
Estaba sentado en el mueble viejo y polvoriento que se hallaba en su cuarto. Roberto Mendiola era un ingeniero de mucha experiencia y esto era destacado por el resto de sus compañeros de trabajo. Sin embargo, hace un mes lo despidieron, ya que el dueño de la empresa argumentaba que su sueldo era muy oneroso con respecto al que pretendían cobrar algunos postulantes al mismo puesto que el ocupaba él; además – en tono irónico- le dijo que eran mucho mas jóvenes, además de que su actitud parecía la de un muerto. Decepcionado de esto, Mendiola se refugio en su incontrastable habitación, a la cual, valgan verdades, no entraba nadie. Siendo mas exactos, la última persona que ingresó a esa habitación fue su señora esposa, quien falleció hace casi un año. En su mundo interno, que era su cuarto, su vida transcurría normalmente hasta que luego de un mes de “internamiento” se dio cuenta que en general su casa necesitaba una limpieza total, por lo que era obligatorio llamar a alguien para que limpie la casa.
¿A quién? –fue su primera interrogante. Al no saber a quien llamar, no se le ocurrió mejor idea que consultar en la guía telefónica para solicitar a personas que puedan realizar este trabajo. Volteando y volteando las páginas encontró a una empresa que abastecía con personal capaz de limpiar casas. Su rostro esbozo inmediatamente una leve sonrisa. Llamó al número que se consignaba en dicha página y escuchó una voz de respuesta del otro lado de la línea
-¿Aló?
-Si, aló, diga
-Disculpe, deseo que me puedan enviar a alguna persona que pueda encargarse de la limpieza de mi hogar.
-A ver, señor, ¿dónde queda su casa?
-Vivo en el distrito de La Molina
-¿En la Molina Vieja?
-No sé a qué se refiere
-No, señor, lo que pasa es que yo llamo así a la zona de La Molina que se encuentra aledaña a la laguna, que no me acuerdo ahora como se llama.
-A bueno, siendo así, sí yo vivo ahí, cerca a la laguna.
-¿Cuántas personas desea que le envíe? ¿Su casa es grande?
-Mi casa es grande, pero yo creo que con solo una persona es suficiente.
-Ah, bueno, esa es su decisión. Por cierto ¿cómo se llama?
-Roberto Mendiola
-Señor Mendiola, entonces le enviamos a la chica en una hora.
-Si, claro no hay ningún problema.
-Hasta la próxima.
-Cuídese.
Mientras esperaba a la chica de la limpieza, el señor Mendiola se dispuso a cometer acciones malévolas, siendo la peor; ensuciar más su casa. En tono irónico mencionaba que nunca antes se le ocurrió ensuciar tanto su casa, ya que no era lo justo para su mujer, pero en esta situación, sin mujer, podía hacer eso y mucho más. Desde la cocina hasta su sala, el desorden era tal que el mismo pretendía salir de la casa mientras se iba a limpiar, pero le ganó mas el miedo a volver a salir a ese mundo de donde lo expulsaron hace un mes.
Habían pasado hora y media, cuando el timbre sonó. Se dirigió a paso raudo hacia la puerta principal con la intención de abrir esa puerta. La abrió. Lo primero que pensó cuando vio a la chica de la limpieza era que había vuelto a nacer, pero rápidamente se dio cuenta que no era así. No obstante, se quedó pasmado observando sus ojos, su rostro, su cabello, y se deleitó cuando escucho su voz, porque le recordaba sus amores de joven, aquellos que hoy parecen más lejanos que cuando habló por primera vez.
Ella lo saludó y lo llamó por su apellido y de señor. Eso a él no le sorprendió del todo, ya que estaba acostumbrado a que todos hagan eso. Rápidamente le preguntó si deseaba tomar alguna bebida. Ella le respondió que sí –con la mayor cortesía posible-, con lo cual él se dirigió a la cocina- totalmente desordenada- a traer una botella de pisco y un par de copas. Le sirvió un vaso y también se sirvió el suyo. Ella se sentó en el mueble y el tuvo que traer otro que se encontraba como a diez metros de ese lugar. La chica se rió y el se avergonzaba dentro de sí. Le preguntó cuantos años tenía, ella le respondió que tenía 22 años, por lo que Mendiola casi se atraganta con su bebida. Le preguntó también por qué trabaja de eso. Ella le empezó a contar una parte de su vida, la cual abarcaba desde que sus padres fallecieron hasta el maltrato que sufrió de parte de sus tíos. Mendiola interrumpía la narración de la historia porque de la nada se le ocurrían unas cuantas preguntas que hacían que la conversación dure más y mas. Habrían pasado cuatro horas desde que la chica llegó – por cierto en medio del trágico relato, ella le dijo que se llamaba Ana – y desde su llegada no había limpiado nada. A Roberto eso no le molestó en absoluto, pero a ella debía de incomodarle un poco, ya que así ella la pasara bien con el señor, eso no significaba que iba a cobrar por hacer nada, por lo que mientras le contaba su vida se dispuso a ordenar la sala.
Él, increíblemente, se prestó a ayudarla, tratando que la conversación no se pierda. Mientras discutían temas como la violencia familiar, la muerte de las parejas, y otros temas de importancia, Mendiola sintió que, por primera vez, después de la muerte de su señora esposa, sentía esa sensación inenarrable de gusto y placer al estar con alguien; ese hecho de compartir un momento con otra persona que a él tanto le hacia falta. Se dirigieron a la sala, porque ya habían terminado de limpiar la sala; allí le toco el turno de contra su vida a él, lo que no le gustaba mucho, por lo trágico que había sido y, sobre todo, por lo íntimo. Sin embargo, visto lo bien que se llevaba con Ana, decidió contarla. Pasaron dos horas, en donde ocurrieron muchas cosas, por ejemplo, él estuvo a punto de llorar con una canción que sonó en la radio. Eso causó extrañeza y apego hacia él por parte de la chica. Luego, le contó las locuras que hacia de joven y lo triste que era recordarlo ahora.
Ella, en plena conversación, terminó de trabajar; él se dio cuenta que era el momento en que debía irse. Se iba a despedir, pero en ese entonces, ella le dice que si es posible que puedan salir a la calle, quizá al cine. Además, agregó que él debía salir un poco más porque la vida aun no se ha acabado. Tras escuchar esta vaga argumentación, le dijo que de inmediato que sí – casi impulsivamente-, aunque le pidió que lo esperara mientras se cambiaba. Ana aceptó y se sentó en el sofá y se dispuso a ver la televisión. Mendiola corrió prácticamente a su habitación, en ella se desvistió rápidamente, e ingresó a la ducha. Pensó que su vida volvía a renacer del lóbrego sitial en donde se encontraba. Se bañó. Salió de la ducha y se dirigió a vestirse como hace tiempo no lo hacía. Mientras se vestía, observó la mesa de noche en la que se encontraba la foto de su esposa. Ese lugar era un altar realizado para ella y donde él rezaba diariamente y a la vez lloraba por la desagraciada suerte que les tocó vivir. Mientras se amarraba los pasadores de los zapatos, recordó cómo iban seguidamente a las discotecas –en su juventud-, las salidas a los cines –conocían prácticamente todos-, las fiestas que se hacían en el trabajo- donde lo condecoraban como el mejor empleado y mejor persona aún-. Recordó también la vez en que su mujer falleció, recordó también como vio aterrado el incendio que se produjo en esta casa, hacía casi ya un año; pensó en sus remordimiento por pensar que pudo evitar que su mujer muera calcinada y cómo se atribuyó responsabilidad de todo. Por eso no quería vivir como antes. Sentíase responsable, quería quedarse en esa casa, donde nunca antes pasó tanto tiempo, y donde ahora deseaba quedarse junto al lado de Marjorie , la única mujer de su vida.
Al bajar las escaleras, encontró a Ana lista para salir, pero él, por el contrario, sacó su billetera y le dio un billete de cien soles, con el cual cancelaba el trabajo que ella hizo. La chica se sorprendió de la negativa a salir con ella. No entendía por qué se negaba, no comprendía ese rechazo a seguir viviendo, ese gusto por concentrarse en un desperdicio de vida. Tampoco entendía como había cambiado tan rápido de opinión. Ninguna de estas interrogantes consultó con Mendiola. Por el contrario solo atinó a retirarse de su casa. En medio de la retirada observó un carro perteneciente a una funeraria. Entre sonrisas y penas pensó que el muerto estaba aquí, allá –dirigiendo su mano- en esa casa, de donde por la ventana se podía observar a Mendiola recostado sobre el sofá, en medio del calor que irradiaba la chimenea y disfrutando de la compañía de su señora esposa, Marjorie. Lamentablemente, a esta solo la disfrutaba él, porque Ana no la vio ni tampoco nadie cuerdo en vida.
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