no les atendieron, lo juzgaron por las apariencias, pensaron que había tomado en exceso, que estaba bajo los efectos de alguna droga y que era un pandillero; se negaron a atenderlo. Volvieron con una denuncia policial y al fin lo atendieron, lo operaron de urgencias, Topo ya estaba agonizando.
Volvieron a casa; fueron a la sala su madre con lágrimas en los ojos le dijo.
– Toda la vida es lo mismo contigo. ¡¿Hasta cuándo seguirás así?!
– Discúlpame mamá.
– Ya no quiero más disculpas, quiero acciones. Madura de una vez. ¿Crees que puedes andar por la calle haciendo lo que te dé la gana? ¿Crees que vas a seguir toda la vida con ese pseudo trabajo? – Dijo gritando su madre – Y si es que te propusieras a buscar trabajo, ¿Acaso alguien va a contratar a un tipo pelucón con una paloma muerta en la mochila?
– Tienes razón. – Dijo Topo consternado.
– El que va contracorriente termina siempre siendo atropellado por el sistema. Esto pudo costarte la vida. Piensa en tu futuro. Sabes que por la situación en la que estamos con las justas podemos pagar los medicamentos.- estalló en llanto- Diego, por favor olvídate de Topo. Yo solo quiero lo mejor para ti, hijo. – Y se fue a dormir.
Topo aquella noche no pudo dormir, estuvo pensando en cada palabra que le dijo su madre. Esto sería quizá lo más loco que haya hecho en su vida. Dejar de ser dios y convertirse en hombre, ser parte de una sociedad, la cual siempre lo había marginado y mirado sobre el hombro; la cual a él no le importaba, hasta ahora. Esta vez casi le cuesta la vida, y quizá no haya próxima vez para Topo. Prácticamente dejar de existir y renacer, dejar la rebeldía para adaptarse a las normas, dejar de desafiar a la sociedad para ahora unirse a esta y a todos sus estándares. Topo tuvo miedo, y Diego también. Para él las cosas eran muy sencillas y a la vez radicales.; no podía existir término medio. Batallaron las ideas toda la noche. Al salir la mañana desayunó, se lavó, y salió a la calle. Cuando volvió a casa, estaba con el pelo corto, totalmente afeitado. Su mamá quedó sorprendida. La verdad es que no esperaba un cambio tan repentino; pensó que seguiría siendo Topo.
Ya en la tarde fue a disculparse con el papá de su amigo Monky, quien era administrador de un casino, por haber prácticamente destruido su casa en la última reunión que tuvieron. Su padre al verlo le preguntó.
– ¿Y ese yeso?
– Fue un accidente.
– Ten cuidado. ¿Vienes a ver a mi hijo?
– No, de hecho quería hablar con usted.
– ¿Y de que se trata esta vez?
– Quería disculparme por lo ocurrido en su casa, lo que hice no tiene justificación. Nunca volverá a pasar.
– Parece que ese accidente te ha hacho entrar en razón. Al fin te veo arreglado, limpio y decente.
– Tenía razón cuando dijo que con mi facha no me contratarían en ningún lugar.- dijo con la cabeza baja Diego.
– Descuida no quise ser tan duro. Pero me sacaste de mis casillas. Te veo diferente; no solo la apariencia sino una nueva actitud.- dijo con una sonrisa algo sarcástica.
– Sí, quiero dejar todo atrás y cambiar por completo.
– Si es así, el mundo te abrirá todas las puertas y te dará la bienvenida.
– Gracias, bueno tengo que irme hasta luego.
– Que te vaya bien y sigue en el camino al éxito.
El domingo sus amigos lo vieron.
– ¿Topo que te pasó?- dijo uno de ellos.
– No me llames Topo, soy Diego.
– Me alegro que estés limpio pero no te lo tomes tan en serio.
– Es que debo cambiar, quiero que la gente me vea como alguien normal.
– Estas grave Topo, perdón, Diego.
Ya no era el mismo; Topo había muerto. Ya ni pensaba en los otros dos conciertos. Estaba tranquilo sentado en una silla, con la mirada perdida; se bañó y quitó de su cuerpo los autógrafos que se propuso no borrar; hablaba y despacio, pensando cada palabra. Se le notaba triste, extrañaba a Topo, extrañaba ser dios y no hombre. Parecía un animal de circo, solo que él se dejó atrapar. El Topo es una especie en extinción que el sistema está matando o peor aún, domesticando.
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‘Marina’ por Chiara Patsias

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Marina, tú no podías hacer nada. Quizás si no la hubieras dejado irse de la fiesta con ese tipo, si te hubieras dado cuenta que estaba drogado, si te hubieras asegurado que se ponga el cinturón, quizás sí seguiría viva. Pero son muchos quizás, Marina. No podías hacer nada.

Te acuerdas de haberte despedido de Luciana un poco molesta porque se iba con ese tal Rodrigo que no te gustaba para nada. Le repetiste que se cuide, y ella como siempre te dijo el mismo no te preocupes mientras sonreía. Igual te preocupabas, y esta fue la última vez que lo hiciste Marina. Pero no fue tu culpa, sino fue culpa de su alma libre, de sus ganas de vivir el momento. Como siempre, esa noche te puso en una situación extraña. Te había pedido que la acompañes a una fiesta porque iba a ir Rodrigo. Te dijo que te iba a presentar a unos chicos para que eligieras. La callaste. Si ella más que nadie sabe cómo eres. A ti no te importaban esa clase de chicos, que sólo buscaban algo de una noche.

La conoces desde hace un par de años cuando ingresó a tu colegio, y su amistad te parecía más una aventura. A veces pensabas que eras su niñera y no su amiga, pero ahora no hay caso en que te arrepientas de ciertas cosas. Ella ya no está y nada la revivirá. Tu cabeza da vueltas, no lo asimilas. No sabes qué hacer. Tu mamá te abraza, pero no lloras. No tienes idea de por qué hasta ahora no cae ni una lágrima de tus ojos. Piensas que puede ser porque estás molesta y no triste por su muerte. Molesta porque le echas la culpa por haber muerto, y por ser una loca y no cuidarse. Ahora qué ibas a hacer sin ella, con quién ibas a estar todos los recreos. No pienses que estás siendo egoísta, pero inevitablemente te das cuenta que nunca más regresarás al Café Piccolo, su lugar favorito, donde podían conversar horas sin aburrirse. Por qué te habrá dejado así, tan sola. También te molesta que se haya fijado en Rodrigo. Siempre le dijiste que era un huevón, que no lo siguiera viendo. Pero ella siempre daba la contra. Por qué tuvo que gustarle él. Encima sigue vivo y no le pasó nada. Seguirá teniendo toda una vida, o por lo menos unos cuantos años, para seguir metiéndose cochinadas al cuerpo y arriesgando a los demás, mientras su papi le da lo que quiere cuando quiere.

Ella era distinta, siempre les hablaba a todos mientras tú siempre tuviste vergüenza de empezar conversaciones con desconocidos. Siempre estaba alegre y se reía por todo. No le importaba lo que dijeran los demás, y por eso la admirabas, porque tú nunca pudiste hacer algo sin pensar que te juzgaban. Y ahora no ibas a escuchar su risa más que en tu mente, como ahora mientras te vistes para ir a su velorio. No te vestiste de negro, porque a ella nunca le gustó ese color por ser muy triste. No querías ir, pero de una forma extraña pensaste que sería la última vez que estarían en el mismo cuarto. Ya no la verías nunca y hasta podrías olvidarte de cómo era estar con ella. En el carro mientras ignorabas todo lo que decía tu mamá, dejaste de estar molesta. Nadie tenía la culpa. Recordabas muchas cosas y por un momento sentiste ganas de llorar, pero no lo hiciste. En el velorio no te acercaste a verla, no le hubiera gustado que la vean asi. Su mamá te abrazó, lloró y la consolaste, pero tus ojos estaban secos. Secos como tú, que no podía llorar por su mejor amiga. Qué fría podías ser. Pero no querías llorar, por lo menos no ahí, con toda esa gente que nunca estuvo en la vida de Luciana y que aún así lloraban su muerte. Regresaste a tu casa. Todavía no llorabas, pero no querías hablar.

Al día siguiente la enterrarían. Fuiste temprano y tenías la mirada fija en el piso mientras dos hombres con palas hacían un hueco en la tierra que dentro de unos minutos se tragaría a Luciana para siempre. Bajaron su ataúd. Te acercaste a mirar, y estabas inmóvil. Sentiste un deseo inexplicable de tirarte al hueco, para que te trague a ti también. Tu mamá te tocó el hombro. No te moviste ni dijiste nada. Sólo te quedaste ahí parada, con la mirada perdida mirando hacia abajo. Y reíste.

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Un alto en el camino

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Las obligaciones académicas hacen que los ejercicios de los talleristas cesen. La universidad exige la suma y consecuencia de casi dos meses de explorar prosas y autores. El tema es libre para el cuento y las instrucciones de carácter técnico implican todos los ejercicios revisados. Haciendo enfásis en el el logro de algunos de estos procedimientos más que en otros, los siguientes cuentos son expresiones sobresalientes de talleristas que se han explorado a fondo en sus textos. Exigen, desde luego, un comentario que evalue este despliegue de esfuerzo. Sigue leyendo

S/T por Sebastián León

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Era una noche como cualquier otra y yo estaba detrás de la barra. Recuerdo que era finales de julio y que sin embargo las noches habían estado bastante frescas. Tan solo quedaban un par de clientes desperdigados entre las mesas y este chiquillo algo flaco sentado frente a mí, bebiéndose un whiskey tras otro. Prometo no hacerla larga, amigo. Solo quiero ponerle énfasis al hecho de que realmente existen cosas extrañas por ahí.
En fin, el chico, este chico, el flaco, tenía un apellido polaco. Malinowski, Zborowski, algo así. Empezó a hablarme de repente, como porque sí. No parecía tener veintiún años, aunque los tenía, porque tenía identificación. Lo más probable es que tuviera más. Tampoco muchos más, veintitrés, veinticuatro. Me preguntó mi nombre, de donde venía, qué tal iba el negocio, esas cosas que uno pregunta cuando no sabe de qué hablar con el cantinero. Sí, este chico Malinowski no tenía mucha idea de cómo iniciar una conversación, pero era obvio que quería hablar con alguien.

Le dije que venía de Edimburgo y él me dijo “yo vengo de Iraq”. Me acuerdo bien, eso fue exactamente lo que dijo. Probablemente esa es la única cita textual que puedo dar, “yo vengo de Iraq”. “Acabo de volver, después de tres años. Ya terminé el servicio y llegué anoche. Mi autobús sale dentro de seis horas. Veré a mi novia y a mi familia, en Lima, Ohio.”
Lo felicité y le invité el siguiente whiskey. Si volvía al hogar después de tanto tiempo, pensé, tenía todo el derecho a estar borracho como una cuba.
“¿Ha escuchado hablar del estrés postraumático, Harry?” me preguntó. Yo me reí. Pensé que estaba intentando ser gracioso. Por supuesto que aquello no lo era. Tenía una cara y una voz muy serias, pese a estar tan borracho.
“Hay historias sobre la guerra de Iraq, que no tienes idea,” dijo.
“Bueno, chico,” dije yo, “algo de idea tengo, uno que otro soldado se pasa por aquí.”
No dijo nada entonces. Alzó el vaso y le dio un último sorbo. Luego lo acercó a mí y me dijo que no quería beber más, así que me lo terminé por él. Cuando lo hube hecho comenzó a contarme su historia, y no lo interrumpí una sola vez. Lo juro, hombre.
“Yo no sé si tengo estrés postraumático,” dijo el chico, “pero tengo pesadillas a menudo. El tiempo que estuve ahí, la verdad, pasó más o menos sin problemas, Harry. Sí, vi compañeros morir en Bagdad, pero todos los vemos en la guerra. Vi abusos, de nosotros hacia los prisioneros, hacia los civiles, pero también de los propios iraquíes, esos malditos cabeza de toalla, hacia los suyos. La guerra no es tan diferente de cómo la ves en la tele. Solo que quizá es menos emocionante.
‘No me malinterpretes. Soy un marine. Moriría por este país, por mis amigos, mis hermanos. Tengo fe en que todo este asunto no fue en vano. En que teníamos un propósito allá en el Medio Oriente, y que aún lo tenemos. ¿Sabes quién es Younis Mahmoud Kalef? ¿No? Probablemente no te suena… no está tan difundido en la televisión. Era uno de los tipos duros de Saddam, uno de sus principales torturadores, y estaba muy metido en uno de sus ministerios. Educación creo, no estoy seguro. Murió prácticamente al inicio de la guerra… se suicidó. Pero ese no es el asunto. La cosa es que Younis tenía un caserío en las afueras que no estaba registrado, así que fuimos a inspeccionarlo, yo con el resto de mi escuadrón, con la sospecha de que era uno de sus centros de tortura. Era una linda casa, ¿sabes? Grande, espaciosa, bien amoblada, como todas las casas de funcionarios corruptos en el tercer mundo (o como ahora me imagino las casas de todos esos tipos). Nada debía complicarse. Ahí se supone que no había nada. Era posible que encontráramos cadáveres en un sótano, tal vez incluso algún sobreviviente (aunque fuera muy improbable), tal vez incluso algún documento importante. Por supuesto que aquella no era la residencia oficial del tipo y hubiera sido difícil, pero no perdíamos la esperanza. Estuvimos ahí bromeando y haciendo el tonto bastante rato, hasta que Jackson, un compañero, nos llamó desde el corredor. Había encontrado un sótano, pero no había luz eléctrica desde hacía meses en la casa así que tendríamos que bajar con las linternas. El sargento nos ordenó a mí y a Jackson que bajáramos mientras los demás seguían investigando por el casco de la casa.
‘No quiero aburrirte con detalles típicos de cuentos de terror, pero la verdad es que encontramos infinidad de porquerías. Bolsas de vómito, sangre a montones, comida podrida, mierda y orines por todas partes. Incluso alguno que otro hueso por ahí. El sótano era inmenso, casi tan amplio como la planta alta, sino más, con corredores oscuros en cada esquina. Aún así teníamos tiempo de sobra y no pensamos que hiciera falta llamar a nadie más. En un momento dado, cuando los olores se intensificaron (supusimos que porque nos acercábamos al centro del trabajo de Younis), Jackson se agachó para vomitar. Solo un poco, algunos hilillos, como quien escupe lo que ya se acumuló en el paladar sin querer, je je. Me volví hacia él y estuve a punto de soltar una carcajada, hacer un chiste respecto a su masculinidad, no lo sé, en ese momento algo me mordió. Lo sentí en la rodilla, tan agudo y terrible como no lo había sentido nunca. En todo el tiempo que estuve en Iraq, nunca recibí una bala. Sí fui herido, con trozos de roca o metal que vuelan durante un combate, pero nunca recibí un balazo de lleno. No sé si dolerá tanto como me dolió. Algo se clavó en mi pie y atravesó mi bota como un clavo ardiendo que me fijaba al piso y antes de que mi cerebro hubiera procesado ese dolor, la mordida, justo en la rodilla. Se llevó parte del hueso, sentí la sangre manando a borbotones como nunca pensé que pudiera brotar de esa zona. Era como si algo en mi cuerpo hubiera estallado. No pude controlarme. Pegué un grito y comencé a disparar. ‘Una silueta se movió sumamente rápido del lugar y noté que estaba disparándole a la nada, pero seguía sangrando, seguía gritando y sufriendo y sabía que no estaba loco. Jackson también lo vio, o imagino que lo vio, porque estaba gritando “jesús, oh dios mío, mierda” como un loco y aferraba su arma con manos temblorosas y entonces llamó al sargento y al resto de la escuadra. Se acercó a mí y trató de vendarme pero en ese momento los vimos bajo la luz de la linterna de Jackson (yo había soltado la mía). Eran como niños, niños de piel podrida. Dientes y uñas como cuchillas largas, escamas de soriasis verdes, y no tenían piernas. Eran como gusanos, como serpientes, como babosas o sanguijuelas enormes de la cintura para abajo, no lo sé realmente. Mi mente quizá me jugaba una broma, yo estaba totalmente mal, fuera de mí. No estoy loco Harry, te lo aseguro. Eran unas cosas horribles, y se arrastraban hacia las sombras con una velocidad endiablada. Empezamos a dispararles, y el ruido realmente parecía espantarlos aún más que el dolor que pudiera producirles las balas. Los corredores empezaron a llenarse de sangre negra, y realmente yo no sabía cuantos de aquellos bichos habían en el lugar, pero sospechaba que pronto lo descubriríamos, pues los agudos chillidos habían empezado a multiplicarse y podía escuchar las afiladas uñas arañando el suelo y las paredes cada vez más cerca de nosotros.
‘Buscamos la salida y finalmente la encontramos. Tuvimos mucha suerte. Moverme me costaba muchísimo, pero mi miedo, mi horror, era mucho más grande que mi dolor. En ese momento el sargento y los demás hombres bajaron y casi sin pensarlo, comenzaron a disparar en la misma dirección que nosotros. En ese momento me sentí desfallecer, y en medio de aquél limbo que se apoderaba de mí pude escuchar al sargento ordenando a otro miembro del escuadrón que me sacara de allí.”
El chico, Malinowski, hizo una pausa entonces. Me pidió que le sirviera un trago y le dije que no, que ya había bebido demasiado. Se echó a reír.
“¿Yo te diré cuando es suficiente, Harry” me dijo, irónicamente, obviamente, y yo también me reí. Entonces se puso serio de nuevo y yo también. Debo decir que pese a lo absurdo de todo el relato y la borrachera que le comía el cerebro, las emociones del soldadito eran contagiosas. Tiraba un poco de mis hilos.
“Terrible, ¿eh? Desmayarme en medio de aquello. Desperté en el jeep, ya lejos de la casona de Younis. Pregunté por Spoon, uno de los nuestros. No lo logró, me dijo el sargento. Me lo ladró, más que me lo dijo. Jackson seguía atendiendo a mi herida. Yo no podía creerlo. No podía creer nada. Aún no me lo creo, ¿sabes? Tengo que mirar las cicatrices en mi rodilla y en mi empeine durante mucho tiempo todas las noches para convencerme de que fue cierto. El sargento no quería hablar de lo sucedido nunca y Jackson pisó una mina pocos meses después. El resto de mi escuadrón… la verdad que no tiene caso, Harry. Y sé perfectamente bien que tú tampoco me crees, y que crees que son los diablos azules que hablan por mí… oh sí, estoy borracho, por eso me he animado a contarte esto, por eso y para… para intentar recordar o para desahogarme o algo. Porque cuando llegue a Lima, no se lo voy a poder contar a nadie. A nadie, ni a mi familia. Tú eres un extraño Harry, déjame decírtelo, eres un extraño y lo que pienses me importa realmente nada. Pero ahora lo has escuchado, y creo que no podrás permanecer indiferente.”
Creo que me sentí algo ofendido, porque a pesar de que era cierto, de que él solamente era un clientecillo que ayudaba a pagar mis cuentas y a alimentar a mi perro, y de que su relato no tenía ni pies ni cabeza, yo sentía que acababa de romper lo cordial en nuestro trato. Me encogí de hombros, me froté las manos y dije en voz alta que ya íbamos a cerrar. Y entonces el chico dice, “eh, Harry, aún no te he enseñado mi rodilla.” Así que se remanga el pantalón, un pantalón de jean horrible, y me enseña su rodilla. Y carajo, era la rodilla más fea que hubiera visto nunca. Parecía una cara, una cara tallada en el cráter de un volcán, tan fea como si se la hubiera comido la lepra. Me mostró con el dedo el lugar donde, claramente, se veían marcas de dientes, de unos dientes enormes, como de león o de tiburón o de algo así. Y ambos nos empezamos a reír durante un largo rato.
“Esa estuvo buena, chico,” le dije. “Buena suerte con tu novia.”
“Psé,” dijo él, o algo como “psé”, “okey” tal vez, “ya”. Cogió su maletín y se largó para la estación de Grayhound. Luego eché a los otros dos borrachos y me fui arriba a dormir. Debo decirte, amigo, que esa noche dormí como un puto angelito.
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‘Raúl Baldía, burgués’ por Manuel Gonzalo Rivas

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¿Qué dirían los burgueses? Nada. Absolutamente nada. Los burgueses habían dejado de existir en la mixtura que ahora consumía al mundo, bajo el término de ‘globalización’ que tanto acuñaban los pragmatistas y amantes de lo occidental. Sin embargo, seguía siendo el tema favorito –junto al amor y la lujuria- de las olas de escritores que aparecían, como por generación espontánea, a lo largo del Nuevo Mundo, como si fuese, acaso, una fuerza latente.
El tema de la ardua crítica a las jerarquías sociales de aquella época de oprimidos y opresores hacía aparición en verso, prosa y en teatros y seguía fascinando a las gentes, que, se sentían indignados por las crueldades contra el proletariado, animándose mas de uno a leer El Capital, del buen Carlos Marx, solo para darse con la sorpresa de que no entendían nada acerca del asunto.
Y entre ellos estaba él, igualmente hipnotizado con estos males que habían aquejado hace poco menos de un siglo a las potencias europeas y que habían igualmente vertido, cual cáncer, sus muy graves injusticias en las colonias. Raúl Baldía y su elegante prosa eran portadores del mismo quehacer que tantos otros: escribir sobre el errante pasado de la humanidad.

– Es que el tema aun persiste, G. –me decía, con sus ojos que brillaban, y que parecían querer empezar un nuevo relato –Los personajes han variado, el contexto también. Pero el tema sigue intacto.
Yo lo miraba, le sonreía y asentía con la cabeza, poco convencido. Él era ingenuo, pese a ser mayor que yo por más de media década. Sabía poco del mundo, producto de haber vivido encerrado con su acomodada familia, cual los burgueses que tanto criticaba en sus obras. Yo, admirado y algo escéptico, no me explicaba como un sujeto así podía escribir sobre las inequidades sociales de tiempos pasados.
¿No era acaso más normal escribirle al amor o a la tristísima condición humana que nos aquejaba, ya no en forma de diferencias sociales, sino de las graves inquietudes en el psique del hombre contemporáneo y el creciente existencialismo? Quizá si. Pero eso no parecía moverle un pelo a las pretensiones artísticas de Raulillo.
No había publicado obra alguna, pero me había mostrado con fascinación los muchos proyectos en que trabajaba, a los que yo no había prestado demasiada atención. Había publicado en las columnas de El Mensajero y Las Nuevas, y sus escritos no habían sido ni elogiados, ni criticados. Simplemente como si nunca se hubiesen dado.
– ¡Ha sido un triunfo, G.! –me contaba, soñador, al día siguiente de que su pequeño cuento criticando a esa burguesía ya desaparecida fue publicado -¿Sabes? A los novatos como yo los vapulean, los humillan y los consideran inservibles. De mí no han dicho nada malo. Ha sido un gran triunfo.
Pues, si. No habían dicho nada malo, pero tampoco nada bueno. El buen Raulillo no parecía consciente de eso. O al menos se engañaba a sí mismo de manera elogiable.

A su familia, opulenta y embarcada correctamente en los asuntos económicos, no parecía afectarle este pequeño ‘hobbie’ de su engreído. Me dí cuenta de esto, cuando Raúl, animoso, me invitó a un almuerzo en su casa, con padres y tíos. Yo rebusqué en mi almacén de excusas, pero no atiné con ninguna y terminé por fingir ir de muy buena voluntad, ante las imperantes súplicas de Raulillo.
– Nos espera un periodo de prosperidad –decía de muy buena gana el padre de Raúl, en la cabeza de la mesa, sonriente y bonachón –Estamos pensando en un viaje. O en varios, si es que acaso el tiempo nos lo permite. Raulillo tomará nuestro puesto en las oficinas y el papeleo. Ya es todo un joven emprendedor.
Quizá me había equivocado. La burguesía aun tenía sus últimos estragos.
– La Bolsa no está en sus mejores condiciones, pero nosotros no somos accionistas ¿verdad? –rió el señor Baldía, enérgico y burlón –Los Baldía sabemos movernos en los desastres financieros que, en cambio, azotan al resto de la ciudad.
Ciertamente, mis pronósticos habían sido apresurados. La burguesía estaba latente y Raulillo Baldía y su familia eran representantes de ello en el pintoresco mundo de hoy.
– Dinos, Raulito…-se apresuró a decir, el patriarca, dando un gran sorbo del insípido vino que flotaba en su copa -¿Qué harás en nuestro ausencia? No es por desconfianza, pero la curiosidad me aqueja.
Raúl pareció despertar de un profundo sueño. Había estado contemplando el fondo de su plato de sopa durante todo el monólogo de su padre. Alzó la cabeza y se topó con la mirada de todos los comensales. Todo esto pareció espantarle.
– Haré lo que deba, padre. Me has instruido bien y has puesto tu confianza en mí –dijo con una solemnidad que no le había visto antes –Gracias por depositar tu confianza en mí, padre querido.
Todos los presentes esbozaron una sonrisa y siguieron engullendo la comida con total normalidad. El señor Baldía sonrío y dio otro sorbo de su vino.
– ¡Un brindis por el buen Raulillo! –profirió un notorio grito –Y por los Baldía y su eterna prosperidad.
Todos atendieron al brindis con devoción y continuaron sus pequeños diálogos en la inmensidad del tablero. Raúl se había sumido otra vez en el fondo de su plato vacío.
¿Era la banalidad de esos parientes próximos lo que le impulsaban a su tímida carrera de literato, que denunciaba arduamente a las inequidades, injusticias y disparates sociales? Todo parecía indicar que esa era la razón y no lo culpaba. Pero ¿para qué me había traído él ahí? A duras penas contenía las ganas de pararme y retirarme, con alguna improvisada excusa, en vez de quedarme contemplando los diálogos familiares de los que, por razones obvias, era excluido, y ver a Raúl absorto y ensimismado, jugando con sus ojos en el reflejo de la fina porcelana. Se me cruzó por la cabeza la idea de que seguramente había solicitado mi presencia en ese almuerzo, para que fuese yo testigo de su condición, de ese pesar que cargaba a cuestas y que procuraba derramar en su prosa, ya que en la vida real era sodomizado por su figura paterna y por sus parientes que lo veían como la promesa familiar; el que mantendría el apellido Baldía muy en alto.

Raulillo dejaría de escribir los próximos meses. Dejamos de frecuentarnos. Se encerró en el despacho de su padre y se dedicó a la labor que éste le había encargado, mientras realizaba un largo viaje por el exotismo del mundo.
Pronto supe noticias de él y de sus grandes logros. El muchacho, tímido y de pretensiones artísticas, se había hecho de un prominente lugar en el mundo de las finanzas. Dejaba embobados a los accionistas, inversionistas y todos aquellos relacionados al creciente capitalismo. Hacía espléndidos movimientos monetarios de esos que yo no entiendo muy bien. Dejaba en jaque mate a lastimeros deudores a los que luego extraería cada centavo de sus míseras vidas.
Nos reunimos, en una ocasión en un café. Había atendido a mi pedido de verlo luego de varias semanas, en los que alegaba estar totalmente absorbido por el trabajo.
– ¿Cómo van las cosas, G.? –me preguntó apenas me senté en la mesita del café –He leído algunas de tus publicaciones en Noticias y Cultura. Espléndidos relatos.
– Todo marcha en sus cuatro ruedas, Raúl –le contesté -¿Y a ti cómo te va en tus asuntos primordiales?
– Magnífico. Las cuentas andan in crescendo y papá me ha encargado varios asuntos más. Se ha soltado, el muy sabueso. Pensaba en algún momento que mi ineptitud lo llevaría a la ruina, pero míralo ahora, rogándome para que administre el resto de su fortuna, con mi buen ojo y criterio.
Hablaba como todo un empresario, un hombre de negocios que apenas y tenía tiempo para estar bebiendo ese café en ese momento.
– ¿Y los asuntos primordiales? –le insistí.
Pareció demorar en entender a lo que me refería. Andaba como perdido. Su cara, algo mas demacrada que antes, anunciaba una infelicidad tremenda, pero sus palabras para describir su buen porvenir parecían sinceras ¿era realmente feliz?
– ¿ La prosa, G.? –me miró, como si algo despertase en él. Seguramente tampoco había tenido tiempo para pensar en todo ello –Andaba en un par de proyectos, pero…¡bah! Todo se ha ido al tacho. Todo el asunto se ha puesto muy romántico. Las palabras ya no salen. Veo números por todos lados.
– ¿Serás acaso un burgués? –me reí.
Su cara se transformó rápidamente. Fingió apresuradamente una sonrisa y se apresuró por dar un último sorbo. Se puso un pequeño sombrero, cargó un pesado maletín del suelo, el cual yo no había notado y se puso de pie.
– Me voy, G. –se despidió cordialmente –Tengo tantos asuntos pendientes que siento que un siglo no alcanzaría para acabarlos. Visítame, si te es posible, con previo aviso, claro está.
– Lo haré, Raulillo –le dije, presuroso, mientras el se aproximaba a la puertecita del café, y alcé la mano en señal de despedida –Suerte con los asuntos, ojala no se te olviden otros.
Esto último pareció caerle como un baldazo frío. Se quedó parado en la puerta, pensativo pero siempre manteniendo esa amabilidad, a veces fingida. Me dio una última sonrisa y se despidió con la mano.
– No olvidaré nada. Todo está muy planeado, G. Te seguiré leyendo.
Aquella conversación me había dejado insatisfecho, por su poca duración y por lo esquivo que había sido con los asuntos que realmente me interesaban. Pero –y yo no lo sabía- había tenido un gran efecto en Raúl, sin que yo me diera cuenta.

Varios días después, esperaba yo, con ansias, la llegada a mi patio de entrada de la edición dominical del Noticias y Cultura. Un artículo mío, de crítica a algunos escándalos políticos que se habían suscitado, saldría publicado en dicha edición y quería comprobar si es que acaso la habían modificado a manera de censura –algo muy típico del Noticias y Cultura-.
Recibí el diario de manos del joven repartidor, que me sonrío tendiendo la mano, esperando una propina. Yo, avaro por excelencia, me sentía bastante alegre por la publicación de mi artículo, pese a aun no haberlo visto, y le obsequié poco más de cuatro soles –una millonada para el joven-.
La sonrisa de mi rostro transmutó en algo oscilante entre el agobio, la tristeza y la sorpresa, cuando en primera plana, se anunciaba con imágenes incluidas, la noticia del día. «Gran magnate se quita la vida». Al pie de la noticia se distinguían dos figuras. Una de ellas era la foto del buen Raulillo. Aquella que siempre presentaba en los curriculums en nuestras épocas de recién graduados. Y al lado, ridículamente contrastante, una foto de la oficina de su padre, con Raulillo tendido en el piso y con un hilo de sangre chorreando de su oreja y empapando toda la alfombra.
Se había dado un disparo, el muy infeliz, sin razón aparente, o al menos ninguna que los diarios pudiesen explicar. Se hacía alusión, además, a lo poco coherente de dicho suicidio, «el magnate Baldía estaba entrando en una nueva etapa de afianzamiento económico» relataba el reportaje.
¿Qué dirían los burgueses? Su padre, sus tíos, su cuantiosa clientela. No podían decir nada. Ellos lo habían matado ¿O acaso había sido yo?
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