‘Al despertar’ por Bruno Doig

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Has tenido una noche pesada, inquieta. Por algún motivo tu espalda te duele; aunque siempre lo hace, ya no debería sorprenderte. Pero no es solo eso lo que te molesta. Sientes que algo es diferente. Tienes un poco de frío, empiezas a sentir tus alergias en la nariz. Abres a medias tu ojo derecho, estás desnudo. No solo eso, estás durmiendo en el suelo. Tratas de hacer memoria, no recuerdas haberte caído en ningún momento; hubieras sentido el golpe. Abres ahora tu ojo izquierdo. Intentas desperezarte, estás verdaderamente cansado, te cuesta hacerlo. Ya estás casi completamente despierto, pero no te levantas, nunca lo haces inmediatamente. Siempre es como si te pesara el mundo. Cada día te cuesta reunir las fuerzas para seguir. Aguardas un rato más en el piso, hasta que decides que no puedes más con la alergia. Con desgano te pones de pie y lo ves. Por un momento, no piensas nada, es impresionante, es raro. Aquel que está echado en tu cama eres tú mismo. Aquel cabello, aquella nariz, aquel rostro, aquella ropa con la que te acostaste ayer; lo ves a diario y, sin embargo, dudas, corres al baño a verte en el espejo. El que te devuelve la mirada también eres tú. Regresas asustado a la habitación, estás muy confundido, te acercas, lo ves detenidamente; realmente eres tú, solo que más pálido. Tocas su mano, está fría, gélida, su rostro, también. Tanteas en el cuello, en la muñeca, no encuentras el pulso. Juntas tu oreja a su pecho, no sientes nada. Está muerto. Finalmente estás asustado, solo hay una explicación posible. El que piensa, el que vive, tú; no eres más que un fantasma viendo su propio cuerpo inerte. Buscas la silla, lo coges y te sientas frente al cadáver. Si eres un fantasma, entonces estar muerto no es muy diferente a estar vivo. Pero cómo fue posible que movieras la silla, cómo es posible que puedas sentirte a ti mismo, vivo, caliente; cómo es posible que respires. Pasas minutos pensando, tú solo no puedes saber si estás vivo, o si eres más que un fantasma. Necesitas hablar con alguien. Pero con quién. Esa es la interrogante. Hace mucho que vives solo. Sin querer; o, más bien, deseándolo mucho, te alejaste de tus amigos, te alejaste de tu familia, de todos. Coges el teléfono, piensas un momento, marcas, esperas a que conteste.
-¿Hola?- tiene la voz ronca, cansada, como si recién se despertara.
– Pedro, necesito que vengas… Es una emergencia, por favor, ven.
-¿Francisco? ¿Qué pasa?
– Por favor, ven pronto – Cuelgas.
Regresas al baño, orinas, otra prueba de que no eres un fantasma. Pedro sabrá qué hacer, es médico, además, alguna vez fue tu mejor amigo. O al menos eso pensaba él, nunca tuviste verdaderos amigos. Inclusive, por momentos llegabas a odiarlo, te cansaba. Al perecer se dio cuenta de ello, terminó por alejarse de ti. La puerta se abre, nunca le echas seguro, no sabes por qué. Es Pedro, mal afeitado, con el polo al revés, ha venido muy apresurado, quizás estuvo de guardia en la noche.
-¿Qué te pasó Paco? – está un poco asustado, recién recuerdas que estás desnudo.
– Ven.
Caminan hacia la habitación. Pedro lo ve. Tú abres el cajón y te pones la ropa interior. Pedro está atónito. Tarda un momento en despertarse, abre su maleta y saca sus instrumentos para revisar el cadáver.
– Está muerto. No comprendo, quién es, qué sucedió. No entiendo nada.
-¿Me puedes ver?… Por favor Pedro, dime que estoy vivo.
Pedro se levanta y te palpa la cara, te ausculta, siente tu pulso.
– Tus signos vitales están correctos… ¿Tú como te sientes?
Te sientes completamente normal de salud. Pero no llamaste a Pedro para eso, ya sabías que el que está echado en la cama está muerto. Quieres saber qué sucedió, quieres saber qué pasará contigo, quieres saber qué harás ahora, quieres saber que estás vivo y no eres un espíritu.
– No eres un fantasma Paco, yo te puedo ver, los instrumentos no fallan, estás vivo. Debe haber una explicación racional para esto.
– Pero y qué tal si los instrumentos no fallaron hasta ahora. Qué tal si solo tú me puedes ver y sentir.
– Entonces llamemos a alguien más, llamaré a Laura.
Hace mucho que no ves a Laura, no sabes que sucederá cuando la veas, Pedro no sabe cómo la hiciste sufrir, con tu indiferencia; nunca la quisiste de verdad, como a todos. La odiaste sabiendo que ella te amaba. No sentiste tristeza cuando terminó. Solo remordimiento, nunca quisiste hacerla sufrir, nunca quisiste ser así. Se abrió la puerta, también se nota que ha venido apresurada, el cabello revuelto, la agitación de quien ha corrido preocupado. Cuando cruzaron miradas después de tanto tiempo, supiste que ella aún te ama, pero perdura el recuerdo de las heridas, del dolor por el amor no correspondido.
– ¿Qué pasó, Paco?
Es la misma expresión de confusión. Pero esta vez es Pedro quién decide mostrarle el cadáver. Ya sabías que gritaría, sin embargo Laura es diferente a Pedro, no pregunta, no quiere pensar nada sino en ti. Solo se acerca y te abraza, hace mucho que no sientes el afecto de alguien, la abrazas y por fin te desahogas, lloras botando toda la preocupación y el miedo que vienes almacenando desde que despertaste. Por un momento olvidas todo.
– ¿Lo ves, Francisco? Estás más vivo que nunca – dice Pedro.
– Pero quién es ese que está muerto en mi cama.
– Pero que tal si… – dice Laura.
– No es un fantasma, no existe eso, solo lo que nosotros podemos ver, lo que sentiste al abrazarlo – dice él.
– Esto es increíble – dice ella – parece un sueño, quizás lo es.
– Entonces yo solo sería una ilusión tuya, sería peor que un fantasma.
Los tres se sientan varios minutos sin decir nada. Quizás no debiste llamarlos, quizás debiste sentarte y esperar que el cuerpo se pudriera. Los vecinos llamarían a la policía, quizás aquello sería más real que estar aquí, con esos dos.
– Llamaré a Fede – dice Pedro.
Quizás Federico era el que más te comprendía, ambos siempre fueron muy parecidos. Quizás por eso que siempre se llevaron tan mal, ambos tenían esa manera especial de alejar a las personas. Ambos estaban solos, pero unidos en la soledad. Los tres se relajan un poco, saben que Federico tardará, nunca le importó mucho la realidad, siempre con sus cavilaciones metafísicas y sus preguntas filosóficas. Quizás él pueda saber qué sucedió.
– Iré a preparar algo para comer – dice Laura.
Se levanta y se va hacia la cocina. Miras a Pedro, ya casi parecen unos desconocidos, se ven y no se reconocen. Es un momento incómodo, ambos tienen tantas cosas que decirse, pero no lo consiguen, guardan silencio. Te levantas y vas hacia la cocina. Laura está preparando unos sandwichs de jamón y queso, ella baja la mirada y se concentra en lo que hace. Te acercas y la besas en el cuello, ella se vuelve hacia ti, intenta separarse, pero no lo consigue. Lo hacen en el piso. Aun después de esto no puedes asegurar nada. Estás más confundido que antes. Qué tal si todo aquello no es más que un sueño, no de ella, sino tuyo. Tu cabeza es un desorden total, te levantas y regresas a la sala. Ella no dice nada, regresa a preparar los sandwichs. Cuando la puerta se abre, también está desaliñado, despeinado y con dos zapatos distintos; así es él, no vino apurado. Esta vez los cuatro van hacia la habitación. La reacción de Fede es apretar fuerte tu brazo, luego hace lo mismo con el de todos.
– ¿Está muerto? – pregunta a Pedro.
– Sí.
– Supongo que no saben y no entienden nada.
– No.
– Yo tampoco, solo puedo pensar que esto es un sueño, todo esto es una mera ilusión creada por mi mente – dice.
– Pero entonces yo no existiría, porque yo también he pensado que todos ustedes son ilusiones.
– Es más bonito que pensar que tú eres una ilusión, o incluso que realmente estás muerto y eres un fantasma. ¿Verdad? – dice Fede.
– Pero yo sé que existo.
– En realidad no lo sabes, por eso estamos todos aquí. Pero supongo que ni el haberme hecho el amor te dice nada – dice Laura.
– Que existas o no existas, eso no depende de ti, Paco, depende de nosotros, seamos reales o no – dice Fede – no puedes saber nada por ti mismo, no puedes vivir si nosotros no estamos aquí.
– Deshagámonos del cuerpo – dice Pedro. Todos lo miramos atónitos – no sabemos qué pasa. Solo sé que el que está echado en la cama es un cadáver, y el que está aquí parado está científicamente vivo. El cuerpo empezará a apestar en algún tiempo. Aunque estés muerto, aunque seas un fantasma, un sueño o una ilusión, solo te queda seguir viviendo así. No ganarás nada descubriendo el porqué de esto.
Viendo salir a Pedro cargando un nuevo material para la facultada de medicina en su maletera, sabiendo que Laura se iba aún enamorada de ti y que Federico llegaría a casa aún más pensativo y fuera de este mundo que ante, supiste que al haber marcado el teléfono para llamar a Pedro, decidiste vivir.
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S/T por Luis Vargas

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Hoy ha muerto el último escritor maldito. No murió de sobredosis. No tenía ni una lata de cerveza en la sangre. Tampoco murió en una gresca en algún boîte de mala muerte. Menos aún se suicidó. Con decir que haber muerto de sida hubiera sido más digno para un maldito como este. Recién se sentaba en un café, en las mesas de la calle, cuando un carro embistió contra su mesa y lo hizo pedazos bajo sus llantas. Se podría decir que murió en un café, que por cuestión de minutos no murió escribiendo, pero no es suficiente. Tal vez, si hubiera muerto en Paris o Nueva York ese razonamiento hubiera podido ser aceptado, pero murió en un café de su natal Luisiana.
Qué difícil pensar en esto como cierto. Uno se pregunta cómo alguien, después de casi haber sido dado a luz en la barra de un antro, en un barrio de clase media baja, entre nueces, resina y filtros de cigarro, puede terminar así. Él lo contó muchas veces. Sus padres eran alcohólicos. El padre lo odiaba. No se sabe por qué, solo se sabe que lo hacía. Naturalmente lo molía a golpes, lo insultaba y como sucede con todo escritor maldito, se burlaba de sus cuentos y de sus poesías. Que su hijo fuera un homosexual que andaba por ahí escribiendo poemitas nublaba sus ojos y endurecía sus golpes. Con el pasar de los años le perdió el miedo a su padre. Hasta que finalmente fue lo suficientemente grande como para intimidarlo con una amenaza. Como era de esperar, se fue de casa al cuartucho más hediondo e infecto de la ciudad. Se dice que pasó su adolescencia metido en ese cuarto escribiendo y escribiendo. Nunca nadie supo cómo se mantenía. Algunos dicen que vendía, de vez en cuando, algunas rolas. Sus allegados siempre han desmentido tal cosa y afirman que hacía traducciones y pequeños artículos para revistas de tiraje muy reducido. No necesitaba más que para cigarros, tacos y alcohol. En el cuarto año de auto-exilio, logró publicar unos poemas y un par de cuentos en un periódico de relativa importancia con relativa frecuencia. Pronto, uno de esos académicos que les gusta etiquetar y decirle a la gente dónde va cada cosa, lo antologó. Como era el escritor más extraño e hijo de puta de los últimos años, su figura resaltó y se erigió como el abanderado de su generación, junto con otros dos o tres más. De ahí la historia es conocida. Fama, mujeres, mucho más alcohol, mucha más droga, idas y venidas al cuarto de emergencia, depresiones de artista maldito. En fin, veinte años de vida heroica. No se casó ni tuvo hijos. Los escritores malditos no suelen dejar descendientes, por suerte.
Todo para venir a morirse como uno más. Como cualquier otro perdedor que ha pasado por este mundo de mierda en donde todos mueren a manos de otros. De maldito, ya no tiene nada.

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S/T por Carlos Mevius

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Luego de una larga ceremonia, nada ostentosa ni célebre ni especial, sino más bien aburrida, por fin los restos del doctor fueron enterrados bajo el frío suelo. Muerto por tuberculosis, nunca llegó a terminar su obra, ni pudo dejar legado alguno que pudiera ser retomado por alguien más. Los únicos papeles que quedaron fueron enterrados con él bajo petición de su segunda madre, Angélica. Tanto ella como su otra madre, Gabriela, serían las únicas en recordarlo brevemente, y poco años después su nombre cayó en el olvido.

Sin embargo, fuera de terminar deshonrosamente, el doctor murió casi como vivió. Desde joven fue curioso sobre su entorno, comenzando por el hecho de que, a diferencia de otros jóvenes de su edad, él tenía dos madres y ningún padre. A Angélica la apodó su “segunda madre”, pero no por razones de preferencia sino por el simple y sencillo hecho de que no la veía tanto como a Gabriela, con quien pasaba cada momento desde que era un infante. Pero, a pesar del cariño que recibía, siempre se sintió vacío y huérfano, y no tenía otra familia más que ellas dos..
A la dulce edad de quince años se enamoró por primera vez, tal vez la única en su vida. El fuego era un fenómeno maravilloso, y le encantaba ver cómo cosas sencillas ardían. Primero papeles, restos de tela o ropa, periódicos, al poco tiempo un gato callejero saldría corriendo y chillando para detenerse pocos metros antes del río. El doctor, sin embargo, no entendió porqué los demás no veían aquello como él lo hacía, y tuvo que pasar hasta tres semanas en un reformatorio, recibiendo sermones y exorcismos por parte del sacerdote. Lo recordaría cuando tenía más de treinta años, justo antes de enfermarse, al ver en su derruido cuerpo las todavía palpables marcas de aquellos golpes y azotes por parte del sacerdote.
Fue, sin embargo, poco antes del accidente cuando empezó su obra. Estaba terminando la carrera de medicina y se quería especializar en el nuevo campo teórico, que involucraba toques incandescentes para rehabilitar miembros tullidos, cuando empezó a escribir. Escribió y escribió casi sin cesar, deteniéndose sólo para sus necesidades básicas y, lo inevitable, para seguir sus estudios. Escribió tanto que cuando se le acabó el papel empezó a escribir en paredes, pisos, muebles y a robarse los apuntes de compañeros para usar las hojas. Un conserje declaró incluso verlo usando papel higiénico, pero tales escritos nunca fueron encontrados. Fue aquello, finalmente, lo que lo llevó al accidente.
Intentando probar sus propias teorías, también a causa de la reputación que ganó por faltar clases, se incendió la mano derecha accidentalmente en un intento de revitalizarla, luego de más de veinte horas ininterrumpidas de escritura. Luego, esparciéndose por todo el empapelado que contenía su obra, toda la habitación y luego todo el edificio se incendió. Impresionantemente, el doctor salió con quemaduras menores, aunque sería poco después, en el hospital, donde contraería la tuberculosis.
Tanto Angélica como Gabriela se sorprendieron, meses después de la muerte del doctor, de que el viejo sacerdote también había muerto durante el incendio, debido a una visita de cortesía que lo tuvo ahí ese día. La segunda no lo tomó tan mal como la primera, quien recordó su encuentro, muchos años atrás, cuando joven: aquel pobre hombre tenía un extraño interés por el poder sanador del fuego, que decía santificaba y purgaba el espíritu del mal. Sin embargo, su discurso no le impidió dejar su semilla en aquella pobre chica que, asustada, regresó donde su prima, ambas huérfanas, para decirle que había sido violada contra su voluntad. Nunca revelando la identidad del padre, cargó con su hijo y mostró, finalmente, una incompetencia que llevó a Gabriela a tomar el cargo de madre. Sigue leyendo

S/T por Diego Cebreros

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Lo primero que recuerdo es que, de niña, solía jugar con el tamborcito den-den de mi madre. Yo tenía 5 años en 1921 y todavía no empezaba la escuela. Por eso, mis padres trataban de educarme siempre que tenían tiempo. Por ejemplo, me enseñaron los números mientras daban el cambio a los clientes de la tienda o, en la noche, me enseñaban las letras, ya sea en español o en japonés. Yo vivía con mis padres y mis dos hermanos en Lince y, cuando entré al colegio, también les enseñaba a ellos. Por ese entonces, las clases eran en el centro y debía ir con mi madre, luego trasladaron el Lima Nikko a Jesús María y podía ir sola. Tenía 10 más o menos.
Era muy traviesa. Solía coger algunos dulces del aparador hasta que mis padres me descubrieron. Yo siempre me los llevaba hasta mi cuarto, en el segundo piso, pero esa vez me quede escondida debajo del mostrador. Cuando mi madre llegó, tuvo que solapar su ira hasta que un cliente terminara de comprar. Cuando se fue, yo quise irme con él.
En el colegio debía ser más tranquila. Todas las clases se impartían en japonés y la mayoría de mis amigos no hablaba español. El programa curricular era el del ministerio japonés, por lo que eran muy estrictos con nosotros. Si no nos comportábamos, había un cuarto oscuro en el que nos encerraban. En casa sí sabíamos español. Mi padre decía que era importante, y que en lo posible lo hablara más que el japonés. Yo lo hacía con mis amigos del barrio, y más adelante con los amigos de mis hermanos. A mi madre no le gustaba que me juntara con ellos, pero mi padre no tenía problemas. Jugábamos canicas en la acera, porque en ese entonces no había pistas; y a veces mis amigos nos defendían porque venían otros y nos las quitaban. Una vez, mi tamborcito den-den se rompió. Uno de mis amigos del barrio lo quiso ver y, sin querer, rompió uno de los cordones. Mi madre se enojo muchísimo, dijo que siempre nos tratarían así.
Después de la escuela, trabaje en la bodega un tiempo. Terminaban los años 20 y tendría unos 13 o 14 años. Todos los días, ayudaba a atender a los clientes, les daba el cambio y, al medio día, iba a recoger a mis hermanos. Ellos estudiaban en el Jishuryo, que estaba en Lince, así que se me hacia más fácil ir por ellos. En ese entonces, recuerdo haber visto en la calle a un mendigo que rebuscaba en la basura. Siempre se aparecía los martes, y se quedaba mirando la tienda. Después de unos minutos se marchaba, y regresaba el siguiente martes. Un día, se apareció cuando debía ir por mis hermanos, así que espere a que se vaya para seguirlo. Detrás de él, vi que anotaba algo en una libreta de apuntes. Después doblo en una esquina y nunca lo volví a ver. Luego me enteraría que se trataba de agentes del FBI de EE.UU.
Unos años después, el negocio había avanzado y mis padres pensaron que sería buena idea manejar un segundo local. Era 1932. Después de la tienda, regresé a la escuela para acabar la secundaria. Fue en ese tiempo que me di cuenta de que la gente nos trataba distinto. Mejor dicho, fue en ese tiempo en que empecé a preguntarme por todas las cosas que había visto, y que veía. Un día, al tomar el tren, me senté frente a un par de señoras. Recuerdo escuchar que una decía: “en Estados Unidos. se sientan de un lado, y los demás del otro”. Cuando me baje, aun debía caminar unas cuadras hasta mi casa. En el camino, veía que un japonés discutía con un hombre alto. Yo seguí caminando hasta mi casa. Ese día no quise atender en el mostrador.
Recuerdo también que, a veces, llegaba el hijo de la señora de al lado. Era muy guapo, tenía el cabello ligeramente más largo que el resto y se peinaba hacia atrás para que no le de en los ojos, pero debajo de este era igual, afeitado y muy limpio. A veces venía con sus amigos a tomar gaseosas, pero otras veces llegaba solo, y siempre trataba de verlo. Un día bajé, con una chompa azul que en ese tiempo era muy llamativa. Cuando lo vi, quise quitármela, pero ya estaba frente a él así que solo lo atendí. A veces se quedaba a conversar pero ese día no quería que me viera con mi chompa. Después se fue. Mis hermanos siempre me molestaban con el chico, pero ese día no estaba de humor para soportarlos. Subí a mi cuarto y guarde la chompa en el armario, sobre un montón de ropa. Al día siguiente, el chico vino en la tarde. Me dio un ganchito para el cabello, del mismo color que mi chompa. Yo me lo puse de inmediato y desde ahí solo me lo sacaba para bañarme. Luego le dije a mi madre que me hiciera otra chompa del mismo color. No le dije por qué, pues se podía enojar, pero igual la hizo y me la puse en mi cumpleaños.
Por ese entonces, circulaba la noticia de que una hija de japoneses se había fugado con su enamorado, que era peruano. Sus padres se habían opuesto porque ya tenían arreglado con un nisei, hijo de panaderos. Por eso, mi madre pensó que ya era tiempo de buscarme un marido. Yo solo me había fijado en el chico de al lado, pero sabía que mi madre nunca lo aprobaría, así que trate de olvidarme de él. Un día, el chico llegó. Dijo que se iría a vivir a la Argentina, porque sus padres no hacían mucho dinero aquí. Yo me puse muy triste y le dije que me daba pena. Luego, llegó mi madre y le pregunto qué quería. Al final el chico se fue, y yo quise irme con él.
Todo eso paso antes de los saqueos. Yo tenía 19 años en 1940. En la tienda solo estábamos mis padres y yo, y mis hermanos estaban en el colegio. Un señor entró a la tienda. Dijo que venía del centro y que había visto cómo atacaban los puestos de los japoneses. Después pidió una gaseosa y se fue, mientras que mi padre se iba a recoger a mis hermanos. Mi madre y yo cerramos la tienda y los esperamos mientras hacíamos el almuerzo. Por ese entonces, solo la gente adinerada tenia radios, así que no había forma de enterarnos de lo que ocurría más que por los gritos en la calle. Yo subí a mi cuarto, a ver si llegaban mientras se hacia el arroz. Me asome por la ventana pero no vi nada, todo estaba tranquilo. Después tocaron fuerte en la puerta. Era mi padre con mis hermanos. Estaba muy agitado y tuvo que recostarse un momento antes de decirnos lo que pasó. En el almuerzo dijo que, mientras caminaba, no sabía como iba a hacer para sacar a mis hermanos, o que iba a ser de los demás alumnos. Cuando llego, se encontró con otros padres que también habían ido a recoger a sus hijos. Cuando salieron, no se encontraron con ningún manifestante, pero al día siguiente nos enteraríamos de que el colegio había sido atacado en la noche.
Y luego vino lo de las deportaciones. Se hizo común escuchar palabras como “listas negras” o “potencialmente peligrosos”. Yo y mis hermanos éramos, legalmente, peruanos. Pero mis padres y, en especial mi madre, continuaban siendo japoneses. De todas formas, a todos nos deportaron, legales o no. A mi padre lo mandaron a Talara, y luego se reuniría con nosotros en el campo de concentración, en Texas. Nosotros fuimos en barco, a Panamá, y luego a Estados Unidos.
En el campo, si bien no podíamos salir, podíamos hacer lo que deseáramos. Cuando llegamos, los demás japoneses nos recibieron cantando. Los americanos no sabían que decían, pero nos daban esperanzas y decían que todo saldría bien. El campo era enorme, cercado con alambre de púas y torres de vigilancia cada 50 metros. Ahí pase cerca de 4 años, hasta que en el 44 lo cerraron. Yo y mis hermanos hicimos muchos amigos, de Hawái o de Estados Unidos. Hasta ahora tenemos contacto y nos reunimos en ocasiones. Gracias a ellos es que vivimos un tiempo en Nevada, porque el gobierno peruano no quería que regresáramos. Felizmente que no teníamos familia en Perú, pero aun así extrañaba a mis antiguos amigos. Fue en Nevada que escuchamos lo de la bomba atómica, del fin de la guerra y, en ocasiones, de lo que ocurría en el Perú. Después de años, en el 57, pudimos regresar. Mis hermanos ya estaban grandes, y tenían sus negocios, aunque fue muy difícil. Yo no me casé. Mi madre había arreglado con muchos japoneses, pero no quise casarme. Ya iba a cumplir 40 años cuando por fin pudimos regresar. De los miles que enviaron, regresaron menos de 100.
Más adelante, el gobierno entregaría el terreno de lo que ahora es la Asociación Estadio La Unión, donde trabajamos un tiempo. Mi padre había muerto de una enfermedad a los pulmones y ahora mis hermanos administraban la tienda, junto con otros negocios. Después de eso, vivimos sin sobresaltos, excepto por el golpe de estado a Belaunde en 1968.
Ahora vivo tranquila con la familia de mis hermanos. Son tiempos difíciles, pero siempre hemos sabido ir hacia adelante. Tengo la seguridad de que todo marchara bien,
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‘MM Hare & Burke, asesinos’ de Marcel Shwob

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burke and hare

El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher: juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores. […]

Marcel Schwob (1867-1905), escritor francés a quien se deben libros tan imaginativos y singulares como Doble corazón, Mimos y sus memorables Vidas imaginarias, incitó en el joven Jorge Luis Borges el gusto por la escritura, según lo declaró alguna vez el viejo maestro. La biografía imaginaria de “MM Burke & Hare. Asesinos” incita ahora a los talleristas a construir vidas ficticias que revelen la mirada propia de cada cual. Como sucedió en el ejercicio anterior, selecciono los trabajos que me han parecido peculiarmente signficativos. Sigue leyendo

‘La mariposa camaleón’ por Bruno Doig

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La mariposa camaleón es, de todas, la más interesante. Viaja aleteando por todos los parajes posibles, buscando el color más hermoso para copiarlo. Intenta desde el verde de las hojas y el bermellón de las rosas, hasta complicadas combinaciones que toma de los museos de arte. Siempre busca llamar la atención lo más que puede. Solo sabe que ha conseguido su cometido cuando algún pajarillo se da cuenta de ella y se la come, por fin, feliz. Sigue leyendo

‘El tigre’ por Karla Miranda

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Sus ojos son negro ondulado y están sellados con sangre en forma de látigos y cruces brillantes. Camina aplastando todo a su paso, sabiendo que es superior. No tiene religión, ni política, menos amor; pero es feliz. No sabe qué es el miedo o la pobreza y sonríe.
Le divierte contemplar asustados a los animales que lo rodean, los mira por sobre el hombro, y se burla. Se burla despiadadamente.
Los tatuajes negros en forma de espadas paralelas que cubren su dorada figura lo camuflan de rencores, envidias y venganzas que él mismo buscó en su camino.
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S/T por María Pía Ríos

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Podía sentir su respiración calentando mi almohada. El ruido que hacía el aire al entrar por sus fosas nasales y su aliento eran perturbadores. Podía sentir el peso de su cuerpo sobre mi cama y cada vez se acercaba más a mi cara. Esperé hasta que la bestia abandone mi cama. Fueron como diez minutos y al fin pude abrir los ojos. Solo pude ver la parte trasera del animal. No era tan grande como lo imaginé pero sí era pesado. Su cabeza sobresalía del resto de su cuerpo y tanto sus orejas como su cola estaban a la espera de cualquier señal. Sigue leyendo

‘La Girya’ por Diego Cebreros

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La Girya (Mens virosus) es el único miembro de la familia Mensidae. Es un animal con características antropomórficas que vive, durante el invierno, en la provincia de Volgograd, a orillas del río Volga. El resto del año se desplaza hacia el mar Caspio, de tal forma que interfiere con el ciclo migratorio de los Esturiones (Pseudoscarphirhunchus), aunque también se alimenta de Farras (Coregonus lavaretus) y Bremas (Abramis brama) de la zona.
En apariencia, se asemeja a un enorme rostro arrugado y malhumorado, que es lo que constituye el 33.3% del cuerpo esférico. Tiene entre 4 y 5m de diámetro, pero pesa 250 kg por centímetro cúbico, con lo cual se pensaba que desafiaba las leyes de la física clásica al ser demasiado pesada para desplazarse o siquiera existir. Esta duda fue parcialmente despejada en 1931, al descubrirse que la Girya podía modificar a voluntad su masa por medio de cargas eléctricas (ver más adelante).
Su piel es gruesa y arrugada, de color negro verdoso o gris claro, similar a la de los rinocerontes, pero es capaz de contraerse o extenderse con una carga electroestática. De este modo, la Girya puede cambiar a voluntad tanto su volumen como su estructura física, de tal forma que es capaz de crear arpones y armas cortantes a partir de la piel que usa para cazar. Esta cualidad, asimismo, le permite desplazarse por tierra, al arrastrarse como una serpiente contrayendo los músculos de la parte inferior; y también nadar al expandir su cuerpo y aplanarse. Así, puede desplazarse r de forma muy parecida a la de una manta raya. Estudios realizados en 2004 revelaron que la composición química de la Girya no contiene agua, como en el resto de seres vivos, sino que presenta grandes cantidades de Deuterio, por lo que la Girya se compone principalmente de agua pesada.
Su relación con las personas ha sido muy problemática a lo largo del tiempo. Al tener características antropomórficas en el rostro, puede expresar sentimientos que, en apariencia, se confunden con los humanos. Sin embargo, la Girya no es capaz de razonar o de resolver problemas. Se cree que esta cualidad responde más a un mecanismo de defensa innato que juega con nuestra percepción, pero que no es capaz de ser aplicado en forma de pensamiento, de modo similar a como los loros imitan el habla humana.
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