No sé. Esas tardes estaban llenas de manzanas. No sé por qué. En el exterior se tornaba algo de rojo y acaso en su interior algo blanco con cierta exquisitez solamente percibida con los labios. A mí me gusta comer esas manzanas, por las tardes, cuando miro al parque que está frente a mi ventana. Sus juegos, la arena para bebés, las bancas alrededor de la fuente de agua, los enamorados en las bancas y sus besos, aquellos que solo se siente cuando uno es joven, luego son simples contactos de desesperación y de necesidad. Es así y no va a cambiar. Me gusta el parque lleno de manzanas cuando veo a esa niña jugar sola y feliz con su muñeca. Dando vueltas. Girando sonriente. Mirando al cielo con nubes como almohadas pequeñas inconscientemente rotas, mirando a las flores como amigas que se cuentan historias al unísono con el viento; y de nuevo mira al cielo, y de nuevo a las flores. Me gusta recordar ese girar pueril cada noche cuando duermo desnudo, solo, en silencio y en compañía de manzanas dentro de mi habitación.
El sábado estaba viendo, como todos los días, el girar pueril; sin embargo, ella no sonreía, más bien sollozaba entorno a las personas que fueron a su ayuda. Y seguía llorando. Una lágrima. Muchas. Estaba preocupado. Desde mi ventana no se podía escuchar sus palabras, supongo, tristes. Desde mi ventana tan sólo la veía llorar mientras giraba mirando al cielo sin nubes, mirando a las flores calladas. Me acerqué a la multitud. Confuso, quizá, como cuando uno siente que una manzana ha perdido su color (rojo) y se ha convertido en grisácea por la neblina de las pupilas y del pensamiento sensible. Me acerqué a la niña. Dos palabras de amor y un abrazo. Cesó de llorar. La multitud pensó que yo era su abuelo o el padre irresponsable. De cualquier modo, ella cesó de llorar. Le dije que me acompañe a mi casa mientras esperamos que sus padres aparezcan. Aceptó. No sé por qué. Me ofreció una manzana ese día como en muestra de agradecimiento. Esa tarde ya no era nubes ni flores que cuentan historias. Por la noche dormí con ropa, con cantos de niña. La noche ya no era silenciosa.
Al día siguiente, un timbre repetitivo me despertó. Tocaban con fuerza. Me puse mis lentes, sujeté mi bastón y me acerqué a la puerta. Eran dos oficiales y una señora con cara de manzana. Con esos labios a manzana reseca. Con un vestido rojo y de imágenes de manzanas blancas. Cuando el oficial me preguntó sobre la desaparición de una niña que llevaba una canasta de manzanas, me percaté que él comía una. Estoy seguro de que el otro oficial llevaba otra en su bolsillo. La señora no espero a que yo respondiera la pregunta. Se adentró con suma prisa. De la cocina a la sala, luego a la biblioteca. Tal vez pensó lo peor. Las señoras con cara de manzanas siempre son de esa manera. Aquélla subió a mi habitación y encontró a su niña durmiendo en mi cama. Y pensó lo peor. Cuando le guitó la sábana, le encontró con un disfraz a manzana. Y pensó lo peor. La sujetó y bajó como una fiera hasta la puerta. Me preguntó sobre el disfraz y el atrevimiento de vestirla de manzana. Y yo le dije que me había quedado dormido y no sabía sobre ese disfraz. Le preguntaron a la niña y dijo que lo había encontrado en la habitación de su mamá. Y dijo que la llevaba en su canasta como recuerdo de ella. La señora con cara de manzana se avergonzó por tener esa cara y por gustarle las manzanas. No sé por qué. Todos se fueron. La niña me besó en mi frente. Y sentí lo mismo que cuando era joven y me besaban en la frente señoras con cara de manzanas.
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‘Lugar llamado Kindberg’ por Julio Cortázar
[…]Lina al borde de la carretera a la salida del bosque en el crepúsculo, qué lugar para hacer auto-stop y sin embargo ya, otro poco de sopa osita, cómame que necesita salvarse de una angina, el pelo todavía húmedo pero ya chimenea crepitando… tengo una carta para nos hippies de Copenhague, unos dibujos que me dio Cecilia en Santiago, me dijo que son tipos estupendos, el biombo de raso y Lina colgando la ropa mojada, volcando indescritible la mochila… kleenex botones anteojos negros cajas de cartón Pablo Neruda paquetitos higiénicos plano de Alemania, tengo hambre, Marcelo me gusta tu nombre suena bien y tengo hambre, entonces vamos a comer, total para ducha ya tuviste bastante, después acabás de arreglar esa mochila, Lina levantando la cabeza bruscamente, mirándolo: Yo no arreglo nunca nada, para qué, la mochila es como yo y este viaje y la política, todo mezclado y qué importa. Mocosa, pensó Marcelo calambre, casi cosquilla (darle las aspirinas a la altura del café, efecto más rápido) pero a ella le molestaban esas distancias verbales […]
“Lugar llamado Kindberg”, magistral cuento de Julio Cortázar (1914-1984), actualiza como pocos relatos el antiguo tópico de la añoranza de la juventud y lo resuelve en una muy particular versión del “tempus fugit” latino (“el tiempo pasa”). Nuestros talleristas emprenden el mismo viaje por un lugar común para someterlo al matiz de sus distintas inclinaciones estéticas. Algunos, más inclinados por el Cortázar fantástico, aprovechan la oportunidad para probar temple en ese tipo de relatos. Último ejercicio del taller. Sigue leyendo
“Ejercicios de estilo” por Renato Guizado
1. Hoy llegué temprano luego de que la clase de historia, la única del día, hubiese sido cancelada. Estrené las llaves que mi abuela me entregó anoche antes de dormir y tiré mi mochila en un sofá, como es mi costumbre. Mecánicamente me dirigí a las escaleras para subirlas mientras pensaba en ver televisión, sentado y comiendo algo de cereal con yogurt; cuando ya tenía un pie en el primer peldaño, recordé que debía ir a la cocina para preparar el manjar que tenía en mente. En menos de cinco minutos ya tenía un tazón lleno de hojuelas de maíz bañadas en dulce yogurt de fresa y estaba a punto de llegar al segundo piso. Cuando vi a mi abuela llorando sobre un charco que salía de mi tío, que estaba tirado a un costado y muy pálido, fue que entendí que este no sería el día más rutinario ni feliz.
2. Ese sonido debe venir de la puerta, he escuchado a esa maldita puerta abrirse y cerrarse durante más de treinta años. Seguro se trata de Fernando, iré a cerciorarme ya que no necesito bajar las escaleras ni cansarme. ¿Es que nunca dejará de ser tan desordenado ese mocoso? Quita la ma… no puede escucharme, el maldito bribón no puede oírme. ¿Por qué vuelve sobre sus pasos? Ni así deja de irritarme el muchacho… pero ¿yogurt de fresa? ¿A qué edad crecen? ¿No está ya en la universidad? ¡Tómate una cerveza idiota! Ya me comienza a incomodar el no poder avergonzarlo. Termina de subir las escaleras, vamos, termina. Te tengo una sorpresa que tus ojitos de fresa no soportarán.
3. ¿Por qué lo hiciste? Mita tu cabecita, tus cabellitos ensortijados, tus ojitos ¿por qué lo hiciste corazón? ¡La puerta! Debe ser Fernandito, aunque es muy temprano, seguro olvido algo el retoño. Mejor bajo… ¿en qué estoy pensando? Debo limpiar la sangre y llamar a la policía, Fernandito no puede ver a su tío así.
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“Cuadra 19” por Marino Mateo
Es de noche. Sube al ómnibus en la cuadra 19. Se sienta al fondo. Poca gente. Ningún ruido. El señor le pregunta algo sobre Esparta. El chico asienta la cabeza. El señor se rasca sin disimulo la entrepierna. Una conversación sobre esposa maltratada e hijos abandonados. Algunas lágrimas. El señor le confiesa al chico que tiene ganas, que su bolsa está llena y no puede controlarla. Se rasca nuevamente. Revisa debajo de los asientos con cuidado. Un vaso descartable. Lo sujeta a la medida de su entrepierna. Sonríe a los costados. Deposita a intervalos algún líquido. Esconde su sexo que estaba lleno de licor. El vaso sale disparado por la ventana y cae en el rostro de una niña. Algunos gritos. Algunas risas.
Me acuerdo que luego de mi clase de filosofía subí al ómnibus para regresar a casa. Poca gente. Siempre me dije que al fondo adquieres el tiempo necesario para meditar sobre el inevitable vaivén de la noche a estas horas cuando todo parece filosofía en la cuadra 19. «El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo», el mismo vaivén de la noche. Y recuerdo que un viejo con anteojos oscuros me atropelló con su mirada dentro del ómnibus en el asiento de al fondo. Olía a licor. Su barba blanca y sus anteojos oscuros me hacían recordar que «la auténtica naturaleza de las cosas suele estar oculta». La sabiduría de este viejo no me interesó. Empezó a llorar. Y de una lágrima a un escozor en la entrepierna que luego se convirtió en una sonrisa después de una orinaba en cualquier vaso descartable que encontró. Y la humedad. La humedad del hombre más pura y más contaminada. El vaso buscó su naturaleza fuera del ómnibus, y claro, cayó en una niña. La inocencia del rostro de una niña y la orinada de un viejo sabio igual que el arco y la lira.
No sé. Es de noche y no sé si existo, porque mi cuerpo completamente oscuro se articula con la noche y me confunde. Qué es el ser. No importa… en fin… cuadra 19… ¿de qué avenida?, le preguntaré al joven que acaba de subir. Lo miro, él me mira, nos miramos… ¿qué es la mirada?, no creo en el amor y menos en la mariconada. Le digo que de joven, igual que él, tenía la masa muscular como de un espartano. Y claro, con ese cuerpo se te acercan las chicas. Mierda, luego de eso se te acerca una esposa y con ella muchos niños. Lo que queda es vivir con un poco de tragos para sobrellevar la mierda de la vida. Cuadra 20, ¿de qué avenida? No sé si existo. Una comezón en mi entrepierna me jode. Los tragos de la vida me abordan. Mi bolsa está llena, y claro, sin plata no puedo bajarme del carro para orinar con tranquilidad como manda la naturaleza. ¿Un vaso? Ahora una sonrisa, eso cobra más sentido. No sé si la noche fue siempre oscura. Le daré color con este vaso que contiene mi orina y de esa manera ya no estaré confundido. Mierda, la mitad de mi color se lo tragó una niña. En fin, ahora no sé si existo.
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“Estilos” por Rafael Vallejo
Vacilaciones (Presunto testigo)
¿Qué cómo pasó? Le diré la verdad, no vi el accidente… ¡Pero escuche!, no se vaya… dicen por ahí que fue culpa del chofer, igual, ¿No siempre es culpa del chofer? Yo estaba tomando unas cervezas aquí donde el “Gordo”, cuando escuché el estruendo. ¡Boom! Sonó fuerte, muy fuerte…Dicen que el bus se pasó la luz roja para ganar pasajeros, imagínese… ¡Ah! ¡Sí! Tiene razón, la víctima… Un joven, de unos veintiún años, universitario creo… habían muchos papeles regados, cuadernos y esas cosas… El cuerpo fue a parar cerca del sardinel… habrá volado unos cuarenta metros. ¿Qué? ¿No me cree? Bueno, sí, exagero, habrán sido unos seis u ocho metros, pero eso no importa. Yo creo que se vería bien en su periódico: “Chibolo vuela cuarenta metros y se estrella en sardinel” Buen titular, yo siempre quise ser reportero, así como usted, pero terminé de albañil… aunque el periodismo siempre me atrajo, el de espectáculos sobre todo, me gusta mucho ese mundo sabe… la farándula… una vez conocí a Susi Díaz, gran mujer, gran mujer… y sobretodo muy inteligente, no por nada fue congresista, también una vez conocí a Ton… Oiga, ¿A dónde va? ¿Y el pollo a la braza que me prometió? Siquiera déjeme un sencillo. ¡¿Qué?! ¿Cinco soles? Bueno, algo es algo ¿no?, tacaño…
Relato Periodístico (Amarillista)
“Chibolo vuela sesenta metros y chofer se da a la fuga”
Nuevamente, las calles se tiñeron de sangre, luego de que otro inescrupuloso chofer de combi cobrará otra vida.
Ayer, a las seis de la tarde ocurrió este lamentable suceso. Ricardo Ramírez Orellana (21), quién se dirigía rumbo a su universidad, fue brutalmente arroyado. Según han declarado testigos presenciales del hecho, el cuerpo del joven estudiante de veterinaria y defensor acérrimo de los animales, voló aproximadamente unos sesenta metros, atravesando por completo el Parque Carmona y estrellándose en la fachada de una pulpería.
“Fue culpa del chofer, lo vi con mis propios ojos, se pasó la luz roja y se dio a la fuga” declaró un atento albañil que se encontraba trabajando en las inmediaciones.
Además, en su desesperada huída, el chofer embistió un carrito sanguchero, dejando gravemente herido a su obeso propietario y regando panes y embutidos en toda la calle. El bus de la empresa “Virgen de Motupe” de placa QQ-6989, fue localizado horas después junto con el chofer cuando se disponía a comer un lomo saltado cerca de La Victoria. Hoy se realizará el interrogatorio pertinente. Esperamos que esto no se vuelva a repetir. (J. Huiro)
Punto de vista subjetivo (Chofer)
¿Qué? ¿Cómo que fue mi culpa? Acaso usted me vio. ¡No pues! Está usted creyendo lo que dicen los periódicos… esos siempre mienten. ¿Cómo qué no? Siempre mienten pues jefe, siempre, yo se lo digo, soy hombre de mundo, he recorrido el Perú en carro y, nunca ni una sola papeleta. Nunca. Bueno, tal vez dos o tres veces…pero eso sí, no fue mi culpa. Como ahora jefe, ¿quién se va a imaginar que un mocoso va a cruzar la calle sin mirar? Además, usted sabe como es la juventud, descarriada pues jefe, con las hormonas exaltadas, y metiéndose de todo por la nariz, los pulmones y las venas, ¿Si o no? Yo se lo digo jefe, yo también he sido muchacho, usted también supongo… ¿Qué? ¿Quién le ha dicho eso? Si yo no me di a la fuga, lo que pasa es que… tenía hambre jefe… no había comido y ya anochecía y, conozco un hueco que ni se imagina, un lomo saltado… ¡que rico!, si quiere le digo la dirección, podríamos ir ahorita. Bueno, pero tampoco se ponga así. No, se equivoca, si apenas choque con el cuerpo. No, no, no; no me pase la luz, ¿cómo cree? Fue culpa del muchacho…Ah, eso no sé, cosa de periodistas, mueven el cuerpo antes que llegue el fiscal, lo cambian de lugar para vender más y exagerar la noticia. ¿Eh? ¿Qué dice su compañero? ¿Qué por falta de pruebas me ponen en libertad? Qué le dije, ve que soy inocente, por eso yo nunca dudo de la justicia de nuestro país. Buen trabajo, jefe.
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“Ejercicios de estilo” por Carolina Goyzueta
Hace frío en la avenida, si me hubiera puesto las botas esta piel de gallina no ahuyentaría a la gente ¿Se notará bajo esta horrorosa luz las ganas de mi piel? Ojalá los pequeños puntitos que quedan al rasurarme las pantorrillas me aviven, a algunos clientes les gusta sentirlos sobre sus espaldas, sobre todo cuando me convierto en hombre. ¿Qué pensaría mi padre si me viera como una vieja puta de avenida? Dios lo tenga en su gloria al viejo. Los años pasan macabramente; siempre la vejez ha sido cosa de erectar los pezones. Mejor me voy con ese grupo de chicas, no vaya a ser que caiga la mancada. ¡Esos cerdos!, sus risas deformadas por la falta de dentadura, las carnes en el cuello grasiento y el uniforme asqueroso. ¡Ahí viene uno!, me parece que es él… ¡sí, sí, sí es! Es él. Ése viejo terrible y despreciable, ojalá y muera de un paro de lo cerdo que es, con la barriga descolgándosele y entre sus dientes un pestilente hilo con color a pulmón podrido. ¡Que la santísima virgen guarde a la Mogollón! pobre… tan bonito que le quedaron las tetas y el culo. El día que se las puso, vino corriendo a contármelo todo y se quedó en casa. Le dejaba compresas calientes en mi velador por las mañanas al volver del trabajo, ella se las ponía sobre las tetas magulladas y hermosas. Entonces la adopté, cuidé de ella por un mes, por el puro amor que le tenía. Cuántas veces la pasamos así de bien, juntas como hermanas, como si hubiésemos sido puestas en la tierra solo para endemoniarnos. A veces pecábamos pero… ¡como nos gustaba!, en eso concordábamos, nada de dramas, al menos en ese momento. ¡Pero ese enfermo, cerdo degenerado, hambriento por sus más degenerados deseos! Aún recuerdo a la Mogollón gritando y sus zapatos morados colgados en la cartera.
Que noche de mierda, ¡maldita puntualidad!, sólo nos jode la vida. ¡Este chino!, ¿por qué no ha venido? Es el esclavo ideal; no está mal tener un chino, como un pequeño ratoncito. Cuando llegó a la cómica tenía cara de pedo aguantado y ahora se las sabe todas. Con padrino uno aprende el oficio, si no obedeces a alguien y le chupas el culo estás cagado. Este día será bien pendejo sin él. ¿Y por qué ahora no pasa nada?, vueltas y vueltas y más vueltas. Si dejo la pat sin una puta gota de gasolina y sin carnecita, ahí sí que me jodí…Como quisiera quemarlos vivos a todos, en la comisaría sería tan fácil como atrapar un cabro. Sus vidas quedarían como la piel de Vilma cuando le apago el cigarrillo en la carne y luego le chunto un golpe con la hebilla del cinturón de mi uniforme. Que bien la pasé ese día del cabro chupamocos, estaba cargadazo. Nos fuimos a festejar a Marañón y me compré veinticinco ligas, dale que dale, fuma y fuma en esas asquerosas azoteas. Hay cuartuchos que te los alquilan sólo para fumequear y ahí nos quedamos como 2 días sin parar, gracias al cabro ese. Pobre, quedó mal. ¡Mmm! me parece ver a uno con pinta de caer. Estos no aprenden nunca, se paran en la misma puta esquina. Ojalá tenga algo, me cago de hambre.
La oscuridad abría paso al renacer de estas flores. Se desplazaban lentamente y la avenida les servía de pasarela. Los carros se agolpaban para observarlas de cerca. Las piernas largas como el péndulo de un reloj marcaban el ritmo de la noche. La más bella e iluminada de todas. Pude ver las escarchas en sus piernas, sentí la frialdad de su tristeza e imaginé tardes barrocas de verano a su lado. ¿Por qué un embrutecido animal tenía el poder de marchitarlas? Siempre aparecían con sus jaulas a cuestas. Asustaban a las pobres. Mi hermosa chica, volaba entre algodones plomos, húmedos. Los algodones habían aprendido a absorber sus lágrimas. ¿Qué le pasaría? La ansiedad apuñalaba mi cuerpo y la noche ya casi se encendía.
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“Ejercicios de estilo” por Raymond Queneau
Notaciones
En el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él.
Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: “Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo.” Le indica dónde (en el escote) y por qué.
Relato
Una mañana a mediodía, junto al parque Monceau, en la plataforma trasera de un autobús casi completo de la línea S (en la actualidad el 84), observé a un personaje con el cuello bastante largo que llevaba un sombrero de fieltro rodeado de un cordón trenzado en lugar de cinta. Este individuo interpeló, de golpe y porrazo, a su vecino, pretendiendo que le pisoteaba adrede cada vez que subían o bajaban viajeros. Pero abandonó rápidamente la discusión para lanzarse sobre un sitio que había quedado libre.
Dos horas más tarde, volví a verlo delante de la estación de Saint-Lazare, conversando con un amigo que le aconsejaba disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.
Vacilaciones
No sé muy bien dónde ocurría aquello… ¿en una iglesia, en un cubo de la basura, en un osario? ¿Quizás en un autobús? Había allí… pero, ¿qué había allí? ¿Huevos, alfombras, rábanos? ¿Esqueletos? Sí, pero con su carne aún alrededor, y vivos. Sí, me parece que era eso. Gente en un autobús. Pero había uno (¿o dos?) que se hacía notar, no sé muy bien por qué. ¿Por su megalomanía? ¿Por su adiposidad? ¿Por su melancolía? No, mejor… más exactamente… por su juventud, adornada con un largo… ¿narigón? ¿mentón? ¿pulgar? No: cuello; y por un sombrero extraño, extraño, extraño. Se puso a pelear -sí, eso es-, sin duda con otro viajero (¿hombre o mujer?, ¿niño o viejo?) Luego eso se acabó, concluyó acabándose de alguna forma, probablemente con la huida de uno de los dos adversarios.
Estoy casi seguro de que es ese mismo personaje el que me volví a encontrar, pero ¿dónde? ¿Delante de una iglesia? ¿delante de un osario? ¿delante de un cubo de la basura? Con un compañero que debía de estar hablándole de alguna cosa, pero ¿de qué? ¿de qué? ¿de qué?
Retrógrado
Te deberías añadir un botón en el abrigo, le dice su amigo. Me lo encontré en medio de la plaza de Roma, después de haberlo dejado cundo se precipitaba con avidez sobre un asiento. Acababa de protestar por el empujón de otro viajero que, según él, le atropellaba cada vez que bajaba alguien. Este descarnado joven era portador de un sombrero ridículo. Eso ocurrió en la plataforma de un S completo aquel mediodía.
Punto de vista subjetivo
No estaba descontento con mi vestimenta, precisamente hoy. Estrenaba un sombrero nuevo, bastante chulo, y un abrigo que me parecía pero que muy bien. Me encuentro a X delante de la estación de Saint-Lazare, el cual intenta aguarme la fiesta tratando de demostrarme que el abrigo es muy escotado y que debería añadirle un botón más. Aunque, menos mal que no se ha atrevido a meterse con mi gorro.
Poco antes, había reñido de lo lindo a una especie de patán que me empujaba adrede como un bruto cada vez que el personal pasaba, al bajar o al subir. Eso ocurría en uno de esos inmundos autobuses que se llenan de populacho precisamente a las horas en que debo dignarme a utilizarlos.
Una de las viejas afirmaciones más socorridas respecto del estilo literario – Cada hombre es su estilo-, parece desvanacerse al leer el inútil y al, mismo tiempo, sabio libro de Raymond Queneau (El Havre, 1903 –1976), Ejercicios de estilo. Contando una y otra vez, hasta el cansancio, la misma historia intrascendente nos ilustra sobre el poder de la voluntad: en cada instante que se aplica una voluntad distinta a la escritura aparece un nuevo estilo (que también, en ocasiones, es una nueva perspectiva). Aunque trata más bien de hacer una broma-revelación de corte semiótico -el texto es el resultado de una combinatoria de signos, barajados con independencia de la personalidad del autor-,más bien consigue mostrar la presencia del autor cada vez que cambia de estilo (exhibe su necesidad para decidir el cambio). Sigue leyendo
“El pito de mierda del guachimán raquítico” por Luis Carrión
Me estuvo siguiendo varias cuadras, me perseguía a paso lento, yo corría y no se por qué no avanzaba mas rápido que él, que me seguía con la manos en los bolsillos de la casaca con toda la paciencia del mundo. Respiraba fuerte, como un animal que olfatea a su presa, todo el vapor que salía de su nariz le tapaba la cara. Él conocía el lugar, yo no, porque doblé en varias calles y me metí por callejones y él siempre estaba en algún lado mirándome. Te juro que parecía que se multiplicaba el maldito ese. Me acorraló. Acechaba y se tomaba su tiempo para fijar la mirada en cada movimiento que yo hacía. Le mostré los dientes, como una señal de que le iba a dar pelea ¿no? Y el muy pendejo me sonríe. Ahí me desesperé porque me di cuenta de que era un pervertido y sabía lo que quería. Rogaba no sabes cómo que apareciera aunque sea un guachimán raquítico con su pito de mierda. Esos policías incompetentes ¿donde carajo están cuando en verdad los necesitas ah? Se esconden en la esquina donde no se puede doblar en U y te joden con la papeleta hasta que les sacas una coima. ¿Qué barato venden su dignidad no? Y cuando de verdad los necesitas se están rascando la mota allá en San Isidro.
No sabes lo que fue hermano. Las huevonas son bien putas ¿sabias? Todas, sin excepción. Y te digo que son bien putas porque no es como pescártelas en un tono, sino que en el fondo quieren que te las caches. Se mueren por que les metas huevo, y cuando te las estas matando no quieren agarrar, solo quieren que se las metas, que le des como animal, que la uses, que la hagas sentir puta, ¿entiendes? Ponte esta flaca no se dejaba que la bese, porque no lo necesita ¿te das cuenta? Porque ya se siente realizada durante el acto sexual, porque ya es una puta, ya lo logró. Estaba bien rica no te miento, esas chicas que tu dices “ni cagando es puta” pero en el fondo lo es, como todas las mujeres. Por eso los cabros son tan sabios huevón, porque se meten con hombres cabros, porque entre ellos son todos putazos, porque meterte con una mujer es meterte con una ex puta, salvo que te toque la cojuda que cree en Dios y en la castidad, que luego vas a rogar que sea puta porque no te va a dar ni mierda en la cama y tu vas a andar tan carreta que te vas a meter con la primera chola que se te cruce y vas a terminar cagando tu matrimonio.
Bueno me estoy yendo por las ramas. La cosa es que no había ni una puta alma en la calle y yo ya estaba sacando la billetera y el celular. “Llévate lo que quieras” le dije, y ¿sabes que me dijo? “Te quiero a ti”. Yo me puse a llorar te juro, estaba lista para dar pelea pero el miedo me quitaba las fuerzas. No me di cuenta cuando se acercó y ni le pude pegar con la cartera, y si lo hice no se sintió. Me empujó contra la pared y me tapo la boca con la mano. Traté de gritar desesperada y le metí puñetes y patadas y nada. No te imaginas cuanto lloraba. Sentía que mis gritos se iban para adentro y me dolían las tripas de tanto gritar.
Ya bueno, me estoy yendo por las ramas. La cosa es que la tipa esta estaba bien rica. Buena cintura, un culo cinco tenedores ¿manyas? De cara no estaba mal, pero puta, en verdad que chucha la cara con el poto que tenía. Como lo movía cuando caminaba, era un péndulo, te quedabas hipnotizado, huevonizado alucina. Le metí su bonito floro ¿no? Del fino. De ese que aprendimos del gran maestro Diegón. La cagada ese huevón ¿no? Mas cachero que la concha su madre. Puta la toqué así bonito, tierno pues con calidad. Y de la nada la perra esta se me puso de espaldas contra la pared, como si ya supiera que le quería dar por a troya.
Empecé a temblar y a sudar frío. Ya no sabía como zafarme de ese monstruo. Me había volteado contra la pared y me metía la mano por todas partes. Yo no podía para de llorar… hasta ahora no puedo dejar de llorar. Me sentía como un objeto. Me sentía convertida en nada. Empecé a mojarme pues huevón. Le metí mano y a la flaca esta empezó a gustarle eso de sentirse perra creo. Tipo que comenzó a respirar mas fuerte, como que a suspirar, algo así. Me arrancó el pantalón y el calzón y yo ya no tenía mas fuerzas para seguir intentando gritar. Le bajé el pantalón y la tanga chiquitita pues, mas perra la tipa. Y ese culo brother no sabes como se sentía. Es que no sabes. Suavecito, redondito. Como echarte en tu cama después de haber estado meses durmiendo en el piso, algo así ¿entiendes? Le metí pinga en una, pero por el ano es mas yuca pues, no está lubricado. Lo peor fue cuando sentí que su pene me tocaba, quería moverme y rompérselo y que se muriera desangrado ahí mismo. Raspaba como mierda y hasta dolía, pero tenía que presionar mas pues para que entrase ya de una vez, le di así con ganas, paf paf. Era asqueroso como trataba de meterlo, y me raspaba horrible, yo sentía que me desangraba y que me estaba rompiendo las paredes. Y gemía la huevona, le estaba gustando así con dolor, más masoquista. ¿Ves? Perra como todas, se siente animal. Igual yo le seguía metiendo su palabreo con mucha clase. Me decía asquerosidades, era un maldito enfermo el hijo de puta, enfermo de verdad, estaba loco. Sentía su baba en el oído cuando me decía cosas, y no podía hacer nada. Me lamía y me sentía asquerosa, como envenenada por una serpiente. Le lamía las orejas y el cuello, a ver si se excitaba más pero la muy bitch seguía igual de seca, ya me dolía un montón, raspaba pues. Ya no sabía que hacer, me quería morir en ese momento. Me ponía la cara el muy maldito, y yo sacudía la cabeza con la esperanza de acertarle un cabezazo y poder escapar. La quería besar, y me sacaba la cara la muy soberbia. Como te dije ¿no ves? No necesitan que las beses cuando ya por fin son putas. Me sentía peor que un objeto. Se sentía realizada como perra. Hasta que sonó el pito de mierda del guachimán raquítico. Hasta que sonó el pito de mierda de un guachimán.
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“Fuego cobarde” por Renato Constantino
entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos.
“Es en el décimo piso”, dice el teniente.
“Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos”.
Julio Córtazar – Todos los fuegos el fuego
Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber
cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin.
Mi carne puede tener miedo; yo, no.
Jorge Luis Borges – Deutsches Requiem
Mariella sabía de lo pesado de su carrera desde que pensó en ingresar a San Marcos. Sin embargo, mientras se hundía en una depresión sobre las distintas clases de bacilos, se preguntaba si todo esto había valido la pena. El sol brillaba fuerte y ella no quitaba los ojos de sus aburridas páginas. No te preocupes, le dijo Mónica. Falta mucho para el examen, agregó. San Marcos es una tierra triste.
Los libros de Santiago revelaban mucho más de lo que su cabeza comprendía. Trotsky y Trotsky y Trotsky. Y el Che. No te olvides de eso. Una y otra vez repasaba sus líneas, sus apuntes al lado del margen. Casi no quedaba espacio para nada más. Eran su tesoro. Ya casi no se encontraban de esos. Y la tapa roja. ¡Qué dulce es San Marcos! pensó. Cuando los apristas no nos fastidian, complementó rápidamente. ¡Apúrese, camarada! le disparó verbalmente Raúl. Ya tenían que ir a clase.
No sabía mucho de la vida. Todo era insípido. Y los hombres más. En San Marcos quien no era feo era terriblemente ideologizado. A Mariella eso no le gustaba. Prefería seguir como estaba. Santiago se preguntaba si haber ingresado a San Marcos en el profético 1984 significaba algo. Algo debía significar. Quizá era el año en que el trotskismo finalmente venciera sobre su rival estalinista. No lo sabía. Solo tenía como algo seguro que la verdad se ocultaba allí, en alguna parte de esos libros de tapa roja que citaban a Marx una y otra y otra vez. De esa forma repetía Mariella los nombres de los síntomas que debía memorizar. Uno tras otro: fiebre, malestar, erupciones en la piel y erupciones en todo el país. Porque donde se pone el dedo salta la pus. Y Santiago ya había leído a los clásicos. Ya había leído el Discurso en el Politeama y los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. No estaba seguro qué era ser socialista o comunista o trotskista, pero el llamado estaba hecho y él iría obediente.
Los amigos de Mariella eran casi todos aburridos. Mariella solo iba entre mujeres. Cuchicheaban, se reían y se sentían protegidas. Siempre había un profesor mañosón como el que los llevaba a abrir los cuerpos. ¡Y qué asco de cuerpos! Eran enfermos, viejos, mendigos sucios… aunque siempre hubiese un niño que enternecía la mirada. Doloroso. Santiago creía que le dolía el país. De hecho, lo afirmaba abiertamente mientras recitaba a Heraud y juraba que barrería a los miserables “patriotas
explotadores”. Los amigos de Santiago eran cada uno distinto del otro. Provenían de barrios miserables y de barrios opulentos. Eran católicos renegados. Que leían a Marx, ese barbón del que siempre se raja en los colegios de curas. Luego de clases tomaban cervezas heladas en algún hueco frente a la universidad. Allí discutían y creían hacer mucho por el país. Excepto Santiago. El cambio debía ser o él no sería. ¿Qué hacer?
Mariella se moría por alguien. Era Carlos. Era joven, atlético, delegado de su promoción y preocupado. Era voluntario de una compañía de bomberos en ese tiempo de toques de queda. Ella también se metió. Pensaba que esperar el llamado del fuego mientras fumaba un cigarrillo con Carlos era lo más romántico que podía pasar.
Están llegando nuevos a la universidad. Nuevos grupos políticos se entiende. Guevaristas que dicen que la guerrilla es el camino. Pero hay un grupo de gente que no predica una guerra: la está llevando a cabo. Son un grupo que se define maoísta y mariateguista. Eso no le sorprende a Santiago: todos son mariateguistas el día de hoy. Pero le sorprendía la crudeza de la propuesta. La realidad, la materialidad del cambio, cambio de batas. Mariella prefería llevar su bata en la mochila y cambiarse una vez en la universidad. Pasearla por Lima le parecía banal. Y a veces llegaba manchada de sangre y le daba asco. Por eso envidiaba a los que estudiaban para dentistas. Sus batas no solían mancharse. Eran lindas, perfectas.
Comenzó a leer de las propuestas de Mao. Eran un círculo. Perfectas y redondas. Desde el inicio de la guerrilla clandestina hasta la planificación detallada de la economía. Del campo a la ciudad. El profesor había dicho “de afuera hacia adentro”. Así había que limpiar las heridas. Encerrarlas. No dejar que ningún microbio pueda ingresar al espacio sobre el que va a trabajar. Hay que ser precisos. Hay pocas balas, camaradas. Cada una vale oro en nombre de la revolución. Y lo sabían. Cauterizar. De eso se trataba. De detener la infección. La infección.
El tiempo corría y ya Mao lo decepcionaba. Se sabía cobarde. Jamás le diría a Carlos que le gustaba, que quería salir con él, pasearse con él de la mano mientras Lima los veía con sus batas blancas o con sus trajes rojos. Ese libro rojo de Mao lo traía estúpido. Renegaba de él. Se sentía débil y tonto. No podía matar perros como sus compañeros. Era un cobarde. Un pequeñoburgués iluso… así le decían y así se sentía. No podía hacer nada por la revolución y no podía ayudar. Y tampoco salirse. Ya se lo habían advertido.
En el puesto de bomberos se sentía inútil, no tenía ninguna experiencia y solo podía ir para dar unos lastimeros primeros auxilios. Carlos no la veía nunca. Ya no le importaba tanto pero… siempre queda la duda. ¿Irse o seguir? Santiago no la tenía clara. Irse o no. Pensaba en irse pero sabía a lo que se enfrentaba. Un asesinato cruel, malévolo. Quizá sin balas, a machetazo limpio. Esa palabra lo descuadraba y lo deprimía. Cada vez que la repetía caía en la cuenta que él no era un gran macho. Era un triste pequeñoburgués iluso. Pero no quería ser cobarde. Se enfrentaría al fuego.
Cauterizar. Esa palabra suele ser premonitoria. Significa que hay que extirpar. La revolución exige una cuota de sangre. No todos pueden ser héroes. Eso de a pocos lo estaba entendiendo Santiago. Su lugar no era la vanguardia revolucionaria. Su lugar era la sangre derramada. La sangre callada, la cuota. Esa cuota. Le contó a una camarada sobre su muchas dudas. Se fue a casa sabiendo su destino. Ya escrito. Ya decidido.
Mariella había decidido enfrentarse al fuego y a Carlos. Y lo iba a hacer cuando sonó la campana. Emergencia. Siempre los llamaban primero a ellos. Santiago sabía que el balazo iba a llegar pronto. Pero hubiese deseado que fuese en la cabeza. Pero Patricia (o cual fuese su verdadero nombre) deseaba hacerlo sufrir por haber siquiera pensado en denunciar al Partido. Pero el dolor lo redimía. La historia recuerda a los vencedores y para esto es necesaria la violencia, partera de la historia. Solo nos queda esperar eso. Violencia y violencia. Mariella se dio cuenta al llegar que se estaban enfrentando a algo nuevo. Era la explosión de un auto frente a una casa de Lince. Le daba miedo enfrentar al fuego pero entró. Y allí encontró tendido a Santiago.
-¡Hay que cauterizar la herida! – gritó pero nadie la oyó, solo Santiago
Una viga acababa de caer. Carlos no podría salvarla. El fuego los consumiría. Cobardía. Soy la herida, cauterizar, Carlos, que venga, soy la herida…
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“Taku y el Robot Samurai” por José Rubina
Taku despertó de golpe, despertó de esas pesadillas de las que uno se olvida rápido, pero estaba algo angustiado. Sabía que era tarde y que tenía que salir cuanto antes. Ya estaba vestido, se puso las botas que tenía al pie de la cama y se quedó mirando el póster del Robot Samurai que había pegado en la pared de su clóset. Faltaban cinco minutos para las nueve y media de la noche, la mayoría de recolectores estarían en las fábricas alrededor de las diez. Sólo se podía ir a buscar semillas de noche, en el día trabajaban las máquinas de demolición del sector O-6 del gran Imperio de las Islas de Oriente. Caminando a través del túnel principal (desagües en ruinas, construcciones muy antiguas, ahora caminos bastante transitados), Taku, a sus siete años, reflexionaba sobre el mundo que conocía. Todo lo que veía, lo había visto así desde su nacimiento, pero sentía que en algún momento la ciudad había sido diferente. No le importaba mucho, no estaba enterado de las guerras pasadas, ni de las grandes epidemias, ni de la situación apocalíptica que atravesaba el planeta en general, y sus reflexiones siempre terminaban muy vagas e inconclusas. La verdad es que no tenía tiempo para estar preguntándose tonterías.
Hiro Tsunamura se las arreglaba para ir comiendo un par de tostadas frías mientras aseguraba las partes de su armadura. Cuando terminó, tomó su casco y se miró al espejo. Estaba cansado. Se había despertado hace poco, pero en su expresión se notaba un cansancio perpetuo, el cansancio de un mundo entero, de un mundo sucio, olvidado. Se puso el casco y activó el sistema de visión nocturna. Agarró la espada colgada de la puerta, y empezó a correr a través de los techos del perdido sector O-6. Durante el resto de la noche estaría ocupado con delincuentes y saqueadores, sus únicos compañeros serían los lobos salvajes, cazadores de ratas. Hiro se divertía pensando en que él también era un lobo, sigiloso y solitario, cazador de roedores inmundos.
Taku dejó el túnel principal para subir por una escalera, destapar una alcantarilla y rápidamente entrar a través de unas tablas de madera a la sala principal de la fábrica procesadora de frutas. Había dejado de funcionar hace mucho, y el trabajo de los recolectores consistía en recoger semillas desperdigadas por todo el lugar para luego llevarlas a los grandes viveros en el centro de la ciudad, donde trabajaba su padre. Sabía que tenía que moverse rápido y con cuidado, la periferia siempre había sido peligrosa. Empezó a llenar su mochila con pepitas de naranja, de sandía, pepas de melocotón y de durazno. Una hora más tarde, la mochila estaba llena. Taku estaba bastante satisfecho con su trabajo y con la zona de la fábrica que había elegido explorar esa noche. De pronto, escuchó abrirse una puerta cerca de él, luego pasos, mientras sentía que alguien se acercaba. Volteó para alumbrar con su linterna cuando otro niño, quizá un año mayor, se abalanzó sobre su mochila y trató de quitársela. Taku era relativamente fuerte y no la soltaría por nada del mundo, así que empezaron a forcejear. Taku, a sus siete años, estaba furioso y decidió gritarle al otro niño todos los insultos que sabía. Se le acabaron rápido, pero los siguió repitiendo. El otro niño también empezó a gritar, ninguno de los dos sabía bien qué estaba diciendo, pero ni Taku ni el niño ladrón tenían intención de ceder.
Hiro Tsunamura saltó desde la fábrica procesadora de frutas hasta el techo de una megatienda de artefactos electrónicos que aún funcionaba en una de sus secciones. El resto del local servía de almacén y hospedaje. Hiro prestaba mucha atención a los negocios que se mantenían vivos en la periferia. No entendía por qué eran saqueados constantemente.- ¿Cómo salir adelante, sino entre nosotros?- se decía muchas veces frente al espejo, buscando una razón para dejar de lado el cansancio. El mundo podía ser injusto, el mundo podía estar a punto de acabarse, pero no era justificación para el atropello que cometían los saqueadores. Hiro había decidido hacer cumplir la ley en una ciudad de caos. Lo había decidido hacía mucho, cuando las cosas no estaban tan mal todavía, pero se mantendría firme en su posición. Se encontraba escondido entre un muro y un antiguo tanque de agua cuando escuchó romperse el vidrio de una de las ventanas del establecimiento. De un salto llegó hasta el lugar de donde venía el ruido y tomó a un asustado anciano del cuello. Probablemente era un viejo loco buscando basura. Quién sabe cuánto tiempo había estado perdido entre puentes y techos. Hiro no dudó en cargarlo y bajarlo a la calle, donde seguro el anciano se ubicaría mejor. Apenas lo dejó ir, el anciano loco echó a correr y, tras tropezarse con un par de cajas, se metió por un callejón. Nada podía hacer Hiro por él, y se quedó un rato mirando la calle, recordando cómo había sido antes su ciudad, su sector O-6, cuando era un efectivo de la policía del Imperio de las Islas de Oriente. Vio los postes torcidos, la carretera agrietada, las fachadas maltrechas. Estaba muy cansado, y un poco perdido en la melancolía que generaba el paisaje, cuando buena parte de una pared de tablas de la antigua fábrica procesadora de frutas se vino abajo.
Taku sintió que se le acababan las fuerzas y que sus manos ya no podrían aferrarse a la mochila por mucho tiempo. El otro niño también estaba cansado, pero parecía un año mayor, así que probablemente resistiría lo suficiente para llevarse la mochila y sus semillas. Taku tenía ganas de soltarla y caer al piso llorando. Tenía ganas de estar en su cuarto jugando a ser el Robot Samurai. Parecía que el otro niño iba a ganar en el forcejeo cuando un lobo salvaje pasó corriendo entre los dos para luego perderse en la oscuridad de la fábrica. Pasó tan rápido que no lo vieron bien. En el impacto, volaron las dos linternas y los dos niños en direcciones opuestas. Taku, mientras salía disparado, pudo distinguir la cara del animal. No tuvo miedo, a él le gustaban los lobos, y pensó que éste en particular le había sonreído. En el vuelo, atravesó la pared de tablas por la que había entrado a la fábrica y cayó a la vereda de la calle. Tenía un par de rasguños aquí y allá, nada grave. Lo mejor era que había logrado quedarse con su mochila y estaba muy orgulloso de eso. Se había parado y estaba sacudiéndose del polvo cuando vio al Robot Samurai parado frente a él, en medio de la pista.
Hiro Tsunamura se acercó al niño que había aparecido de entre el polvo y las tablas rotas de la pared colapsada. Taku le explicó, muy agitado, lo que había sucedido. Hiro trató de calmarlo, pensando que estaba asustado. Lo cierto es que Taku estaba emocionadísimo. Tenía al Robot Samurai a un paso de distancia y era exactamente igual al de su póster. Tenía la armadura; el pecho anaranjado, las hombreras y botas rojas, los guantes y el casco azules, y la espada muy parecida a la que su madre le había comprado por su cumpleaños. Lo había visto un par de veces, saltando entre los techos de los edificios, nunca muy seguro de que en verdad era él, pero esta vez definitivamente era él, y era algo extraordinario. Hiro le dio la mano al niño y le sonrió. Él también estaba bastante emocionado. Taku estrechó la mano del Robot Samurai con fuerza, aparentando ser mucho más maduro y sereno que lo que sus siete años le permitían. La luna llena alumbraba la calle deshabitada donde tenía lugar este inusual encuentro: un niño y un vigilante justiciero. Taku no sabía qué decir, seguía estrechando fuerte la mano del Robot Samurai, y decidió aullar como lobo. Había practicado su aullido muchas veces, en verdad le gustaban mucho los lobos y le gustaba verlos pasar por las calles o por los túneles. A veces le hubiera gustado ser un lobo y no tener que recolectar semillas. Hiro pensó que la reacción del niño había sido muy extraña, pero por alguna razón sintió que quizá no estaba tan cansado como creía. Aulló también lo mejor que pudo. Ambos escucharon unos cuantos aullidos a manera de respuesta, de varios lugares diferentes. Los dos se pusieron a reír y luego, sin decir nada, se despidieron. Taku recogió su mochila del piso y se dispuso a bajar las escaleras hacia el túnel principal mientras el Robot Samurai, luego de un par de saltos, ya estaba de nuevo entre los techos de los edificios del sector O-6 del decadente Imperio de las Islas de Oriente.
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