Estaba sentado en el mueble viejo y polvoriento que se hallaba en su cuarto. Roberto Mendiola era un ingeniero de mucha experiencia y esto era destacado por el resto de sus compañeros de trabajo. Sin embargo, hace un mes lo despidieron, ya que el dueño de la empresa argumentaba que su sueldo era muy oneroso con respecto al que pretendían cobrar algunos postulantes al mismo puesto que el ocupaba él; además – en tono irónico- le dijo que eran mucho mas jóvenes, además de que su actitud parecía la de un muerto. Decepcionado de esto, Mendiola se refugio en su incontrastable habitación, a la cual, valgan verdades, no entraba nadie. Siendo mas exactos, la última persona que ingresó a esa habitación fue su señora esposa, quien falleció hace casi un año. En su mundo interno, que era su cuarto, su vida transcurría normalmente hasta que luego de un mes de “internamiento” se dio cuenta que en general su casa necesitaba una limpieza total, por lo que era obligatorio llamar a alguien para que limpie la casa.
¿A quién? –fue su primera interrogante. Al no saber a quien llamar, no se le ocurrió mejor idea que consultar en la guía telefónica para solicitar a personas que puedan realizar este trabajo. Volteando y volteando las páginas encontró a una empresa que abastecía con personal capaz de limpiar casas. Su rostro esbozo inmediatamente una leve sonrisa. Llamó al número que se consignaba en dicha página y escuchó una voz de respuesta del otro lado de la línea
-¿Aló?
-Si, aló, diga
-Disculpe, deseo que me puedan enviar a alguna persona que pueda encargarse de la limpieza de mi hogar.
-A ver, señor, ¿dónde queda su casa?
-Vivo en el distrito de La Molina
-¿En la Molina Vieja?
-No sé a qué se refiere
-No, señor, lo que pasa es que yo llamo así a la zona de La Molina que se encuentra aledaña a la laguna, que no me acuerdo ahora como se llama.
-A bueno, siendo así, sí yo vivo ahí, cerca a la laguna.
-¿Cuántas personas desea que le envíe? ¿Su casa es grande?
-Mi casa es grande, pero yo creo que con solo una persona es suficiente.
-Ah, bueno, esa es su decisión. Por cierto ¿cómo se llama?
-Roberto Mendiola
-Señor Mendiola, entonces le enviamos a la chica en una hora.
-Si, claro no hay ningún problema.
-Hasta la próxima.
-Cuídese.
Mientras esperaba a la chica de la limpieza, el señor Mendiola se dispuso a cometer acciones malévolas, siendo la peor; ensuciar más su casa. En tono irónico mencionaba que nunca antes se le ocurrió ensuciar tanto su casa, ya que no era lo justo para su mujer, pero en esta situación, sin mujer, podía hacer eso y mucho más. Desde la cocina hasta su sala, el desorden era tal que el mismo pretendía salir de la casa mientras se iba a limpiar, pero le ganó mas el miedo a volver a salir a ese mundo de donde lo expulsaron hace un mes.
Habían pasado hora y media, cuando el timbre sonó. Se dirigió a paso raudo hacia la puerta principal con la intención de abrir esa puerta. La abrió. Lo primero que pensó cuando vio a la chica de la limpieza era que había vuelto a nacer, pero rápidamente se dio cuenta que no era así. No obstante, se quedó pasmado observando sus ojos, su rostro, su cabello, y se deleitó cuando escucho su voz, porque le recordaba sus amores de joven, aquellos que hoy parecen más lejanos que cuando habló por primera vez.
Ella lo saludó y lo llamó por su apellido y de señor. Eso a él no le sorprendió del todo, ya que estaba acostumbrado a que todos hagan eso. Rápidamente le preguntó si deseaba tomar alguna bebida. Ella le respondió que sí –con la mayor cortesía posible-, con lo cual él se dirigió a la cocina- totalmente desordenada- a traer una botella de pisco y un par de copas. Le sirvió un vaso y también se sirvió el suyo. Ella se sentó en el mueble y el tuvo que traer otro que se encontraba como a diez metros de ese lugar. La chica se rió y el se avergonzaba dentro de sí. Le preguntó cuantos años tenía, ella le respondió que tenía 22 años, por lo que Mendiola casi se atraganta con su bebida. Le preguntó también por qué trabaja de eso. Ella le empezó a contar una parte de su vida, la cual abarcaba desde que sus padres fallecieron hasta el maltrato que sufrió de parte de sus tíos. Mendiola interrumpía la narración de la historia porque de la nada se le ocurrían unas cuantas preguntas que hacían que la conversación dure más y mas. Habrían pasado cuatro horas desde que la chica llegó – por cierto en medio del trágico relato, ella le dijo que se llamaba Ana – y desde su llegada no había limpiado nada. A Roberto eso no le molestó en absoluto, pero a ella debía de incomodarle un poco, ya que así ella la pasara bien con el señor, eso no significaba que iba a cobrar por hacer nada, por lo que mientras le contaba su vida se dispuso a ordenar la sala.
Él, increíblemente, se prestó a ayudarla, tratando que la conversación no se pierda. Mientras discutían temas como la violencia familiar, la muerte de las parejas, y otros temas de importancia, Mendiola sintió que, por primera vez, después de la muerte de su señora esposa, sentía esa sensación inenarrable de gusto y placer al estar con alguien; ese hecho de compartir un momento con otra persona que a él tanto le hacia falta. Se dirigieron a la sala, porque ya habían terminado de limpiar la sala; allí le toco el turno de contra su vida a él, lo que no le gustaba mucho, por lo trágico que había sido y, sobre todo, por lo íntimo. Sin embargo, visto lo bien que se llevaba con Ana, decidió contarla. Pasaron dos horas, en donde ocurrieron muchas cosas, por ejemplo, él estuvo a punto de llorar con una canción que sonó en la radio. Eso causó extrañeza y apego hacia él por parte de la chica. Luego, le contó las locuras que hacia de joven y lo triste que era recordarlo ahora.
Ella, en plena conversación, terminó de trabajar; él se dio cuenta que era el momento en que debía irse. Se iba a despedir, pero en ese entonces, ella le dice que si es posible que puedan salir a la calle, quizá al cine. Además, agregó que él debía salir un poco más porque la vida aun no se ha acabado. Tras escuchar esta vaga argumentación, le dijo que de inmediato que sí – casi impulsivamente-, aunque le pidió que lo esperara mientras se cambiaba. Ana aceptó y se sentó en el sofá y se dispuso a ver la televisión. Mendiola corrió prácticamente a su habitación, en ella se desvistió rápidamente, e ingresó a la ducha. Pensó que su vida volvía a renacer del lóbrego sitial en donde se encontraba. Se bañó. Salió de la ducha y se dirigió a vestirse como hace tiempo no lo hacía. Mientras se vestía, observó la mesa de noche en la que se encontraba la foto de su esposa. Ese lugar era un altar realizado para ella y donde él rezaba diariamente y a la vez lloraba por la desagraciada suerte que les tocó vivir. Mientras se amarraba los pasadores de los zapatos, recordó cómo iban seguidamente a las discotecas –en su juventud-, las salidas a los cines –conocían prácticamente todos-, las fiestas que se hacían en el trabajo- donde lo condecoraban como el mejor empleado y mejor persona aún-. Recordó también la vez en que su mujer falleció, recordó también como vio aterrado el incendio que se produjo en esta casa, hacía casi ya un año; pensó en sus remordimiento por pensar que pudo evitar que su mujer muera calcinada y cómo se atribuyó responsabilidad de todo. Por eso no quería vivir como antes. Sentíase responsable, quería quedarse en esa casa, donde nunca antes pasó tanto tiempo, y donde ahora deseaba quedarse junto al lado de Marjorie , la única mujer de su vida.
Al bajar las escaleras, encontró a Ana lista para salir, pero él, por el contrario, sacó su billetera y le dio un billete de cien soles, con el cual cancelaba el trabajo que ella hizo. La chica se sorprendió de la negativa a salir con ella. No entendía por qué se negaba, no comprendía ese rechazo a seguir viviendo, ese gusto por concentrarse en un desperdicio de vida. Tampoco entendía como había cambiado tan rápido de opinión. Ninguna de estas interrogantes consultó con Mendiola. Por el contrario solo atinó a retirarse de su casa. En medio de la retirada observó un carro perteneciente a una funeraria. Entre sonrisas y penas pensó que el muerto estaba aquí, allá –dirigiendo su mano- en esa casa, de donde por la ventana se podía observar a Mendiola recostado sobre el sofá, en medio del calor que irradiaba la chimenea y disfrutando de la compañía de su señora esposa, Marjorie. Lamentablemente, a esta solo la disfrutaba él, porque Ana no la vio ni tampoco nadie cuerdo en vida.
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‘Caperucita y el lobo’ por Myriam Gómez
La muchacha estaba sentada en la banca de madera, con su vestidito de terciopelo negro y sus zapatillas de ballet de paño oscuro. Cruzaba las piernas y ronroneaba como un gato mientras se mecía de atrás hacia adelante con lentitud, moviendo con ella sus rizos cafés. Desde la puerta que estaba a su izquierda llegó una voz.
—Liliana, puedes entrar.
La niña entró erguida por la puerta de su izquierda y llegó de inmediato a una sala muy pequeña, cubierta casi completamente por un escritorio de caoba. En él, un hombre escribía en un papel apergaminado.
—Hola —dijo el hombre—. ¿Eres Liliana, no? —. Ella asintió con rapidez—. ¿Ya leíste el contrato?
—Sí —respondió ella. Le brillaban los ojos—. Eh… rápido, ¿de acuerdo? Supongo que firmo y ya está. Ah, pero… Ismael, ¿dónde está?
—Ismael firmó hace un rato. Ahora debes firmar tú. Y me dijo que te dijera que no debes llamarlo por su nombre.
Liliana sonrió.
—¿Qué se supone que le debo decir? ¿Señor?
—Supongo que sí —respondió el hombre.
La muchacha frunció el ceño. De todos modos, firmó el acta matrimonial antes de las siete de la noche. Después, le indicaron que subiera al coche que la esperaba en la calle.
El anciano estaba mirando las estrellas y fumándose una pipa cuando le llevaron a la niña envuelta en abrigos de piel. El viejo la miró sin inmutarse, pidió que la dejaran por ahí, como si fuera un mueble, y se terminó la pipa. Después, suspiró con fuerza.
—Mi nombre es Ismael —dijo el viejo. Liliana, aferrándose a los abrigos, murmuró que ya lo sabía—. Habrás leído el contrato. Estarás contenta. Puse tus condiciones. Ah —el viejo sonrió, y le faltaban dos dientes—, espero que hayas leído las mías.
—Claro —respondió ella con simplicidad, intentando ignorar que el viejo no apartara la vista de su rostro—. Y son cosas sencillas. Le aseguró que no tendrá problemas, Ismael.
Y entonces el viejo levantó una mano y apretó el puño con fuerza. Frunció la boca con verdadera ira y, lentamente, se fue calmando.
—Creí… —respiró— haberle dicho al tipo ése que te dijera que no me llames por mi nombre. Y esas cosas tienen que ser obedecidas.
Liliana lo miró ofendida, interpretando el gesto del puño como un insulto.
—Disculpe, señor —dijo con intención—, creo que puedo hacer lo que me dé la gana. En el contrato no decía nada de eso.
—Somos un matrimonio —susurró el viejo, casi para sí. Luego cambió de inmediato el tema, diciendo—: Y ya tienes el anillo.
—Sí, señor. Me lo puse antes de venirme, para que usted lo vea. —Tosió un poco—. Tengo sueño. Hablaremos mañana. Dígame dónde voy a dormir.
Él le señaló el pasillo principal con el dedo índice, carraspeando con ligero disgusto.
—Tercera puerta de la derecha. Te va a gustar. Y, por favor, no te quites el anillo para dormir. Me gusta cómo te queda.
Ella volteó a verlo al rostro, sin un rastro de dulzura en los ojos.
—¿Va a venir a verme, señor, a mi cuarto? Prefiero estar sola. Y… bueno, sí, eso, si no es mucha molestia. Ah, ¿señor?
El viejo sonrió.
—No sabes hablar —respondió—. No tienes idea de lo que acabas de decir. Ve a dormir.
Liliana se tragó un par de insultos y corrió hacia su cuarto, sabiéndose cuidadosamente observada por el viejo. Apenas llegó, echó los cerrojos y suspiró con algo de temor. Después de un rato, se echó en la cama. Debían de ser las once de la noche. Estaba metida, sin duda, en un enorme problema. Había leído el contrato cien millones de veces antes de decidirse de ir ante el hombre del municipio a firmar el acta. Lo había leído tanto que se lo había memorizado y pensó esa noche, que su único consuelo era que ese hombre no la podía tocar. Sin embargo, había muchas otras cosas que podían salir mal. Esparció sus rizos sobre el colchón y empezó a morder ansiosamente una almohada con sus pequeños dientes, pensando, sin poder evitarlo, en lo que decía el contrato en el apartado sobre el divorcio.
—Esto es una locura —pensó en voz baja—. El matrimonio a las justas nos va a durar veinticuatro horas.
—No creo —dijo una voz.
Al lado de la cabecera de la cama, mirándola a través de una ventana pequeña, el viejo sonreía. Liliana se limitó a morder la almohada con más fuerza.
—Señor, ha de saber usted que no puedo dormir… si me… eh, si me vigilan.
—En el contrato no decía nada de eso. Y yo puedo hacer lo que me dé la gana. —La miró de nuevo. Sus ojos eran groseramente grandes—. Duerme, querida. Me gusta verte. Eres… rara. Una buena adquisición. Una… excelente adquisición. Me has salido tan cara… Pero vales la pena. Vales la pena. —Amplió su sonrisa—. Mañana vamos a ir a pasear y no quiero verte tensa. Vamos a ir al centro, a los almacenes. O de repente hasta a las tiendas de mascotas.
Y Liliana sólo pudo apretar los labios y cerrar los ojos. El viejo se quedó mirándola durante más de dos horas, casi sin pestañear, absorto, hasta que también tuvo sueño y se fue a dormir.
Durante la semana siguiente no sólo fueron a los grandes almacenes del centro y a las tiendas de mascotas. La casa se llenó de adornos y el cuarto de Liliana de cosméticos y esencias aromáticas. Compraron un piano, un conejo angora con un lazo rosa en el cuello, una alfombra persa para la sala de estar y trece vestidos cortos de terciopelo, entre otras cosas. Las arcas del viejo no parecían tener fondo, de modo que Liliana se quedaba sin excusas las tardes de sol en las que el viejo le pedía que fuera al columpio del patio y se balanceara en él.
—Me gusta verte —le decía siempre.
No era necesario que lo dijera. Sus ojos inquisidores perseguían a Liliana hasta en sueños. Le encantaba verla, especialmente mientras peinaba al conejo angora o mientras tocaba alguna canción triste en el piano nuevo. Le gustaba verla siempre, sin importar lo que estuviera haciendo, siempre fijamente, de cerca o de lejos, aun de espaldas. Ella no tardó en descubrir que la casa estaba llena de agujeros, y se estremeció al sospechar que el viejo los había hecho todos con el propósito de espiarla. Sin embargo, con el tiempo lo agradeció: prefería ser observada sin advertirlo a tener que ver siempre los horribles ojos del viejo escrutándola.
Pero tenía una vida buena. Una vida preciosa. La cuarta semana de matrimonio, Liliana tocó un vals en el piano y el viejo le pidió, como un favor especial, que le permitiera bailar con ella. Liliana aceptó torciendo la boca. Afuera, la hierba estaba verde, y el sol estaba alto, y el viejo estaba feliz y ella estaba triste. Encima del piano, un florero con rosas se regocijaba aun inerte.
—Qué justa que es la vida —dijo ella. Contuvo la respiración. El viejo, bailando cerca a ella, sin música, le cogió una mano y le dio una vuelta—. Qué justa que es —murmuró ella de nuevo. A lo lejos se escuchaban algunos trinos. El viejo, con sus manos ásperas, de pronto, le cogió el rostro. —Qué justa —repitió ella, antes de añadir con desgano—: Señor, no me puede tocar. Se suponía que no me podía tocar.
—Te compro algo —respondió él—. Lo que quieras. Otro piano, si quieres. O un elefante. Una nueva alfombra para tu cuarto.
—Claro —dijo ella, con la vista fija en la ventana. Ya no oponía resistencia. El viejo le estrechaba las manos con una de las suyas, y con la otra le tocaba el rostro. ¿Por qué el florero de las rosas se veía tan feliz?—. Supongo que ya no me importa esto. Además… un día de estos lo voy a engañar —se dijo en silencio—, y eso va a ser mejor para todos.
—No puedes —sonrió él, tragándose cantidades extraordinarias de ira. Ella se horrorizó al saberse descubierta—. Está en el contrato. No me puedes engañar.
—Y usted no me podía tocar.
El viejo la miró con cara de risa, apretando los puños con fuerza.
—Lo estás interpretando mal. Tocar, tocar… no te he tocado. No… mira, no en ese sentido. No te estoy haciendo nada. Nada malo. —Empezó a mecerla al ritmo de un vals imaginario.
Dieron una vuelta con bastante gracia. No era difícil bailar. Ambos eran del mismo tamaño, pues Liliana era demasiado joven y el viejo era demasiado viejo. Se acercaron al piano. Las rosas, hermosas, distrajeron a Liliana por unos segundos. Pero algo atroz la sacó de su ensimismamiento.
Ese día, Liliana descubrió que el viejo tenía fuerzas. Chilló tan fuerte que el viejo trastabilló. Respirando despacio, ella recuperó la calma y pudo defenderse. Dos segundos después, el viejo estaba en el suelo.
—Es usted… ¡Es…! ¡Me voy! —gritó ella.
—No puedes —dijo él—. No quieres irte. Te gusta todo esto.
Era, después de todo, sólo un anciano. Liliana lo miró, todavía algo impresionada. Era sólo eso. Y tenía mucho dinero. El dinero.
—¿Dónde guardas el dinero? —gritó ella, envalentonada al darse cuenta de que el viejo no se podía parar.
Ismael sonrió como siempre.
—Vamos. Ayúdame a pararme.
Pero Liliana estaba harta. Le preguntó de nuevo dónde lo guardaba, una y otra vez, hasta cansarse, mientras el viejo se aburría en el suelo.
—Soy tu esposo —dijo él de pronto—. Y no voy a tolerar esto.
El viejo empezó a dar manotazos en el suelo, como si se estuviera ahogándose, parándose poco a poco. Liliana lo miraba aterrada, pensando velozmente. Y, por último, miró las rosas.
El viejo recibió el impacto del florero de las rosas en plena frente. Cayó en un sueño pesado de duración indeterminada. Liliana, envalentonada al verlo medio muerto en el suelo, salió corriendo, decidida a hacer algo que valiera la pena. Saqueó la casa en media hora, alistó su equipaje y desapareció por la puerta.
En el tren al que se subió veinte minutos después, al mirar por la ventana, se preguntó si el viejo estaría solamente medio muerto.
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‘Si tú me dices ven’ por Maralí Lazo
Pablo estaba como siempre en su combi de turno, pasaba por la avenida Tacna y su ruta era de 4 horas. Ahora que la primavera estaba terminando, ya se acostumbraba a que el sol de mediodía llegara a su oscura retina, a terminar empapado de sudor en pleno Centro de Lima por más que él solo manejara y en teoría, no se movía casi en absoluto. Cuando manejaba, a diferencia de la mayoría de los típicos choferes de combi, él ponía su CD con música de Los Panchos y pensaba en cómo es que su vida había cambiado tanto, ya tenía más de sesenta, y en su natal Huanuco, había escuchado y había sufrido escuchando cada una de sus canciones. Pasaba por frente de las Nazarenas y aprovechando el semáforo, manipuló la radio para elegir su canción favorita. Pablo manejaba por inercia y hacía la misma ruta hace veinte años, acostumbrado al tráfico y a los pasajeros, pero ahora se aseguraba de cumplir algunas reglas más que antes.
Ya estaba por la avenida Uruguay y ‘Si tú me dices ven’ empezó a sonar por la usadísima radio. El punteo inigualable de Chucho Navarro en esa guitarra, le recordaba a Anita, su primer amor en Huanuco, y la canción empezaba con una frase que le había cambiado la vida: Si tú me dices ven, lo dejo todo, él pensaba en eso, ‘lo dejo todo’, así pasó, ¿no? Le bastó que su amor de juventud le diga eso para que él, sin pensarlo, llegase a Lima. Si tú me dices ven, será todo para ti, ja, pero eso último realmente nunca sucedió. El carro doblaba por la avenida Venezuela, llegaba a otro paradero. Mis momentos más ocultos también te los daré. Mis secretos que son pocos serán tuyos también. Qué cólera sentía, tanta cólera y pena por él, que lo dio todo sin pensarlo, en esos años era dificilísimo contactar a la familia y él huyó de su casa, donde no le faltaba nada y durante los primeros años en Lima sufrió con Anita, hasta que ella lo dejó.
Si tú me dices ven, todo cambiará. Si tú me dices ven, habrá felicidad. No es verdad, al inicio, cuando la aventura empezó sí fue felicidad y es cierto que todo cambió, pero a largo plazo todo empeoró. Semáforo, el carro se detuvo de nuevo. Si tú me dices ven, si tu me dices ven, él pensaba, tan enamorado había estado de esa chica, y ella solo lo usó hasta que terminó por darse cuenta de que no tenía plata. Ella realmente le rompió el corazón.
Si tú me dices ven, habrá felicidad, eso le resonaba y no podía dejar de verse, sudando, cansado por estar sentado todo el día y sintiendo el calor de noviembre. Ya estaban en Breña, y el carro se abarrotó de los escolares del colegio Guadalupe que salían extasiados de la jornada diaria, pero qué fácil era ser niño. Reír contigo ante cualquier dolor. Llorar contigo, llorar contigo será mi salvación. Pero reír había sido tan fácil esos primeros meses en Lima, con toda la plata que gastaban, hasta que la felicidad terminó cuando juntos no podían llorar sin dinero y viviendo en miseria, y el que terminó llorando al final solo fue Pablo sin dinero y sin Anita.
Si tú me dices ven. Lo dejo todo, ¡carajo!, ¿por qué lo dejé todo?, se gritó al final muy desconcertado, dejando atónitos a todos lo que lo acompañaban en el carro. Nadie le preguntó nada, solo lo miraron. Faltaban 2 horas para terminar el recorrido, seguían en la Venezuela.
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‘Gonzalo’ por Natalia Cornejo
Parecía ser una sirena que trataba salir del mar. Era una ninfa queriendo jugar. No olvidaré aquel taxi blanco y mucho menos su número de placa haciendo contraste con el hermoso sol. El señor Gonzalo la observaba caminar mirando detalladamente el short que traía puesto, el sol dejaba ver entre luz y sombra como contoneaba de lado a lado su cuerpo con esas piernas tan largas y suaves. La desordenada sábana estaba caliente por la luz que se escurría entre la mampara; mientras ella tarareaba el último disco de Juanes y él no se atrevió a preguntar quién cantaba esa pegajosa melodía. Echado aún en la cama, el señor Gonzalo meditaba, mientras que Andrea se acercaba, y se puso frente de él mostrando la billetera. Quiénes son, no respondió nada, tantos años de terapia familiar, de paseos y campamentos para que esta muchacha así de fácil lo desvíe del camino, simplemente le cogió la mano, la acercó muy delicadamente hacia él. Después de un par de minutos, pero no me has respondido, replicó cogiéndole los cachetes, no es nada te digo que de verás no es nada. El cuarto aún está desordenado, Andrea se levanta del cuerpo de Gonzalo y se comienza a cambiar de ropa Gonzalo, el señor Gonzalo, la contemplaba hasta que se levanta y se pone su pantalón. Qué opinas de esta locura, mientras pasaba la blusa entre su cabeza, no lo sé, mi niña, es todo confuso, todo tan irreal y real tanto placer puede no estar bien. Mientras recogía entre sus manos su largo cabello, acaso no te sientes bien, no, no es eso, es absurdo tú me haces sentir tan bien que no lo puedo explicar. Hasta ahora lo recuerdo.
La discoteca, ese 24 de marzo tú con tu amigas de la universidad y yo sentado en la barra, te miraba reír y bailar, fumando y conversando, coqueta y tierna bailabas de aquí por allá, te acercaste a la barra a pedir tequila, fue ahí en ese momento sabía que no me olvidaría de ti, me miraste y sonreíste, te acercabas más seguido a la barra, charlamos, reímos, bailamos, jugamos copa tras copa, risa tras risa, mirada tras mirada, sentía tu respiración, sabía en qué terminaría aquella noche, aquella noche en que mi pecado comenzó.
Gonzalo, te pareces a mi padre pero no lo digo por el físico es que a veces hablas como él, mi niña te entiendo, ya no puedo seguir así debo confesarte algo mientras miraba por la mampara, y dime Gonzaliño es algo bueno o malo envolviendo la cintura de Gonzalo con su mano, no es tan fácil pero mi niña he tomado la decisión de terminar con mi mentira, y eso qué quiere decir, mi muchachita eso tú bien lo sabes tú bien lo sabes, Andrea miró el cielo entre la mampara, su mundo surrealista se iba apagando con esas últimas cuatro palabras ?tú bien lo sabes? e imaginó su vida sin aquellas aventuras, sin aquel espacio de fantasía, sin ese momento de plena libertad y placer, esos momentos de sin hipocresías, después de seguir pensando creyó que quizás no sería tan malo Gonzalo le había enseñado muchas cosas y entre ellas recordó que le enseño a sobreponerse muy rápidamente y a convencerse a sí de lo que quiera por ejemplo de que no sería malo dejar a Gonzalo por el contrario hasta podría ser bueno.
Andrea lo miró fijamente y lo abrazó, un abrazo de esos que te llenan el alma, lo abrazo fuertemente por un largo tiempo, un hermoso cuadro con unos cuantos puchos tirados en la alfombra. Todo fue sucediendo como de costumbre, sólo que sabían que esta sería la última vez, Andrea después de la conversación comentó que lo mejor para ella sería irse a Europa a seguir estudiando. Bajaron por el ascensor, hablaban el idioma del silencio y manteniendo la mirada Andrea se introdujo en el taxi, en aquel taxi blanco.
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‘Lugar llamado Kindberg’ por Julio Cortázar
[…]Lina al borde de la carretera a la salida del bosque en el crepúsculo, qué lugar para hacer auto-stop y sin embargo ya, otro poco de sopa osita, cómame que necesita salvarse de una angina, el pelo todavía húmedo pero ya chimenea crepitando… tengo una carta para nos hippies de Copenhague, unos dibujos que me dio Cecilia en Santiago, me dijo que son tipos estupendos, el biombo de raso y Lina colgando la ropa mojada, volcando indescritible la mochila… kleenex botones anteojos negros cajas de cartón Pablo Neruda paquetitos higiénicos plano de Alemania, tengo hambre, Marcelo me gusta tu nombre suena bien y tengo hambre, entonces vamos a comer, total para ducha ya tuviste bastante, después acabás de arreglar esa mochila, Lina levantando la cabeza bruscamente, mirándolo: Yo no arreglo nunca nada, para qué, la mochila es como yo y este viaje y la política, todo mezclado y qué importa. Mocosa, pensó Marcelo calambre, casi cosquilla (darle las aspirinas a la altura del café, efecto más rápido) pero a ella le molestaban esas distancias verbales […]
“Lugar llamado Kindberg”, magistral cuento de Julio Cortázar (1914-1984), actualiza como pocos relatos el antiguo tópico de la añoranza de la juventud y lo resuelve en una muy particular versión del “tempus fugit” latino (“el tiempo pasa”). Nuestros talleristas emprenden el mismo viaje por un lugar común para someterlo al matiz de sus distintas inclinaciones estéticas. Último ejercicio del taller. Sigue leyendo